Un pacto con el diablo

Traición al progresismo

Por Marcos Aguinis | LA NACION

Vivimos días que serán inscriptos en la historia. No como gloriosos, según Cristina Kirchner, sino repugnantes. Se quiere dar fuerza de ley a un infame pacto que comprometa a la Nación y tenga una vigencia que se extienda en el tiempo más allá de los actuales gobiernos. La frase "justicia, justicia perseguirás", quedará en el recuerdo. El próximo 18 de julio, aniversario del atentado a la AMIA, lloraremos más que nunca, como lo afirmé hace poco en un artículo.

Hugo Chávez había anunciado el "socialismo del siglo XXI" antes de construir el Eje Teherán-Caracas, dando una clara refutación a los valores que se supone caracterizan al socialismo desde su cuna, porque Irán tiene de todo menos socialismo. El socialismo del siglo XXI era una forma de reinyectar esperanzas a la mítica palabra, que fue objeto de corrupciones a través de la realidad. En la centuria pasada no sólo se trató del nacional-socialismo, sino también de los otros socialismos que sucesivamente se llamaron leninismo, stalinismo, maoísmo, titoísmo, castrismo. Ahora es evidente que, en el terreno de la conducta y los valores, todos ellos tienen más parecidos que diferencias, porque fueron reaccionarios pese a las vocingleras proclamas progresistas; sus gestiones llevaron a guerras, decadencia, hambre y ruina. Se salva la socialdemocracia porque ha evitado muchos de sus males, pero no ha logrado que su prometido "estado de bienestar" logre prevalecer. Es dolorosamente cierto, aunque hiera decirlo. El mérito de la socialdemocracia fue su constante ligadura con las instituciones constitucionales, el respeto por los derechos humanos y un límite al culto de la personalidad.

Ahora, en vez de seguirse insistiendo en el vago "socialismo del siglo XXI" acuñado por Chávez, se avanza con una palabreja que fue objeto de terribles críticas por la misma izquierda: "populismo". También se lo llama "bonapartismo" gracias a Marx y Trotski, que le dieron una convencional fecha de nacimiento en el régimen de Napoleón III, aunque existen antecedentes previos. El populismo remite a la magnética palabra "pueblo", cuyos límites son difusos. Pero se caracteriza por considerar a los ciudadanos una masa enorme, bella, sumisa y ruidosa que idolatra a un jefe convertido en dios. Esa masa no piensa: obedece. Esa masa no se beneficia: beneficia al jefe. Mucho antes de que en la Argentina se votara la ley de "obediencia debida", en los populismos se ha tendido a imponer esta norma. Nadie podía cuestionar las órdenes de Stalin, Hitler, Mao o Fidel. Nadie, ahora, puede desobedecer las órdenes de Cristina Fernández de Kirchner si pretende continuar recibiendo los óleos de su protección. No es falso que en su cercanía se haya dicho que "a la Señora no se le habla: se la escucha".

El culto a su personalidad está en pleno desarrollo. Se lo considera prioritario, aunque lleve a la destrucción del partido o los partidos políticos que la encaramaron en el poder. Lo grave de esta tendencia es que no sólo daña a la política, sino que lastima gravemente el prestigio y el futuro de nuestro país.

La última manifestación de esta pulsión antipatriótica lo expresa el absurdo acuerdo con Irán. Esta república islámica representa un elocuente rechazo al progresismo. Está gobernada por una teocracia severa con insignificantes maquillajes de democracia electiva. Discrimina a la mujer. Prohíbe la libertad sexual con castigos que pueden llegar al fusilamiento. Es abiertamente antisemita. Afirma sin pudor su deseo de borrar del mapa a otro país. Suministra armas al carnicero de Siria. Nutre grupos terroristas. Quiere convertirse en el líder de la lucha contra los valores de Occidente.

Es verdad que Occidente no tuvo una inmaculada concepción y muchas veces fue desleal a sus valores. Pero ha conseguido consolidarlos en gran parte. A esos valores tienden los países que marchan con la auténtica locomotora del progreso. No son la mayoría que integran el mapa político del mundo, pero se destacan países como Suecia, Alemania, Australia, Canadá, Finlandia, Noruega, etcétera. A ese tren se han unido o tratan de unirse países latinoamericanos como Brasil, Perú, Colombia, Costa Rica, Panamá, Uruguay, Chile. Son los que de veras han optado por el ascenso. En cambio, los que "hablan" de progresismo, pero son reaccionarios, optan por el populismo o el bolivianismo o el socialismo del siglo XXI. Son autoritarios, practican el culto de la personalidad y conducen por laberintos siniestros hacia la más honda decadencia. Brillan con sombras mortecinas los casos ejemplares de Cuba y Venezuela, que tanto júbilo despertaron al principio y tanta tristeza al final.

