Llenar el plato. Las consecuencias del hambre son múltiples: aumenta la mortalidad, disminuyen la estatura y el rendimiento escolar. (Fotos: Patricio Cabral)
En Villa Diamante, partido de Lanús, a diez
minutos de viaje desde la Ciudad de Buenos Aires, alguien hace
una pregunta:
–¿Qué te parece si agarramos un par de caballos y les hacemos
una parrillada a los pibes?
Aquí –en un predio dentro de la villa llamado Acuba y emplazado
prácticamente a la vera del Riachuelo– viven decenas de
cartoneros, algunos caballos, 300 familias y 1.200 criaturas que
conforman, entre todos, una inquietante masa de gente con
hambre. Alguien da una respuesta:
–Un caballo me da impresión.
–¿Qué impresión? Más impresión me da verlos comer todos los días
arroz.
En Acuba hay un comedor que se llama Con los Chicos No. Lo abrió
Marcelo Rodríguez, una especie de líder barrial que cuenta con
la cocarda de tener un empleo en blanco y un sueldo más o menos
previsible. El comedor consiste en un manojo de paredes de
chapa, una media sombra a modo de techo y cinco mesas con
banquetas donde almuerzan, por turnos, unas 200 criaturas. Si no
estuviera el comedor –y si no estuviera la escuela, a seis
cuadras de distancia– estos chicos comerían las sobras que
cartonearon sus padres. O comerían caballos. O no comerían nada.
La superficie de Acuba mide dos hectáreas. Pero la realidad que
vive Acuba es bastante más ancha que eso.
Sólo por dar datos
nacionales, el Observatorio de la Deuda Social de la Universidad
Católica Argentina (UCA), a cargo del relevo más reciente sobre
el tema, advierte que el 53% de los niños de hasta 12 años
pertenece a un hogar con problemas para cubrir sus consumos
mínimos de alimentación, vestimenta, salud y servicios básicos.
Si se cruza este dato con las cifras poblacionales del INDEC, el
resultado es que unos nueve millones de niños pasan hambre en la
Argentina. De ellos, según informa la Red Solidaria, 2.920
mueren anualmente por desnutrición. Y este escenario se da en un
contexto paradójico: la Organización de las Naciones Unidas para
la Alimentación y la Agricultura (FAO) asegura que la Argentina
tiene el 0,65% de la población mundial, y produce el 1,61% de la
carne y el 1,51% de los cereales del mundo. Es decir que tiene
materia prima suficiente para abastecer a dos Argentinas juntas.
Pero no puede ni con una.
Esa impotencia entra en conflicto con el compromiso que asumió
la Argentina en el año 2007 –durante la presidencia de Néstor
Kirchner– frente a la Organización para las Naciones Unidas
(ONU). Según los llamados “Objetivos de Desarrollo del Milenio”
establecidos por la ONU, el país debería “erradicar la
indigencia y el hambre” y “reducir la pobreza de la población a
menos del 20% y la indigencia al 0%” antes del año 2015.
QUIZÁS HAYA TIEMPO. En marzo de 2010, a cinco
años del plazo, los chicos de Acuba almuerzan guiso de arroz. El
menú del día anterior fue polenta y también será polenta el del
día siguiente. Con los aumentos sucedidos en lo que va del año,
la carne y las verduras entraron en la lista de los imposibles.
Es entonces que alguien le propone a Marcelo Rodríguez –a cargo
del comedor junto a 40 vecinos y familiares más– faenar un
caballo. Pero Rodríguez se niega. Entre el hambre y la
satisfacción del hambre está, todavía, la cultura (hay otra
forma más directa de decirlo: en Acuba viven personas).
–Compramos lo que podemos, no me pidás milanesa porque es
imposible y lo del caballo da impresión –dice Rodríguez–. Pero
bueno: los nenes, de a poco y con lo que podemos, se van
haciendo más gorditos. Antes llegaban y se les notaban los
huesitos de los brazos. Ahora los bracitos ya se les formaron:
se los ves.
EUREKA. El hambre es la sensación que se
experimenta cuando el nivel de glucógeno (el combustible
almacenado en el hígado y usado para esfuerzos intensos) está
por debajo del umbral considerado “necesario”. Aunque una
persona de salud normal puede aguantar varios días sin ingerir
alimentos, la sensación de vacío comienza normalmente después de
varias horas de no probar bocado. El hambre no llega sola:
aparecen también los “dolores de hambre”, que consisten en
contracciones en la boca del estómago. Y si pasan días –ya no
horas– sin comer o comiendo en cantidades mínimas, el dolor deja
de ser espasmódico para volverse continuo.
