Las ilusiones populistas

Juan José Sebreli
Para LA NACION

Jueves 23 de setiembre de 2010 | Publicado en edición impresa 
 
La recuperación de la democracia despertó expectativas que no han sido satisfechas, y una de sus principales falencias fue no haber erradicado la pobreza y la marginalidad. Incluso, las agudizó. Este desencanto incita a los intelectuales populistas, a través de Ricardo Forster, mentor de la agrupación Carta Abierta, a hacer un balance pesimista de las casi tres décadas de restablecimiento de la democracia. Olvida, sin embargo, que la mayor parte de esos años sucedieron con gobiernos peronistas, y los últimos siete, con el kirchnerismo. Forster habla despreocupadamente, como si él no fuera un intelectual orgánico de ese movimiento, cuando debería hacerse cargo del aumento de la desigualdad social, que alcanza cifras sin precedente, con el vertiginoso enriquecimiento de los nuevos ricos de la era kirchnerista, incluidos los propios Kirchner y sus allegados (la "oligarquía plebiscitada", como la define Osvaldo Guariglia).

La supuesta redistribución del ingreso se reduce, a la manera de los bonapartismos del siglo XIX, a planes asistenciales, subsidios y prebendas clientelistas, en tanto que la proclamada recuperación del salario es socavada por la inflación, tema este del que el Gobierno no quiere ni puede hablar porque es una consecuencia inevitable del modelo económico populista, sesgado productor de pobreza.

Resulta paradójico que las sociedades relativamente más igualitarias, con menos inequidades e injusticia, sean regímenes de democracia liberal que no conocieron el populismo y en los que se alternaron la democracia liberal y la socialdemocracia, estigmatizadas por el populismo como la derecha. Sin ir más lejos, nuestros vecinos, Chile y el Uruguay, gozan de instituciones estables y a la vez, dentro de sus limitadas posibilidades, de una disminución de la desigualdad. En cambio, en el país líder del neopopulismo latinoamericano o del llamado socialismo del siglo XXI, la Venezuela de Chávez, a pesar de su riqueza petrolera y minera, no se ha erradicado la pobreza y, por el contrario, aumentó la desigualdad social.

Hay otros ejemplos paradigmáticos de que el populismo no es la mejor manera de combatir la pobreza. Los dos descensos más dramáticos del salario real de los trabajadores se produjeron bajo gobiernos peronistas: el Rodrigazo, con Isabel Perón, y la devaluación y pesificación asimétrica con Duhalde. Pero las estadístícas y los datos concretos rara vez aparecen en los textos abstractos y doctrinarios de los intelectuales de Carta Abierta. Tampoco hablan demasiado del crimen, la violencia, el alcoholismo, la droga, porque los consideran temas exclusivos de la derecha o meras impresiones mediáticas.

Los intelectuales de Carta Abierta creen expresar al auténtico progresismo combatiendo las corporaciones, pero adhieren a un gobierno apoyado en las peores: el sindicalismo corrupto, los empresarios subsidiados, las dinastías provinciales, los barones del conurbano cómplices del narcotráfico, los políticos tránsfugas.

En un artículo reciente publicado por una revista semanal, Forster objeta a los opositores y a la sobrevaloración de lo que llama, siguiendo a su maestro Ernesto Laclau, "dimensión institucional y legal" (nueva denominación del desgastado término "formalismo burgués"). La división de poderes, la libertad de expresión, el debate legislativo, constituirían, según Laclau-Forster, obstáculos para la satisfacción de las demandas de las clases populares. Podría suponerse que la estatización de los medios que oculta la batalla contra Papel Prensa se justificaría por entender la libertad de prensa como otro formalismo liberal que debería ser regulada por un estado "nacional y popular".

Laclau, ex trotskista-peronista convertido al posestructuralismo, sucumbió también a la fascinación de Carl Schmitt, jurista nazi rehabilitado por la izquierda posmoderna, que postula la división de la sociedad en amigos-enemigos, el decisionismo contra el debate parlamentario, el movimientismo contra el pluralismo y el poder del líder contra la mediación de los partidos y las instituciones republicanas. Todo esto concuerda muy bien con el kirchnerismo. Cristina K se dice discípula de Chantal Mouffe, mujer de Laclau.