Ahora bien, como lo vienen señalando lúcidos y valientes periodistas, la última "obediencia debida" que ha comenzado a exigir la Presidenta -pese al absurdaje que la sostiene- es poner "punto final" a la causa AMIA, para conseguir resonancia internacional y merecer la confianza de los teócratas iraníes. No es un problema menor. Devela cómo se alardea de soberanía, cuando al mismo tiempo se la rompe en pedazos ante uno de los países más detestados del planeta. ¿No se atentó contra nuestra soberanía cuando estallaron coches bomba en plena Capital Federal? ¿Para qué este tratado con Irán, entonces? Para que ella pueda ocupar el liderazgo vacante que hasta ahora correspondía a Hugo Chávez.

A Cristina más le hubiera gustado la poderosa imagen de Angela Merkel o la genuina popularidad de Dilma Russeff. Quisiera ser admirada por Barack Obama. Pero no puede. Ya no le importa cumplir con las vacías promesas del "modelo", entre las cuales figuraba eliminar la pobreza: sus esfuerzos sólo apuntan a conseguir alguna fama, cualquiera que sea, para ganar protagonismo y, merced a éste, conseguir votos.

El Gobierno no logra desmentir que el acuerdo con Irán es absolutamente inservible para llegar a la verdad. La verdad ya ha sido develada en gran parte por los magistrados argentinos. Este pacto sólo sirve para satisfacer los delirios de grandeza que afectan a una persona. Ni siquiera en las filas de la jefa del Estado se duda de que, en caso de que la justicia argentina decida condenar a funcionarios iraníes, estos sólo responderán con carcajadas.

Es muy grave que la Argentina, tras la desaparición de Chávez del centro de la escena, se convierta ahora en el puente que necesita Irán para infiltrarse en América latina. Nunca lo conseguiría a través de Brasil. Pero sí a través de una Argentina decadente y alienada. El culto a la personalidad está llegando al grotesco de que la Presidenta determine a qué hora debe cesar una sesión en el Senado. Sobrarían otros ejemplos.

Quizás ayude a razonar mejor la historia de Fausto. Ese potente personaje de la ficción revela con precisión afilada hasta dónde puede llevar la ceguera del apasionamiento. Un pacto con el Diablo es un pacto con el Diablo. Y las consecuencias no son sino diabólicas. Fausto lo sabía, pero no le importó. Los legisladores y funcionarios que ejercen la "obediencia debida" lo saben. Debería importarles, aunque prefieren obedecer ahora, antes que pensar en los castigos futuros. Han perdido el interés en el futuro, todas sus acciones se reducen al cortísimo plazo.

Entre las condenas que recibirán sin duda, habría que estudiar si no va a calzarles el infame delito de traición a la patria. Un delito que no prescribe y que no sólo les hará papilla la conciencia, sino el patrimonio y el afecto de sus amigos y familiares. Es necesario que ahora, antes de complicarse con un pacto demoníaco, lo piensen del derecho y del revés. No se trata de un pacto progresista, se trata de una ostentosa traición al progresismo vanamente invocado. Este pacto, para colmo, comprometerá a la nación.

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LA MUERTE DEL CAUDILLO     por Mario Vargas Llosa  -   11 de Marzo 2013  LA NACION

MADRID.- El comandante Hugo Chávez Frías pertenecía a la robusta tradición de los caudillos que, aunque más presente en América latina que en otras partes, no deja de asomar por doquier, aun en democracias avanzadas, como Francia. Ella revela ese miedo a la libertad que es una herencia del mundo primitivo, anterior a la democracia y al individuo, cuando el hombre era masa todavía y prefería que un semidiós, al que cedía su capacidad de iniciativa y su libre albedrío, tomara todas las decisiones importantes sobre su vida. Cruce de superhombre y bufón, el caudillo hace y deshace a su antojo, inspirado por Dios o por una ideología en la que casi siempre se confunden el socialismo y el fascismo -dos formas de estatismo y colectivismo-, y se comunica directamente con su pueblo, a través de la demagogia, la retórica y espectáculos multitudinarios y pasionales de entraña mágico-religiosa.

