Faro de la Utopía y su Área de
Logoterapia tienen el orgullo de poner a su alcance
este original y profundo libro que sin duda les será muy útil para comprender
más acabadamente los conceptos de salud-enfermedad, y la significación que tienen los diversos síntomas
padecidos, que solo llaman la atención y señalan una falla en el camino del
desarrollo evolutivo, para promover su enderezamiento y la desaparición de los
mismos mediante la toma de conciencia de su significado oculto. (Junio 2012)
CAMINO
THORWALD DETHLEFSEN y RÜDIGER
DAHLKE
Título original: Krankheit als Weg
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Internet: www.portaldimensional.com
PRÓLOGO
Este libro es
incómodo porque arrebata al ser humano el recurso de utilizar la enfermedad a
modo de coartada para rehuir problemas pendientes. Nos proponemos demostrar que
el enfermo no es víctima inocente de errores de
En la primera
parte, se expone una filosofía de la enfermedad y se dan las claves para su
comprensión. Recomendamos muy especialmente leer con toda atención esta primera
parte, más de una vez si es necesario, antes de pasar a la segunda. Este libro
puede considerarse como continuación o comentario de mi anterior Schicksal als Chance,
si bien nos hemos esforzado por hacerlo completo en sí mismo. De todos modos,
consideramos que la lectura de Schicksal als Chance es una buena preparación o complemento,
especialmente para quienes tengan dificultades con la parte teórica.
En la segunda
parte, se exponen los cuadros clínicos con su simbolismo y su carácter de
manifestaciones de problemas psíquicos. Un índice de cada uno de los síntomas
colocado al final de la obra permitirá al lector hallar rápidamente, si lo
precisa, un síntoma determinado. De todos modos, nuestro primer objetivo es el
de dar al lector una nueva perspectiva que le permita reconocer los síntomas y
entender su significado por sí mismo.
Simultáneamente,
hemos utilizado el tema de la enfermedad como base para muchos temas
ideológicos y esotéricos cuyo alcance rebasa el marco de la enfermedad. Este
libro no es difícil, pero tampoco es tan simple ni trivial como pueda parecer a
quienes no comprendan nuestro concepto. No se trata de un libro «científico»,
escrito como una disertación. Está dedicado a las personas que se sienten
dispuestas a caminar en lugar de sentarse a la vera del camino, a matar el
tiempo con malabarismos y especulaciones gratuitas. El que busca la luz no
tiene tiempo para cientifismos, sino que aspira al
Conocimiento. Este libro suscitará muchos antagonismos, pero esperamos que
llegue a manos de aquellos que (sean pocos o muchos) puedan utilizarlo de guía
en su caminar. ¡Sólo para ellos lo hemos escrito!
Munich, febrero de 1983 LOS AUTORES
Primera parte
CONDICIONES
TEÓRICAS PARA
I. ENFERMEDAD Y
SÍNTOMAS
El entendimiento humano
no puede aprehender la verdadera enseñanza.
Pero cuando dudéis
y no entendáis
gustosamente
dialogaré con vosotros.
YOKA DAISI
SHODOKA
Vivimos en una
época en la que la medicina continuamente ofrece al asombrado profano nuevas
soluciones, fruto de unas posibilidades que rayan en lo milagroso. Pero, al
mismo tiempo, se hacen más audibles las voces de desconfianza hacia esta casi
omnipotente medicina moderna. Es cada día mayor el número de los que confían
más en los métodos, antiguos o modernos, de la medicina naturista o de la
medicina homeopática, que en la archicientífica
medicina académica. No faltan los motivos de crítica —efectos secundarios,
mutación de los síntomas, falta de humanidad, costes exorbitantes y otros
muchos— pero más interesante que los motivos de crítica es la existencia de la
crítica en sí, ya que, antes de concretarse racionalmente, la crítica responde
a un sentimiento difuso de que algo falla y que el camino emprendido, a pesar
de que la acción se desarrolla de forma consecuente, o precisamente a causa de
ello, no conduce al objetivo deseado. Esta inquietud es común a muchas
personas, entre ellas no pocos médicos jóvenes. De todos modos, la unanimidad
se rompe cuando de proponer alternativas se trata. Para unos la solución está
en la socialización de la medicina, para otros, en la sustitución de la
quimioterapia por remedios naturales y vegetales. Mientras unos ven la solución
de todos los problemas en la investigación de las radiaciones telúricas, otros
propugnan la homeopatía. Los acupuntores y los investigadores de los focos
abogan por desplazar la atención del plano morfológico al plano energético de
la fisiología. Si contemplamos en su conjunto todos los esfuerzos y métodos
extraacadémicos, observamos, además de una gran receptividad para toda la
diversidad de métodos, el afán de considerar al ser humano en su totalidad como
ente físico–psíquico. Ya para nadie es un secreto que
la medicina académica ha perdido de vista al ser humano. La superespecialización
y el análisis son los conceptos fundamentales en los que se basa la
investigación, pero estos métodos, al tiempo que proporcionan un conocimiento
del detalle más minucioso y preciso, hacen que el todo se diluya.
Si prestamos
atención al animado debate que se mantiene en el mundo de la medicina,
observamos que, generalmente, se discute de los métodos y de su funcionamiento
y que, hasta ahora, se ha hablado muy poco de la teoría o filosofía de la
medicina. Si bien es cierto que la medicina se sirve en gran medida de
operaciones concretas y prácticas, en cada una de ellas se expresa —deliberada
o inconscientemente— la filosofía determinante. La medicina moderna no falla
por falta de posibilidades de actuación sino por el concepto sobre el que —a
menudo implícita e irreflexivamente— basa su actuación. La medicina falla por
su filosofía o, más exactamente, por su falta de filosofía. Hasta ahora, la
actuación de la medicina responde sólo a criterios de funcionalidad y eficacia;
la falta de un fondo le ha valido el calificativo de «inhumana». Si bien
esta inhumanidad se manifiesta en muchas situaciones concretas y externas, no
es un defecto que pueda remediarse con simples modificaciones funcionales.
Muchos síntomas indican que la medicina está enferma. Y tampoco esta «paciente»
puede curarse a base de tratar los síntomas. Sin embargo, la mayoría de
críticos de la medicina académica y propagandistas de formas de curación
alternativas asumen automáticamente el criterio de la medicina académica y
concentran todas sus energías en la modificación de las formas (métodos).
En este libro,
nos proponemos ocuparnos del problema de la enfermedad y la curación. Pero
nosotros no nos atenemos a los valores consabidos y que todos consideran
indispensables. Desde luego, ello hace nuestro propósito difícil y peligroso,
ya que comporta indagar sin escrúpulos en terreno considerado vedado por la
colectividad. Somos conscientes de que el paso que damos no será el que vaya a
dar la medicina en su desarrollo. Nosotros, con nuestro planteamiento, nos
saltamos muchos de los pasos que ahora aguardan a la medicina, la perfecta
comprensión de los cuales ha de dar la perspectiva necesaria para asumir el
concepto que se presenta en este libro. Por ello, con esta exposición no
pretendemos contribuir al desarrollo de la medicina en general sino que nos
dirigimos a esos individuos cuya visión personal se anticipa un poco al (un
tanto premioso) ritmo general.
Los procesos
funcionales nunca tienen significado en sí. El significado de un hecho se nos
revela por la interpretación que le atribuimos. Por ejemplo, la subida de una
columna de mercurio en un tubo de cristal carece de significado hasta que
interpretamos este hecho como manifestación de un cambio de temperatura. Cuando
las personas dejan de interpretar los hechos que ocurren en el mundo y el curso
de su propio destino, su existencia se disipa en la incoherencia y el absurdo.
Para interpretar una cosa hace falta un marco de referencia que se encuentre
fuera del plano en el que se manifiesta lo que se ha de interpretar. Por lo
tanto, los procesos de este mundo material de las formas no pueden ser
interpretados sin recurrir a un marco de referencia metafísico. Hasta que el
mundo visible de las formas «se convierte en alegoría» (Goethe) no adquiere
sentido y significado para el ser humano. Del mismo modo que la letra y el
número son exponentes de una idea subyacente, todo lo visible, todo lo concreto
y funcional es únicamente expresión de una idea y, por lo tanto, intermediario
hacia lo invisible. En síntesis podemos llamar a estos dos campos forma y
contenido. En la forma se manifiesta el contenido que es el que da significado
a la forma. Los signos de escritura que no transmiten ideas ni significado
resultan tontos y vacíos. Y esto no lo cambiará el análisis de los signos, por
minucioso que sea. Otro tanto ocurre en el arte. El valor de una pintura no
reside en la calidad de la tela y los colores; los componentes materiales del
cuadro son portadores y transmisores de una idea, una imagen interior del
artista. El lienzo y el color permiten la visualización de lo invisible y son,
por lo tanto, expresión física de un contenido metafísico.
Con estos
sencillos ejemplos hemos intentado explicar el método que se sigue en este
libro para la interpretación de los temas de enfermedad y curación. Nosotros
abandonamos explícita y deliberadamente el terreno de la «medicina
científica». Nosotros no tenemos pretensiones de «científicos», ya
que nuestro punto de partida es muy distinto. La argumentación o la crítica
científica no serán, pues, objeto de nuestra consideración. Nos apartamos
deliberadamente del marco científico porque éste se limita precisamente al
plano funcional y, por ello impide que se manifieste el significado. Esta
exposición no se dirige a racionalistas y materialistas declarados, sino a
aquellas personas que estén dispuestas a seguir los senderos tortuosos y no
siempre lógicos de la mente humana. Serán buenos compañeros para este viaje por
el alma humana un pensamiento ágil, imaginación, ironía y buen oído para los
trasfondos del lenguaje. Nuestro empeño exige también tolerancia a las
paradojas y la ambivalencia, y excluye la pretensión de alcanzar inmediatamente
la unívoca iluminación, mediante la destrucción de una de las opciones.
Tanto en
medicina como en el lenguaje popular se habla de las más diversas enfermedades.
Esta inexactitud verbal indica claramente la universal incomprensión que sufre
el concepto de enfermedad. La enfermedad es una palabra que sólo debería tener
singular; decir enfermedades, en plural, es tan tonto como decir saludes.
Enfermedad y salud son conceptos singulares, por cuanto que se refieren a un
estado del ser humano y no a órganos o partes del cuerpo, como parece querer
indicar el lenguaje habitual. El cuerpo nunca está enfermo ni sano ya que en él
sólo se manifiestan las informaciones de la mente. El cuerpo no hace nada por
sí mismo. Para comprobarlo, basta ver un cadáver. El cuerpo de una persona viva
debe su funcionamiento precisamente a estas dos instancias inmateriales que
solemos llamar conciencia (alma) y vida (espíritu). La conciencia emite la
información que se manifiesta y se hace visible en el cuerpo. La conciencia es
al cuerpo lo que un programa de radio al receptor. Dado que la conciencia
representa una cualidad inmaterial y propia, naturalmente, no es producto del
cuerpo ni depende de la existencia de éste.
Lo que ocurre
en el cuerpo de un ser viviente es expresión de una información o concreción de
la imagen correspondiente (imagen en griego es eidolon
y se refiere también al concepto de la «idea»). Cuando el pulso y el corazón
siguen un ritmo determinado, la temperatura corporal mantiene un nivel
constante, las glándulas segregan hormonas y en el organismo se forman
anticuerpos. Estas funciones no pueden explicarse por la materia en sí, sino
que dependen de una información concreta, cuyo punto de partida es la
conciencia. Cuando las distintas funciones corporales se conjugan de un modo
determinado se produce un modelo que nos parece armonioso y por ello lo
llamamos salud. Si una de las funciones se perturba, la armonía del conjunto se
rompe y entonces hablamos de enfermedad.
Enfermedad
significa, pues, la pérdida de una armonía o, también, el trastorno de un orden
hasta ahora equilibrado (después veremos que, en realidad, contemplada desde
otro punto de vista, la enfermedad es la instauración de un equilibrio). Ahora
bien, la pérdida de armonía se produce en la conciencia, en el plano de la
información, y en el cuerpo sólo se muestra. Por consiguiente, el cuerpo es
vehículo de la manifestación o realización de todos los procesos y cambios que
se producen en la conciencia. Así, si todo el mundo material no es sino el
escenario en el que se plasma el juego de los arquetipos, con lo que se
convierte en alegoría, también el cuerpo material es el escenario en el que se
manifiestan las imágenes de la conciencia. Por lo tanto, si una persona sufre
un desequilibrio en su conciencia, ello se manifestará en su cuerpo en forma de
síntoma. Por lo tanto, es un error afirmar que el cuerpo está enfermo —enfermo
sólo puede estarlo el ser humano—, por más que el estado de enfermedad se
manifieste en el cuerpo como síntoma. (¡En la representación de una tragedia,
lo trágico no es el escenario sino la obra!)
Síntomas hay
muchos, pero todos son expresión de un único e invariable proceso que llamamos
enfermedad y que se produce siempre en la conciencia de una persona. Sin la
conciencia, pues, el cuerpo no puede vivir ni puede «enfermar». Aquí
conviene entender que nosotros no suscribimos la habitual división de las
enfermedades en somáticas, psicosomáticas, psíquicas y espirituales. Esta
clasificación sirve más para impedir la comprensión de la enfermedad que para
facilitarla.
Nuestro
planteamiento coincide en parte con el modelo psicosomático, aunque con la
diferencia de que nosotros aplicamos esta visión a todos los síntomas sin
excepción. La distinción entre «somático» y «psíquico» puede
referirse, a lo sumo, al plano en el que el síntoma se manifiesta, pero no
sirve para ubicar la enfermedad. El antiguo concepto de las enfermedades del
espíritu es totalmente equívoco, dado que el espíritu nunca puede enfermar: se
trata exclusivamente de síntomas que se manifiestan en el plano psíquico, es
decir, en la conciencia del individuo.
Aquí trataremos
de trazar un cuadro unitario de la enfermedad que, a lo sumo, sitúe la
diferenciación «somático» / «psíquico» en el plano de la manifestación del
síntoma que predomine en cada caso.
Con la
diferenciación entre enfermedad (plano de la conciencia) y síntoma (plano corporal)
nuestro examen se desplaza del análisis habitual de los procesos corporales
hacia una contemplación hoy insólita del plano psíquico. Por lo tanto, actuamos
como un crítico que no trata de mejorar una mala obra teatral analizando y
cambiando los decorados, el atrezzo y los actores, sino que contempla la obra
en sí.
Cuando en el
cuerpo de una persona se manifiesta un síntoma, éste (más o menos) llama la
atención interrumpiendo, con frecuencia bruscamente, la continuidad de la vida diaria.
Un síntoma es una señal que atrae atención, interés y energía y, por lo tanto,
impide la vida normal. Un síntoma nos reclama atención, lo queramos o no. Esta
interrupción que nos parece llegar de fuera nos produce una molestia y desde
ese momento no tenemos más que un objetivo: eliminar la molestia. El ser humano
no quiere ser molestado, y ello hace que empiece la lucha contra el síntoma. La
lucha exige atención y dedicación: el síntoma siempre consigue que estemos
pendientes de él.
Desde los tiempos
de Hipócrates, la medicina académica ha tratado de convencer a los enfermos de
que un síntoma es un hecho más o menos fortuito cuya causa debe buscarse en los
procesos funcionales en los que tan afanosamente se investiga. La medicina
académica evita cuidadosamente la interpretación del síntoma, con lo que
destierra tanto al síntoma como a la enfermedad al ámbito de lo incongruente.
Con ello, la señal pierde su auténtica función; los síntomas se convierten en
señales incomprensibles.
Vamos a poner
un ejemplo: un automóvil lleva varios indicadores luminosos que sólo se
encienden cuando existe una grave anomalía en el funcionamiento del vehículo.
Si, durante un viaje, se enciende uno de los indicadores, ello nos contraría.
Nos sentimos obligados por la señal a interrumpir el viaje. Por más que nos
moleste parar, comprendemos que sería una estupidez enfadarse con la lucecita;
al fin y al cabo, nos está avisando de una perturbación que nosotros no
podríamos descubrir con tanta rapidez, ya que se encuentra en una zona que nos
es «inaccesible». Por lo tanto, nosotros interpretamos el aviso de la lucecita
como recomendación de que llamemos a un mecánico que arregle lo que haya que
arreglar para que la lucecita se apague y nosotros podamos seguir viaje. Pero
nos indignaríamos, y con razón, si, para conseguir este objetivo, el mecánico
se limitara a quitar la lámpara. Desde luego, el indicador ya no estaría
encendido –y eso es lo que nosotros queríamos–, pero
el procedimiento utilizado para conseguirlo sería muy simplista. Lo procedente
es eliminar la causa de que se encienda la señal, no quitar la bombilla. Pero
para ello habrá que apartar la mirada de la señal y dirigirla a zonas más
profundas, a fin de averiguar qué es lo que no funciona. La señal sólo quería
avisarnos y hacer que nos preguntáramos qué ocurría.
Lo que en el
ejemplo era el indicador luminoso, en nuestro tema es el síntoma. Aquello que
en nuestro cuerpo se manifiesta como síntoma es la expresión visible de un
proceso invisible y con su señal pretende interrumpir nuestro proceder
habitual, avisarnos de una anomalía y obligarnos a hacer una indagación.
También en este caso, es una estupidez enfadarse con el síntoma y, absurdo,
tratar de suprimirlo impidiendo su manifestación. Lo que debemos eliminar no es
el síntoma, sino la causa. Por consiguiente, si queremos descubrir qué es lo
que nos señala el síntoma, tenemos que apartar la mirada de él y buscar más
allá.
Pero la
medicina académica es incapaz de dar este paso, y en esto radica su problema:
se deja fascinar por los síntomas. Por ello, equipara síntomas y enfermedad, es
decir, no puede separar la forma del contenido. Por ello, no se regatean los
recursos de la técnica para tratar órganos y partes del cuerpo, mientras se
descuida al individuo que está enfermo. Se trata de impedir que aparezcan los
síntomas, sin considerar la viabilidad ni la racionalidad de este propósito.
Asombra ver lo poco que el realismo consigue frenar la frenética carrera en pos
de este objetivo. A fin de cuentas, desde la llegada de la llamada moderna
medicina científica, el número de enfermos no ha disminuido ni en una fracción
del uno por ciento. Ahora hay tantos enfermos como hubo siempre —aunque los
síntomas sean otros—. Esta cruda verdad es disfrazada con estadísticas que se
refieren sólo a unos grupos de síntomas determinados. Por ejemplo, se pregona
el triunfo sobre las enfermedades infecciosas, sin mencionar qué otros síntomas
han aumentado en importancia y frecuencia durante el mismo período.
El estudio no
será fiable hasta que, en vez de considerar los síntomas, se considere la
«enfermedad en sí», y ésta ni ha disminuido ni parece que vaya a disminuir. La
enfermedad arraiga en el ser tan hondo como la muerte y no se la puede eliminar
con unas cuantas manipulaciones incongruentes y funcionales. Si el hombre
comprendiera la grandeza y dignidad de la enfermedad y la muerte, vería lo
ridículo del empeño de combatirla con sus fuerzas. Naturalmente, de semejante
desengaño puede uno protegerse por el procedimiento de reducir la enfermedad y
la muerte a simples funciones y así poder seguir creyendo en la propia grandeza
y poder.
En suma, la
enfermedad es un estado que indica que el individuo, en su conciencia, ha
dejado de estar en orden o armonía. Esta pérdida del equilibrio interno se
manifiesta en el cuerpo en forma de síntoma. El síntoma es, pues, señal y
portador de información, ya que con su aparición interrumpe el ritmo de nuestra
vida y nos obliga a estar pendientes de él. El síntoma nos señala que nosotros,
como individuo, como ser dotado de alma, estamos enfermos, es decir, que hemos
perdido el equilibrio de las fuerzas del alma. El síntoma nos informa de que
algo falla. Denota un defecto, una falta. La conciencia ha reparado en que,
para estar sanos, nos falta algo. Esta carencia se manifiesta en el cuerpo como
síntoma. El síntoma es, pues, el aviso de que algo falta.
Cuando el
individuo comprende la diferencia entre enfermedad y síntoma, su actitud básica
y su relación con la enfermedad se modifican rápidamente. Ya no considera el
síntoma como su gran enemigo cuya destrucción debe ser su mayor objetivo sino
que descubre en él a un aliado que puede ayudarle a encontrar lo que le falta y
así vencer la enfermedad. Porque entonces el síntoma será como el maestro que
nos ayude a atender a nuestro desarrollo y conocimiento, un maestro severo que
será duro con nosotros si nos negamos a aprender la lección más importante. La
enfermedad no tiene más que un fin: ayudarnos a subsanar nuestras «faltas» y
hacernos sanos.
El síntoma puede
decirnos qué es lo que nos falta —pero para entenderlo tenemos que aprender su
lenguaje—. Este libro tiene por objeto ayudar a reaprender el lenguaje de los
síntomas. Decimos reaprender, ya que este lenguaje ha existido siempre, y por
lo tanto, no se trata de inventarlo, sino, sencillamente, de recuperarlo. El
lenguaje es psicosomático, es decir, sabe de la relación entre el cuerpo y la
mente. Si conseguimos redescubrir esta ambivalencia del lenguaje, pronto
podremos oír y entender lo que nos dicen los síntomas. Y nos dicen cosas más
importantes que nuestros semejantes, ya que son compañeros más íntimos, nos
pertenecen por entero y son los únicos que nos conocen de verdad.
