Texto
completo de la carta de Francisco al editor del diario
Dal Vaticano, 4 settembre 2013 -
Apreciado doctor Scalfari: Es con profunda cordialidad que al menos a grandes líneas quisiera tratar de
responder a la carta que, desde las páginas de
La cual, en la intención de mi amado predecesor, Benedicto XVI, que la concibió y
escribió gran parte, y la que con gratitud, heredé, se dirige no solo a
confirmar en la fe en Jesucristo a aquellos que en aquella ya se reconocen, sino
también para despertar un diálogo sincero y riguroso con los que, como Usted, se
define "un no creyente por muchos años, interesado y fascinado por la
predicación de Jesús de Nazaret".
Por lo tanto, creo que es muy positivo, no solo para nosotros individualmente,
sino también para la sociedad en la que vivimos, detenernos para dialogar de
algo tan importante como es la fe, que se refiere a la predicación y a la figura
de Jesús. Creo que hay, en particular, dos circunstancias que hacen que este
diálogo sea hoy sea un deber y algo valioso.
Como se sabe, uno de los principales objetivos del Concilio Vaticano II, querido
por el papa Juan XXIII y por el ministerio de los papas, es la sensibilidad y
contribución que cada uno desde entonces hasta ahora ha dado según el patrón
establecido por el Concilio. La primera de las circunstancias --como se recuerda
en las páginas iniciales de
La segunda circunstancia, para quien busca ser fiel al don de seguir a Jesús en
la luz de la fe, viene del hecho de que este diálogo no es un accesorio
secundario de la existencia del creyente: es en cambio una expresión íntima e
indispensable. Permítame citarle una afirmación en mi opinión muy importante de
La fe, para mí, nace de un encuentro con Jesús. Un encuentro personal, que ha
tocado mi corazón y ha dado una dirección y un nuevo sentido a mi existencia.
Pero al mismo tiempo es un encuentro que fue posible gracias a la comunidad de
fe en la que viví y gracias a la cual encontré el acceso a la sabiduría de
Sin
Perdóneme si no sigo paso a paso los argumentos propuestos por usted en el
editorial del 7 de julio. A mí me parece más fructífero --o por lo menos es más
agradable para mí-- ir de una determinada manera al corazón de sus
consideraciones. No entro ni siquiera en el modo de exposición seguida por
Observo únicamente, para empezar, que un análisis de este tipo no es secundario.
Se trata de hecho, siguiendo después la lógica que guía el desarrollo de la
encíclica, de centrar la atención sobre el significado de lo que Jesús dijo e
hizo, y así, en última instancia, de lo que Jesús fue y es para nosotros. Las
cartas de Pablo y el evangelio de Juan, a los que se hace especial referencia en
Observamos entonces que el «escándalo» que la palabra y la práctica de Jesús
causan alrededor de él, derivan de su extraordinaria «autoridad»: una palabra,
ésta, atestiguada desde el Evangelio de Marcos, pero que no es fácil reportar
bien en italiano. La palabra griega es «exousia»,
que literalmente se refiere a lo que «viene del ser», de lo que es. No se trata
de algo externo o forzado, sino de algo que emana de su interior y que se impone
por sí mismo. Jesús realmente golpea, confunde, innova --como él mismo dice-- a
partir de su relación con Dios, llamado familiarmente Abbà,
lo que le da a esta «autoridad» para que él la emplee a favor de los hombres.
Así, Jesús predica «como quien tiene autoridad», cura, llama a sus discípulos a
seguirle, perdona... cosas todas que en el Antiguo Testamento, son de Dios y
solo de Dios. La pregunta que más retorna en el Evangelio de Marcos es: «¿Quién
es este que ...?» , y que tiene que ver con la identidad de Jesús, nace de la
constatación de una autoridad diferente a la del mundo, una autoridad que no
tiene la intención de ejercer el poder sobre los demás, sino para servir , para
darles la libertad y la plenitud de la vida. Y esto al punto de jugarse la
propia vida, hasta experimentar la incomprensión, la traición, el rechazo; hasta
ser condenado a muerte, hasta caer en el estado de abandono sobre la cruz.