Su popularidad suele ser enorme, irracional, pero también efímera, y el balance de su gestión infaliblemente catastrófico. No hay que dejarse impresionar demasiado por las muchedumbres llorosas que velan los restos de Hugo Chávez; son las mismas que se estremecían de dolor y desamparo por la muerte de Perón, de Franco, de Stalin, de Trujillo, y las que mañana acompañarán al sepulcro a Fidel Castro. Los caudillos no dejan herederos y lo que ocurrirá a partir de ahora en Venezuela es totalmente incierto. Nadie, entre la gente de su entorno, y desde luego en ningún caso Nicolás Maduro, el discreto apparatchik al que designó como sucesor, está en condiciones de aglutinar y mantener unida a esa coalición de facciones, individuos e intereses encontrados que representan el chavismo, ni de mantener el entusiasmo y la fe que el difunto comandante despertaba con su torrencial energía entre las masas de Venezuela.

Pero una cosa sí es segura: ese híbrido ideológico que Hugo Chávez maquinó, llamado la revolución bolivariana o el socialismo del siglo XXI, comenzó ya a descomponerse y desaparecerá más pronto o más tarde, derrotado por la realidad concreta, la de una Venezuela -el país potencialmente más rico del mundo- al que las políticas del caudillo dejan empobrecido, fracturado y enconado, con la inflación, la criminalidad y la corrupción más altas del continente, un déficit fiscal que araña el 18% del PBI y las instituciones -las empresas públicas, la justicia, la prensa, el poder electoral, las fuerzas armadas- semidestruidas por el autoritarismo, la intimidación y la obsecuencia.

La muerte de Chávez, además, pone un signo de interrogación sobre esa política de intervencionismo en el resto del continente latinoamericano al que, en un sueño megalómano característico de los caudillos, el comandante difunto se proponía volver socialista y bolivariano a golpes de chequera. ¿Seguirá ese fantástico dispendio de los petrodólares venezolanos que han hecho sobrevivir a Cuba con los cien mil barriles diarios que Chávez poco menos que regalaba a su mentor e ídolo Fidel Castro? ¿Y los subsidios y/o compras de deuda a 19 países, incluidos sus vasallos ideológicos como el boliviano Evo Morales, el nicaragüense Daniel Ortega, a las FARC colombianas y a los innumerables partidos, grupos y grupúsculos que a lo largo y ancho de América latina pugnan por imponer la revolución marxista? El pueblo venezolano parecía aceptar este fantástico despilfarro contagiado por el optimismo de su caudillo; pero dudo que ni el más fanático de los chavistas crea ahora que Nicolás Maduro pueda llegar a ser el próximo Simón Bolívar. Ese sueño y sus subproductos, como la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), que integran Bolivia, Cuba, Ecuador, Dominica, Nicaragua, San Vicente y las Granadinas y Antigua y Barbuda, bajo la dirección de Venezuela, son ya cadáveres insepultos.

En los catorce años que Chávez gobernó Venezuela, el barril de petróleo multiplicó unas siete veces su valor, lo que hizo de ese país, potencialmente, uno de los más prósperos del globo. Sin embargo, la reducción de la pobreza en ese período ha sido menor en él que, digamos, en las de Chile y Perú en el mismo período. En tanto que la expropiación y nacionalización de más de un millar de empresas privadas, entre ellas de tres millones y medio de hectáreas de haciendas agrícolas y ganaderas, no desapareció a los odiados ricos, sino que creó, mediante el privilegio y los tráficos, una verdadera legión de nuevos ricos improductivos que, en vez de hacer progresar al país, han contribuido a hundirlo en el mercantilismo, el rentismo y todas las demás formas degradadas del capitalismo de Estado.

Chávez no estatizó toda la economía, a la manera de Cuba, y nunca acabó de cerrar todos los espacios para la disidencia y la crítica, aunque su política represiva contra la prensa independiente y los opositores los redujo a su mínima expresión. Su prontuario en lo que respecta a los atropellos contra los derechos humanos es enorme, como lo ha recordado con motivo de su fallecimiento una organización tan objetiva y respetable como Human Rights Watch. Es verdad que celebró varias consultas electorales y que, por lo menos algunas de ellas, como la última, las ganó limpiamente, si la limpieza de una consulta se mide sólo por el respeto a los votos emitidos, y no se tiene en cuenta el contexto político y social en que aquélla se celebra, y en la que la desproporción de medios con que el gobierno y la oposición cuentan es tal que ésta corre de entrada con una desventaja descomunal.