Esto, desde
luego, supone una sinceridad difícil de soportar. Nuestro mejor amigo nunca se
atrevería a decirnos la verdad tan crudamente como nos la dicen siempre los
síntomas. No es, pues, de extrañar que nosotros hayamos optado por olvidar el
lenguaje de los síntomas. Y es que resulta más cómodo vivir engañado. Pero no
por cerrar los ojos ni hacer oídos sordos conseguiremos que los síntomas
desaparezcan. Siempre, de un modo o de otro, tenemos que andar a vueltas con
ellos. Si nos atrevemos a prestarles atención y establecer comunicación, serán
guías infalibles en el camino de la verdadera curación. Al decirnos lo que en
realidad nos falta, al exponernos el tema que nosotros debemos asumir
conscientemente, nos permiten conseguir que, por medio de procesos de
aprendizaje y asimilación consciente, los síntomas en sí resulten superfluos.
Aquí está la
diferencia entre combatir la enfermedad y transmutar la enfermedad. La curación
se produce exclusivamente desde una enfermedad transmutada, nunca desde un
síntoma derrotado, ya que la curación significa que el ser humano se hace más
sano, más completo (con el aumentativo de completo, gramaticalmente incorrecto,
se pretende indicar más próximo a la perfección; por cierto, tampoco sano
admite aumentativo). Curación significa redención, aproximación a esa plenitud
de la conciencia que también se llama iluminación. La curación se consigue
incorporando lo que falta y, por lo tanto, no es posible sin una expansión de
la conciencia. Enfermedad y curación son conceptos que pertenecen
exclusivamente a la conciencia, por lo que no pueden aplicarse al cuerpo, pues
un cuerpo no está enfermo ni sano. En él sólo se reflejan, en cada caso,
estados de la conciencia.
Sólo en este
contexto puede criticarse la medicina académica. La medicina académica habla de
curación sin tomar en consideración este plano, el único en el que es posible
la curación. No tenemos intención de criticar la actuación de la medicina en
sí, siempre y cuando ésta no manifieste con ella la pretensión de curar. La
medicina se limita a adoptar medidas puramente funcionales que, como tales, no
son ni buenas ni malas sino intervenciones viables en el plano material. En
este plano la medicina puede ser, incluso, asombrosamente buena; no se pueden
condenar todos sus métodos en bloque; sí acaso, para uno mismo, nunca para
otros. Aquí se plantea, pues, la disyuntiva de sí uno va a porfiar en el
intento de cambiar el mundo por medidas funcionales o si ha comprendido que
ello es vano empeño y, por lo que le atañe personalmente, desiste. El que ha
visto la trampa del juego no tiene por qué seguir jugando (... aunque nada se
lo impedirá, desde luego), pero no tiene derecho a estropear la partida a los
demás, porque, a fin de cuentas, también perseguir una ilusión nos hace
avanzar.
Por lo tanto,
se trata menos de lo que se hace que de tener conocimiento de lo que se hace.
El que haya seguido nuestro razonamiento, observará que nuestra crítica se
dirige tanto a la medicina natural como a la académica, pues también aquélla
trata de conseguir la «curación» con medidas funcionales y habla de impedir la
enfermedad y de llevar vida sana. La filosofía es, pues, la misma; sólo los
métodos son un poco menos tóxicos y más naturales. (No hacemos referencia a la
homeopatía que no se alinea ni con la medicina académica ni con la natural.)
El camino del
individuo va de lo insano a lo sano, de la enfermedad a la salud y a la
salvación. La enfermedad no es un obstáculo que se cruza en el camino, sino que
la enfermedad en sí es el camino por el que el individuo va hacia la curación.
Cuanto más conscientemente contemplemos el camino, mejor podrá cumplir su
cometido. Nuestro propósito no es combatir la enfermedad, sino servirnos de
ella; para conseguir esto tenemos que ampliar nuestro horizonte.
II. POLARIDAD Y UNIDAD
Jesús les dijo: Cuando de los dos hagáis uno y cuando
hagáis lo de dentro como lo de fuera y lo de fuera como lo de dentro y lo de
arriba como lo de abajo y de lo masculino y lo femenino hagáis uno, para que lo
masculino no sea masculino ni lo femenino sea femenino, cuando hagáis ojos en
vez de un ojo y una mano en vez de una mano y un pie en vez de un pie y una
imagen en vez de una imagen, entonces entraréis en el Reino.
TOMÁS. Evangelios
Apócrifos, cap. 22.
Nos parece oportuno retomar
en este libro un tema que ya tratamos en Schicksal
als Chance: la polaridad. Por un lado, nos
gustaría evitar tediosas repeticiones, pero, por otro, creemos que la
comprensión de la polaridad es requisito indispensable para seguir los
razonamientos que exponemos más adelante. De todos modos, nunca se hace
demasiado hincapié en la polaridad, por cuanto que constituye el problema
central de nuestra existencia.
Al decir Yo, el ser humano
se separa de todo lo que percibe como ajeno al Yo: el Tú; y, desde este
momento, el ser humano queda preso en la polaridad. Su Yo lo ata al mundo de
los contrapuntos que no se cifran sólo en el Yo y el Tú, sino también en lo
interno y lo externo, mujer y hombre, bien y mal, verdad y mentira, etc. El ego
del individuo le hace imposible percibir, reconocer o imaginar siquiera la
unidad o el todo en cualquier forma. La conciencia lo escinde todo en parejas
de contrarios que nos plantea un conflicto porque nos obligan a diferenciar y a
decidir. Nuestro entendimiento no hace otra cosa que desmenuzar la realidad en
pedazos más y más pequeños (análisis) y diferenciar entre los pedazos
(discernimiento). Por ello, se dice si a una cosa y, al mismo tiempo, no a su
contrario, pues es sabido que «los contrarios se excluyen mutuamente>. Pero
con cada no, con cada exclusión, incurrimos en una carencia, y para estar sano
hay que estar completo. Tal vez se aprecie ya lo estrechamente ligado que está
el tema enfermedad–salud con la polaridad. Pero aún
podemos ser más categóricos: enfermedad es polaridad, curación es superación de
la polaridad.
Más allá de la polaridad en
la que nosotros, como individuos, nos encontramos inmersos, está la unidad, el
Uno que todo lo abarca, en el que se aúnan los contrarios. Este ámbito del ser
se llama también el Todo porque todo lo abarca, y nada puede existir fuera de
esta unidad, de este Todo. En la unidad no hay cambio ni transformación ni
evolución, porque la unidad no está sometida al tiempo ni al espacio.
Todas las manifestaciones
positivas nacen de nuestro mundo dividido y, por consiguiente, no pueden
aplicarse a la unidad. Desde el punto de vista de nuestra conciencia bipolar la
unidad se aparece como
Volvamos a considerar el campo
que podemos aprehender de forma directa y segura. Todos poseemos una conciencia
del mundo polarizadora. Es importante reconocer que
lo polar no es el mundo sino el conocimiento que nuestra conciencia nos da de
él.
Observemos las leyes de la
polaridad en un ejemplo concreto como la respiración que da al ser humano la
experiencia básica de polaridad. Inhalación y exhalación se alternan constante
y rítmicamente. Ahora bien, el ritmo que forman no es más que la continua
alternancia de dos polos. El ritmo es el esquema básico de toda vida. Lo mismo
nos dice
Aquí tenemos un dibujo muy
conocido, en el que cualquiera puede experimentar claramente el problema de la
polaridad que aquí se plantea en primer término/segundo término, o, concretamente,
caras/copa. Cuál de las dos formas vea dependerá de sí pongo en primer término
la superficie blanca o la negra. Si interpreto como fondo la superficie negra,
la blanca se sitúa en primer término y veo una copa. Esta apreciación cambia
cuando considero que la superficie blanca es el fondo, porque entonces veo como
primer término la superficie negra y aparecen dos caras de perfil. En este
juego óptico se trata de observar atentamente nuestra reacción fijando la
atención en una u otra superficie. Los dos elementos copa/caras están presentes
en la imagen simultáneamente, pero obligan al que mira a decidirse por uno o
por el otro. O vemos la copa o vemos las caras. A lo sumo, podemos ver los dos
aspectos de la imagen sucesivamente, pero es muy difícil verlos simultáneamente
con la misma claridad.
Este juego óptico es una
buena vía de acceso a la consideración de la polaridad. En este grabado el polo
negro depende del polo blanco y viceversa. Si suprimimos del grabado uno de los
dos polos (lo mismo da el negro que el blanco), desaparece toda la imagen con
sus dos aspectos. También aquí el negro depende del blanco, el primer plano
depende del fondo, como la inhalación de la exhalación o el polo positivo de la
corriente del polo negativo. Esta absoluta interdependencia de los contrarios
nos indica que, en el fondo de cada polaridad, existe una unidad que nosotros,
los humanos, no podemos aprehender con nuestra conciencia, incapaz de
percepción simultánea. Es decir, tenemos que dividir toda unidad en dos polos,
a fin de poder contemplarlos sucesivamente.
Y ello da origen al tiempo,
simulador que debe su existencia únicamente al carácter bipolar de nuestra
conciencia. Las polaridades son, pues, dos aspectos de una misma realidad que
nosotros hemos de contemplar sucesivamente. Por lo tanto, cuál de las dos caras
de la medalla veamos en cada momento dependerá del ángulo en el que nos
situemos. Sólo al observador superficial se aparecen las polaridades como
contrarios que se excluyen mutuamente —si miramos con más atención veremos que
las polaridades, juntas, forman una unidad ya que, para poder existir, dependen una de otra—. La ciencia hizo este descubrimiento
fundamental al estudiar la luz.
Había sobre la naturaleza
de los rayos de la luz dos opiniones contrapuestas: una propugnaba la teoría de
las ondas y la otra, la teoría de las partículas. Cada una de estas teorías
excluía a la otra. Si la luz está formada por ondas no puede estar formada por
partículas y a la inversa: o lo uno o lo otro. Después hemos averiguado que
esta disyuntiva era un planteamiento erróneo. La luz es a la vez onda y
corpúsculo. Pero también se puede dar la vuelta a la frase: la luz no es ni
onda ni corpúsculo. La luz es, en su unidad, sólo luz y, como tal, no es
concebible por la conciencia polar del ser humano. Esta luz se manifiesta
únicamente al observador según el lado desde el que éste la contemple, bien
onda, bien partícula.
La polaridad es como una
puerta que en un lado tiene escrita la palabra Entrada y, en el otro, Salida, pero
siempre es la misma puerta y, según el lado por el que nos acerquemos a ella,
vemos uno u otro de sus aspectos. A causa de este imperativo de dividir lo
unitario en aspectos que luego hemos de contemplar sucesivamente se crea el
concepto de tiempo, porque de la contemplación con una conciencia bipolar la
simultaneidad del Ser se convierte en sucesión. Si detrás de la polaridad está
la unidad, detrás del tiempo se halla la eternidad. Una aclaración: entendemos
eternidad en el sentido metafísico de intemporalidad, no en el que le da la
teología cristiana, de un largo, infinito continuum
de tiempo.
En el estudio de las
lenguas primitivas, también observamos cómo nuestra conciencia y afán de
aprehensión divide en contrarios lo que originariamente era unitario. Al
parecer, los individuos de culturas pretéritas eran más capaces de ver la
unidad detrás de las dualidades, ya que en las lenguas antiguas muchas palabras
tienen acepciones que se contradicen. No fue sino con la evolución del lenguaje
cuando, principalmente mediante transposición o prolongación de las vocales, se
empezó a atribuir a un único polo una voz originariamente ambivalente. (Ya
Sigmund Freud comenta el fenómeno en su «¡Contrasentido
de las palabras originales»!)
Por ejemplo, no es difícil
descubrir la raíz común de las siguientes palabras latinas: clamare = clamar y clam = quieto, o siccus = seco y
sucus = jugo. Altus tanto puede significar alto como
profundo. En griego farmacon significa tanto veneno
como remedio. En alemán la palabra stumm (mudo) y Stimme (voz) pertenecen a la misma familia, y en inglés
apreciamos la polaridad en la palabra without,
literalmente «con sin» que en la práctica sólo se atribuye a uno de los polos,
concretamente, sin. Aún nos aproxima más a nuestro tema el parentesco semántico
de bos y bass. La palabra bass significa en alto alemán gut
(bueno). Esta palabra sólo la encontramos ya en dos locuciones compuestas furbass que significa furwahr
(verdaderamente) y bass erstaunt
que puede interpretarse como sehr arstaunt
(muy asombrado). A la misma rama pertenece también la palabra bad = malo, al igual que las alemanas Busse
y bussen (Penitencia y purgar). Este fenómeno
semántico según el cual originariamente se utilizaba una misma palabra para
expresar significados contrarios, como bueno o malo, nos indica claramente la
unidad que existe detrás de cada polaridad. Precisamente la equiparación de
bueno y malo nos ocupará más adelante y revela la gran trascendencia que tiene
la comprensión del tema de la polaridad.
La polaridad de nuestra
conciencia la experimentamos subjetivamente en la alternancia de dos estados
que se distinguen claramente uno de otro: la vigilia y el sueño, estados que
nosotros experimentamos como correspondencia interna de la polaridad externa día–noche de
Desde la difusión de la
psicología profunda, estamos acostumbrados a imaginar nuestra conciencia
dividida en estratos y a distinguir entre un supraconsciente,
un subconsciente y un inconsciente.
Esta clasificación en superior e inferior
no es obligatoria, desde luego, pero corresponde a una percepción espacial
simbólica, que atribuye al cielo y a la luz el estrato superior y a
Jung llama a este estrato
el «inconsciente colectivo»)—. La línea
divisoria entre su Yo y el restante «mar de la conciencia» no es, sin
embargo, un absoluto; más bien podría denominarse una especie de membrana
permeable por ambos lados. Esta membrana corresponde al subconsciente. Contiene
tanto sustancias que han descendido del supraconsciente
(olvidadas) como las que afloran del inconsciente, por ejemplo, premoniciones,
sueños, intuiciones, visiones.
Si una persona se
identifica exclusivamente con su supraconsciente,
reducirá la permeabilidad del subconsciente, ya que las sustancias
inconscientes le parecerán extrañas y, por consiguiente, generadoras de
angustia. La mayor permeabilidad puede infundir facultades de médium. El estado
de la iluminación o de la conciencia cósmica no se alcanzaría más que
renunciando a la divisoria, de manera que supraconsciente
e inconsciente fueran uno. Desde luego, este paso equivale a la destrucción del
Yo cuya evidencia se encuentra en la delimitación. En la terminología cristiana
este paso está descrito con las palabras «Yo (supraconsciente)
y mi Padre (inconsciente) somos uno».
La conciencia humana tiene
su expresión física en el cerebro, atribuyéndose a la corteza cerebral la
facultad específicamente humana del discernimiento y el juicio. No es de
extrañar que la polaridad de la conciencia humana se refleje claramente en la
anatomía misma del cerebro. Como es sabido, el cerebro se compone de dos
hemisferios unidos por el llamado cuerpo calloso. En el pasado, la medicina
trató de combatir diferentes síntomas, como por ejemplo la epilepsia o los
grandes dolores, seccionando quirúrgicamente el cuerpo calloso, con lo que se
cortaban todas las uniones nerviosas de los dos lóbulos (comisurotomía).
A pesar de lo aparatoso de
la intervención, a primera vista apenas se observaban deficiencias en los
pacientes. Así se descubrió que los dos hemisferios son como dos cerebros que
pueden funcionar independientemente. Pero, al someter a los operados a
determinadas pruebas, se vio que los dos hemisferios cerebrales se distinguen
claramente tanto por su naturaleza como por sus funciones respectivas. Ya
sabemos que los nervios de cada lado del cuerpo son gobernados por el
hemisferio contrario, es decir, la parte derecha del cuerpo humano es gobernada
por el hemisferio izquierdo y viceversa. Si se vendan los ojos a uno de estos
pacientes y se le pone, por ejemplo, un sacacorchos en la mano izquierda, él es
incapaz de nombrar el objeto, es decir, no puede encontrar el nombre que
corresponde al sacacorchos que está palpando, pero no tiene dificultad alguna
en utilizarlo adecuadamente. Cuando se le pone el objeto en la mano derecha
ocurre todo lo contrario: ahora sabe cómo se llama pero no sabe utilizarlo.
Al igual que las manos,
también los oídos y los dos ojos están unidos al hemisferio cerebral contrario.
En otro experimento a una paciente operada de comisurotomía
se le presentaron diferentes figuras geométricas al tiempo que se le tapaba,
sucesivamente, el ojo derecho y el izquierdo. Cuando se proyectó un desnudo
ante el campo visual del ojo izquierdo, por lo que la imagen sólo podía
percibirse por el hemisferio derecho, la paciente se sonrojó y se rió, pero a
la pregunta del investigador de qué había visto contestó:
— Nada, sólo un fogonazo —
y siguió riendo.
Es decir, que la imagen
percibida por el hemisferio derecho produjo una reacción, pero ésta no pudo ser
captada por el pensamiento ni planteada con palabras. Si se llevan olores sólo
a la fosa nasal izquierda, también se produce la reacción correspondiente, pero
el paciente no puede identificar el olor. Si se muestra a un paciente una
palabra compuesta como, por ejemplo, baloncesto, de manera que el ojo izquierdo
sólo puede ver la primera parte, «balón», y el derecho, la segunda, «cesto»,
el paciente leerá únicamente «cesto», pues la palabra «balón» no
puede ser analizada por el lóbulo derecho.
Con estos experimentos,
desarrollados y elaborados en los últimos tiempos, se ha recopilado información
que puede condensarse así: uno y otro hemisferio se diferencian claramente por
sus funciones, su capacidad y sus respectivas responsabilidades. El hemisferio
izquierdo podría denominarse el «hemisferio verbal» pues es el encargado
de la lógica y la estructura del lenguaje, de la lectura y la escritura.
Descifra analítica y racionalmente todos los estímulos de estas áreas. Es decir,
que piensa en forma digital. El hemisferio izquierdo es también el encargado
del cálculo y la numeración. La noción del tiempo se alberga asimismo en el
hemisferio izquierdo.
En el hemisferio derecho encontramos
todas las facultades opuestas: en lugar de capacidad analítica, permite la
visión de conjunto de ideas, funciones y estructuras complejas. Esta mitad
cerebral permite concebir un todo (figura) partiendo de una pequeña parte (pars pro toto).
Al parecer, debemos también al hemisferio cerebral derecho la facultad de
concepción y estructuración de elementos lógicos (conceptos superiores,
abstracciones) que no existen en la realidad. En el lóbulo derecho encontramos
únicamente formas orales arcaicas que no se rigen por la sintaxis sino por
esquemas de sonidos y asociaciones. Tanto la lírica como el lenguaje de los
esquizofrénicos son exponentes del lenguaje producido por el hemisferio
derecho. Aquí reside también el pensamiento analógico y el arte para utilizar
los símbolos. El hemisferio derecho genera también las fantasías y los sueños
de la imaginación y desconoce la noción del tiempo que posee el hemisferio
izquierdo.
Según la actividad del
individuo, domina en él uno u otro hemisferio. El pensamiento lógico, la
lectura, la escritura y el cálculo exigen el predominio del hemisferio
izquierdo, mientras que para escuchar música, soñar, imaginar y meditar se
utiliza preferentemente el hemisferio derecho. Independientemente del
predominio de un hemisferio concreto, el individuo sano dispone también de
informaciones del hemisferio subordinado, ya que a través del cuerpo calloso se
produce un activo intercambio de datos. La especialización de los hemisferios
refleja con exactitud las antiguas doctrinas esotéricas de la polaridad. En el
taoísmo, a los dos principios originales en los que se divide la unidad del Tao
se les llama Yang (principio masculino) y Yin (principio femenino). En la
tradición hermética, la misma polaridad se expresa por medio de los símbolos
del «Sol» (masculino) y la «Luna» (femenino). El Yang chino y el
Sol son símbolos del principio masculino, activo y positivo que, en el campo
psicológico, corresponderían a la conciencia diurna. El Yin o principio de
HEMISFERIO
IZQUIERDO HEMISFERIO DERECHO
Lógica Percepción de
las formas
Lenguaje(sintaxis, gramática) Visión de conjunto
Orientación espacial
Forma de expresión arcaicas
Hemisferio verbal:
Lectura
Música
Escritura Olfato
Cálculo
Expresión gráfica
Interpretación del entorno Noción del mundo en conjunto
Pensamiento digital Pensamiento analógico
Pensamiento lineal Simbolismo
Noción del tiempo Intemporalidad
Análisis
Holística
Magnitudes lógicas
Inteligencia Intuición
––––––––––
–––––––––
––––––––––
–––––––––
––––––––––
–––––––––
Activo Pasivo
Eléctrico
Magnético
Ácido
Alcalino
lado derecho del cuerpo lado izquierdo del cuerpo
mano derecha
mano izquierda
YANG YIN
+ –
Sol Luna
Masculino
Femenino
Día Noche
Consciente Inconsciente
Vida Muerte
Estas polaridades clásicas pueden relacionarse
fácilmente con los resultados de la investigación del cerebro. Así, el
hemisferio izquierdo Yang es masculino, activo, supraconsciente
y corresponde al símbolo del Sol y al lado diurno del individuo. La mitad
izquierda del cerebro rige el lado derecho del cuerpo, es decir, el activo y
masculino. El hemisferio derecho es Yin, negativo, femenino. Corresponde al
principio lunar, es decir, al lado nocturno o inconsciente del individuo y,
lógicamente, rige el lado izquierdo del cuerpo. Para mejor comprensión, debajo
de la figura de la página anterior se detallan los respectivos conceptos en
forma de tabla.
Ciertas corrientes modernas de la psicología
imprimen un giro de 90° en la antigua topografía horizontal de la conciencia
(Freud) y sustituyen los conceptos Supraconsciente e
Inconsciente por hemisferio izquierdo y hemisferio derecho. Esta denominación
es sólo cuestión de forma y modifica poco el fondo, como puede apreciarse
comparando ambas exposiciones. Tanto la topografía horizontal como la vertical
no son sino manifestación del antiguo símbolo chino «Tai Chi» (el todo,
la unidad) de un círculo dividido en mitad blanca y mitad negra, cada una de
las cuales contiene, a modo de germen, otro círculo dividido en dos mitades.