Hay chicos que viven con dolor de panza. Hay adultos que
también. Cuando el hambre es extrema y se extiende a muchas
personas de la misma comunidad o región, ya no se habla de
“hambre” sino de “hambruna”. En países como Sudán Occidental
–que atravesó guerras civiles y limpiezas étnicas– se habla, por
ejemplo, de “hambruna”. Pero curiosamente, y según observa el
economista español Luis de Sebastián en su libro Un planeta de
gordos y hambrientos, no se habla de hambruna cuando millones de
personas se duermen silenciosamente sin saber si comerán mañana.
De Sebastián advierte que, en esta materia, América Latina
apenas ha avanzado. Si bien se redujeron mucho la pobreza y el
hambre en los años 70 (cuando llegó a haber 46,2 millones de
hambrientos), ambas tuvieron un rebrote durante el ajuste
propiciado por el Consenso de Washington para pagar la deuda
externa. De ahí que, a principios de la década de 1990, los
hambrientos latinoamericanos fueron 60 millones, que luego
terminaron reduciéndose a 52 millones.
Las consecuencias del hambre en los niños son múltiples:
aumentan la mortalidad, la morbilidad y los problemas de peso y
estatura, y disminuye el rendimiento escolar. Algo de eso puede
intuirse en Acuba: hay un abismo entre la edad y el talle de los
chicos. Y así, diminutos, inquietos, metidos en cuerpos que
parecen jaulas, van llegando al comedor con el plato hondo en la
mano (una hora después llegarán sus padres, preguntando si hay
sobras). Mientras esperan la llegada del almuerzo, las criaturas
hacen dibujos. Todos dicen “Marcelo te keremos” en treinta
formas distintas. Uno de ellos llega a manos de Rodríguez, que
mira el papel y sonríe por única vez. Rodríguez es un hombre
alto, fornido, moreno. En las casas, las madres ponen orden
invocando a Rodríguez (“si te portás mal viene Marcelo”) y los
chicos terminaron viendo en él una suerte de hombre de la bolsa
o de Dios en la tierra. O las dos cosas juntas. Porque el hombre
de la bolsa, acá, es Dios.
El comedor Con los Chicos No, al igual que el 50% de las
instituciones similares, no recibe apoyo del Estado. La otra
mitad sí es subsidiada. Y aun así, en los mejores casos la
situación es compleja. Una encuesta realizada en 2009 entre 210
organizaciones –comedores, hogares, comedores escolares– por la
Red Argentina de Bancos de Alimentos asegura que el 81% de
quienes llevan estas instituciones observó un incremento en la
demanda de alimentos en los últimos meses, y sólo un 56% pudo
dar una respuesta satisfactoria a esa demanda.
Sin embargo, hay quienes creen que en los comedores no está la
respuesta final. Juan Carr, el rostro visible de la Red
Solidaria, es uno de ellos. En la Facultad de Ciencias
Veterinarias de la Universidad de Buenos Aires, Carr coordina el
Centro de Lucha contra el Hambre, una agrupación cuya labor
principal consiste en crear huertas y granjas en las zonas con
alto nivel de desnutrición infantil, de modo tal que la
población local –imposibilitada de comprar comida– pueda
producir sus propios alimentos. Hasta el momento hay 550 mil
huertas en la Argentina, realizadas también gracias al aporte de
Cáritas y del programa Pro Huerta del INTA. Pero Carr no está
conforme. Dice que podrían hacerse 900 mil huertas más y llegar
a su objetivo mayor: reducir a la mitad el número de hambrientos
para el año 2016 y llegar al hambre cero en el 2020.
–La posibilidad del hambre cero en la Argentina creo que la veo
antes de irme de este mundo –se ilusiona Carr–. Confío en estar
durmiendo y un día despertarme y decir: “Eureka”.
–¿No haría falta, además de una buena idea, voluntad
política?.
–Sí, claro. Por eso es tan difícil llegar al “eureka”.
Para ayudar al comedor Con los Chicos No, comunicarse
con los teléfonos: 15-6-636-6720 / 592-2205