Pero, en última instancia, que haya en Venezuela una oposición al chavismo que en las elecciones del año pasado casi obtuvo los seis millones y medio de votos es algo que se debe, más que a la tolerancia de Chávez, a la gallardía y la convicción de tantos venezolanos que nunca se dejaron intimidar por la coerción y las presiones del régimen, y que, en estos catorce años, mantuvieron viva la lucidez y la vocación democrática, sin dejarse arrollar por la pasión gregaria y la abdicación del espíritu crítico que fomenta el caudillismo.

No sin tropiezos, esa oposición, en la que se hallan representadas todas las variantes ideológicas de la derecha a la izquierda democrática de Venezuela, está unida. Y tiene ahora una oportunidad extraordinaria para convencer al pueblo venezolano de que la verdadera salida para los enormes problemas que enfrenta no es perseverar en el error populista y revolucionario que encarnaba Chávez, sino en la opción democrática, es decir, en el único sistema que ha sido capaz de conciliar la libertad, la legalidad y el progreso, creando oportunidades para todos en un régimen de coexistencia y de paz.

Ni Chávez ni caudillo alguno son posibles sin un clima de escepticismo y de disgusto con la democracia como el que llegó a vivir Venezuela cuando, el 4 de febrero de 1992, el comandante Chávez intentó el golpe de Estado contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez, golpe que fue derrotado por un Ejército constitucionalista y que envió a Chávez a la cárcel de donde, dos años después, en un gesto irresponsable que costaría carísimo a su pueblo, el presidente Rafael Caldera lo sacó amnistiándolo. Esa democracia imperfecta, derrochadora y bastante corrompida había frustrado profundamente a los venezolanos, que, por eso, abrieron su corazón a los cantos de sirena del militar golpista, algo que ha ocurrido, por desgracia, muchas veces en América latina.

Cuando el impacto emocional de su muerte se atenúe, la gran tarea de la alianza opositora que preside Henrique Capriles estará en persuadir a ese pueblo de que la democracia futura de Venezuela se habrá sacudido de esas taras que la hundieron y habrá aprovechado la lección para depurarse de los tráficos mercantilistas, el rentismo, los privilegios y los derroches que la debilitaron y volvieron tan impopular. Y que la democracia del futuro acabará con los abusos del poder, restableciendo la legalidad, restaurando la independencia del Poder Judicial que el chavismo aniquiló, acabando con esa burocracia política elefantiásica que ha llevado a la ruina a las empresas públicas, creando un clima estimulante para la creación de la riqueza en el que los empresarios y las empresas puedan trabajar y los inversores invertir, de modo que regresen a Venezuela los capitales que huyeron, y la libertad vuelva a ser el santo y seña de la vida política, social y cultural del país del que hace dos siglos salieron tantos miles de hombres a derramar su sangre por la independencia de América latina.

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La muerte de Hugo Chávez

Opinión

 

La muerte lenta del chavismo

 

MADRID- Una fiera malherida es más peligrosa que una sana, pues la rabia y la impotencia le permiten causar grandes destrozos antes de morir. Ése es el caso del chavismo hoy, luego del tremendo revés que padeció en las elecciones del 14 de abril, en las que, pese a la desproporción de medios y al descarado favoritismo del Consejo Nacional Electoral (cuatro de sus cinco rectores son oficialistas), Nicolás Maduro perdió cerca de 800.000 votos y probablemente sólo pudo superar a duras penas a Henrique Capriles mediante un gigantesco fraude. La oposición ha documentado más de 3500 irregularidades en perjuicio suyo durante la votación y el conteo de los votos.

Advertir que "el socialismo del siglo XXI", como denominó Hugo Chávez al engendro ideológico que promocionó su régimen, ha comenzado a perder el apoyo popular y que la corrupción, el caos económico, la escasez, la altísima inflación y el aumento de la criminalidad van vaciando cada día más sus filas y engrosando las de la oposición, y, sobre todo, la evidencia de la incapacidad de Maduro para liderar un sistema sacudido por cesuras y rivalidades internas, explica los exabruptos y el nerviosismo que en los últimos días han llevado a los herederos de Chávez a mostrar la verdadera cara del régimen.