Por así decirlo, en nuestra conciencia la unidad se divide en polaridades que
se complementan entre sí.
Es fácil imaginar lo incompleto que estaría el
individuo que sólo tuviera una de las dos mitades del cerebro. Pues bien, no es
más completa la noción del mundo que impera en nuestro tiempo, por cuanto que
es la que corresponde a la mitad izquierda del cerebro. Desde esta única
perspectiva, sólo se aprecia lo racional, concreto y analítico, fenómenos que
se inscriben en la causalidad y el tiempo. Pero una noción del mundo tan
racional sólo encierra media verdad, porque es la perspectiva de media
conciencia, de medio cerebro. Todo el contenido de la conciencia que la gente
gusta de llamar con displicencia irracional, ilusorio y
fantástico no es más que la facultad del ser humano de mirar el mundo
desde el polo opuesto.
La distinta valoración que se ha dado a estos dos
puntos de vista complementarios se observa en la circunstancia de que, en el
estudio de las diferentes facultades de uno y otro hemisferio cerebral, las
aptitudes del lado izquierdo se reconocieron y describieron con rapidez y
facilidad, pero costó mucho averiguar el significado del hemisferio derecho, el
cual no parecía producir actos coherentes. Evidentemente,
En nuestra opinión, la
importancia de la teoría de los hemisferios estriba en la circunstancia de que
la ciencia ha comprendido lo sesgado e incompleto que es su concepto del mundo
y, con el estudio del hemisferio derecho, está reconociendo la justificación y
la necesidad de mirar el mundo de esa otra manera. Al mismo tiempo, sobre esta
base, se podría aprender a comprender la ley de la polaridad como ley
fundamental del mundo, pero este empeño fracasa casi siempre por la absoluta
incapacidad de la ciencia para el pensamiento analógico (mitad derecha).
Con este ejemplo, debería
ofrecérsenos con claridad la ley de la polaridad: la conciencia humana divide
la unidad en dos polos. Los dos polos se complementan (compensan) mutuamente y,
por lo tanto, para existir, necesitan el uno del otro. La polaridad trae
consigo la incapacidad de contemplar simultáneamente los dos aspectos de una
unidad, y nos obliga a hacerlo sucesivamente, con lo cual surgen los fenómenos
del «ritmo», el «tiempo» y el «espacio». Para describir la
unidad, la conciencia, basada en la polaridad, tiene que servirse de una
paradoja. La ventaja que nos brinda la polaridad es la facultad de
discernimiento, la cual no es posible sin polaridad. La meta y el afán de una
conciencia polar es superar su condición de incompleta, determinada por el
tiempo, y volver a estar completa, es decir, sana.
Todo camino de salvación o
camino de curación lleva de la polaridad a la unidad. El paso de la polaridad a
la unidad es un cambio cualitativo tan radical que la conciencia polar
difícilmente puede imaginarlo. Todos los sistemas metafísicos, religiones y
escuelas esotéricas, enseñan única y exclusivamente este camino de la polaridad
a la unidad. De ello se desprende que todas estas doctrinas no están
interesadas en un «mejoramiento de este mundo», sino en el «abandono
de este mundo».
Precisamente este punto es el
que provoca los ataques contra estas doctrinas. Los críticos señalan las
injusticias y calamidades de este mundo y reprochan a las doctrinas de
orientación metafísica su actitud antisocial y fría ante estos retos, puesto
que sólo están interesadas en su propia y egoísta redención. Los reproches más
frecuentes son evasión e indiferencia. Es lamentable que los críticos no se
detengan a tratar de comprender una doctrina antes de combatirla, sino que se
precipiten a mezclar las opiniones propias con un par de conceptos mal
comprendidos de otra doctrina y a este despropósito llamen «crítica».
Estas malas
interpretaciones datan de muy antiguo. Jesús enseñaba únicamente este camino
que lleva de la polaridad a la unidad —y ni sus propios discípulos le
comprendieron del todo (con excepción de Juan)—. Jesús
llamaba a la polaridad este mundo y a la unidad, el reino de los cielos o la
casa de mi Padre, o simplemente el Padre. Él decía que su Reino no era de este
mundo y mostraba el camino hacia el Padre. Pero sus palabras se interpretaban
de un modo concreto, material y mundano. El Evangelio de san Juan muestra,
capítulo tras capítulo, esta mala interpretación: Jesús habla del templo que
reconstruirá en tres días —y los discípulos creen que habla del templo de Jerusalén—;
pero Él se refiere a su cuerpo. Jesús habla con Nicodemo de renacer al
espíritu, y Nicodemo cree que se refiere al nacimiento de un niño. Jesús habla
a la samaritana del agua de la vida y ella piensa en agua potable. Podríamos
dar muchos más ejemplos de que Jesús y sus discípulos tienen puntos de
referencia totalmente distintos. Jesús trata de dirigir la mirada del hombre
hacia el significado v la importancia de la unidad, mientras que sus oyentes se
aferran convulsa y angustiadamente al mundo polar. No tenernos de Jesús ninguna
exhortación, ni una sola, de mejorar el mundo y convertirlo en paraíso, pero
con cada frase trata de animar al ser humano a dar el paso que conduce a la
salvación, la salud.
Pero, en un principio, este
camino atemoriza, puesto que pasa por el sufrimiento y el horror. El mundo sólo
puede vencerse asumiéndolo —el sufrimiento sólo puede destruirse asumiéndolo,
porque el mundo siempre es sufrimiento—. El esoterismo no predica la huida del
mundo, sino la «superación del mundo». La superación del mundo, empero, no es
sino otra forma de decir «superación de la polaridad», lo cual es lo mismo que
renunciar al yo, al ego, pues sólo alcanza la plenitud aquel al que su Yo no lo
separa del Ser. No deja de tener cierta ironía el que un camino cuyo objetivo
es la destrucción del ego y la fusión con el todo sea tachado de «camino de
salvación egoísta». Y es que la motivación de buscar este camino de
salvación no reside en la esperanza de «un mundo mejor» ni de una «recompensa
por los sufrimientos de este mundo» («el opio del pueblo») sino en
la convicción de que este mundo concreto en el que vivimos sólo adquiere
sentido cuando tiene un punto de referencia situado fuera de sí mismo.
Por ejemplo, cuando
asistimos a una escuela sin un propósito ni un fin
determinados, una escuela en la que sólo se aprende por aprender, sin
perspectiva, sin meta, sin objetivo, el estudio carece de sentido. La escuela y
el estudio sólo tienen sentido cuando hay un punto de referencia que está fuera
de la escuela. Aspirar a una profesión no es lo mismo que «evadirse de la
escuela» sino todo lo contrario: este objetivo da coherencia a los estudios.
Igualmente, esta vida y este mundo adquieren confluencia cuando nuestro
objetivo se cifra en superarlos. La finalidad de una escalera no es la de
servir de peana sino de medio para subir.
La pérdida de este punto de
referencia metafísico hace que en nuestro tiempo la vida carezca de sentido
para mucha gente, porque el único sentido que nos queda se llama progreso. Pero
el progreso no tiene más objetivo que más progreso. Con lo cual lo que era un
camino se ha convertido en una excursión.
Para la comprensión de la
enfermedad y la curación es importante entender qué significa realmente
curación. Si perdemos de vista que curación significa siempre acercamiento a la
salud cifrada en la unidad, buscaremos el objetivo de la curación dentro de la
polaridad, y el fracaso es seguro. Ahora bien, si trasladamos una vez más a los
hemisferios cerebrales lo que hasta ahora entendíamos por unidad, la cual sólo
puede alcanzarse con la conciliación de los opuestos, la conjunjtio
oppositorum, veremos claramente que nuestro
objetivo de superación de la polaridad equivale en este plano al fin del
predominio alternativo de los hemisferios cerebrales. También en el ámbito del
cerebro, la disyuntiva tiene que convertirse en unificación.
Aquí se pone de manifiesto
la verdadera importancia del cuerpo calloso, el cual tiene que ser tan
permeable que haga, de los «dos cerebros», uno. Esta simultánea disponibilidad
de las facultades de ambas mitades del cerebro sería el equivalente corporal de
la iluminación. Es el mismo proceso que hemos descrito ya en nuestro modelo de
conciencia horizontal: cuando el supraconsciente
subjetivo se funde con el inconsciente objetivo se alcanza la plenitud.
La conciencia universal de
este paso de la polaridad a la unidad lo encontramos en infinidad de formas de
expresión. Ya hemos mencionado la filosofía china del taoísmo, en la que las
dos fuerzas universales se llaman Yang y Yin. Los hermetistas
hablaban de la unión del Sol y
La polaridad de nuestra
conciencia nos coloca constantemente ante dos posibilidades de acción y nos
obliga —si no queremos sumirnos en la apatía— a decidir. Siempre hay dos
posibilidades, pero nosotros sólo podemos realizar una. Por lo tanto, en cada
acción siempre queda irrealizada la posibilidad contraria. Tenemos que elegir y
decidirnos entre quedarnos en casa o salir —trabajar o no hacer nada—, tener
hijos o no tenerlos —reclamar el dinero o perdonar la deuda—, matar al enemigo
o dejarlo vivir. El tormento de la elección nos persigue constantemente. No
podemos eludir la decisión, porque «no hacer nada» es ya decidir contra
la acción, «no decidir» es una decisión contra la decisión. Ya que
tenemos que decidirnos, por lo menos, procuramos que nuestra decisión sea
sensata o correcta. Y para ello necesitamos cánones de valoración. Cuando
disponemos de estos cánones, las decisiones son fáciles: tenemos hijos porque
sirven para preservar la especia humana —matamos a nuestros enemigos porque amenazan
a nuestros hijos—, comemos verdura porque es saludable y damos de comer al
hambriento porque es ético. Este sistema funciona bien y facilita las
decisiones —uno no tiene más que hacer lo correcto—. Lástima que nuestro
sistema de valoración que nos ayuda a decidir sea cuestionado constantemente
por otras personas que optan en cada caso por la decisión contraria y lo
justifican con otro sistema de valores: hay gente que decide no tener hijos
porque ya hay demasiada gente en el mundo —hay quien no mata a los enemigos,
porque los enemigos también son seres humanos—, hay quien come mucha carne
porque la carne es saludable y deja que los hambrientos se mueran de hambre
porque es su destino. Desde luego, está claro que los valores de los demás
están equivocados, y es irritante que no tenga todo el mundo los mismos
valores. Y entonces uno empieza no sólo a defender sus valores sino a tratar de
convencer al mayor número posible de semejantes de las excelencias de estos
valores. Al fin, naturalmente, uno debería convencer a todos los seres humanos
de la justicia de los propios valores y entonces tendríamos un mundo bueno y
feliz. Lástima que todos piensen igual. Y la guerra de las opiniones justas
sigue sin tregua, y todos quieren sólo hacer lo correcto. Pero, ¿qué es lo
correcto? ¿Qué es lo que está equivocado? —¿Qué es lo
bueno?—. ¿Qué es lo malo? Muchos pretenden saberlo —pero no están de acuerdo— y
entonces tenemos que decidir a quién creemos. ¡Es para desesperarse!
Lo único que nos salva del
dilema es la idea de que dentro de la polaridad no existe el bien ni el mal
absoluto, es decir, objetivo, ni lo justo ni lo injusto. Cada valoración es
siempre subjetiva y requiere un marco de referencia que, a su vez, también es
subjetivo. Cada valoración depende del punto de vista del observador y, por lo
tanto, referida a él, siempre es correcta. El mundo no puede dividirse en lo
que puede ser y por lo tanto es bueno y justo, y lo que no debe ser y por lo
tanto tiene que ser combatido y aniquilado. Este dualismo de opuestos
irreconciliables verdad–error, bien–mal,
Dios y demonio, no nos saca de la polaridad sino que nos hunde más en ella.
La solución se encuentra
exclusivamente en ese tercer punto desde el cual todas las alternativas, todas
las posibilidades, todas las polaridades aparecen igual de buenas y verdaderas,
o igual de malas y falsas, ya que son parte de la unidad y, por lo tanto, su
existencia está justificada, porque sin ellas el todo no estaría completo. Por
ello, al hablar de la ley de la polaridad hemos hecho hincapié en que un polo
no puede existir sin el otro polo. Como la inhalación depende de la exhalación,
así el bien depende del mal, la paz, de la guerra y la salud, de la enfermedad.
No obstante, los hombres se empeñan en aceptar un único polo y combatir el
otro.
Pero quien combate
cualquiera de los polos de este universo combate el todo —porque cada parte
contiene el todo (pars pro
toto)—. Por algo dijo
Jesús: «¡Lo que hiciereis al más pequeño de
mis hermanos, a mí me lo hacéis!»
Teóricamente, la idea en sí
es simple, pero su puesta en práctica es ardua, por lo que el ser humano se
resiste a aceptarla. Si el objetivo es la unidad indiferenciada que abarca los
opuestos, entonces el ser humano no puede estar completo, es decir, sano,
mientras se inhiba, mientras se resista a admitir algo en su conciencia. Todo: «¡Eso yo nunca lo haría!», es la forma más
segura de renunciar a la plenitud y la iluminación. En este universo no hay
nada que no tenga su razón de ser, pero hay muchas cosas cuya justificación
escapa al individuo. En realidad, todos los esfuerzos del ser humano sirven a
este fin: descubrir la razón de ser de las cosas —a esto llamamos tomar
conciencia—, pero no cambiar las cosas. No hay nada que cambiar ni que mejorar,
como no sea la propia visión.
El ser humano vive durante
mucho tiempo convencido de que, con su actividad, con sus obras, puede cambiar,
reformar, mejorar el mundo. Esta creencia es una ilusión óptica y se debe a la
proyección de la transformación del propio individuo. Por ejemplo, si una
persona lee un mismo libro varias veces en distintas épocas de su vida. Cada
lectura le producirá un efecto distinto, según la fase de desarrollo de la
propia personalidad. Si no estuviera garantizada la invariabilidad del libro,
uno podría creer que su contenido ha evolucionado. No menos engañosos son los
conceptos de «evolución» y «desarrollo» aplicados al mundo. El
individuo cree que la evolución se produce como resultado de unos procesos e
intervenciones y no ve que no es sino la ejecución de un modelo ya existente.
La evolución no genera nada nuevo sino que hace que lo que es y ha sido siempre
se manifieste gradualmente. La lectura de un libro es también un buen ejemplo
de esto: el contenido y la acción de un libro existen a la vez, pero el lector
sólo puede asimilarlos con la lectura poco a poco. La lectura del libro hace
que el contenido sea conocido por el lector gradualmente, aunque el libro tenga
varios siglos de existencia. El contenido del libro no se crea con la lectura
sino que, con este proceso, el lector asimila paso a paso y con el tiempo un
modelo ya existente.
El mundo no cambia, son los
hombres los que, progresivamente, asumen distintos estratos y aspectos del
mundo. Sabiduría, plenitud y toma de conciencia significan: poder reconocer y
contemplar todo lo que es en su forma verdadera. Para asumir y reconocer el
orden, el observador debe estar en orden. La ilusión del cambio se produce
merced a la polaridad que convierte lo simultáneo en sucesivo y unitario en
dual. Por ello, las filosofías orientales llaman al mundo de la polaridad «ilusión»
o «maja» (engaño) y exigen al individuo que busca el conocimiento y la
liberación que, en primer lugar, vea en este mundo de las formas una ilusión y
comprenda que en realidad no existe. La polaridad impide la unidad en la
simultaneidad; pero el tiempo restablece automáticamente la unidad, ya que cada
polo es compensado al ser sucedido por el polo opuesto. Llamamos a esta ley
principio complementario. Como la exhalación impone una inhalación y la vigilia
sucede al sueño y viceversa, así cada realización de un polo exige la
manifestación del polo opuesto. El principio complementario hace que el
equilibrio de los polos se mantenga
independientemente de lo que hagan o dejen de hacer los humanos, y
determina que todas las modificaciones se sumen a la inmutabilidad. Nosotros
creemos firmemente que con el tiempo cambian muchas cosas, y esta creencia nos
impide ver que el tiempo sólo produce repeticiones del mismo esquema. Con el
tiempo, cambian las formas, sí, pero el fondo sigue siendo el mismo.
Cuando se aprende a no
dejarse distraer por la mutación de las formas, se puede prescindir del tiempo,
tanto en el ámbito histórico como en la biografía personal y entonces se ve que
todos los hechos que el tiempo diversifica se plasman en un solo modelo. El
tiempo convierte lo que es, en procesos y sucesos —si suprimimos el tiempo,
vuelve a hacerse visible el fondo que estaba detrás de las formas y que se ha
plasmado en ellas—. (Este tema, nada fácil de entender, es la base de la
terapia de la reencarnación.)
Para nuestras próximas
reflexiones es importante comprender la interdependencia de los dos polos y la
imposibilidad de conservar un polo y suprimir el otro. Y a este imposible se
orientan la mayoría de las actividades humanas: el individuo quiere la salud y
combate la enfermedad, quiere mantener la paz y suprimir la guerra, quiere
vivir y, para ello, vencer a la muerte. Es impresionante ver que, al cabo de un
par de miles de años de infructuosos esfuerzos, los humanos siguen aferrados a
sus conceptos. Cuando tratamos de alimentar uno de los polos, el polo opuesto
crece en la misma proporción, sin que
nosotros nos demos cuenta. Precisamente la medicina nos da un buen ejemplo de
ello: cuanto más se trabaja por la salud más prolifera la enfermedad.
Si queremos plantearnos
este problema de una manera nueva, es necesario adoptar la óptica polar. En
todas nuestras consideraciones, debemos aprender a ver simultáneamente el polo
opuesto. Nuestra mirada interior tiene que oscilar constantemente, para que
podamos salir de la unilateralidad y adquirir la visión de conjunto. Aunque no
es fácil describir con palabras esta visión oscilante y polar, existen en
filosofía textos que expresan estos principios. Laotsé,
que por su concisión no ha sido superado, dice en el segundo verso del Tao–Te–King:
El que dice: hermoso
está creando: feo.
El que dice: bien
está creando: mal.
Resistir determina: no resistir,
confuso determina: simple,
alto determina: bajo,
ruidoso determina: silencioso,
determinado determina: indeterminado,
ahora determina: otrora.
Así pues, el sabio
actúa sin acción,
dice sin hablar.
Lleva en sí todas las cosas
en busca de la unidad.
Él produce, pero no posee
perfecciona la vida
pero no reclama reconocimiento
y porque nada reclama
nunca sufre pérdida.
III.
Toda
KAHIL GIBRÁN
El individuo dice «yo» y con esta palabra
entiende una serie de características: «Varón, alemán, padre de familia y
maestro. Soy activo, dinámico, tolerante, trabajador, amante de los animales,
pacifista, bebedor de té, cocinero por afición, etc.» A cada una de estas
características precedió, en su momento, una decisión, se optó entre dos
posibilidades, se integró un polo en la identidad y se descartó el otro. Así la
identidad «soy activo y trabajador» excluye automáticamente «soy
pasivo y vago». De una identificación suele derivarse rápidamente también
una valoración: «En la vida hay que ser activo y trabajador; no es bueno ser
pasivo y vago.» Por más que esta opinión se sustente con argumentos y
teorías, esta valoración no pasa de subjetiva.
Desde el punto de vista objetivo, esto es sólo una
posibilidad de plantearse las cosas—y una posibilidad muy convencional—. ¿Qué pensaríamos de una rosa roja que proclamara muy
convencida: «Lo correcto es florecer en rojo. Tener flores azules es un
error y un peligro.» El repudio de cualquier forma de manifestación es
siempre señal de falta de identificación (... por cierto que la violeta, por su
parte, no tiene nada en contra de la floración azulada).
Por lo tanto, cada identificación que se basa en
una decisión descarta un polo. Ahora bien, todo lo que nosotros no queremos
ser, lo que no queremos admitir en nuestra identidad, forma nuestro negativo,
nuestra «sombra». Porque el repudio de la mitad de las posibilidades no
las hace desaparecer sino que sólo las destierra de la identificación o de la conciencia.
El «no»
ha quitado de nuestra vista un polo, pero no lo ha eliminado. El polo
descartado vive desde ahora en la sombra de nuestra conciencia. Del mismo modo
que los niños creen que cerrando los ojos se hacen invisibles, las personas
imaginan que es posible librarse de la mitad de la realidad por el
procedimiento de no reconocerse en ella. Y se deja que un polo (por ejemplo, la
laboriosidad) salga a la luz de la conciencia mientras que el contrario (la
pereza) tiene que permanecer en la oscuridad donde uno no lo vea. El no ver se
considera tanto como no tener y se cree que lo uno puede existir sin lo otro.
Llamamos
sombra (en la acepción que da a la palabra C. G. Jung) a la suma de todas las
facetas de la realidad que el individuo no reconoce o no quiere reconocer en sí
y que, por consiguiente, descarta. La sombra es el mayor enemigo del ser
humano: la tiene y no sabe que la tiene, ni la conoce. La sombra hace que todos
los propósitos y los afanes del ser humano le reporten, en última instancia, lo
contrario de lo que él perseguía. El ser humano proyecta en un mal anónimo que
existe en el mundo todas las manifestaciones que salen de su sombra porque
tiene miedo de encontrar en sí mismo la verdadera fuente de toda desgracia.