Pero Jesús se mantuvo fiel a Dios hasta el final. Y es precisamente entonces
--como exclama el centurión romano al pie de la cruz, en el Evangelio de
Marcos--, cuando Jesús se muestra, paradójicamente, ¡como el Hijo de Dios! , Hijo
de un Dios que es amor y que quiere, con todo su ser, que el hombre, cada
hombre, se descubra y viva también él como su verdadero hijo. Esto, para la fe
cristiana, está certificado por el hecho de que Jesús ha resucitado: no para
demostrar el triunfo sobre aquellos que lo han rechazado, sino para dar fe de
que el amor de Dios es más fuerte que la muerte, que el perdón de Dios es más
fuerte que todo pecado
,y que vale la pena emplear la propia vida, hasta el final, para dar
testimonio de este gran regalo.
La fe cristiana cree esto: que Jesús es el Hijo de Dios que vino a dar su
vida para abrir a todos el camino del amor. Por lo tanto tiene razón, querido
doctor Scalfari , cuando
ve en la encarnación del Hijo de Dios la piedra angular de la fe cristiana.
Tertuliano escribía: «caro cardo salutis»,
la carne (de Cristo) es la base de la salvación. Porque la encarnación, es
decir, el hecho de que el Hijo de Dios haya venido en nuestra carne y haya
compartido alegrías y tristezas, triunfos y derrotas de nuestra existencia,
hasta el grito de la cruz, experimentando todo en el amor y en la fidelidad al Abbà,
testimonia el increíble amor que Dios tiene respecto a cada hombre, el valor
inestimable que le reconoce. Cada uno de nosotros, por lo tanto, está llamado a
hacer suya la mirada y la elección del amor de Jesús, para entrar en su manera
de ser, de pensar y de actuar. Esta es la fe, con todas las expresiones que se
describen puntualmente en
Siemp
En otras palabras, la filiación de Jesús, como ella se presenta a la fe
cristiana, no se reveló para marcar una separación insuperable entre Jesús y
todos los demás: sino para decirnos que
, en Él, todos estamos
llamados a ser hijos del único Padre y hermanos entre nosotros. La singularidad
de Jesús es para la comunicación, y no para la exclusión. Por cierto, de aquello
se deduce también --y no es poca cosa--, aquella distinción entre la esfera
religiosa y la esfera política, que está consagrado en el «dar a Dios lo que es
de Dios y al César lo que es del César», afirmada claramente por Jesús y en la
que, con gran trabajo, se ha construido la historia de Occidente.
La Iglesia, por lo tanto, está llamada a diseminar la levadura y la sal del
Evangelio, y por lo tanto, el amor y la misericordia de Dios que llega a todos
los hombres, apuntando a la meta ultraterrena y definitiva de nuestro destino,
mientras que a la sociedad civil y política le toca la difícil tarea de
articular y encarnar en la justicia y en la solidaridad, en el derecho y en la
paz, una vida cada vez más humana. Para los que viven la fe cristiana, eso no
significa escapar del mundo o de la investigación de cualquier hegemonía
, pero al servicio de la
humanidad, a todo el hombre y a todos los hombres, a partir de la periferia de
la historia y suscitando el sentido de la esperanza que impulsa a hacer el bien
a pesar de todo y mirando siempre más allá.