Es decir, su intolerancia, su vocación antidemocrática y sus inclinaciones matonescas y delincuenciales.

Así se explica la emboscada de la que fueron víctimas el martes pasado los diputados de la oposición -miembros de la Mesa de la Unidad Democrática-, en el curso de una sesión que presidía Diosdado Cabello, un ex militar que acompañó a Chávez en su frustrado levantamiento contra el Gobierno de Carlos Andrés Pérez. El presidente del Congreso comenzó por quitar el derecho de la palabra a los parlamentarios opositores si no aceptaban el fraude electoral que entronizó a Maduro e hizo que les cerraran los micrófonos. Cuando los opositores protestaron, levantando una bandera que denunciaba un "Golpe al Parlamento", los diputados oficialistas y sus guardaespaldas se abalanzaron a golpearlos, con manoplas y patadas que dejaron a varios de ellos, como Julio Borges y María Corina Machado, con heridas y lesiones. Para evitar que quedara constancia del atropello, las cámaras de la televisión oficial apuntaron oportunamente al techo de la Asamblea. Pero los teléfonos móviles de muchos asistentes filmaron lo ocurrido, y el mundo entero ha podido enterarse del salvajismo cometido, así como de las alegres carcajadas con que Diosdado Cabello celebraba que María Corina Machado fuera arrastrada por los cabellos y molida a patadas por los valientes revolucionarios chavistas.

Dos semanas antes, yo había oído a María Corina hablar sobre su país, en la Fundación Libertad, de Rosario, Argentina. Es uno de los discursos políticos más inteligentes y conmovedores que me ha tocado escuchar. Sin asomo de demagogia, con argumentos sólidos y una desenvoltura admirable, describió las condiciones heroicas en que la oposición venezolana se enfrentaba en esa campaña electoral al elefantiásico oficialismo -por cada cinco minutos de televisión de Henrique Capriles, Nicolás Maduro disponía de 17 horas-, la intimidación sistemática, los chantajes y violencias de que eran víctimas en todo el país los opositores reales o supuestos, y el estado calamitoso en que el desgobierno y la anarquía habían puesto a Venezuela luego de 14 años de estatizaciones, expropiaciones, populismo desenfrenado, colectivismo e ineptitud burocrática. Pero en su discurso había también esperanza, un amor contagioso a la libertad, la convicción de que, no importa cuán grandes fueran los sacrificios, la tierra de Bolívar terminaría por recuperar la democracia y la paz en un futuro muy cercano.

Todos quienes la escuchamos aquella mañana quedamos convencidos de que María Corina Machado desempeñaría un papel importante en el futuro de Venezuela, a menos de que la histeria que parece haberse apoderado del régimen chavista, ahora que se siente en pleno proceso de descomposición interna y ante una impopularidad creciente, le organice un accidente, la encarcele o la haga asesinar. Y es lo que puede ocurrirle también a cualquier opositor, empezando por Henrique Capriles, a quien la ministra de Asuntos Penitenciarios acaba de advertirle públicamente que ya tiene listo el calabozo donde pronto irá a parar.

No es mera retórica: el régimen ha comenzado a golpear a diestro y siniestro. Al mismo tiempo que el gobierno de Maduro convertía el Parlamento en un aquelarre de brutalidad, la represión en la calle se amplificaba, con la detención del general retirado Antonio Rivero y un grupo de oficiales no identificados acusados de conspirar, con las persecuciones a dirigentes universitarios y con expulsiones de sus puestos de trabajo de varios cientos de funcionarios públicos por el delito de haber votado por la oposición en las últimas elecciones. Los ofuscados herederos de Chávez no comprenden que estas medidas abusivas los delatan y en vez de frenar la pérdida de apoyos en la opinión pública sólo aumentarán el repudio popular hacia el gobierno.

Tal vez con lo que está ocurriendo en estos días en Venezuela tomen conciencia los gobiernos de los países sudamericanos (Unasur) de la ligereza que cometieron apresurándose a legitimar las bochornosas elecciones venezolanas y yendo sus presidentes (con la excepción del de Chile) a dar con su presencia una apariencia de legalidad a la entronización de Nicolás Maduro en la presidencia de la República. Ya habrán comprobado que el recuento de votos a que se comprometió el heredero de Chávez para obtener su apoyo fue una mentira flagrante, pues el Consejo Nacional Electoral proclamó su triunfo sin efectuar la menor revisión. Y es, sin dudas, lo que hará también ahora con el pedido del candidato de la oposición de que se revise todo el proceso electoral impugnado, dado el sinnúmero de violaciones al reglamento que se cometieron durante la votación y el conteo de las actas.