Todo lo que el ser humano rechaza pasa a su sombra que es la suma de todo lo
que él no quiere. Ahora bien, la negativa a afrontar y asumir una parte de la
realidad no conduce al éxito deseado. Por el contrario, el ser humano tiene que
ocuparse muy especialmente de los aspectos de la realidad que ha rechazado.
Esto suele suceder a través de la proyección, ya que cuando uno rechaza en su
interior un principio determinado, cada vez que lo encuentre en el mundo
exterior desencadenará en él una reacción de angustia y repudio.
No estará de más recordar, para mejor comprender
esta relación, que nosotros entendemos por «principios» regiones arquetípicas
del ser que pueden manifestarse con una enorme variedad de formas concretas.
Cada manifestación es entonces representación de aquel principio esencial. Por
ejemplo: la multiplicación es un principio. Este principio abstracto puede
presentársenos bajo las más diversas manifestaciones (3 por 4, 8 por 7, 49 por
248, etc.). Ahora bien, todas y cada una de estas formas de expresión, exteriormente
diferentes, son representación del principio «multiplicación». Además,
hemos de tener claro que el mundo exterior está formado por los mismos
principios arquetípicos que el mundo interior. La ley de la resonancia dice que
nosotros sólo podemos conectar con aquello con lo que estamos en resonancia.
Este razonamiento, expuesto extensamente en Schicksal
als Chance, conduce a la identidad entre mundo
exterior y mundo interior. En la filosofía hermética esta ecuación entre mundo
exterior y mundo interior o entre individuo y Cosmos se expresa con los
términos: microcosmos = macrocosmos.
(En
Proyección significa, pues,
que con la mitad de todos los principios fabricamos un exterior, puesto que no
los queremos en nuestro interior. Al principio decíamos que el Yo es
responsable de la separación del individuo de la suma de todo el Ser. El Yo
determina un Tú que es considerado como lo externo. Ahora bien, si la sombra
está formada por todos los principios que el Yo no ha querido asumir, resulta
que la sombra y el exterior son idénticos. Nosotros siempre sentimos nuestra
sombra como un exterior, porque si la viéramos en nosotros ya no sería la
sombra. Los principios rechazados que ahora aparentemente nos acometen desde el
exterior los combatimos en el exterior con el mismo encono con que los habíamos
combatido dentro de nosotros. Nosotros insistimos en nuestro empeño de borrar
del mundo los aspectos que valoramos negativamente. Ahora bien, dado que esto
es imposible —véase la ley de la polaridad—, este intento se convierte en una
pugna constante que garantiza que nos ocupamos con especial intensidad de la
parte de la realidad que rechazamos.
Esto entraña una irónica
ley a la que nadie puede sustraerse: lo que más ocupa al ser humano es aquello
que rechaza. Y de este modo se acerca al principio rechazado hasta llegar a
vivirlo. Es conveniente no olvidar las dos últimas frases. El repudio de
cualquier principio es la forma más segura de que el sujeto llegue a vivir este
principio. Según esta ley, los niños siempre acaban por adquirir las formas de
comportamiento que habían odiado en sus padres, los pacifistas se hacen
militantes; los moralistas, disolutos; los apóstoles de la salud, enfermos
graves.
No se debe pasar por alto
que rechazo y lucha significan entrega y obsesión. Igualmente, el evitar en
forma estricta un aspecto de la realidad indica que el individuo tiene un
problema con él. Los campos interesantes e importantes para un ser humano son
aquellos que él combate y repudia, porque los echa de menos en su conciencia y
le hacen incompleto. A un ser humano sólo pueden molestarle los principios del
exterior que no ha asumido.
En este punto de nuestras
consideraciones, debe haber quedado claro que no hay un entorno que nos marque,
nos moldee, influya en nosotros o nos haga enfermar: el entorno hace las veces
de espejo en el que sólo nos vemos a nosotros mismos y también, desde luego
y muy especialmente, a nuestra sombra a
la que no podemos ver en nosotros. Del mismo modo que de nuestro propio cuerpo
no podemos ver más que una parte, pues hay zonas que no podemos ver (los ojos,
la cara, la espalda, etc.) y para contemplarlas necesitamos del reflejo de un
espejo, también para nuestra mente padecemos una ceguera parcial y sólo podemos
reconocer la parte que nos es invisible (la sombra) a través de su proyección y
reflejo en el llamado entorno o mundo exterior. El reconocimiento precisa de la
polaridad.
El reflejo, empero, sólo
sirve de algo a aquel que se reconoce en el espejo: de lo contrario, se
convierte en una ilusión. El que en el espejo contempla sus ojos azules, pero
no sabe que lo que está viendo son sus propios ojos en lugar de reconocimiento
sólo obtiene engaño. El que vive en este mundo y no reconoce que todo lo que ve
y lo que siente es él mismo, cae en el engaño y el espejismo. Hay que reconocer
que el espejismo resulta increíblemente vívido y real (... muchos dicen, incluso,
demostrable), pero no hay que olvidar esto: también el sueño nos parece
auténtico y real, mientras dura. Hay que despertarse para descubrir que el
sueño es sueño. Lo mismo cabe decir del
gran océano de nuestra existencia. Hay que despertarse para descubrir el
espejismo
Nuestra sombra nos
angustia. No es de extrañar, por cuanto que está formada exclusivamente por
aquellos componentes de la realidad que nosotros hemos repudiado, los que menos
queremos asumir. La sombra es la suma de todo lo que estamos firmemente
convencidos que tendría que desterrarse del mundo, para que éste fuera santo y
bueno. Pero lo que ocurre es todo lo contrario: la sombra contiene todo aquello
que falta en el mundo —en nuestro mundo—para que sea santo y bueno. La sombra
nos hace enfermar, es decir, nos hace incompletos: para estar completos nos
falta todo lo que hay en ella.
La narración del Grial
trata precisamente de este problema. El rey Anfortas
está enfermo, herido por la danza del mago Klingor o,
en otras versiones, por un enemigo pagano o, incluso, por un enemigo invisible.
Todas estas figuras son símbolos inequívocos de la sombra de Anfortas: su adversario, invisible para él. Su sombra le ha
herido y él no puede sanar por sus propios medios, no puede recobrar la salud,
porque no se atreve a preguntar la verdadera causa de su herida. Esta pregunta
es necesaria, pero preguntar esto sería preguntar por la naturaleza del Mal. Y,
puesto que él es incapaz de plantearse este conflicto, su herida no puede
cicatrizar. Él espera un salvador que tenga el valor de formular la pregunta
redentora. Parsifal es capaz de ello, porque, como su nombre indica, es el que
«va por el medio», por el medio de la polaridad del Bien y el Mal con lo que
obtiene la legitimación para formular la pregunta salvadora: «¿Qué
te falta, Oheim?» La pregunta es siempre la
misma, tanto en el caso de Anfortas como en el de
cualquier otro enfermo: «¡La sombra!» La sola pregunta
acerca del mal, acerca del lado oscuro del hombre, tiene poder curativo.
Parsifal, en su viaje, se ha enfrentado valerosamente con su sombra y ha
descendido a las oscuras profundidades de su alma hasta maldecir a Dios. El que
no tenga miedo a este viaje por la oscuridad será finalmente un auténtico
salvador, un redentor. Por ello, todos los héroes míticos han tenido que luchar
contra monstruos, dragones y demonios y hasta contra el mismo infierno, para
ser salvos y salvadores.
La sombra produce la
enfermedad, y el encararse con la sombra cura. Ésta es la clave para la
comprensión de la enfermedad y la curación. Un síntoma siempre es una parte de
sombra que se ha introducido en la materia. Por el síntoma se manifiesta
aquello que falta al ser humano. Por el síntoma el ser humano experimenta
aquello que no ha querido experimentar conscientemente. El síntoma, valiéndose
del cuerpo, reintegra la plenitud al ser humano. Es el principio de
complementariedad lo que, en última instancia, impide que el ser humano deje de
estar sano. Si una persona se niega a asumir conscientemente un principio, este
principio se introduce en el cuerpo y se manifiesta en forma de síntoma.
Entonces el individuo no tiene más remedio que asumir el principio rechazado.
Por lo tanto, el síntoma completa al hombre, es el sucedáneo físico de aquello
que falta en el alma.
En realidad, el síntoma
indica lo que le «falta» al paciente, porque el síntoma es el principio ausente
que se hace material y visible en el cuerpo. No es de extrañar que nos gusten
tan poco nuestros síntomas, ya que nos obligan a asumir aquellos principios que
nosotros repudiamos. Y entonces proseguimos nuestra lucha contra los síntomas,
sin aprovechar la oportunidad que se nos brinda de utilizarlos para
completarnos. Precisamente en el síntoma podemos aprender a reconocernos,
podemos ver esas partes de nuestra alma que nunca descubriríamos en nosotros,
puesto que están en la sombra. Nuestro cuerpo es espejo de nuestra alma; él nos
muestra aquello que el alma no puede reconocer más que por su reflejo. Pero,
¿de qué sirve el espejo, por bueno que sea, si nosotros no nos reconocemos en
la imagen que vemos? Este libro pretende ayudar a desarrollar esa visión que
necesitamos para descubrirnos a nosotros mismos en el síntoma.
La sombra hace simulador al
ser humano. La persona siempre cree ser sólo aquello con lo que se identifica o
ser sólo tal como ella se ve. A esta autovaloración llamamos nosotros
simulación. Con este término designamos siempre la simulación frente a uno
mismo ( no las mentiras o falsedades que se cuentan a
los demás). Todos los engaños de este mundo son insignificantes comparados con
el que el ser humano comete consigo mismo durante toda su vida. La sinceridad
para con uno mismo es una de las más duras exigencias que el hombre puede
hacerse. Por ello, desde siempre el conocimiento de sí mismo es la tarea más
importante y más difícil que pueda acometer el que busca la verdad. El
conocimiento del propio ser no significa descubrir el Yo, pues el ser lo abarca
todo mientras que el Yo, con su inhibición, constantemente impide el
conocimiento del todo, del ser. Y, para el que busca la sinceridad al
contemplarse a sí mismo, la enfermedad puede ser de gran ayuda. ¡Porque la
enfermedad nos hace sinceros! En el síntoma de la enfermedad tenemos claro y
palpable aquello que nuestra mente trataba de desterrar y esconder.
La mayoría de la gente
tiene dificultades para hablar de sus problemas más íntimos (suponiendo que los
conozca siquiera) de forma franca y espontánea; los síntomas, por el contrario,
los explican con todo detalle a la menor ocasión. Desde luego, es imposible
descubrir con más detalle la propia personalidad. La enfermedad hace sincera a
la gente y descubre implacablemente el fondo del alma que se mantenía
escondido. Esta sinceridad (forzosa) es sin duda lo que provoca la simpatía que
sentimos hacia el enfermo. La sinceridad lo hace simpático, porque en la
enfermedad se es auténtico. La enfermedad deshace todos los sesgos y restituye
al ser humano al centro de equilibrio. Entonces, bruscamente, se deshincha el
ego, se abandonan las pretensiones de poder, se destruyen muchas ilusiones y se
cuestionan formas de vida. La sinceridad posee su propia hermosura, que se
refleja en el enfermo.
En resumen: el ser humano,
como microcosmos, es réplica del universo y contiene latente en su conciencia
la suma de todos los principios del ser. La trayectoria del individuo a través
de la polaridad exige realizar con actos concretos estos principios que existen
en él en estado latente, a fin de asumirlos gradualmente. Porque el
discernimiento necesita de la polaridad y ésta, a su vez, constantemente impone
en el ser humano la obligación de decidir. Cada decisión divide la polaridad en
parte aceptada y polo rechazado. La parte aceptada se traduce en la conducta y
es asumida conscientemente. El polo rechazado pasa a la sombra y reclama
nuestra atención presentándosenos aparentemente procedente del exterior. Una
forma frecuente y específica de esta ley general es la enfermedad, por la cual
una parte de la sombra se proyecta en el físico y se manifiesta como síntoma.
El síntoma nos obliga a asumir conscientemente el principio rechazado y con
ello devuelve el equilibrio al ser humano. El síntoma es concreción somática de
lo que nos falta en la conciencia. El síntoma, al hacer aflorar elementos
reprimidos, hace sinceros a los seres humanos.
IV. BIEN Y MAL
La esencia magnífica abarca
todos los mundos y a todas las criaturas, buenas y malas. Y es la verdadera
unidad. Entonces, ¿cómo puede conciliarse el antagonismo del bien y el mal? En
realidad, no existe antagonismo, porque el mal es el trono del bien.
BAAL SEM TOB
Tenemos que abordar
necesariamente un tema que no sólo pertenece al ámbito más conflictivo de la
aventura humana sino que, además, se presta a malas interpretaciones. Es muy
peligroso limitarse a entresacar de la filosofía que nosotros exponemos sólo
alguna que otra frase o pasaje aquí y allá y mezclarlos con ideas de otras
filosofías. Precisamente la contemplación del Bien y del Mal provoca en los
seres humanos profundas angustias que fácilmente pueden empañar el
entendimiento y la facultad de raciocinio. A pesar de los peligros, nosotros
nos atrevemos a plantear la pregunta que rehuía Anfortas, acerca de la naturaleza del mal. Y es que, si en
la enfermedad hemos descubierto la acción de la sombra, ésta debe su existencia
a la diferenciación del ser humano entre Bien y Mal, Verdad y Mentira.
La sombra contiene todo
aquello que el ser humano consideró malo; luego la sombra tiene que ser mala.
Así pues, parece no sólo justificado sino, incluso, ética y moralmente
necesario combatir y desterrar la sombra dondequiera que se manifieste. También
aquí
Nuestras consideraciones
sobre la ley de la polaridad nos hicieron sacar la conclusión de que Bien y Mal
son dos aspectos de una misma unidad y, por lo tanto, interdependientes para la
existencia. El Bien depende del Mal y el Mal, del Bien. Quien alimenta el Bien
alimenta también inconscientemente el Mal. Tal vez a primera vista estas
formulaciones resulten escandalosas, pero es difícil negar la exactitud de
estas apreciaciones ni en teoría ni en la práctica.
En nuestra cultura, la
actitud hacia el Bien y el Mal está fuertemente determinada por el cristianismo
o por los dogmas de la teología cristiana, incluso en los medios que se creen
libres de vínculos religiosos. Por ello, también nosotros tenemos que recurrir
a figuras e ideas religiosas, a fin de verificar la comprensión del Bien y del
Mal. No es nuestro propósito deducir de las imágenes bíblicas una teoría o
valoración, pero lo cierto es que los relatos y las imágenes mitológicas se
prestan a hacer más comprensibles difíciles problemas metafísicos. El que para
ello recurramos a un relato de
El relato que el Antiguo
Testamento hace del Pecado Original ilustra nuestro tema. Recordamos que, en el
Segundo Libro de
El tema de la división se
halla presente desde el principio en la historia de
La palabra que Lutero
tradujo por «costilla» es en el original hebreo tselah
= costado. Es de la familia de tsel = sombra. El
individuo completo y sano es dividido en dos aspectos diferenciables llamados
hombre y mujer. Pero esta división todavía no alcanza la conciencia de la
criatura, porque ellos todavía no reconocen su diferencia, sino que permanecen
en la integridad del Paraíso. La división de las formas, empero, hace posible
la acción de
Éste es el relato de la
caída del hombre. El hombre, en su «caída», se precipita de la unidad a
la polaridad. Los mitos de todos los pueblos y todas las épocas conocen este
tema central de la condición humana y lo presentan en imágenes similares. El
pecado del ser humano consiste en su separación de la unidad. En la lengua
griega se aprecia con exactitud el verdadero significado de la palabra pecado: Hamartama quiere decir «el pecado» y el verbo hamartanein significa «fallar punto», «errar el
tiro», «faltar». Pecado es, pues, en este caso, la incapacidad de acertar
en el punto, y éste es precisamente el símbolo de la unidad, que para el ser
humano resulta a un tiempo inalcanzable e inconcebible, ya que el punto no tiene
lugar ni dimensión. Una conciencia polar no puede dar con el punto, la unidad,
y esto es el fallo, el pecado. Ser pecador es sinónimo de ser polar . Ello hace más comprensible el concepto cristiano de
la herencia del Pecado Original.
El ser humano se encuentra
con una conciencia polar, es pecador. No tiene una causa. Esta polaridad obliga
al ser humano a caminar entre elementos opuestos, hasta que lo integra y asume
todo, para volver a ser «perfecto como perfecto es el Padre que está en los
cielos». El camino a través de la polaridad, no obstante, siempre acarrea
la culpabilidad. El Pecado Original indica con especial claridad que el pecado
nada tiene que ver con el comportamiento concreto del ser humano. Esto es muy
importante ya que, en el transcurso de los siglos,
Este mensaje lo encontramos
claro y sin falsear en la tragedia griega, cuyo tema central es que el ser
humano constantemente debe optar entre dos posibilidades, sí, pero, decida lo
que decida, siempre falla. Esta aberración teológica del pecado fue fatídica
para
Esta sombra hizo del
cristianismo una de las religiones más intolerantes, con Inquisición, caza de
brujas y genocidio. El polo que no es asumido siempre acaba por manifestarse, y
suele pillar desprevenidas a las almas nobles.
La polarización del «Bien»
y del «Mal» como opuestos condujo también a la contraposición, atípica
en otras religiones, de Dios y el diablo como representantes del Bien y del
Mal. Al hacer al diablo adversario de Dios, insensiblemente, se hizo entrar a
Dios en la polaridad, con lo que Dios pierde su fuerza salvadora. Dios es
Aquí vemos la gran
diferencia que existe entre religión y labor social. La verdadera religión
nunca ha emprendido la tentativa de convertir este mundo en un paraíso, sino
que enseña la forma de salir del mundo para entrar en la unidad. La verdadera
filosofía sabe que en un mundo de polaridades no se puede asumir un único polo.
En este mundo, hay que pagar cada alegría con el sufrimiento. Por ejemplo, en
este sentido, la ciencia es «diabólica», ya que aboga por la expansión de la
polaridad y alimenta la pluralidad. Toda aplicación del potencial humano a un
fin funcional tiene siempre algo de diabólico, ya que conduce energía a la
polaridad e impide la unidad. Éste es el sentido de la tentación de Jesús en el
desierto: porque, en realidad, el demonio sólo insta a Jesús a aplicar sus
posibilidades a la realización de unas modificaciones inofensivas y hasta
útiles.
Por supuesto, cuando
nosotros calificamos algo de «diabólico» no pretendemos condenarlo sino tratar
de acostumbrar al lector a asociar conceptos como pecado, culpa y diablo a la polaridad.
Porque así puede calificarse todo lo que a ellos se refiere. Haga lo que haga
el ser humano, fallará, es decir, pecará. Es importante que el ser humano
aprenda a vivir con su culpa, de lo contrario, se engaña a sí mismo. La
redención de los pecados es el anhelo de unidad, pero anhelar la unidad es
imposible para el que reniega de la mitad de la realidad. Esto es lo que hace
tan difícil el camino de la salvación: el tener que pasar por la culpa.
En los Evangelios se pone
de relieve una y otra vez este viejo error: los fariseos representan la opinión
de
En el Sandokai,
uno de los textos básicos del Zen, se lee:
Luz y oscuridad
están frente a frente.
Pero la una depende de la otra
como el paso de la pierna izquierda
depende del paso de la derecha.
En el «Verdadero libro
de las fuentes originales» podemos leer la siguiente «Prevención contra
las buenas obras». Yang Dshu dice: «El que
hace el bien no lo hace por la gloria, pero la gloria es su consecuencia. La
gloria no tiene nada que ver con la ganancia, pero reporta ganancia. La
ganancia no tiene nada que ver con la lucha, pero la lucha va con ella. Por lo
tanto, el justo se guarda de hacer el bien.»
Sabemos qué gran reto
supone cuestionar el principio, considerado ortodoxo, de hacer el bien y evitar
el mal. También sabemos que este tema forzosamente suscita temor, un temor que
el individuo conjura aferrándose convulsivamente a las normas que han regido
hasta ahora. A pesar de todo, hay que atreverse a detenerse en el tema y
examinarlo desde todos los ángulos.
No es nuestro propósito
hacer derivar nuestras tesis de tal o cual religión, pero la mala
interpretación del pecado que hemos expuesto más arriba ha determinado el
arraigo en la cultura cristiana de una escala de valores que nos condiciona más
de lo que queremos reconocer. Otras religiones no han tenido ni tienen
forzosamente las mismas dificultades con este problema. En la trilogía de las
divinidades hindúes Brahma– Vishnú–Shiva, corresponde a Shiva el papel de
destructor, por lo que representa la fuerza antagónica de Brahma, el constructor.
Esta representación hace más difícil al individuo el reconocimiento de la
necesaria alternancia de las fuerzas. De Buda se cuenta que cuando un joven
acudió a él con la súplica de que lo aceptara como discípulo, Buda le preguntó:
«¿Has robado alguna vez?» El joven le
respondió: «Nunca.» Buda dijo entonces: «Pues ve a robar y cuando
hayas aprendido, vuelve.»
El versículo 22 del Shinjinmei, el más antiguo y sin duda más importante texto
del budismo Zen, dice así:
«Si queda en nosotros la más
mínima idea de la verdad y el error, nuestro espíritu sucumbirá en la
confusión.»
La duda que divide las
polaridades en elementos opuestos es el mal, pero es necesario pasar por ella
para llegar a la convicción. Para ejercitar nuestro discernimiento, necesitamos
siempre dos polos pero no debemos quedarnos atascados en su antagonismo, sino
utilizar su tensión como impulso y energía en nuestra búsqueda de la unidad. El
ser humano es pecador, es culpable, pero precisamente esta culpa lo distingue,
ya que es prenda de su libertad.