Tanto Forster como Laclau incurren en una falsa dicotomía entre igualdad y libertad, compartida, aunque con signo contrario, tanto por la izquierda como por la derecha no democráticas. Después de la trágica experiencia de los totalitarismos de izquierda del siglo pasado no se puede seguir sosteniendo la necesidad de limitar las libertades para alcanzar la igualdad: por el contrario, no puede haber igualdad donde no hay libertad. Igualdad de derechos y de oportunidades, y condiciones sociales adecuadas para elegir el propio estilo de vida, son inseparables.

Es un avance que Forster haya abandonado, por un momento, los discursos dogmáticos de Carta Abierta para entrar en el debate en un lenguaje llano. Pero el anterior hermetismo de la jerga academicista y neobarroca ocultaba el simplismo de sus ideas. Con el estilo actual, en cambio, queda en evidencia la "pobreza argumentativa" y la "chatura intelectual" de las que acusa a sus contrincantes. Incurre así en burdos insultos, por ejemplo animalizar a los adversarios usando, como categoría política, la palabra "gorila", extraída de un viejo programa radial cómico.

En su crítica a la oposición, Forster me menciona junto a Beatriz Sarlo y de paso cumple con el obligado ataque a los medios, relacionándonos con Mariano Grondona y Joaquín Morales Solá. Por lo que a mí respecta debo señalarle que no conoce mis ideas o que las distorsiona para mejor desvalorizarlas. No "invisibilizo" la trayectoria del liberalismo a lo largo de nuestra historia. Reivindico la modernización, secularización e integración y ascenso social de las masas inmigratorias por medio de la educación para todos proyectada por Sarmiento y llevada a cabo por la Generación del 80, hoy satanizada por los historiadores populistas. Pero no desconozco la historia lamentable del liberalismo conservador en el siglo XX, su adhesión a las dictaduras militares y a un tradicionalismo contrario a la ilustración y la modernidad del liberalismo clásico. Asimismo reivindico la historia de la izquierda democrática de los primeros tramos del siglo pasado, pero no oculto su degradación, en la segunda mitad, en un populismo de izquierda que, abandonando su internacionalismo de otra hora, se ha vuelto vocero de un nacionalismo estatizador anacrónico en un mundo global y posindustrial, y que apoyó a las dictaduras más reaccionarias del Tercer Mundo, incluida la irresponsable aventura de Galtieri.

Más allá del socialismo y del liberalismo, del autoritarismo antidemocrático de izquierda o de derecha, creo en la necesidad de llegar a un delicado equilibro entre individuo y sociedad, estado y mercado, libertad e igualdad, reconociendo que el Estado no debe sustituir al mercado, pero, a la vez, no puede renunciar a tareas que le son inherentes: la educación, la salud, la seguridad, la justicia, en las que, precisamente, el kirchnerismo no se ha mostrado eficaz y ni siquiera demasiado interesado.

También se equivoca Forster cuando me acusa de hacer una amalgama abusiva entre kirchnerismo, fascismo y totalitarismo. Solo hablé de un toque totalitario en la falsificación de la historia argentina, en los cuadros alegóricos de los festejos del Bicentenario y en la clase magistral de la Presidenta sobre la historia de los años setenta.

Más aún, los Kirchner no llegaron ni siquiera a construir un populismo cabal como lo hicieron Perón y ahora Chávez, porque le faltan algunos de sus elementos constitutivos: ni Néstor ni Cristina son líderes carismáticos ni tienen capacidad de convocatoria para movilizar a las masas -fuera de algunas minorías universitarias-, ni suscitan adhesiones apasionadas. Y un populismo frío es una contradicción en los términos.

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La malversación kirchnerista del progresismo

Luis Gregorich
Para LA NACION

Viernes 8 de octubre de 2010 
¿Qué es para el Gobierno y quienes lo acompañan ser progresista? ¿Qué significa en la Argentina de hoy considerarse, tácita o explícitamente, de izquierda? Antes de intentar unas (difíciles) respuestas, vale la pena una mención de hechos que están sucediendo ahora mismo. Como se sabe, nuestro país está participando como invitado especial en la Feria del Libro de Fráncfort con una importante delegación de escritores que, el primer día, fueron encabezados por la presidenta de la República, y, entre ellos, felizmente, figuras jóvenes y representativas de nuestras letras. Se han cerrado múltiples negocios de edición y se ha comprometido la traducción a diversas lenguas de nuestros creadores. Lo aplaudimos.