En verdad, nada de esto importa mucho, pues todo ello contribuye a acelerar el desprestigio de un régimen que ha entrado en un proceso de debilitamiento sistemático, algo que sólo puede agravarse en el futuro inmediato, teniendo en cuenta el catastrófico estado de sus finanzas, el deterioro de su economía y el penoso espectáculo que ofrecen sus principales dirigentes cada día, empezando por Nicolás Maduro. Da tristeza el nivel intelectual de ese gobierno, cuyo jefe de Estado silba, ruge o insulta porque no sabe hablar, cuando uno piensa que se trata del mismo país que dio a un Rómulo Gallegos, a un Arturo Uslar Pietri, a un Vicente Gerbasi y a un Juan Liscano, y, en el campo político, a un Carlos Rangel o a un Rómulo Betancourt, un presidente que propuso a sus colegas latinoamericanos comprometerse a romper las relaciones diplomáticas y comerciales en el acto con cualquier país que fuera víctima de un golpe de Estado (ninguno quiso secundarlo, naturalmente).

Lo que importa es que, después del 14 de abril, ya se ve una luz al final del túnel de la noche autoritaria que inauguró el chavismo. Importantes sectores populares que habían sido seducidos por la retórica torrencial del comandante y sus promesas mesiánicas van aprendiendo, en la dura realidad cotidiana, lo engañados que estaban, la distancia creciente entre aquel sueño ideológico y la caída de los niveles de vida, la inflación que recorta la capacidad de consumo de los más pobres, el favoritismo político que es una nueva forma de injusticia, la corrupción y los privilegios de la nomenclatura, y la delincuencia común que ha hecho de Caracas la ciudad más insegura del mundo. Como nada de esto puede cambiar sino para peor -dado el empecinamiento ideológico del presidente Maduro, formado en las escuelas de cuadros de la revolución cubana y que acaba de hacer su visita ritual a La Habana a renovar su fidelidad a la dictadura más longeva del continente americano-, asistimos a la declinación de este paréntesis autoritario de casi tres lustros en la historia de ese maltratado país. Sólo hay que esperar que su agonía no traiga más sufrimientos y desgracias de los muchos que han causado ya los desvaríos chavistas al pueblo venezolano.

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Stalin, un símbolo del poder absoluto, aún vigente a 60 años de su muerte

POR ALBERTO AMATO

El líder eliminó a millones de personas durante su régimen de terror en la Unión Soviética, entre 1922 y 1953.

 

06/03/13

Le dio su nombre a una concepción del poder que todavía mete miedo porque, lejos de haber sido desterrada, de vez en vez renace en países muy distantes de la Rusia legendaria, que fue la patria de Stalin. El estalinismo fue y es el deseo de ejercer el poder absoluto y de eternizarse en él, no importa el costo; el desarrollo fecundo del culto a la personalidad del líder; la infalibilidad dada a su palabra por los amanuenses de turno, imprescindibles en el estalinismo cultural; la eliminación cívica, y si es necesario física, de los adversarios políticos; la búsqueda constante de un enemigo interno, o de varios, que justifiquen esa entronización de la paranoia política; el terror generalizado, el miedo inducido, la represión institucionalizada y una vocación permanente por modificar la historia según convenga a los intereses del poder.

José Stalin, de cuya muerte ayer se cumplieron sesenta años, llevó bastante más lejos esos enunciados y liquidó en sus años de poder, entre 1922 y 1953, a más de 15 millones de personas, según el intelectual Andrei Sajarov. Alexander Solzhenitzin elevó la cifra a 60 millones. De cualquier modo, es mucha gente asesinada por hambrunas impuestas, en los “gulags” y campos de concentración que sembraron la hoy desaparecida Unión Soviética, o en las mazmorras de la temida policía secreta.

Stalin no se llamaba Stalin –“hecho de acero”, en ruso–, y no nació, como dijo la historia oficial, el 21 de diciembre de 1879, sino un año antes, el 6 de diciembre de 1878 y como Josif David Vissarionovich Dzugashvili. Era hijo de un zapatero remendón, borracho y violento, que daba tremendas palizas a su mujer y a su hijo. Ese pasado y los duros años de su juventud fueron borrados por Stalin, que se inventó un nombre nuevo, un nuevo cumpleaños, una nueva educación y un nuevo pasado. Aplicó el mismo método como dictador de la URSS para borrar de la historia a sus viejos camaradas de ideas que caían en desgracia: los eliminó de las fotos oficiales, de los registros públicos y, cuando pudo, y pudo casi siempre, los eliminó físicamente.