Nos parece muy importante
que el individuo aprenda a aceptar su culpa sin dejarse abrumar por ella. La
culpa del ser humano es de índole metafísica y no se origina en sus actos: la
necesidad de tener que decidirse y actuar es la manifestación física de su
culpa. La aceptación de la culpa libera del temor a la culpabilidad. El miedo
es encogimiento y represión, actitud que impide la necesaria apertura y expansión. Se puede escapar del pecado
esforzándose por hacer el bien, lo cual siempre tiene que pagarse con el
repudio del polo opuesto. Esta tentativa de escapar del pecado por las buenas
obras sólo conduce a la falta de sinceridad.
Para alcanzar la unidad hay
que hacer algo más que huir y cerrar los ojos. Este objetivo nos exige que,
cada vez más conscientemente, veamos la polaridad en todo, y sin miedo, que
reconozcamos la conflictividad del Ser, para poder unificar los opuestos que
hay en nosotros. No se nos manda evitar sino redimir asumiendo. Para ello es
necesario cuestionar una y otra vez la rigidez de nuestros sistemas de
valoración, reconociendo que, a fin de cuentas, el secreto del mal reside en
que en realidad no existe. Hemos dicho que, por encima de toda polaridad, está
En un principio la luz era
Esta ley podemos
demostrarla hasta en nuestro mundo físico porque «así abajo como arriba». Vamos
a suponer que tenemos una habitación llena de luz y que en el exterior de la
habitación reina la oscuridad. Por más que se abran puertas y ventanas para que
entre la oscuridad, ésta no oscurecerá la habitación sino que la luz de la
habitación la convertirá en luz. Si abrimos las puertas y ventanas, también
esta vez la luz transmutará la oscuridad e inundará la habitación.
El mal es un producto
artificial de nuestra conciencia polar, al igual que el tiempo y el espacio, y
es el medio de aprehensión del bien, es el seno materno de la luz. El mal, por
lo tanto, es el pecado, porque el mundo de la dualidad no tiene finalidad y,
por lo tanto, no posee existencia propia. Nos lleva a la desesperación, la
cual, a su vez, conduce al arrepentimiento y a la conclusión de que el ser
humano sólo puede hallar su salvación en la unidad. La misma ley rige para
nuestra conciencia. Llamamos conciencia a todas las propiedades y facetas de
los que de una persona tiene conocimiento, es decir, que puede ver. La sombra
es la zona que no está iluminada por la luz del conocimiento y, por lo tanto,
permanece oscura, es decir, desconocida. Sin embargo, los aspectos oscuros sólo
parecen malos y amenazadores mientras están en la oscuridad. La simple
contemplación del contenido de la sombra lleva luz a las tinieblas y basta para
darnos a conocer lo desconocido.
La contemplación es la
fórmula mágica para adquirir conocimiento de uno mismo. La contemplación
transforma la calidad de lo contemplado, ya que hace la luz, es decir,
conocimiento, en la oscuridad. Los seres humanos siempre están deseando cambiar
las cosas y, por ello, les resulta difícil comprender que lo único que se pide
al hombre es ejercitar la facultad de contemplación. El supremo objetivo del
ser humano —podemos llamarlo sabiduría o iluminación— consiste en contemplarlo
todo y reconocer que bien está como está. Ello presupone el verdadero
conocimiento de uno mismo. Mientras el individuo se sienta molesto por algo,
mientras considere, que algo necesita ser cambiado, no habrá alcanzado el
conocimiento de sí mismo.
Tenemos que aprender a
contemplar las cosas y los hechos de este mundo sin que nuestro ego nos sugiera
de inmediato un sentimiento de aprobación o repulsa, tenemos que aprender a
contemplar, con el espíritu sereno, los múltiples juegos de Maya.
Por ello, en el texto Zen que hemos citado se dice que toda noción acerca del
bien y el mal puede traer la confusión a nuestro
espíritu. Cada valoración nos ata al mundo de las formas y preferencias.
Mientras tengamos preferencias no podremos ser redimidos del dolor y seguiremos
siendo pecadores, desventurados, enfermos. Y subsistirá también nuestro deseo
de un mundo mejor y el afán de cambiar el mundo. El ser humano sigue, pues,
engañado por un espejismo: cree en la imperfección del mundo y no se da cuenta
de que sólo su mirada es imperfecta y le impide ver la totalidad.
Por lo tanto, tenemos que
aprender a reconocernos a nosotros mismos en todo y a ejercitar la ecuanimidad.
Buscar el punto intermedio entre los polos y desde él verlos vibrar. Esta
impasibilidad es la única actitud que permite contemplar los fenómenos sin
valorarlos, sin un Sí o un No apasionados, sin
identificación. Esta ecuanimidad no debe confundirse con la actitud que
comúnmente se llama indiferencia, que es una mezcla de inhibición y desinterés.
A ella se refiere Jesús al hablar de los «tibios». Ellos nunca entran en el
conflicto y creen que con la inhibición y la huida se puede llegar a ese mundo
total que quien lo busca realmente no alcanza sino a costa de penalidades,
puesto que reconoce lo conflictivo de su existencia, recorriendo sin temor
conscientemente, es decir, aprehendiendo, esta polaridad, a fin de dominarla.
Porque sabe que, más tarde o más temprano, tendrá que aunar los opuestos que su
yo ha creado. No se arredra ante las necesarias decisiones, a pesar de que sabe
que siempre elegirá mal, pero se esfuerza en no quedarse inmovilizado en ellas.
Los opuestos no se unifican
por sí solos; para poder dominarlos, tenemos que asumirlos activamente. Una vez
nos hayamos impuesto de ambos polos, podremos encontrar el punto intermedio y
desde aquí empezar la labor de unificación de los opuestos. El renunciamiento
al mundo y el ascetismo son las reacciones menos adecuadas para alcanzar este
objetivo. Al contrario, se necesita valor para afrontar conscientemente y con
audacia los desafíos de la vida. En esta frase la palabra decisiva es: «conscientemente»,
porque sólo la conciencia que nos permite observarnos a nosotros mismos en
todos nuestros actos puede impedir que nos extraviemos en la acción. Importa
menos qué hace la persona que cómo lo hace. La valoración «Bueno» y «Malo»
contempla siempre qué hace una persona. Nosotros sustituimos esta contemplación
por la pregunta de «cómo una persona hace algo». ¿Actúa conscientemente?
¿Está involucrado su ego? ¿Lo hace sin la implicación de su yo? Las respuestas
a estas preguntas indican si una persona se ata o se libera con sus actos.
Los mandamientos, las leyes
y la moral no conducen al ser humano al objetivo de la perfección. La
obediencia es buena, pero no basta, porque «también el diablo obedece». Los
mandamientos y prohibiciones externos están justificados hasta que el ser
humano despierta al conocimiento y puede asumir su responsabilidad. La
prohibición de jugar con cerillas está justificada respecto a los niños y
resulta superflua cuando los niños crecen. Cuando el ser humano encuentra su
propia ley en sí mismo ésta lo desvincula de todas las demás. La ley más íntima
de cada individuo es la obligación de encontrar y realizar su verdadero centro,
es decir, unificarse con todo lo que es.
El instrumento de
unificación de opuestos se llama amor. El principio del amor es abrirse y
recibir algo que hasta entonces estaba fuera. El amor busca la unidad: el amor
quiere unir, no separar. El amor es la clave de la unificación de los opuestos,
porque el amor convierte el Tú y el Yo en Tú. El amor es una afirmación sin
limitaciones ni condiciones. El amor quiere ser uno con todo el universo:
mientras no hayamos conseguido esto, no habremos realizado el amor. Si el amor
selecciona no es verdadero amor, porque el amor no separa y la selección
separa. El amor no conoce los celos, porque el amor no quiere poseer sino inundar.
El símbolo de este amor que
todo lo abarca es el amor con el que Dios ama a los hombres. Aquí no encaja la
idea de que Dios reparte su amor proporcionalmente. Y, menos aún, los celos
porque Dios quiera a otros. Dios —
V. EL SER HUMANO ES UN ENFERMO
Un ermitaño estaba sentado en su cueva, meditando,
cuando un ratón se le acercó y se puso a roerle
la sandalia. El ermitaño abrió los ojos, irritado.
—¿Por qué me molestas en mi meditación?
—Tengo hambre —dijo el ratón.
—Vete de aquí, necio —dijo el ermitaño—. Estoy buscando la unidad con Dios, ¿cómo te atreves a
molestar?
—¿Cómo quieres encontrar la unidad con Dios si ni
conmigo puedes sentirte unido?
Todas las consideraciones
hechas hasta aquí tienen por objeto inducirnos a reconocer que el ser humano es
un enfermo, no se pone enfermo. Ésta es la gran diferencia existente entre
nuestro concepto de la enfermedad y el que tiene la medicina. La medicina ve en
la enfermedad una molesta perturbación del «estado normal de salud» y, por lo
tanto, trata no sólo de subsanarla lo antes posible sino, ante todo, de impedir
la enfermedad y, finalmente, desterrarla. Nosotros deseamos indicar que la
enfermedad es algo más que un defecto funcional de
o polo opuesto.
La enfermedad es la señal
de que el ser humano tiene pecado, culpa o defecto; la enfermedad es la réplica
del pecado original, a escala microcósmica. Estas definiciones no tienen
absolutamente nada que ver con una idea de castigo sino que sólo pretenden
indicar que el ser humano, al participar de la polaridad, participa también de
la culpa, la enfermedad y la muerte. En el momento en que la persona reconoce
estos hechos básicos, dejan de tener connotaciones negativas. Sólo el no querer
asumirlos, emitir juicios de valor y luchar contra ellos les dan
rango de terribles enemigos.
El ser humano es un enfermo
porque le falta la unidad. Las personas totalmente sanas, sin ningún defecto,
sólo están en los libros de anatomía. En la vida normal, semejante ejemplar es
desconocido. Puede haber personas que durante décadas no desarrollen síntomas
evidentes o graves: ello no obstante, también están enfermas y morirán. La
enfermedad es un estado de imperfección, de achaque, de vulnerabilidad, de
mortalidad. Si bien se mira, es asombroso observar la serie de dolencias que
tienen los «sanos». Brautigam, en su Lehrbuch für psychosomatische Medizin
(Tratado de medicina psicosomática) cuenta, con motivo de «entrevistas mantenidas
con obreros y empleados de una fábrica que no estaban enfermos» que, «en un
examen detenido, mostraron afecciones físicas y psíquicas casi en la misma
proporción que los internos de un hospital». En el mismo libro, Brautigam incluye la siguiente tabla estadística
correspondiente a una investigación realizada por E. Winter
(1959):
% de afecciones de 200
empleados sanos entrevistados
Trastornos generales 43,5%
Dolor de estómago 37,5%
Estados de ansiedad 26,5%
Faringitis frecuentes 22,0%
Mareos, vértigo 17,5%
Insomnio 17,5%
Diarrea 15,0%
Estreñimiento 14,5%
Sofocos 14,0%
Pericarditis, taquicardia 13,0%
Dolor de cabeza 13,0%
Eccema 9,5%
Dispepsia 5,5%
Reumatismo 5,5%
Edgar Heim,
en su libro Krankheit als
Krise un Chance dice: «Un adulto, en
veinticinco años de vida, padece por término medio una enfermedad muy grave,
veinte graves y unas doscientas menos graves.»
Deberíamos desterrar la
ilusión de que es posible evitar o eliminar del mundo la enfermedad. El ser
humano es una criatura conflictiva y, por lo tanto, enferma.
El ser humano vive desde su
ego y el ego siempre ansía poder. Cada «Yo quiero» es expresión de este
afán de poder. El Yo se hincha más y más y, con disfraces nuevos y cada vez más
exquisitos, sabe obligar al ser humano a servirle. El Yo vive de la disociación
y, por lo tanto, tiene miedo de la entrega, del amor y de la unión. El Yo elige
y realiza un polo y expulsa la sombra que con esta elección se forma hacia el
Exterior, hacia el Tú, hacia el entorno. La enfermedad compensa todos estos
prejuicios por el procedimiento de empujar al ser humano, en la misma medida en
que él se desplaza del centro hacia un lado, hacia el lado contrario, por medio
de los síntomas. La enfermedad contrarresta cada paso que el ser humano da
desde el ego, con un paso hacia la humillación y la indefensión. Por lo tanto,
cada facultad y cada habilidad del ser humano le hace proporcionalmente
vulnerable a la enfermedad.
Toda tentativa de hacer
vida sana fomenta la enfermedad. Sabemos que estas ideas no encajan en nuestra
época. Al fin y al cabo, la medicina no hace más que ampliar sus medidas
preventivas; por otra parte, asistimos a un auge de la «vida sana y natural».
Ello, como reacción a la inconsciencia con que se manejan los venenos, está
justificado sin duda y es muy encomiable, pero, por lo que se refiere al tema «enfermedad»,
es tan inoperante como las medidas adoptadas con el mismo fin por la medicina
académica. En ambos casos, se parte del supuesto de que la enfermedad es
evitable y de que el ser humano es intrínsecamente sano y puede ser protegido
de la enfermedad por determinados métodos. Es comprensible que se preste más
oído a los mensajes de esperanza que a nuestra decepcionante aseveración: el
ser humano está enfermo.
La enfermedad está ligada a
la salud como la muerte a la vida. Estas frases son desagradables, pero tienen
la virtud de que cualquier observador imparcial puede comprobar por sí mismo su
validez. No es nuestro propósito desarrollar nuevas tesis doctrinarias sino
ayudar a quienes están dispuestos a agudizar su mirada y completar su horizonte
habitual situándose en una perspectiva insólita. La destrucción de ilusiones
nunca es fácil ni agradable, pero siempre proporciona nuevos espacios en los
que moverse con libertad.
La vida es el camino de los
desengaños: al ser humano se le van quitando una a una todas las ilusiones
hasta que es capaz de soportar la verdad. Así, el que aprende a ver en la
enfermedad, la decadencia física y la muerte los inevitables y verdaderos
acompañantes de su existencia, descubrirá muy pronto que este reconocimiento no
le conduce a la desesperanza sino que le proporciona a unos amigos sabios y
serviciales que constantemente le ayudarán a encontrar el camino de la
verdadera salud. Porque, desgraciadamente, entre los seres humanos rara vez
hallamos amigos tan leales que constantemente descubran los engaños del ego y
nos hagan volver la mirada hacia nuestra sombra. Si un amigo se permite tanta
franqueza, enseguida lo catalogamos de «enemigo». Lo mismo ocurre con la
enfermedad. Es demasiado sincera como para hacerse simpática.
Nuestra vanidad nos hace
tan ciegos y vulnerables como aquel rey cuyos nuevos ropajes estaban tejidos
con sus propias ilusiones. Pero nuestros síntomas son insobornables y nos
imponen la sinceridad. Con su existencia nos indican qué es lo que todavía nos
falta en realidad, qué es lo que no permitimos que se realice, lo que se
encuentra en la sombra y está deseando aflorar, y nos hacen ver cuándo hemos
sido parciales. Los síntomas, con su insistencia o su reaparición, nos indican
que no hemos resuelto el problema con tanta rapidez y eficacia como nos gusta
creer. La enfermedad siempre ataca al ser humano por su parte más vulnerable,
especialmente cuando él cree tener el poder de cambiar el curso del mundo.
Basta un dolor de muelas, una ciática, una gripe o una diarrea para convertir a
un arrogante vencedor en un infeliz gusano. Esto es precisamente lo que nos
hace tan odiosa la enfermedad.
Por ello, todo el mundo
está dispuesto a realizar los mayores esfuerzos para desterrar la enfermedad.
Nuestro ego nos susurra al oído que esto es una pequeñez y nos hace cerrar los
ojos a la realidad de que, con cada triunfo que conseguimos, más nos sumimos en
el estado de enfermedad. Ya hemos dicho que ni la medicina preventiva ni la
«vida sana» tienen posibilidades de éxito como métodos para prevenir la
enfermedad. El viejo refrán que dice en alemán Vorbeugen
ist besser als heilen (el equivalente a
«Vale más prevenir que curar») puede interpretarse como una fórmula de
éxito si se entiende literalmente, ya que vor-beugen significa doblegarse voluntariamente, antes de
que la enfermedad te obligue. La enfermedad hace curable al ser humano. La
enfermedad es el punto de inflexión en el que lo incompleto puede completarse.
Para que esto pueda hacerse, el ser humano tiene que abandonar la lucha y
aprender a oír y ver lo que la enfermedad viene a decirle. El paciente tiene
que auscultarse a sí mismo y establecer comunicación con sus síntomas, si
quiere enterarse de su mensaje. Tiene que estar dispuesto a cuestionarse
rigurosamente sus propias opiniones y fantasías sobre sí mismo y asumir
conscientemente lo que el síntoma trata de comunicarle por medio del cuerpo. Es
decir, tiene que conseguir hacer superfluo el síntoma reconociendo qué es lo
que le falta. La curación siempre está asociada a una ampliación del
conocimiento y una maduración. Si el síntoma se produjo porque una parte de la
sombra se proyectó en el cuerpo y se manifestó en él, la curación se conseguirá
invirtiendo el proceso y asumiendo conscientemente el principio del síntoma,
con lo cual se le redime de su existencia material.
VI.
Nuestras inclinaciones
tienen una asombrosa habilidad para disfrazarse de ideología.
HERMANN HESSE
Quizá muchos se sientan perplejos
ante nuestras consideraciones, ya que nuestras opiniones parecen difíciles de
conciliar con los dictámenes científicos acerca de las causas de los más
diversos síntomas. Desde luego, en la mayoría de casos, se atribuye total o
parcialmente a determinados cuadros clínicos una causa derivada de un proceso
psíquico. Pero, ¿y el resto de enfermedades cuyas causas físicas han sido
inequívocamente demostradas?
Aquí nos tropezamos con un
problema fundamental, ocasionado por nuestros hábitos de pensamiento. Para el
ser humano se ha convertido en algo completamente natural interpretar de forma
causal todos los procesos perceptibles y construir largas cadenas causales en
las que causa y efecto tienen una inequívoca relación. Por ejemplo, usted puede
leer estas líneas porque yo las escribí y porque el editor publicó el libro y
porque el librero lo vendió, etcétera. El concepto filosófico causal parece tan
diáfano y concluyente que la mayoría de las personas lo consideran requisito
indispensable del entendimiento humano. Y por todas partes se buscan las más
diversas causas para las más diversas manifestaciones, esperando conseguir no
sólo más claridad sobre las interrelaciones sino también la posibilidad de
modificar el proceso causal. ¿Cuál es la causa de la subida de precios, del
paro, de la delincuencia juvenil? ¿Qué causa tiene un terremoto o una
enfermedad determinada? Preguntas y más preguntas, con la pretensión de
averiguar la verdadera causa.
Ahora bien, la causalidad
no es ni mucho menos tan clara y concluyente como parece a simple vista.
Incluso puede decirse (y quienes esto afirman son cada vez más numerosos) que
el afán del ser humano por explicar el mundo por la causalidad ha provocado
mucha confusión y controversia en
Así, distinguimos entre la
causa efficiens o causa del impulso; la causa materialis, es decir, la que reside en la materia; la causa
formalis, la de la forma y, por último, la causa finalis, la causa de la finalidad, la que se deriva de la
fijación del objetivo.
Las cuatro categorías
pueden ilustrarse fácilmente con el clásico ejemplo de la construcción de una
casa. Para construir una casa se necesita, ante todo, el propósito (causa finalis), luego el impulso o la energía que se traduce, por
ejemplo, en la inversión y la mano de obra (causa efficiens),
también se necesitan planos (causa formalis) y, finalmente,
material como cemento, vigas, madera, etc. (causa materialis).
Si falta una de estas cuatro causas, difícilmente podrá realizarse la casa.
Sin embargo, la necesidad
de hallar una causa auténtica, primigenia, lleva una y otra vez a reducir el
concepto de los cuatro elementos. Se han formado dos tendencias con conceptos
contrapuestos. Unos verían en la causa finalis la
causa propiamente dicha de todas las causas. En nuestro ejemplo, el propósito
de construir una casa sería premisa primordial de todas las otras causas. En
otras palabras: el propósito u objetivo representa siempre la causa de todos
los acontecimientos. Así la causa de que yo esté escribiendo estas líneas es mi
propósito de publicar un libro.
Este concepto de la causa
final fue la base de las ciencias filosóficas, de las que las ciencias
naturales se han mantenido rigurosamente apartadas, en virtud del modelo causal
energético (causa efficiens) adoptado por éstas.
Para la observación y
descripción de las leyes naturales, resultaba excesivamente hipotética la
supeditación a un propósito o finalidad. Aquí lo procedente era regirse por una
fuerza o impulso. Y las ciencias naturales se adscribieron a una ley causal
gobernada por un impulso energético.
Estos dos conceptos
diferentes de la causalidad han separado hasta hoy las ciencias filosóficas de
las ciencias naturales y hacen la mutua comprensión difícil y hasta imposible.
El pensamiento causal de las ciencias naturales busca la causa en el pasado,
mientras que el modelo de la finalidad la sitúa en el futuro. Así planteada,
esta última afirmación puede resultar desconcertante. Porque, ¿cómo es posible
que la causa se sitúe en el tiempo después del efecto? Por otro lado, en la
vida diaria es corriente formular esta relación: «Me marcho ahora porque mi
tren sale dentro de una hora» o «He comprado un regalo porque la próxima
semana es su cumpleaños». En todos estos casos un suceso del futuro tiene
proyección retroactiva.