Eso sí: resultó inútil mi búsqueda, en la delegación oficial, de algunos nombres prestigiosos que también siguen publicando libros, que igualmente expresan a nuestra sociedad y que habrían podido enriquecer la muestra. Quizá no supe buscarlos bien, quizás estén entre los que anduvieron por Fráncfort prefiriendo ser invitados por universidades o empresas editoras, pero no pude encontrar, en el listado del Gobierno, a Santiago Kovadloff, a Beatriz Sarlo, a Juan José Sebreli, a Natalio Botana, a Luis Alberto Romero, a Marcos Aguinis, a Martín Caparrós, a Tomás Abraham, a Alvaro Abós y a unos cuantos más que no voy a citar para no enturbiar mi primera impresión positiva del contingente nacional.

¿Qué es lo que une a todos los invisibles? ¿Que no son progresistas o -peor aún para la lupa ideológica oficial- que pertenecen a la "derecha"?

Usted, lector, ya está contestando en su interior: más bien sí son progresistas, cada uno a su manera, pero confluyen en una vertiente común: la oposición intelectual al gobierno que financia esta presencia en Europa, y que no ha tenido la grandeza de invitarlos para que compartiesen las mesas con los escritores oficialistas, entre ellos unos cuantos del grupo Carta Abierta. Oposición intelectual no quiere decir, por supuesto, saña destituyente, sino libre y no necesariamente belicosa confrontación de ideas, sostenida en todos los escenarios posibles. Es obvio que ninguno de los excluidos del panteón oficial hubiese aprovechado su participación para denigrar a las autoridades.

¿Con estas actitudes el gobierno nacional consolida una cultura progresista o de izquierda? Parece ocurrir exactamente lo contrario. Véase el tema desde otra perspectiva: el proceso que sufren los organismos de derechos humanos, genuinas instituciones del progresismo que podrían quedar debilitadas al cerrarse el ciclo kirchnerista. Las Madres y Abuelas, sobre todo, al adoptar una postura partidista, distante de la independencia política que mantuvieron desde el advenimiento de la democracia, permiten que se resquebraje su eventual función mediadora. Más inquietantes que el discurso crispado de Hebe de Bonafini frente a Tribunales, por demás previsible, son las palabras de Estela de Carlotto en el mismo acto, no tanto por su significado directo como por su implícito compromiso político.

La Central de Trabajadores que podría calificarse de progresista, la CTA, ha experimentado asimismo el intento de cooptación por parte del kirchnerismo, con resultados nada alentadores. La primera elección interna seria de la Central terminó con una derrota de los prooficialistas y con una severa amenaza de división, sembrada de denuncias de irregularidades y fraude. Todo eso refuerza, de una u otra manera, el poder de la Central oficial, encabezada por Hugo Moyano, cuya ideología no puede describirse como progresista. Hay que decir, de todas formas, que tampoco Moyano las tiene todas consigo, tal vez por ampliar excesivamente su poder y generar pequeñas -por ahora- rebeliones en su proximidad.

La singular alianza que construye, casi sin darse cuenta, la oposición fragmentada en cuatro o cinco expresiones partidarias tiende a reunir a anchos sectores de las clases medias urbanas y a sectores transversales del campo, además de conglomerados obreros, más reducidos. No hay todavía liderazgos definidos (sólo hay postulantes a ganarlos) en ese inestable espacio. A su vez, el oficialismo kirchnerista opone a este conjunto un equipo más compacto, aunque cada vez más propenso al adelgazamiento, que suma a trabajadores de los conurbanos, diversas clientelas provinciales y -lo que más nos interesa aquí- capas medias, de menor cuantía, que podrían ser denominadas de "izquierda" o progresistas. Forman este núcleo la disciplinada militancia del Partido (o ex Partido) Comunista, con sus profesionales y cooperativistas, y los grupos ya maduros de universitarios, entre los cuales están los que en los años 70 coquetearon con la guerrilla y el "entrismo" hacia adentro del movimiento peronista.

