Los lazos que vinculaban al paciente y al médico desde los remotos años de la antigüedad se cortaron. Como sucede con muchas parejas, sin darse cuenta, se desvaneció la pasión inicial que las unió.
Las últimas encuestas muestran que: el 64% de los pacientes critican el modo como
el médico se conduce en su relación con el enfermo: “los médicos deberían ser
más humanos”, dicen; el 70% de los pacientes no están conformes con el trato
recibido en los hospitales y el 50% ha cambiado varias veces de médico por no
estar satisfechos con la asistencia que venía recibiendo.
Lamentablemente no es
posible encontrar una encuesta formal sobre los reproches a los pacientes, pero
los médicos dirían que se sienten presionados porque: el 80% llegan al
consultorio y le dicen al médico cuál es la enfermedad que tienen; también le
sugieren qué estudios le tendría que pedir y además, qué tratamiento debería
hacer.
Está
sólo con sus síntomas. Nadie más sabe cuál es la verdadera intensidad de su
dolor. “¡Ojalá se hubiera inventado una máquina que pudiera medirlo!, ¡Ojalá se
pudiera entender el miedo que tengo de que sea un cáncer!”, piensa. Pero él
únicamente tiene palabras, quejidos y gestos para expresar todo lo que significa
ese estado que le saca las ganas de trabajar, de comer, de vivir.
Sin embargo, su instinto
lo empuja a salir de su aislamiento y buscar ayuda en el médico.
Aunque
apremiado por el tiempo para atender a todos los pacientes, pregunta, escucha,
observa, vuelve a preguntar y anota. Le hace respirar, toser, sentado y
acostado. Le toma la presión, le mira las pupilas, etc.
El material sobre el que está construida la
relación médico-paciente es uno sólo: la enfermedad.
A
partir de ahí el paciente expresa sus padecimientos y se los intenta transmitir
al médico de una manera particular, fundamentalmente influida por la
información que posea –generalmente proporcionada por los medios– sobre otras
enfermedades o de casos cercanos. No es tarea fácil cuando se confunden las
ganas de morir con las ganas de seguir viviendo.
El
médico, a su vez, toma esos elementos desordenados y procura darles una forma.
En su mente los selecciona, clasifica, jerarquiza, agrupa, descarta, imagina,
sintetiza y elabora estrategias de diagnóstico y tratamiento, evalúa
posibilidades y, sobre todo, las limitaciones propias, del sistema (Hospital,
Obra Social, Pre-paga) y del bolsillo del paciente que no le alcanza para
viajar, para otro Bono “voluntario” o para comprar una placa radiográfica.
¿Pueden
estos dos enfoques de la enfermedad, tan diferentes, coincidir en algún punto?.
Pedro
Laín Entralgo se refiere a este aspecto en su libro La relación médico-enfermo como “vinculación interpersonal a mi
relación con otro para algo que está en él y en mí, que pertenece a nuestra
personal intimidad.” y la define con el término “cuasi-diádica”.
Y
por otra parte, el gran filósofo francés Henri Bergson, dice que el mundo
interior de una persona, tiene características que no responden a las del mundo
exterior. Por ejemplo el transcurrir del tiempo del reloj o el que marca la
posición del sol en el cielo es muy distinto al que “realmente” se siente.
De
ahí surge, sintetizando, que el hombre participa de dos estados: uno interior
donde le suceden cosas que le resulta muy complicado describir mediante el
lenguaje común, porque son estados indefinidos que se entremezclan y que no se
pueden medir –sensaciones y sentimientos– y
otro exterior de donde toma lo útil y necesario para su supervivencia y
en el que todo tiene límites precisos, se puede pesar y medir y está sometido a
las inflexibles leyes físico-matemáticas.
En el binomio que
conforman la relación médico-enfermo el enfermo es lo indefinible, es decir, lo
interior y el médico la representación espacial objetiva.
Entonces, podríamos
concluir que la función primordial de esta relación tan especial es llevar a
cabo lo que habitualmente efectúa una sola persona en su vida diaria. El
paciente informa al médico sus vivencias (espacio interior) y éste las
cuantifica, clasifica y busca (espacio exterior) lo más conveniente para la
mayor y mejor supervivencia del enfermo.
Como dice el libro La enfermedad como camino de Thorwald
Dethlefsen, director del Instituto de Psicología Experimental de Munich, “el
ser humano es un enfermo porque le falta la unidad” y “curación es adquirir la unidad”.
Por otro lado, una
persona enferma se encuentra más separada –mental y hasta físicamente– del
entorno. Algunas veces hasta se la aísla
por motivos sanitarios y en otros casos la misma enfermedad lleva a la
inmovilidad del paciente. Esta escisión con el medio varía en profundidad,
hasta llegar al extremo de una desconexión total en el coma grado IV.
Precisamente la misión
del médico es servir de intermediario entre el enfermo y la realidad objetiva y
tratar de restablecer –si se logra la curación– su conexión plena con el medio
exterior, la armonía y la unidad consigo mismo y con lo que lo rodea.
Para alcanzar los
mejores resultados se deben dar las siguientes condiciones: que el paciente sea
lo más sincero y auténtico posible con
el médico (conocimiento de su medio interior mediante la auto-observación) y
por parte del médico que sepa interpretarlo en su justa medida, poseer los conocimientos
necesarios de su ciencia (medio exterior) y poder aplicarlos para tratar de
lograr la curación o una mejor calidad de vida.
Luego de este enfoque de
la relación médico-enfermo ¿podemos precisar un poco más qué es lo que está
fallando en esta ecuación?
Por un lado, el paciente
ha perdido la confianza en el médico. Por el otro, el profesional se siente
menoscabado en su función de mediador exclusivo del paciente.
El enfermo desconfía del médico por considerarlo parte de un sistema que sólo busca beneficios económicos a costa de su necesidad de salud.
El médico se encuentra
tironeado entre las crecientes exigencias de los pacientes –juicios de mala praxis- y las de las
administradoras de salud, lo cual lo lleva al desgaste psicofísico
(“burn-out”).
El enfermo se queja de
que el profesional es incapaz de interpretar cabalmente las sensaciones
–síntomas– provocadas por la enfermedad,
porque no se toma el tiempo de escucharlo. Mientras los medios lo bombardean de
información –muchas veces no verificada– que éste usa como una forma de
presionar al médico.
Por otro lado, el médico
no puede aplicar taxativamente lo que aprendió en la Facultad, pues le insume
un tiempo excesivo confeccionar una historia clínica completa. Entonces debe
seleccionar lo que considera importante y dejar de lado los detalles, en los
que muchas veces se encuentra la clave del diagnóstico. Para completar su
limitada actuación solicita estudios que brindan información innecesaria o
superpuesta e interconsultas con numerosos especialistas.
Además, el médico
tampoco puede ejercer la función ética de docencia y cumplir con el deber de
advertirle al paciente sobre los riesgos del consumo de lo que es superfluo o
perjudicial, en desmedro de lo que sí es necesario.
La solución no se encuentra, por ahora,
al alcance de la mano y depende de un cambio que no se vislumbra en un futuro
cercano.
El binomio “cuasi-diádico”
original, padece a su vez una enfermedad que para su curación necesitaría
contar con un mediador confiable, que los supiera interpretar y emprender –para
ambos– la búsqueda del tiempo perdido.
Federico Alapont Gilabert
- Médico Cardiólogo y Legista U.B.A.