Observando los hechos
cotidianos, comprobamos que unos se prestan más a una causalidad energética del
pasado y otros, a una causalidad final del futuro. Así decimos: «Hoy hago la
compra porque mañana es domingo.» Y: «El florero se ha caído porque le
he dado un golpe.» Pero también es posible una visión ambivalente: por
ejemplo, se puede ver la causa de la rotura de vajilla producida durante una
bronca matrimonial tanto en la circunstancia de haberla arrojado al suelo como
en el deseo de descalabrar al cónyuge. Todos estos ejemplos indican que uno y
otro concepto contemplan un plano diferente y que ambos tienen su
justificación. La variante energética permite establecer una relación de efecto
mecánico, por lo que se refiere siempre al plano material, mientras que la
causalidad final maneja motivaciones o propósitos que no pueden asociarse a la
materia sino sólo a la mente. Por lo tanto, el conflicto presentado es una
formación especial de las siguientes polaridades:
causa efficiens
– causa finalis
pasado – futuro
materia – espíritu
cuerpo – mente
Aquí conviene aplicar lo
dicho sobre la polaridad. Entonces podremos prescindir de la elección al
comprender que ambas posibilidades no se excluyen sino que se complementan. (Es
asombroso comprobar lo poco que ha aprendido el ser humano del descubrimiento
de que la estructura de la luz se compone tanto de partículas como de ondas [!]). También aquí todo está en función de la óptica que se
adopte y no es cuestión de error o de acierto. Cuando de una máquina
expendedora de cigarrillos sale un paquete de cigarrillos la causa puede verse
en la moneda que se ha echado en la máquina o en el propósito de fumar. (Esto
no es un simple juego de palabras, pues si no existiera el deseo ni el
propósito de fumar, no habría máquinas expendedoras de cigarrillos.)
Ambos puntos de vista son
legítimos y no se excluyen mutuamente. Un solo punto de vista siempre será
incompleto, pues las causas materiales y energéticas por sí mismas no producen
una máquina expendedora de cigarrillos mientras no exista la intención. Ni la
invención ni la finalidad bastan tampoco por sí mismas para producir una cosa.
También aquí un polo depende de su contrario.
Lo que hablando de máquinas
de venta automática de cigarrillos puede parecer trivial es, en el estudio de la
evolución humana, un tema de debate que llena ya bibliotecas enteras. ¿Se agota
la causa de la existencia humana en la cadena causal material del pasado y, por
lo tanto, es nuestra existencia el efecto fortuito de los saltos de la
evolución y procesos selectivos desde el átomo de oxígeno hasta el cerebro
humano? ¿O acaso esta mitad de la causalidad precisa también de la
intencionalidad que opera desde el futuro y que, por consiguiente, hace
discurrir la evolución hacia un objetivo predeterminado?
Para los científicos este
segundo supuesto es «excesivo, demasiado hipotético»; para los filósofos
el primero es «insuficiente y muy pobre». Desde luego, cuando observamos
procesos y «evoluciones» más pequeños y, por lo tanto, más asequibles a
la mente, siempre encontramos ambas tendencias causales. La tecnología por sí
sola no produce aeropuertos mientras la mente no concibe la idea del vuelo. La
evolución tampoco es resultado de decisiones y evoluciones caprichosas sino
ejecución material y biológica de un esquema eterno. Los procesos materiales
deben empujar por un lado y la figura final atraer desde el otro lado, para que
en el centro pueda producirse una manifestación.
Con esto llegamos al
siguiente problema de este tema. La causalidad requiere como condición previa
una linealidad en la que pueda marcarse un antes o un después con respecto al
efecto. La linealidad, a su vez, requiere del tiempo y esto precisamente no
existe en la realidad. Recordemos que el tiempo surge en nuestra conciencia por
efecto de la polaridad que nos obliga a dividir en correlación consecutiva la
simultaneidad de la unidad. El tiempo es un fenómeno de nuestra conciencia que
nosotros proyectamos al exterior. Luego creemos que el tiempo puede existir con
independencia de nosotros. A ello se añade que nosotros imaginamos el discurrir
del tiempo siempre lineal y en un solo sentido. Creemos que el tiempo corre del
pasado al futuro y pasamos por alto que en el punto que llamamos presente se
encuentran tanto el pasado como el futuro.
Esta cuestión que en un
principio es difícil de imaginar puede resultar más comprensible con la
siguiente analogía. Nosotros nos imaginamos el curso del tiempo como una recta
que por un lado discurre en dirección al pasado y cuyo otro extremo se llama
futuro.
Presente
¡
¡
Pasado--------------------------- Futuro
Ahora bien, por la
geometría sabemos que en realidad no hay líneas paralelas, que, por la
curvatura esférica del espacio, toda línea recta, si la prolongamos hasta el
infinito, acabará por cerrarse en un círculo (Geometría de Riemann). Por lo
tanto, en realidad, cada línea recta es un arco de una circunferencia. Si
trasladamos esta teoría al eje del tiempo trazado arriba veremos que ambos
extremos de la línea, pasado y futuro, se encuentran al cerrarse el círculo.
Es decir: siempre vivimos
hacia nuestro pasado o también, nuestro pasado fue determinado por nuestro
futuro. Si aplicamos a este modelo nuestra idea de la causalidad, el problema
que discutíamos al principio se resuelve en el acto: la causalidad fluye
también en ambos sentidos, hacia cada punto, lo mismo que el tiempo. Estos
planteamientos pueden parecer insólitos, aunque en realidad son análogos al
consabido ejemplo de que, en un vuelo alrededor del mundo, volvemos a nuestro
punto de partida a fuerza de alejarnos de él.
En los años veinte de este
siglo XX; el esoterista ruso P. D. Ouspenski aludía ya a esta cuestión del tiempo en su
descripción de la carta 14 del Tarot (
También Hermann Hesse se
ocupa reiteradamente del tema del tiempo en sus obras. Y hace decir a Klein en
trance de muerte: «Qué dicha que también ahora haya tenido la inspiración de
que el tiempo no existe. Sólo el tiempo separa al hombre de todo lo que anhela»
En su obra Siddharta, Hesse trata en muchos pasajes el tema de la no
existencia del tiempo. «Una vez le preguntó: "¿No te ha revelado
también el río el secreto de que el
tiempo no existe?" Una sonrisa iluminó la cara de Casudeva: "Sí, Siddharta —dijo—. Lo que tú quieres
decir es que el río es el mismo en todas partes: en las fuentes y en la
desembocadura, en la cascada, en el vado, en los rápidos, en el mar, en las
montañas, en todas partes igual. Y que para él sólo hay presente, ni la sombra
"pasado", ni la sombra "futuro".» «Eso es», dijo Siddharta.
Y cuando lo descubrí contemplé mi vida y vi que
también era un río, y el Siddharta niño sólo estaba separado del Siddharta
hombre y del Siddharta anciano por sombras, no por cosas reales. Los anteriores
nacimientos de Siddharta tampoco eran pasado y su muerte y su regreso a Brahma
no eran futuro. Nada fue ni nada será, todo es, todo tiene ser y presente.»
Cuando nosotros llegamos a
comprender que ni el tiempo ni la linealidad existen fuera de nuestra mente, el
esquema filosófico de la causalidad absoluta queda un tanto quebrantado. Se
observa que tampoco la causalidad es más que una consideración subjetiva del
ser humano o, como dijo David Hume, una «necesidad del alma». Desde
luego, no existe razón para no contemplar el mundo desde una perspectiva
causal, pero tampoco la hay para interpretar el mundo desde la causalidad. En
este caso, la pregunta indicada tampoco puede formularse en términos de:
¿verdad o mentira?, sí no, a lo sumo, en cada caso: ¿apropiado o no apropiado?
Desde este punto de vista
se observa que la óptica causal es apropiada muchas menos veces de las que
rutinariamente se aplica. Allí donde tengamos que habérnoslas con pequeños
fragmentos del mundo, y siempre que los hechos no se sustraigan a nuestra
visión, nuestros conceptos de tiempo, linealidad y causalidad nos bastan en la
vida diaria. Ahora bien, si la dimensión es mayor o el tema más exigente, la
óptica causal nos conduce antes a conclusiones disparatadas que al conocimiento.
La causalidad precisa siempre de un punto fijo para el planteamiento de la
pregunta. En la imagen del mundo causal cada manifestación tiene una causa, por
lo cual no sólo es permitido sino, incluso, necesario buscar la causa de cada
causa. Este proceso conduce ciertamente a la investigación de la causa de la
causa, pero por desgracia no a un punto final. La causa primitiva, origen de
todas las causas, no puede ser hallada. O bien uno deja de indagar en un
momento dado o termina con una pregunta insoluble no más sensata que la de «qué
fue primero, el huevo o la gallina».
Con ello deseamos señalar
que el concepto de la causalidad puede ser viable, en el mejor de los casos, en
la vida diaria como mecanismo auxiliar del pensamiento, pero es insuficiente e
inservible como instrumento para la comprensión de cuestiones científicas,
filosóficas y metafísicas. La creencia de que existen relaciones operativas de
causa y efecto es errónea, ya que se basa en la suposición de la linealidad y
del tiempo. Concedemos, sin embargo, que, en tanto que óptica subjetiva (y, por
consiguiente, imperfecta) del ser humano, la causalidad es posible y que en la
vida es legítimo aplicarla allí donde nos parezca que puede servir de ayuda.
Pero en nuestra filosofía
actual predomina la opinión de que la causalidad es a sé existente e, incluso,
demostrable experimentalmente, y contra este error debemos rebelarnos. El ser
humano no puede contemplar un tema más que dentro del contexto de «siempre –cuando– entonces». Esta contemplación, empero, no
revela sino que se han manifestado dos fenómenos sincrónicos en el tiempo y que
entre ellos existe una correlación. Cuando estas observaciones son
interpretadas causalmente de modo inmediato, tal interpretación es expresión de
una determinada filosofía pero no tiene nada que ver con la observación
propiamente dicha. La obstinación en una interpretación causal ha limitado en
gran medida nuestra visión del mundo y nuestro entendimiento.
En la ciencia, la física
cuántica cuestionó y superó la filosofía causal. Werner Heisenberg
dice que «en campos de espacio–tiempo muy pequeños,
es decir, en campos del orden de magnitud de las partículas elementales, el
espacio y el tiempo se diluyen en un modo peculiar de manera que en tiempos tan
pequeños ni los conceptos de antes y después pueden definirse felizmente, en
conjunto, en la estructura espacio–tiempo no puede
modificarse nada, pero habrá que contar con la posibilidad de que experimentos
sobre los procesos en campos de espacio–tiempo muy
pequeños indiquen que, en apariencia, determinados procesos discurren
inversamente a como corresponde a su orden causal».
Heisenberg habla claro, pero con
prudencia, pues como físico limita sus manifestaciones a lo observable. Pero
estas observaciones encajan perfectamente en el concepto del mundo que los
sabios han enseñado desde siempre. La observación de las partículas elementales
se produce en el linde de nuestro mundo determinado por el tiempo y el espacio:
nos encontramos, por así decirlo, en la «cuna de la materia». Aquí se diluyen,
como dice Heisenberg, tiempo y espacio. El antes y el
después, empero, se hacen tanto más claros cuanto más penetramos en la
estructura más tosca y grosera de la materia. Pero, si vamos en la dirección
opuesta, se pierde la clara diferenciación entre tiempo y espacio, antes y
después, hasta que esta separación acaba por desaparecer y llegamos allí donde
reinan la unidad y la indiferenciación. Aquí no hay
ni tiempo ni espacio, aquí reina un aquí y ahora eterno. Es el punto que todo
lo abarca y que, no obstante, se llama «nada». Tiempo y espacio son las
dos coordenadas que dividen el mundo de la polaridad, el mundo del engaño,
Maja: apreciar su no existencia es requisito para alcanzar la unidad.
En este mundo polarizado,
la causalidad o sea una perspectiva de nuestro conocimiento para interpretar
procesos, es la forma de pensar del hemisferio cerebral izquierdo. Ya hemos
dicho que el concepto del mundo científico es el concepto del hemisferio
izquierdo: no es de extrañar que aquí se haga tanto hincapié en la causalidad.
El hemisferio derecho, sin embargo, prescinde de la causalidad, ya que piensa
analógicamente. En la analogía tenemos una óptica opuesta a la causalidad que
no es ni más cierta ni más falsa, ni mejor ni peor, pero que sin embargo
representa el necesario complemento de la unilateralidad de la causalidad. Sólo
las dos juntas —causalidad y analogía— pueden establecer un sistema de
coordenadas con el que podamos interpretar coherentemente nuestro mundo polar.
Mientras la causalidad
revela relaciones horizontales, la analogía persigue los principios originales
en sentido vertical, a través de todos los planos de sus manifestaciones. La
analogía no busca una relación de efecto sino que se orienta a la búsqueda de
la identidad del contenido de las distintas formas. Si en la causalidad el
tiempo se expresa por medio de un «antes» / «después», la analogía se
nutre del sincronismo del «siempre–cuando–entonces».
Mientras que la causalidad conduce a acentuar la diferenciación, la analogía
abarca la diversidad para formar modelos unitarios.
La incapacidad de la
ciencia para el pensamiento analógico la obliga a volver a estudiar todas las
leyes en cada uno de los planos. Y la ciencia estudia, por ejemplo, la
polaridad en la electricidad, en la investigación atómica, en el estudio de los
ácidos y los álcalis, en los hemisferios cerebrales y en mil campos más, cada
vez desde el principio y con independencia de los otros campos. La analogía
desplaza el punto de vista noventa grados y pone las formas más diversas en una
relación analógica al descubrir en todas ellas el mismo principio original. Y
por ello, el polo positivo de la electricidad, el lóbulo izquierdo del cerebro,
los ácidos, el sol, el fuego, el Yang chino, etc., resultan tener algo en común
a pesar de que entre ellos no se ha establecido relación causal alguna. La
afinidad analógica se deriva del principio original común a todas las formas
especificadas, que en nuestro ejemplo podríamos llamar también el principio
masculino o de la actividad.
Esta óptica divide el mundo
en componentes arquetípicos y contempla los diferentes modelos que pueden
construirse a partir de los arquetipos. Estos modelos pueden encontrarse
analógicamente en todos los planos de los fenómenos aparentes, así arriba como
abajo. Este modo de observar se aprende lo mismo que la observación causal.
Revela una parte del mundo diferente y hace visible relaciones y modelos que se
sustraen a la visión causal. Por lo tanto, si las ventajas de la causalidad se
encuentran en el terreno de lo funcional, la analogía sirve para la
manifestación de las relaciones esenciales. El hemisferio izquierdo, por medio
de la causalidad, puede descomponer y analizar muchas cosas, pero no puede
concebir el mundo como un todo. El hemisferio derecho, a su vez, debe renunciar
a la facultad de administrar los procesos de este mundo, pero, por otra parte,
tiene la visión del conjunto, de la figura total y, por lo tanto, la capacidad
de captar el sentido. El sentido está fuera del fin y de la lógica o, como dice
Lao tsé:
El sentido que puede expresarse
no es el sentido eterno.
El nombre que puede nombrarse
no es el nombre eterno.
"No ser" llamo yo al origen del cielo y la tierra.
"Ser" llamo yo a la madre del individuo.
Por ello, el camino del No Ser
conduce a la visión del ser maravilloso,
el camino del Ser
a la visión de las limitaciones espaciales.
Ambos son uno por su origen
y sólo diferentes por el nombre.
En su unidad esto se llama
el secreto.
El secreto más profundo del
secreto
es la puerta por la que salen
todas las maravillas.
VII.
EL MÉTODO DE
La vida toda no es más que
interrogaciones hechas de forma que llevan en sí el germen de la respuesta, y
respuestas cargadas de interrogaciones. El que vea en ella algo más es un loco.
GUSTAV MEYRINCK, Golem
Antes de abordar la segunda
parte de este libro, en la que tratamos de descifrar el significado de los
síntomas más frecuentes, deseamos decir algo sobre el método de la interrogación
profunda. No es nuestro propósito producir un manual de consulta en el que uno
pueda buscar su síntoma, para ver lo que significa, para, a continuación, mover
la cabeza en señal de asentimiento o de negación. Quien utilizara el libro de
este modo demostraría no haberlo entendido. Nuestro objetivo es transmitir una
determinada manera de ver y de pensar que permita al lector ver la enfermedad
propia y la de sus semejantes de modo distinto a como la ha visto hasta ahora.
Para ello, antes hay que
imponerse de determinadas condiciones y técnicas, ya que la mayoría de las
personas no han aprendido a manejar analogías y símbolos. Se ha dado, pues,
especial relieve a los ejemplos concretos de la segunda parte, los cuales deben
desarrollar en el lector la facultad de pensar y ver de este modo nuevo. Sólo
el desarrollo de la propia facultad de interpretación reporta beneficio, ya que
la interpretación convencional, en el mejor de los casos, sólo proporciona el
marco de referencia pero nunca puede adaptarse totalmente al caso individual.
Aquí ocurre lo que con la interpretación de los sueños: hay que utilizar el
libro de claves para aprender a interpretarlos, no para buscar el significado
de los sueños propios.
Por esta razón, tampoco la
segunda parte pretende ser completa, a pesar de que nos hemos esforzado por
tomar en consideración y abarcar con nuestras explicaciones todos los ámbitos
corporales, a fin de que el lector pueda examinar su síntoma concreto. Después
de tratar de sentar una base filosófica, en este último capítulo de la parte
teórica se ofrecen unas normas básicas para la interpretación de los síntomas.
Es la herramienta que, con un poco de práctica, permitirá al interesado
interrogar en profundidad los síntomas de modo coherente.
La causalidad en la
medicina
El problema de la
causalidad tiene tanta importancia para nuestro tema porque tanto la medicina
académica como la naturista, la psicología como la sociología tratan de
averiguar las causas reales y auténticas de los síntomas de la enfermedad y
traer la salud al mundo mediante la eliminación de tales causas. Así, unos
indagan en los agentes patógenos y la contaminación ambiental y los otros en
los traumas de la primera infancia, los métodos educativos o las condiciones
del lugar de trabajo. Desde el contenido de plomo del aire hasta la propia
sociedad, nada ni nadie está a salvo de ser utilizado como causa de
enfermedad.
Nosotros, empero,
consideramos la búsqueda de las causas de la enfermedad el callejón sin salida de
la medicina y la psicología. Desde luego, mientras se busquen causas no dejarán
de encontrarse, pero la fe en el concepto causal impide ver que las causas
halladas sólo son resultado de las propias expectativas. En realidad, todas las
causas (Ursachen) no son sino cosas (Sachen)
como tantas otras cosas. El concepto de la causa sólo se mantiene medianamente
porque, en un punto determinado, uno deja de preguntar por la causa. Por
ejemplo, se puede hallar la causa de una infección en unos determinados gérmenes,
lo cual acarrea la pregunta de por qué estos gérmenes han provocado la
infección en un caso específico. La causa puede hallarse en una disminución de
las defensas del organismo, lo cual, a su vez, plantea el interrogante de cuál
pudo ser la causa de esta disminución de las defensas. El juego puede
prolongarse indefinidamente, ya que incluso cuando, en la búsqueda de causas,
se llega al «Big Bang» siempre quedará la pregunta de cuál pudo ser la
causa de aquella primera explosión. . .
Por lo tanto, en la
práctica se opta por parar en un punto determinado y hacer como si el mundo
empezara en este punto. Uno se escuda en frases convencionales como «locus minoris resistentiae», «factor
hereditario», «debilidad orgánica» y conceptos similares cargados de
significado. Pero, ¿de dónde sacamos la justificación para elevar a «causa»
un eslabón cualquiera de una cadena? Es una falta de sinceridad hablar de una
causa o de una terapéutica causal, ya que, como hemos visto, el concepto causal
no permite el descubrimiento de una causa.
Más acertado sería trabajar
con el concepto causal bipolar del que hablábamos al principio de nuestras
consideraciones sobre la causalidad. Desde este punto de vista, una enfermedad
estaría determinada desde dos direcciones, es decir, desde el pasado y también
desde el futuro. Con este modelo, la finalidad tendría un determinado cuadro
sintomático y la causalidad actuante (efficiens)
aportaría los medios materiales y corporales necesarios para realizar el cuadro
final. Con esta óptica, se vería ese segundo aspecto de la enfermedad que, en
la habitual consideración unilateral, se pierde por completo: el propósito de
la enfermedad y, por consiguiente, la significación del hecho. Una frase no
está determinada por el papel, la tinta, las máquinas de imprenta, los signos
de escritura, etc., sino también y ante todo por el propósito de transmitir una
información.
No tiene por que ser tan
difícil comprender cómo, por la reducción a procesos materiales o a las
condiciones del pasado, puede perderse lo esencial y fundamental. Cada
manifestación posee forma y también contenido, consiste en unas partes y
también en una figura que es más que la suma de las partes. Cada manifestación
es determinada por el pasado y también por el futuro. La enfermedad no es
excepción. Detrás de un síntoma hay un propósito, un fondo que, para adquirir
formas, tiene que utilizar las posibilidades existentes. Por ello, una
enfermedad puede utilizar como causa todas las causas imaginables.
Hasta ahora, el método de
trabajo de la medicina ha fracasado. La medicina cree que eliminando las causas
podrá hacer imposible la enfermedad, sin contar con que la enfermedad es tan
flexible que puede buscar y hallar nuevas causas para seguir manifestándose. La
cosa es muy simple: por ejemplo, si alguien tiene el propósito de construir una
casa, no podremos impedírselo quitándole los ladrillos: la hará de madera.
Desde luego, la solución podría ser quitarle todos los materiales de construcción imaginables, pero en el campo de la enfermedad esto
tiene sus dificultades. Habríamos de quitar al paciente todo el cuerpo, para
asegurarnos que la enfermedad no encuentra más causas.
Este libro trata de las
causas finales de la enfermedad y pretende completar la óptica unilateral y
funcional aportando el segundo polo que le falta. Queremos dejar claro que
nosotros no negamos la existencia de los procesos materiales estudiados y
descritos por la medicina, pero rebatimos con toda energía la afirmación de que
únicamente estos procesos son las causas de la enfermedad.
