A tan solo siete días del “Habemus Papam”, no sé si escribir sobre Benedicto
XVI o Francisco I. Solo quiero sumergirme, por un momento, en ese corazón
tan grande de Joseph Ratzinger, que un día decidió renunciar al poder
“terrenal” y espiritual de su investidura en la Iglesia Católica para elegir
aquello del Principito: “Lo esencial es invisible a los ojos”.
La grandeza de un Papa que deja un “reinado” y la de un Papa entrante que
asegura, con gestos y palabras, que su pastoreo no pretende ser vertical y
dogmático, sino reflexivo y popular. La sorpresa aleccionadora fue para el
mundo del escándalo mediático que conjeturaba sobre bandos de poder, de
estrategias eleccionarias, de arreglos precónclave y de una misteriosa
profecía que avecinaba un Papa negro.
La verdad que sale a la luz es una ejemplar actitud de dos grandes hombres
que, en solo un mes, hablaron con su conducta a un mundo que esta descreído
de todo. La Institución Iglesia vive unos días de primavera, de renovación,
de esperanza; lejos de mostrarse fría y vacía, desborda de alegría y se
puebla de gente. Un Papa nuevo, una esperanza nueva, una Iglesia nueva.
Contra todo criterio humano, sea quien sea, el humo blanco y el “Habemus
Papam” se celebran con cantos, aplausos y rezos.
Joseph Ratzinger, un Papa que eligió estar a la sombra y al costado de tanta
algarabía, ¿fue un místico, un sabio, un conservador? ¿Un buen Papa? ¿Un
teólogo? Todo eso pudo ser. Pero lo más importante es saber que es un hombre
de Dios. Que Benedicto XVI abrió su corazón y, con su arrolladora sencillez,
tendió el camino para una Iglesia que sigue viva, andando, caminando,
construyendo y confesando.
Comienza una nueva etapa para Benedicto XVI y para la Iglesia que tanto amó.
Supo sobrellevar la pesada carga de suceder a Juan Pablo II, el Papa que la
gente pedía a gritos: “¡Santo súbito” o “Santo ya!”. No era fácil comenzar
un Papado después de un líder carismático y popular como Karol Wojtyla. Pero
Joseph Ratzinger, un grande de la fe y de la Iglesia, vino a sucederlo con
el nombre de Benedicto XVI.
Hoy el Francisco I nos dice bellas palabras, que también las pronunciaba con
el peso de su ancianidad el Benedicto XVI. Amamos a este nuevo Papa por
muchos motivos: austeridad, pobreza, espontaneidad, alegría, cercanía,
contundencia de palabra y gestos. El papa Francisco nos entusiasma con su
personalidad arrolladora y su fuerte convicción de una Iglesia pobre para
los pobres. Benedicto, quizá con un carácter tímido, caminó con su Iglesia
en su vejez, lleno de sabiduría que la compartió con humildad.
Amamos al Papa, y esa es la gran revolución de la muestra de cariño que
otorgamos a nuestro Pastor. Es el gran interrogante del mundo del Poder.
¿Cómo aman súbitamente a quien no eligieron ni conocen demasiado? Hoy en
este mundo, marcado por la desesperanza y la continua visión fatídica de un
apocalipsis “hollywoodense”, el catolicismo, manteniendo la sana tradición y
como en la antigüedad, sigue creyendo en la mediación de Dios. El gran amor
de Dios se comunica a seres de carne y hueso, como los profetas, los
patriarcas, los rabinos sabios, los santos especialísimos, y hoy presente y
evidente en la presencia del Papa.
En medio de la gran fiesta, siempre están los que no quieren participar. Los
que no se sienten contentos con la felicidad de los demás. Los que guardan
rencor y odio en su corazón. Tal vez se hizo muy evidente en nuestro país.
Con muy mal gusto, como acostumbran desde hace un tiempo las maliciosas
ideologías izquierdistas argentinas, quisieron acusar al papa Francisco de
complicidad con la dictadura. Pura ignorancia y maldad. Si el ex cardenal
Jorge Bergoglio tuvo algo que ver o una responsabilidad criminal: ¿Por qué
no lo dijeron antes? ¿Por qué no lo juzgaron ante la justicia? ¿Por qué
esperaron que el mundo mirara nuestro país para mostrar la mala gente que
hay aquí liderando una política de odio y división? La vergüenza que
producen es ilimitada. No pararán, o quizás paren cuando se les termine el
buen pasar económico que hoy los encuentra ociosos pensando en quién puede
ser enemigo, de dónde pueden seguir despertando fantasmas para conservar su
estatus de mártires de los tergiversados derechos humanos de los cuales se
sienten dueños y exclusivos defensores. La aparente reconciliación política
con el ex Cardenal Bergoglio no nos hace olvidar los
Te
Deum fuera de la Catedral
Metropolitana y que se pueden llamar
Te
Deum del desprecio o lo
vivido en
Salta.
Aquí, seguramente, cabrán las sabias expresiones de Francisco en su homilía
de asunción: “Recordemos que el odio, la envidia, la soberbia ensucian la
vida. Custodiar quiere decir entonces vigilar sobre nuestros sentimientos,
nuestro corazón, porque ahí es de donde salen las intenciones buenas y
malas: las que construyen y las que destruyen”.
Hoy vivimos una fiesta de la Iglesia. La fiesta de la bondad. Recordemos
este gran día con las expresiones “No debemos tener miedo de la bondad, más
aún, ni siquiera de la ternura”.