Es francamente extraña la atracción que estos últimos sectores sienten frente a la concepción del poder kirchnerista, fuertemente concentrado y poco dispuesto a una distribución horizontal. Tampoco la personalidad y la historia personal del nuevo líder llegado del Sur autorizan sueños liberacionistas. Probablemente los inspiren las notas épicas y refundadoras del discurso del matrimonio presidencial. Hay que volver al acto frente a Tribunales y citar las delirantes referencias de varios oradores (como Julio Piumato, dirigente de los judiciales) acerca de la democracia formal y la democracia real: de esta última sólo habríamos disfrutado en el país a partir de la presidencia de Kirchner.

En cuanto a los aspectos prosaicos de la gestión, notablemente favorecida por el viento de cola de la economía internacional (es decir, para nosotros, por la apertura comercial de China), hay un debe y un haber, aunque los Kirchner parecen especializarse en borrar con una rústica mano lo que escribieron amablemente con la otra, como con el actual hostigamiento a la Corte Suprema designada, con positivo espíritu y efectos, por ellos mismos.

¿Cómo definir, entonces, al progresismo, que los Kirchner están malversando, y a la izquierda posible, a la que muchos confunden con el populismo autoritario y, en el fondo, conservador? Acude en nuestro auxilio Norberto Bobbio, un ejemplar pensador italiano que ha sido protagonista de las batallas ideológicas de su patria en la segunda mitad del siglo XX. En su ensayo Derecha e izquierda, traza los significados y los límites de cada una de estas palabras, que siguen gozando de buena salud, simbólica y política, a pesar de haberse decretado su muerte hace tiempo.

Una vez que hemos descartado como soluciones plausibles la extrema derecha y la extrema izquierda, nos quedan todavía derechas e izquierdas (en forma de liberalismo republicano y socialdemocracia o socialismo parlamentario) que -dice Bobbio- se necesitan la una a la otra y que justifican un régimen rotativo, según la preeminencia electoral en el tiempo de los valores que defienden respectivamente. Para la derecha liberal, esos valores se organizan en torno a la pareja libertad/autoridad, y para la izquierda socialdemocrática, en torno a igualdad/desigualdad. En ningún caso esos valores pueden ser absolutos: cuando se habla de libertad, por ejemplo, debe aclararse de qué libertad se trata (libertad de actuar, libertad de querer), y cuando se habla de igualdad está claro que no se trata del ideal inalcanzable de que todos los hombres sean absolutamente iguales, sino de las políticas de Estado que procuran que esos mismos hombres sean cada vez menos desiguales. Bobbio cita a Luigi Einaudi, uno de sus maestros y destacado constructor de las instituciones italianas de la segunda posguerra, que después de describir los rasgos esenciales del hombre liberal y del hombre socialista anota: "Los dos hombres, aunque adversarios, no son enemigos, porque los dos respetan la opinión de los demás y saben que existe un límite para la realización del propio principio? El optimum no se alcanza en la paz forzada de la tiranía totalitaria; se toca en la lucha continua entre los dos ideales, ninguno de los cuales puede ser vencido sin daño común".

Idealismo ingenuo, se dirá, y preferencia por esquemas político-sociales que se adaptan al orden y las tradiciones de la Europa Occidental y que chocan inevitablemente contra la prepotencia genética de los populismos latinoamericanos, custodiados celosamente por laureados académicos como Ernesto Laclau. ¡Cómo podría soportar una nación de América latina un régimen cuasi parlamentario, con pacífica alternancia de partidos o coaliciones, sin el picante condimento de los golpes de Estado, la reelección indefinida o la corrupción en boca de todos! Y, sin embargo, tres países, al menos, lo llevan a cabo con éxito y con modalidad propia: Brasil, Uruguay y Chile.

Lo único seguro es que el progresismo no se ejerce estimulando la toma del Palacio de Tribunales ni fantaseando sobre las diferencias entre democracia formal y democracia real, ni mucho menos omitiendo deliberadamente la presencia de escritores e intelectuales opositores en la presentación oficial de una feria del libro internacional consagrada a la Argentina.

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