Stalin creyó siempre que la solución a todos los problemas de la humanidad era la muerte. Tuvo el genio del verdugo.

La apertura de los archivos secretos de la ex Unión Soviética, lo muestran no como el burócrata del poder (otro invento de Stalin) que señalaba su archienemigo, León Trotsky, a quien Stalin persiguió, expulsó de la URSS e hizo asesinar en México en 1940, sino como un político inteligente y dotado, un intelectual vigoroso que leía libros de historia y un codicioso irrefrenable, hundido por su propia ambición, convencido de que desempeñaba un rol histórico formidable y desbordado por un temperamento helado, incontrolable, despiadado, que le impidió ser un buen marido, un buen padre, un buen amigo.

La leyenda dice que Stalin cambió para siempre luego del suicidio de su mujer, Nadia, en noviembre de 1932. Pero otras hipótesis aseguran que él la asesinó y volvió a la fiesta de donde había partido.

Era petiso, fornido, medía un metro 62, tenía una cabeza potente, una poderosa melena negra y corta que sólo al final de su vida tiñeron las canas; era un hipocondríaco que padecía de amigdalitis crónica, de psoriasis y de intensos dolores reumáticos provocados por su brazo izquierdo, más corto que el otro, tal vez por un accidente de la infancia o una paliza paterna.

“Cuídense de Stalin”, dijo Lenin a sus seguidores cuando vio que la muerte lo cercaba. Stalin lo sucedió en el liderazgo de la Revolución Rusa y encaró a finales de 1920 la transformación de la URSS. Cambió la “Nueva Política Económica” leninista por una economía planificada, muy centralizada, basada en planes quinquenales destinados a industrializar una nación agraria, vasta e inabarcable. La colectivización de la economía rural, resistida por los campesinos, costó una hambruna impuesta que mató a millones de personas en los años 30. Quienes no murieron de hambre lo hicieron en Siberia, adonde fueron deportados y condenados a trabajos forzados.

El régimen de terror impuesto por Stalin en los años 30, los años del Terror Rojo o de la Gran Purga, eliminó también a millones de personas, incluidos héroes militares de la Primera Guerra Mundial, acusados, todos, de complotar contra el gobierno soviético. A otros 20 millones más los mató la Segunda Guerra Mundial, la Gran Guerra Patriótica al decir de Stalin.

Antes, todavía está en discusión si por ingenuidad o conveniencia,Stalin se alió a Hitler en un pacto de no agresión que, supuestamente, iba a proteger a la URSS. Cuando Hitler la invadió, en 1941, Stalin quedó paralizado por la sorpresa y el terror. Los soviéticos, que ya eran una nación industrializada, fueron la tumba de la ambición de Hitler, con la ayuda de EE.UU.

Stalin, Churchill y Roosevelt primero y Truman después delinearon el mapa de posguerra de la Europa desangrada: era el embrión de la “cortina de hierro” que Churchill denunció años después, cuando Estados Unidos, que se había aliado al comunismo para combatir al nazismo, empezó a aliarse al fascismo para combatir al comunismo. Nacía la Guerra Fría, que Stalin casi no llegó a ver.

Su régimen de terror, que no se hizo solo sino con la complicidad de una gran parte de la sociedad soviética, terminó el 5 de marzo de 1953 : un derrame cerebral lo tumbó en su dacha de las afueras de Moscú. Días antes había recibido a un joven embajador argentino, Leopoldo Bravo, con el que había hablado de Perón y de Eva Perón.

Aún hoy, las causas de la muerte de Stalin están por verse. La idea generalizada es que sus secuaces lo dejaron agonizar durante días;otras teorías sostienen que algún tipo de veneno apresuró el desenlace. Como fuere, así pasó a la historia y, años después, fue señalado por su sucesor, Nikita Khruschev, como responsable de los grandes males de la URSS y de los millones de asesinatos cometidos en aquellos años de estalinismo.

Ayer, en Gori, la ciudad natal de Stalin, en la montañosa y para nada rusa Georgia, inauguraron una estatua tamaño natural del viejo dictador. Hay gente que no aprende nunca.