Como queda expuesto, la
enfermedad tiene un propósito y una finalidad que nosotros hemos descrito hasta
ahora, en su forma más general y absoluta, con el término de curación en el
sentido de adquirir la unidad. Si dividimos la enfermedad en sus múltiples
formas de expresión sintomática que representan todos los pasos hasta el
objetivo, se puede interrogar con profundidad cada síntoma, para averiguar cuál
es su propósito y qué información posee, y saber qué paso es el que procede dar
en cada momento. Esta pregunta puede y debe hacerse para cada síntoma y no
puede descartarse invocando el origen funcional. Siempre se encuentran
condiciones funcionales, pero precisamente por ello también se encuentra
siempre un significado esencial.
Por lo tanto, la primera
diferencia entre nuestro enfoque y la psicosomática clásica consiste en la
renuncia a una selección de los síntomas. Para nosotros cada síntoma tiene su
significado y no admitimos excepciones La segunda diferencia es la renuncia al
modelo causal utilizado por la psicosomática clásica, orientado al pasado. Que
la causa de un trastorno se atribuya a un bacilo o a una madre perversa es
secundario. El modelo psicosomático no está resuelto, por el error fundamental
que supone utilizar un concepto causal unipolar. A nosotros no nos interesan
las causas del pasado, porque, como hemos visto, hay todas las que uno quiera,
y todas son importantes o intrascendentes por igual. Nuestro punto de vista
puede describirse bien con la «causalidad final», bien, o mejor, con el
concepto intemporal de la analogía.
El hombre posee un ser
independiente del tiempo que, desde luego, tiene que ser realizado y asumido
conscientemente en el transcurso del tiempo. A este modelo interior se llama el
ser. La trayectoria vital del individuo es el camino que debe recorrer hasta
encontrar este ser que es símbolo del todo. El hombre necesita «tiempo» para
encontrar esta totalidad, y, no obstante, está ahí desde el principio.
Precisamente aquí reside la ilusión del tiempo: el individuo necesita tiempo
para encontrar lo que siempre ha sido. (Cuando algo resulte difícil de
entender, hay que volver a los ejemplos tangibles: en un libro está toda la
novela a la vez, pero el lector necesita tiempo para enterarse de toda la
acción que ha estado ahí desde el principio). Llamamos a este proceso «evolución».
La evolución es la realización consciente de un modelo que ha existido siempre
(es decir, intemporal). En este camino hacia el conocimiento de uno mismo,
continuamente surgen obstáculos y espejismos o—dicho de otro modo—uno no puede
o no quiere ver una parte determinada del modelo. A estos aspectos no asumidos,
los llamamos la «sombra». La sombra denota su presencia y se realiza por
medio del síntoma de la enfermedad. Para poder comprender el significado de un
síntoma no se necesita en modo alguno el concepto del tiempo o del pasado. La
búsqueda de las causas en el pasado viene determinada por la información
propia, ya que, por medio de la proyección de la culpa, uno traslada la propia
responsabilidad a la causa.
Si interrogamos a un
síntoma acerca de su significado, la respuesta hace visible una parte de
nuestro propio esquema. Si indagamos en nuestro pasado, naturalmente también en
él hallamos las diversas formas de expresión de este esquema. Con esto no debe
montarse uno una causalidad: son más bien formas de expresión paralelas,
adecuadas al momento, de una misma problemática. Para experimentar sus
problemas, el niño necesita padres, hermanos y maestros, y el adulto, pareja,
hijos y compañeros de trabajo. Las condiciones externas no ponen enfermo a
nadie, pero el ser humano utiliza todas las posibilidades y las pone al
servicio de su enfermedad. Es el enfermo el que convierte las cosas (Sachen) en
causas (Ur-sachen).
El enfermo es verdugo y
víctima a la vez y sólo sufre por su propia inconsciencia. Esta afirmación no
es un juicio de valor, pues sólo el «iluminado» carece de sombra, sino que
tiene por objeto proteger al ser humano de la aberración de sentirse víctima de
unas circunstancias cualesquiera, ya que con ello el enfermo se roba a sí mismo
la posibilidad de transformación. Ni los bacilos ni las radiaciones provocan la
enfermedad, sino que el ser humano los utiliza como medios para realizar su
enfermedad. (La misma frase, aplicada a otro plano, suena mucho más natural: ni
los colores ni el lienzo hacen el cuadro sino que el artista los utiliza como
medios para realizar su pintura.)
Después de todo lo dicho,
debería ser posible poner en práctica la primera regla básica para la interpretación
de los cuadros patológicos de
1ra. regla: en la interpretación de
los síntomas, renunciar a las aparentes relaciones causales en el plano
funcional. Estas siempre se encuentran y su existencia no se discute. Sin
embargo, no son aptas para la interpretación de un síntoma. Nosotros
interpretamos el síntoma únicamente en su manifestación cualitativa y
subjetiva. Las cadenas causales fisiológicas, morfológicas, químicas,
nerviosas, etc., que puedan utilizarse para la realización del síntoma son
indiferentes para la explicación de su significado. Para reconocer una
sustancia sólo importa que algo es y cómo es, no por
qué es.
La causalidad temporal de
la sintomatología
A pesar de que, para
nuestras preguntas, el pasado carece de importancia, sí es importante y
revelador el momento en el que se manifiesta el síntoma. El momento exacto en
el que aparece un síntoma puede aportar información trascendental sobre la
índole de los problemas que se manifiestan en el síntoma. Todos los sucesos que
discurren sincrónicamente a la aparición de un síntoma forman el marco de la
sintomatología y deben ser considerados en su conjunto.
Para ello, no sólo hay que
contemplar hechos externos sino también y ante todo examinar procesos internos.
¿Qué pensamientos, temas y fantasías ocupaban al individuo cuando se presentó
el síntoma? ¿Cuál era su ánimo? ¿Se habían producido noticias o cambios
trascendentales en su vida? Con frecuencia, precisamente los hechos calificados
de triviales e insignificantes resultan importantes. Puesto que con el síntoma
se manifiesta una zona reprimida, todos los hechos relacionados con él también
habrán sido desechados y minusvalorados.
En general, no se trata de
las grandes cosas de la vida de las que se ocupa el individuo conscientemente.
Las cosas cotidianas, pequeñas e insignificantes suelen revelar las zonas
conflictivas reprimidas. Síntomas agudos como resfriado, mareo, diarrea, ardor
de estómago, dolor de cabeza, heridas y similares, son
muy sensibles al factor tiempo. Merece la pena tratar de recordar lo que uno
hacía, pensaba o imaginaba en aquel momento. Cuando uno se hace la pregunta,
bueno será que considere la primera idea que le venga a la cabeza y no se
precipite a desecharla por incongruente.
Ello requiere práctica y
mucha sinceridad consigo mismo o, mejor dicho, desconfianza consigo mismo. El
que se precie de conocerse bien y de saber inmediatamente lo que es válido y lo
que no lo es, nunca podrá anotarse grandes éxitos en el campo del
autoconocimiento. El que, por el contrario, parte de la idea de que cualquier
animal de la calle lo conoce mejor de lo que él se conoce, va por buen camino.
2da. regla: analizar el momento de la
aparición de un síntoma. Indagar en la situación personal, pensamientos,
fantasías, sueños, acontecimientos y noticias que sitúan el síntoma en el
tiempo.
Analogía y simbolismo del
síntoma
Ahora llegamos a la técnica
de la interpretación propiamente dicha, la cual no es fácil exponer y enseñar con
palabras. Primariamente, es necesario dominar el lenguaje y aprender a
escuchar. La palabra es un medio portentoso para descubrir temas profundos e
invisibles.
La palabra posee su propia
sabiduría que sólo comunica a quien sabe escuchar. Nuestra época tiende a
utilizar la palabra descuidada y arbitrariamente con lo que ha perdido el
acceso al verdadero significado de los conceptos. Dado que también la palabra
se inscribe en la polaridad, es polivalente, ambigua. Casi todos los conceptos
se mueven en varios planos a la vez. Por lo tanto, tenemos que recuperar la
facultad de percibir la palabra en todos sus planos al mismo tiempo.
Casi todas las frases que
aparecen en
Nuestro lenguaje es
psicosomático. Casi todas las frases y palabras con las que expresamos estados
físicos están extraídas de experiencias corporales. El individuo sólo puede
comprender lo que le resulta aprehensible. Esto nos daría tema para una extensa
disertación que puede sintetizarse así: el ser humano, para cada experiencia y
cada paso de su conciencia, ha de utilizar el camino del cuerpo. Al ser humano
le es imposible asumir conscientemente los principios que no hayan descendido a
lo corporal. Lo corporal nos impone una tremenda vinculación que habitualmente
nos causa miedo, pero sin esta vinculación no podemos establecer contacto con
el principio. Este razonamiento conduce también al reconocimiento de que no se
puede proteger al hombre de la enfermedad.
Pero volvamos al
significado del lenguaje para nuestro tema. El que ha aprendido a percibir la
ambivalencia psicosomática del lenguaje comprueba que el enfermo, al hablar de
sus síntomas corporales, suele describir un problema psíquico: éste tiene tan
mal la vista que no puede ver las cosas claras —el otro sufre un resfriado y
está hasta las narices—, el de más allá no puede agacharse porque está
agarrotado —otro ya no traga más—, hay quien no oye nada, y quien, del picor,
se arrancaría la piel. Uno no puede sino escuchar, mover la cabeza y comprobar:
«¡La enfermedad nos hace sinceros!» (Con
el empleo del latín para designar las enfermedades, la medicina académica ha
procurado hábilmente impedir que las palabras nos revelen esta relación
esencial.)
En todos estos casos, el
cuerpo tiene que experimentar lo que el individuo no ha asumido con la mente.
Por ejemplo, una persona no se atreve a reconocer que en realidad está deseando
arrancarse la piel, o sea, romper la envoltura de lo cotidiano, y el deseo
inconsciente, a fin de darse a conocer, se plasma en el cuerpo, utilizando como
síntoma una erupción. Con la erupción como pretexto, el individuo se atreve al
fin a expresar en voz alta su deseo: «¡Me arrancaría
la piel!» Y es que ahora ya tiene una causa física y esto es algo que hoy en
día todo el mundo se toma en serio. O el caso de la empleada que no se atreve a
reconocer ni ante sí misma ni ante el jefe que está hasta las narices y que le
gustaría quedarse en casa un par de días; trasladada al terreno físico, no
obstante, la congestión nasal se acepta sin dificultad y conduce al resultado
apetecido.
Además de captar el doble
significado del lenguaje también es importante poseer la facultad del
pensamiento analógico. La ambivalencia del lenguaje se basa en la analogía. Por
ejemplo, si se dice de un hombre que no tiene corazón, a nadie se le ocurrirá
suponer que le falta ese órgano, como tampoco tomará al pie de la letra la
recomendación de andarse con todo. Son expresiones que utilizamos en sentido
analógico, utilizando algo concreto en representación de un principio
abstracto. Al decir que no tiene corazón aludimos a la falta de una cualidad
que, en virtud de un simbolismo arquetípico, siempre se ha relacionado
analógicamente con el corazón. El mismo principio se representa también con el
sol o con el oro.
El pensamiento analógico
exige la facultad de la abstracción, porque hay que reconocer en lo concreto el
principio que en él se expresa y trasladarlo a otro plano. Por ejemplo, la piel
desempeña en el cuerpo humano, entre otras, las función
de envoltura y barrera respecto al exterior. Si alguien quiere arrancarse la piel
es que quiere saltar una barrera. Por lo tanto, existe una analogía entre la
piel y, pongamos por caso, unas normas que tienen en el plano psíquico la misma
función que la piel en el somático. Cuando damos a la piel la equivalencia de
unas normas no estamos atribuyéndole una identidad ni estableciendo una
relación causal sino que nos referimos a la analogía del principio. Así, como
veremos más adelante, las toxinas acumuladas en el cuerpo son indicio de
conflictos en la mente. Esta analogía no significa que los conflictos produzcan
toxinas ni que las toxinas creen conflictos. Unas y otros son manifestaciones
análogas en planos diversos.
Ni la mente genera síntomas
corporales ni los procesos corporales determinan alteraciones psíquicas. Sin
embargo, en cada plano encontramos siempre el modelo análogo. Todos los
elementos contenidos en la mente tienen su contrapartida en el cuerpo y
viceversa. En este sentido, todo es síntoma. La afición al paseo o la posesión
de labios finos tienen tanta calidad de síntoma como unas amígdalas purulentas.
(Véase el procedimiento del anamnesis utilizado por la
homeopatía.) Los síntomas se diferencian únicamente en la valoración subjetiva
que su poseedor les atribuye. A fin de cuentas, son el repudio y la resistencia
los que convierten un síntoma cualquiera en síntomas de enfermedad. La
resistencia nos revela también que un determinado síntoma es expresión de una
zona de la sombra, porque todos aquellos síntomas que expresan nuestra alma
consciente nos son queridos y los defendemos como expresión de nuestra
personalidad.
La vieja pregunta acerca
del límite entre sano y enfermo, normal y anormal sólo puede contestarse desde
la valoración subjetiva, o no puede contestarse en absoluto. Cuando examinamos
síntomas corporales y los explicamos psicológicamente, en primer lugar instamos
al individuo a dirigir su mirada hacia un terreno hasta ahora inexplorado, para
comprobar que así es. Lo que se manifiesta en el cuerpo está también en el
alma: así abajo como arriba. No se trata de modificar o eliminar algo
inmediatamente sino todo lo contrario: hay que aceptar lo que hemos visto, ya
que una negación volvería a relegar esta zona a la sombra.
Sólo la reflexión nos hace
conscientes: si la ampliación de la conciencia produce automáticamente una
modificación subjetiva, ¡fantástico! Pero todo propósito de modificar algo
produce el efecto contrario. El propósito de dormirse enseguida es el medio más
seguro para permanecer despierto; olvidamos el propósito y el sueño viene solo.
La falta de propósito representa aquí el exacto punto intermedio entre el deseo
de evitar y el de incitar. Es la calma del punto intermedio lo que permite que
suceda algo nuevo. El que combate o persigue nunca alcanza su objetivo. Si, en
nuestra interpretación de los cuadros clínicos, alguien percibe un tono
peyorativo o negativo, ello es indicio de que la propia valoración le cohibe. Ni las palabras ni las cosas, ni los hechos pueden
ser buenos o malos, positivos o negativos por sí mismos; la valoración se
produce sólo en el observador.
Por consiguiente, en
nuestro tema es grande el peligro de incurrir en semejantes equívocos, ya que
en los síntomas de las enfermedades se manifiestan todos los principios que son
valorados muy negativamente, tanto por el individuo como por la colectividad,
lo que impide que sean vividos y vistos conscientemente. Por consiguiente, con
frecuencia tropezamos con los temas de la agresividad y la sexualidad, los
cuales, en el proceso de adaptación a las normas y escalas de valores de una comunidad,
suelen ser víctimas fáciles de la represión y tienen que buscar su realización
por caminos secretos. La indicación de que detrás de un síntoma hay pura
agresividad no es en modo alguno una acusación sino la clave que permitirá
descubrir y reconocer en uno mismo esta actitud. Al que pregunte con espanto
qué horrores no ocurrirían si la gente no se reprimiera debe bastarle saber que
la agresividad también está ahí aunque no la miremos y que no por mirarla se
hará mayor ni peor. Mientras la agresividad (o cualquier otro impulso)
permanece en la sombra se sustrae a la conciencia y esto es lo que la hace
peligrosa.
Para poder seguir nuestras
explicaciones debidamente, hay que distanciarse de las valoraciones habituales.
Al mismo tiempo, es conveniente sustituir un pensamiento excesivamente
analítico y racional por un pensamiento plástico, simbólico y analógico. Los
conceptos y asociaciones idiomáticas nos permiten captar la imagen con más
rapidez que un razonamiento árido. Son las facultades del hemisferio derecho
las más aptas para descubrir el significado de los cuadros de la enfermedad.
3ª. regla: hacer abstracción del
síntoma convirtiéndolo en principio y trasladarlo al plano psíquico. Escuchar
con atención las expresiones idiomáticas, las cuales pueden servirnos de clave,
ya que nuestro lenguaje es psicosomático.
Las consecuencias obligadas
Casi todos los síntomas nos
obligan a cambios de conducta que se clasifican en dos grupos: por un lado, los
síntomas nos impiden hacer las cosas que nos gustaría hacer y, por otro lado,
nos obligan a hacer lo que no queremos hacer. Una gripe, por ejemplo, nos
impide aceptar una invitación y nos obliga a quedarnos en la cama. Una fractura
de una pierna nos impide hacer deporte y nos obliga a descansar. Si atribuimos
a la enfermedad propósito y sentido, precisamente los cambios impuestos en la
conducta nos permiten sacar buenas conclusiones acerca del propósito del
síntoma. Un cambio de conducta obligado es una rectificación obligada y debe
ser tomado en serio. El enfermo suele oponer tanta resistencia a los cambios
obligados de su forma de vida que en la mayor parte de los casos trata por
todos los medios de neutralizar la rectificación lo antes posible, y seguir su
camino, impertérrito.
Nosotros, por el contrario,
consideramos importante dejarse trastornar por el trastorno. Un síntoma no hace
sino corregir desequilibrios: el hiperactivo es obligado a descansar, el
superdinámico es inmovilizado, el comunicativo es silenciado. El síntoma activa
el polo rechazado. Tenemos que prestar atención a esta intimación, renunciar
voluntariamente a lo que se nos arrebata y aceptar de buen grado lo que se nos
impone. La enfermedad siempre es una crisis y toda crisis exige una evolución.
Todo intento de recuperar el estado de antes de una enfermedad es prueba de
ingenuidad o de tontería. La enfermedad quiere conducirnos a zonas nuevas,
desconocidas y no vividas; cuando, consciente y voluntariamente, atendemos este
llamamiento damos sentido a la crisis.
4ª. regla: las dos preguntas: «¿Qué
me impide este síntoma?» y «¿Qué me impone este síntoma?», suelen revelar
rápidamente el tema central de la enfermedad.
Equivalencia de síntomas
contradictorios
Al tratar de la polaridad vimos
que detrás de cada llamado par de contrarios hay una unidad. También en torno a
un tema común puede girar una sintomatología contradictoria. Por consiguiente,
no es un contrasentido que tanto en el estreñimiento como en la diarrea
encontramos como tema central el mandato de «desconectarse». Detrás de la
presión sanguínea muy alta o muy baja encontraremos la huida de los conflictos.
Al igual que la alegría puede manifestarse tanto con la risa como con el llanto
y el miedo unas veces paraliza y otras hace salir corriendo, cada tema tiene la
posibilidad de manifestarse en síntomas aparentemente contrarios.
Hay que señalar que, aunque
se viva con especial intensidad un tema determinado, ello no quiere decir que
el individuo no haya de tener problema con ese tema ni que lo haya asumido
conscientemente. Una gran agresividad no significa que el individuo no tenga
miedo, ni una sexualidad exuberante, que no padezca problemas sexuales. También
aquí se impone la óptica bipolar. Cada extremo apunta con bastante precisión a
un problema. Tanto a los tímidos como a los bravucones les falta seguridad en
sí mismos. El apocado y el fanfarrón tienen miedo. El término medio es el
ideal. Si de algún modo se alude a un tema, ello significa que en él hay algo
por resolver.
Un tema o un problema puede manifestarse a través de diversos órganos y sistemas.
No hay ley que obligue a un tema a elegir un síntoma determinado para
realizarse. Esta flexibilidad en la elección de las formas determina el éxito o
el fracaso en la lucha contra el síntoma. Desde luego, se puede combatir y
prevenir un síntoma por medios funcionales, pero en tal caso el problema
elegirá a otra forma de manifestación: es el llamado desplazamiento del
síntoma. Por ejemplo, el problema del hombre sometido a tensión puede
manifestarse tanto por hipertensión, hipertonía muscular, glaucoma, abscesos,
etc., como por la tendencia a someter a tensión a los que le rodean. Si bien
cada variante tiene una coloración especial, todos los síntomas expresan el
mismo tema básico. Quien observe detenidamente el historial clínico de una
persona desde este punto de vista, rápidamente hallará el hilo conductor que,
generalmente, habrá pasado por alto al enfermo.
Etapas de escalada
Si bien un síntoma hace
completo al ser humano al realizar en el cuerpo lo que falta en la conciencia,
es posible que este proceso no resuelva el problema definitivamente. Porque el
ser humano sigue estando mentalmente incompleto hasta que ha asimilado la
sombra. Para ello el síntoma corporal es un proceso necesario pero nunca la
solución. El hombre sólo puede aprender, madurar, sentir y experimentar con la
conciencia. Aunque el cuerpo es una condición necesaria para esta experiencia,
hay que reconocer que el proceso de aprehensión y tratamiento se produce en la
mente.
Por ejemplo, el dolor lo
sentimos exclusivamente en la mente, no en el cuerpo. También en este caso, el
cuerpo sólo sirve de medio para transmitir una experiencia en este plano (...el
dolor fantasma* demuestra que tampoco es imprescindible el cuerpo). Nos
parece importante, a pesar de la íntima relación existente entre la mente y el
cuerpo, mantener perfectamente separados uno de otro, para comprender
debidamente el proceso de aprendizaje por la enfermedad. Hablando gráficamente,
el cuerpo es un lugar en el que un proceso que viene de arriba llega al punto
más bajo y da la vuelta para volver a subir. Una pelota que cae necesita
tropezar con la resistencia de un suelo material en el que rebotar hacia
arriba. Si mantenemos esta «analogía arriba–
abajo» los procesos mentales descienden a lo corporal para realizar aquí su
giro y poder volver a subir a la esfera de la mente.