Usted me pregunta también, al término de su primer artículo, qué debemos decirle
a nuestros hermanos judíos sobre la promesa hecha a ellos por Dios: ¿acaso quedó
en el vacío? Es ésta -créame-- una pregunta que nos desafía radicalmente, como
cristianos, ya que con la ayuda de Dios, especialmente a partir del Concilio
Vaticano II, hemos descubierto que el pueblo judío sigue siendo para nosotros,
la raíz santa de la que germinó Jesús. También yo, en la amistad que he
cultivado a lo largo de todos estos años con nuestros hermanos judíos, en
Argentina, muchas veces me cuestioné ante Dios en la oración, sobre todo cuando
la mente se iba al recuerdo de la terrible experiencia de
Llego así a las tres preguntas que me pone en el artículo del 7 de agosto. Me
parece que, en los dos primeros, lo que le su corazón quiere es entender la
actitud de
En primer lugar, me pregunta si el Dios de los cristianos perdona a los que no
creen y no buscan la fe. Teniendo en cuenta que --y es la clave-- la
misericordia de Dios no tiene límites si nos dirigimos a Él con un corazón
sincero y contrito, la cuestión para quienes no creen en Dios es la de obedecer
a su propia conciencia. El pecado, aún para los que no tienen fe, existe cuando
se va contra la conciencia. Escuchar y obedecerla significa de hecho, decidir
ante lo que se percibe como bueno o como malo. Y en esta decisión se juega la
bondad o la maldad de nuestras acciones.
En segundo lugar, Ud. me pregunta si el pensamiento según el cual no existe
ningún absoluto, y por lo tanto ninguna verdad absoluta, sino solo una serie de
verdades relativas y subjetivas, se trate de un error o de un pecado. Para
empezar, yo no hablaría, ni siquiera para quien cree, de una verdad «absoluta»,
en el sentido de que absoluto es aquello que está desatado, es decir, que sin
ningún tipo de relación. Ahora, la verdad, según la fe cristiana, es el amor de
Dios hacia nosotros en Cristo Jesús. Por lo tanto, ¡la verdad es una relación! A
tal punto que cada uno de nosotros la toma, la verdad, y la expresa a partir de
sí mismo: de su historia y cultura, de la situación en la que vive, etc. Esto no
quiere decir que la verdad es subjetiva y variable, ni mucho menos. Pero sí
significa que se nos da siempre y únicamente como un camino y una vida. ¿No lo
dijo acaso el mismo Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la vida»? En otras
palabras, la verdad es en definitiva todo un uno con el amor, requiere la
humildad y la apertura para ser encontrada, acogida y expresada. Por lo tanto,
hay que entender bien las condiciones y, quizás, para salir de los confines de
una contraposición... absoluta, replantear en profundidad el tema. Creo que esto
es hoy una necesidad imperiosa para entablar aquel diálogo pacífico y
constructivo que deseaba desde el comienzo de esta mi opinión.
En la última pregunta me interroga si, con la desaparición del hombre sobre la
tierra, desaparecerá también el pensamiento capaz de pensar en Dios. Es verdad,
la grandeza del hombre está en ser capaz de pensar en Dios. Y por lo tanto, en
el poder vivir una relación consciente y responsable con Él.
Pero la relación es entre dos realidades. Dios --este es mi pensamiento y esta
es mi experiencia, ¡y cuántos, ayer y hoy lo comparten!--, no es una idea,
aunque sea un alto fruto del resultado del pensamiento del hombre. Dios es una
realidad con la «R» mayúscula. Jesús lo revela --y tiene una relación viva con
Él--, como un Padre de infinita bondad y misericordia. Dios no depende, por lo
tanto, de nuestra forma de pensar. Y de otro lado, mismo cuanto terminará la
vida del hombre sobre la tierra - y para la fe cristiana de todos modos, este
mundo así como lo conocemos está destinado a tener un fin-- el hombre no acabará
de existir, y en una manera que nosotros no sabemos, tampoco el universo que fue
creado con él.
Estimado doctor Scalfari,
concluyo así mis reflexiones, suscitadas por lo que ha querido decirme y
preguntarme. Acójalas como una respuesta tentativa y provisional, pero sincera y
confiada, con la invitación que le hice de andar una parte del camino juntos.
Con fraternal cercanía,
Francesco
Publicado en Periodista Digital 11/9/2013