Todo principio arquetípico
tiene que condensarse hasta la encarnación y plasmación material para poder ser
vivido y aprehendido por el ser humano. Pero, al vivirlo, abandonamos
nuevamente el plano material y corporal y nos elevamos a lo mental. El
aprendizaje consciente, por un lado, justifica una manifestación y, por el
otro, la hace innecesaria. Esto, aplicado a la enfermedad, significa que un
síntoma no puede resolver el problema en el plano corporal sino sólo
proporcionar el medio para realizar un aprendizaje.
Todo lo que pasa en el
cuerpo da experiencia. Hasta qué punto de la conciencia llegará la experiencia
en cada caso no puede predecirse. Aquí rigen las mismas leyes que en todo
proceso de aprendizaje. Por ejemplo, un niño, con cada cuenta que hace, aprende
algo, pero no se sabe cuándo llegará a captar el principio matemático del
cálculo. Hasta que lo capte, cada cuenta le hará sufrir un poco. Sólo la
captación del principio (fondo) despoja la cuenta (forma) de su carácter
doloroso. Análogamente, cada síntoma es un llamamiento a ver y comprender el
problema de fondo. Si esto no se consigue porque uno, por ejemplo, no ve lo que
hay más allá de la proyección y considera el síntoma como un trastorno fortuito
de carácter funcional, las llamadas a la comprensión no sólo continuarán sino
que se harán más perentorias. A esta progresión que va desde la suave
sugerencia hasta la más severa presión lo llamamos fases de escalada. A cada
fase, aumenta la intensidad con la que el destino incita al ser humano a
cuestionarse su habitual visión y asumir conscientemente algo que hasta ahora
mantenía reprimido. Cuanto mayor es la propia resistencia, mayor será la
presión del síntoma.
A continuación desglosamos
la escalada en siete etapas. Con esta división no pretendemos fijar un sistema
absoluto y rígido sino exponer sinópticamente la idea de la escalada:
1. Presión psíquica (pensamientos, deseos, fantasías);
2. Trastornos funcionales;
3. Trastornos físicos agudos (inflamaciones, heridas,
pequeños accidentes);
4. Afecciones crónicas;
5. Procesos incurables, alteraciones orgánicas, cáncer;
6. Muerte (por enfermedad o accidente);
7.
Defectos o trastornos congénitos (karma). *Se llama dolor fantasma al que
siente un amputado en el miembro que ya no tiene.
Antes de que un problema se
manifieste en el cuerpo como síntoma, se anuncia en la mente como tema, idea,
deseo o fantasía. Cuanto más abierto y receptivo sea un individuo a los
impulsos del inconsciente y cuanto más dispuesto está a dar expansión a estos
impulsos tanto más dinámica (y heterodoxa) será la trayectoria vital del
individuo. Ahora bien, el que se atiene a unas ideas y normas bien definidas no
puede permitirse ceder a impulsos del inconsciente que ponen en entredicho el
pasado y sugieren nuevas prioridades. Por lo tanto, este individuo enterrará la
fuente de la que suelen brotar los impulsos y vivirá convencido de que «eso no
va con él».
Este empeño de
insensibilizarse en lo psíquico provoca la primera fase de la escalada: uno
empieza a tener un síntoma pequeño, inofensivo, pero persistente. Con ello se ha
realizado un impulso, a pesar de que se pretendía evitar su realización. Porque
también el impulso psíquico tiene que ser realizado, es decir, vivido, para
descender a lo material. Si esta realización no es admitida voluntariamente, se
producirá de todos modos, a través de los síntomas. En este punto se puede
advertir la validez de la regla que dice que todo impulso al que se niegue la
integración volverá a nosotros aparentemente desde fuera.
Después de los trastornos
funcionales a los que, tras la resistencia inicial, el individuo se resigna,
aparecen los síntomas de inflamación aguda que pueden instalarse casi en
cualquier parte del cuerpo, según el problema. El profano reconoce fácilmente
estas afecciones por el sufijo «–itis». Toda
enfermedad inflamatoria es una clara incitación a comprender algo y pretende
—como explicamos extensamente en
Este proceso, más tarde o
más temprano, conduce a la muerte. A esto podrá aducirse que la vida acaba
siempre en la muerte y, por lo tanto, la muerte no puede considerarse una fase
de la escalada. Pero no hay que pasar por alto que la muerte siempre es una
mensajera, dado que recuerda inequívocamente a los humanos la simple verdad de
que toda la existencia material tiene principio y final y que, por lo tanto, es
insensato aferrarse a ella. El mensaje de la muerte siempre es el mismo: ¡Libérate!
¡Libérate de la ilusión del tiempo y libérate de la ilusión del yo! La
muerte es síntoma en tanto que expresión de la polaridad y, como todo síntoma,
se cura con la consecución de la unidad.
Con el último paso de la
escalada, el de los defectos o trastornos congénitos, se cierra el círculo.
Porque todo lo que el individuo no haya comprendido antes de su muerte, será un
problema que gravará su conciencia en la siguiente encarnación. Con esto
tocamos un tema que todavía no ha adquirido carta de naturaleza en nuestra
cultura. Desde luego, éste no es lugar adecuado para discutir acerca de la
doctrina de la reencarnación, pero hemos de reconocer que nosotros creemos en
ella, ya que, de lo contrario, en algunos casos, nuestra explicación de la
enfermedad y la curación no sería coherente. Porque a muchos les parece que el
concepto de los síntomas de la enfermedad no es aplicable a las enfermedades
infantiles ni, por descontado, a las afecciones congénitas.
La doctrina de la reencarnación
puede ser la explicación. Desde luego, existe el peligro de que se nos ocurra
buscar en vidas anteriores las «causas» de la enfermedad actual, empeño no
menos descabellado que el de buscarlas en esta vida. Ya hemos visto, no
obstante, que nuestra conciencia precisa la noción de linealidad y tiempo para
observar los procesos en el plano de la existencia polar. Por consiguiente,
también la idea de una «vida anterior» es un método necesario y consecuente
para contemplar el camino que ha de recorrer la conciencia en su aprendizaje.
Por ejemplo: un individuo
se despierta una mañana cualquiera y decide programar a su antojo el nuevo día.
Ajeno a este propósito, el recaudador de impuestos se presenta a primera hora
de la mañana a cobrar, a pesar de que ese día nuestro hombre no ha hecho
ninguna transacción comercial. La medida en que esta visita sorprenda a nuestro
hombre dependerá de su disposición a responder por los días, meses y años que
han precedido a este día o quiera circunscribirse únicamente al día de hoy. En
el primer caso, la visita del recaudador no le causará extrañeza, como tampoco
se asombrará de su configuración corporal ni otras circunstancias que acompañan
al nuevo día. Él comprenderá que no puede construir el nuevo día a su antojo,
puesto que existe una continuidad que, a pesar de la interrupción de la noche y
el sueño, se mantiene en este nuevo día. Si nuestro hombre considerara la
interrupción producida por la noche como justificación para identificarse sólo
con el nuevo día y desentenderse del pasado, las mencionadas manifestaciones
tendrían que parecerle grandes injusticias y obstáculos fortuitos y arbitrarios
para sus propósitos.
Sustitúyase en este ejemplo
el día por una vida y la noche por la muerte y se apreciará la diferencia entre
la filosofía de la vida que reconoce la reencarnación y la que la niega. La
reencarnación aumenta la dimensión del ámbito contemplado, ensancha el panorama
y, por lo tanto, hace más perceptible el esquema. Ahora bien, si, como suele
ocurrir, la reencarnación se utiliza sólo para proyectar hacia atrás las causas
aparentes, se hace de ella un mal uso. Pero cuando el ser humano comprende que
esta vida no es sino un fragmento minúsculo de su camino de aprendizaje, le
resulta más fácil reconocer como justas y naturales las distintas posiciones en
las que cada cual viene al mundo que si cree que cada vida se produce como una
existencia única por la combinación casual de unos procesos genéticos.
Para nuestro tema bastará
comprender que el ser humano viene al mundo con un cuerpo nuevo pero con una
conciencia vieja. El conocimiento que trae es fruto del aprendizaje realizado.
El ser humano trae también sus problemas específicos y utiliza el entorno para
plantearlos y dirimirlos. El problema no se produce bruscamente en esta vida
sino que sólo se manifiesta.
Desde luego, los problemas
tampoco se produjeron en anteriores encarnaciones, ya que los problemas y
conflictos son, como la culpa y el pecado, formas de expresión irrenunciables
de la polaridad y, por lo tanto, vienen dados. En una exhortación esotérica
encontramos la frase: «La culpa es la imperfección de la fruta no madurada.»
Un niño está tan sumido en problemas y conflictos como un adulto. Desde
luego, los niños suelen tener un mejor contacto con el inconsciente y, por lo
tanto, poseen el valor de realizar espontáneamente los impulsos, siempre que «las
personas mayores que saben lo que les conviene» se lo permitan. Con la edad
suele aumentar la separación respecto al inconsciente y también la
petrificación en las propias normas y mentiras, con lo cual aumenta también la
vulnerabilidad a los síntomas de enfermedad. Y es que, fundamentalmente, todo
ser vivo que participa en la polaridad está incompleto, es decir, enfermo.
Lo mismo puede decirse de
los animales. También aquí se muestra claramente la correlación entre la
enfermedad y formación de la sombra. Cuanto menor la diferenciación y, por lo
tanto, la vinculación a la polaridad, menor es la predisposición a la
enfermedad. Cuanto más se sume una criatura en la polaridad y, por lo tanto, en
el discernimiento, más expuesta está a la enfermedad. El ser humano posee el
discernimiento más desarrollado que conocemos y, por lo tanto, experimenta con
más intensidad la tensión de la polaridad; por consiguiente, la enfermedad
tiene en la especie humana mayor incidencia.
Las escalas de la
enfermedad deben entenderse como un mandato que se hace progresivamente más
perentorio. No hay grandes enfermedades ni accidentes que se produzcan brusca e
inopinadamente, como un chaparrón con cielo azul; sólo hay personas que se
empeñan en aferrarse al cielo azul. Quien no se engaña no sufre desengaños.
La ceguera para consigo mismo
Durante la lectura de los
siguientes cuadros de la enfermedad, sería conveniente que asociaran cada uno
de los síntomas descritos, a una persona conocida, familiar o amigo, que
padezca o haya padecido el síntoma, con lo que podrían comprobar la validez de
las asociaciones que se establecen y la exactitud de las interpretaciones. Ello
proporciona, además, un buen conocimiento de las personas.
Pero todo esto deben
hacerlo ustedes mentalmente y en ningún caso agobiar al prójimo con sus
interpretaciones. Porque, a fin de cuentas, a ustedes no les afecta ni el
síntoma ni el problema del otro, y toda observación que le hagan sin que se la
pida será una impertinencia. Cada persona tiene que preocuparse de sus propios
problemas; nada puede contribuir al perfeccionamiento de este universo en mayor
medida. Si nosotros les recomendamos que relacionen cada cuadro con una persona
determinada, es únicamente para convencerles de la validez del método y de lo
acertado de las asociaciones. Porque, si se limitan a observar su propio
síntoma, es probable que saquen la conclusión de que, «en este caso especial»
la interpretación no encaja sino todo lo contrario.
Aquí reside el mayor
problema de nuestra empresa: «La ceguera para con uno mismo.» Esta
ceguera es endémica. Un síntoma incorpora un principio que falta en el
conocimiento: nuestra interpretación da nombre a este principio y señala que,
si bien está presente en el ser humano, se encuentra en la sombra y, por lo
tanto, no puede ser visto. El paciente compara siempre esta afirmación con el
contenido de su conocimiento y comprueba que no está. Con ello cree tener la
prueba de que, en su caso, la interpretación no es válida. Y pasa por alto lo
esencial: precisamente, que él no puede ver ese principio y que tiene que
aprender a reconocerlo a través del síntoma. Esto, desde luego, exige una labor
consciente y una lucha consigo mismo y no se resuelve de una simple ojeada.
Por lo tanto, cuando un
síntoma encierra agresividad, la persona tiene precisamente este síntoma porque
no ve la agresividad en sí misma, o la vive. Si esta persona, por la
interpretación, es informada de la presencia de la agresividad, rechazará la
idea con vehemencia, como la ha rechazado siempre o no la tendría en la sombra.
Por lo tanto, no es de extrañar que no advierta en sí agresividad, porque, si
la viera, no tendría ese síntoma. Sobre la violencia de la reacción, puede
deducirse lo acertado de una interpretación. Las interpretaciones correctas
empiezan por desencadenar una especie de malestar, una sensación de miedo y,
por consiguiente, de rechazo. En estos casos, puede ser de gran ayuda un
compañero o amigo al que se pueda interrogar y que tenga el valor de decirnos
las debilidades que observa en nosotros. Pero aún es más seguro escuchar las
manifestaciones y críticas de los enemigos, porque siempre tienen razón.
Regla: Cuando una observación es
acertada, duele.
RESUMEN DE
1. La conciencia
humana es polar. Esto, por un lado, nos da discernimiento y, por otro, nos hace
incompletos e imperfectos.
2. El ser humano
está enfermo. La enfermedad es expresión de su imperfección y, en la polaridad,
es inevitable.
3. La enfermedad
del ser humano se manifiesta por síntomas. Los síntomas son partes de la sombra
de la conciencia que se precipitan en la materia.
4. El ser humano
es un microcosmos que lleva latentes en su conciencia todos los principios del
macrocosmos. Dado que el hombre, a causa de su facultad de decisión, sólo se
identifica con la mitad de principios, la otra mitad pasa a la sombra y se
sustrae a la conciencia del hombre.
5. Un principio
no vivido conscientemente se procura su justificación de existencia y de vida a
través del síntoma corporal. En el síntoma el ser humano tiene que vivir y
realizar aquello que en realidad no quería vivir. Así pues, los síntomas
compensan todas las unilateralidades.
6. ¡El síntoma
hace sincero al ser humano!
7. En el síntoma
el ser humano tiene aquello que le falta en la conciencia.
8. La curación
sólo es posible cuando el ser humano asume la parte de la sombra que el síntoma
encierra. Cuando el ser humano ha encontrado lo que le faltaba, huelgan los
síntomas.
9. La curación
apunta a la consecución de la plenitud y la unidad. El hombre está curado
cuando encuentra su verdadero ser y se unifica con todo lo que es.
10. La enfermedad obliga al ser humano a no abandonar el
camino de la unidad, por ello
Segunda parte
Tú dijiste:
1.– ¿Cuál es la señal del camino, oh
derviche?
2.– Escucha lo que te digo y, cuando lo oigas, ¡medita!
Ésta es para ti la señal:
la de que, aunque avances,
verás aumentar tu sufrimiento.
FARIDUDDIN ATTAR
I.
La infección representa una
de las causas más frecuentes de los procesos de enfermedad en el cuerpo humano.
La mayoría de los síntomas agudos son inflamaciones, desde el resfriado hasta
el cólera y la viruela, pasando por la tuberculosis. En la terminología latina,
la terminación «–itis» revela proceso
inflamatorio (colitis, hepatitis, etc.). Por lo que se refiere a infecciones,
la moderna medicina académica ha cosechado grandes éxitos con el descubrimiento
de los antibióticos (por ejemplo, la penicilina) y la vacunación. Si antiguamente
la mayoría de personas morían de infección, hoy, en los países dotados de buena
sanidad, las muertes por infección sólo se dan en casos excepcionales. Esto no
quiere decir que actualmente haya menos infecciones sino únicamente que
disponemos de buenas armas para combatirlas.
Si esta terminología (por
cierto, habitual) resulta al lector un tanto «bélica», recuérdese que en
el proceso inflamatorio se trata realmente de una «guerra en el cuerpo»:
una fuerza de agentes enemigos (bacterias, virus, toxinas) que adquiere
proporciones peligrosas es atacada y combatida por el sistema de defensas del
cuerpo. Esta batalla la experimentamos nosotros en síntomas tales como
hinchazón, enrojecimiento, dolor y fiebre. Si el cuerpo consigue derrotar a los
agentes infiltrados, se ha vencido la infección. Si ganan los invasores, el
paciente muere. En este ejemplo, es fácil hallar la analogía entre inflamación
y guerra. Sin que exista relación causal entre una y otra, ambas muestran,
empero, la misma estructura interna y en las dos se manifiesta el mismo
principio, aunque en distinto plano.
El idioma refleja
claramente esta íntima relación. La palabra inflamación contiene la «llama» que
puede hacer explotar el barril de pólvora. Se trata de imágenes que utilizamos
también al referirnos a conflictos armados. La situación se inflama, se prende
fuego a la mecha, se arroja la antorcha, Europa quedó envuelta en llamas, etc.
Con tanto combustible, más tarde o más temprano se produce la explosión por la
que se descarga lo acumulado, como observamos no sólo en la guerra, sino
también en nuestro cuerpo cuando se nos revienta un grano, sea pequeño o
grande.
Para nuestro razonamiento,
trasladaremos la analogía a otro plano: el psíquico. También una persona puede
explotar. Pero con esta expresión no nos referimos a un absceso sino a una
reacción emotiva por la que trata de liberarse un conflicto interior. Nos
proponemos contemplar sincrónicamente los tres planos «mente–
cuerpo–naciones» para apreciar su exacta analogía
con «conflicto–inflamación–guerra», la cual
encierra ni más ni menos que la clave de la enfermedad.
La polaridad de nuestra
mente nos coloca en un conflicto permanente, en el campo de tensión entre dos
posibilidades. Constantemente, tenemos que decidirnos (en alemán, ent-scheiden, expresión que
originariamente significa «desenvainar»), renunciar a una posibilidad,
para realizar la otra. Por lo tanto, siempre nos falta algo, siempre estamos
incompletos. Dichoso el que pueda sentir y reconocer esta constante tensión,
esta conflictividad, ya que la mayoría se inclinan a creer que, si un conflicto
no se ve, no existe. Es la ingenuidad que hace pensar al niño que puede hacerse
invisible sólo con cerrar los ojos. Pero a los conflictos les es indiferente
ser percibidos o no: ellos están ahí. Pero cuando el individuo no está
dispuesto a tomar consciencia de sus conflictos, asumirlos y buscar solución,
ellos pasan al plano físico y se manifiestan como una inflamación. Toda
infección es un conflicto materializado. El enfrentamiento soslayado en la
mente (con todos sus dolores y peligros) se plantea en el cuerpo en forma de
inflamación.
Examinemos este proceso en
los tres planos de inflamación–conflicto–guerra:
1. Estimulo: penetran los agentes.
Puede tratarse de bacilos, virus o venenos (toxinas). Esta penetración no
depende tanto —como creen muchos profanos— de la presencia de los agentes como
de la predisposición del cuerpo a admitirlos. En medicina, se llama a esto falta
de inmunidad. El problema de la infección no consiste tanto —como creen los
fanáticos de la esterilización— en la presencia de agentes como en la facultad
de convivir con ellos. Esta frase puede aplicarse casi literalmente al plano
mental, ya que tampoco aquí se trata de hacer que el individuo viva en un mundo
estéril, libre de gérmenes, es decir, de problemas y de conflictos, sino de que
sea capaz de convivir con ellos. Que la inmunidad está condicionada por la
mente se reconoce incluso en el campo científico, donde se está profundizando
en las investigaciones del estrés.
De todos modos, es mucho
más impresionante observar atentamente estas relaciones en uno mismo. Es decir,
el que no quiera abrir la mente a un conflicto que le perturbaría, tendrá que
abrir el cuerpo a los agentes infecciosos. Estos agentes se instalan en
determinados puntos del cuerpo, llamados loci
minoris resistentiae,
considerados por la medicina académica como debilidades congénitas. El
que sea incapaz de pensar analógicamente, al llegar a este punto se embarullará
en un conflicto teórico insoluble. La medicina académica limita la propensión
de determinados órganos a las infecciones a estos puntos débiles congénitos, lo
cual, aparentemente, descarta cualquier otra interpretación. De todos modos, a
la psicosomática siempre le intrigó que determinado tipo de problemas se
relacionaran siempre con los mismos órganos, actitud que rebate la teoría de la
medicina académica de los loci minoris resistentiae.
De todos modos, esta
aparente contradicción se deshace rápidamente cuando contemplamos la batalla desde
un tercer ángulo. El cuerpo es expresión visible de la conciencia como una casa
es expresión visible de la idea del arquitecto. Idea y manifestación se
corresponden, como el positivo y el negativo de una fotografía, sin ser lo
mismo. Cada parte y cada órgano del cuerpo corresponde a una determinada zona
psíquica, una emoción y una problemática determinada (en estas correspondencias
se basan, por ejemplo, la fisionomía, la bioenergética y las técnicas del psicomasaje). El individuo se encarna en una conciencia
cuyo estadio es producto de lo aprendido hasta el momento. La conciencia trae
consigo un determinado modelo de problemas cuyos retos y soluciones
configurarán el destino, porque carácter + tiempo = destino. El carácter
no se hereda ni es configurado por el entorno sino que es «aportado»: es
expresión de la conciencia, es lo que se ha encarnado.
Este estadio de la
conciencia, con las específicas constelaciones de problemas y misiones, es lo
que la astrología representa simbólicamente en el horóscopo mediante la
medición del tiempo. (Para más información, véase Schicksal
als Chance.) Pero, puesto que el cuerpo es expresión
de la conciencia, también él lleva el modelo correspondiente. Es decir, que
determinados problemas mentales tienen su contrapartida corporal u orgánica en
una determinada predisposición. Es un método análogo el que utiliza, por
ejemplo, el diagnóstico del iris, aunque hasta ahora no se ha tomado en
consideración una posible correlación psicológica.
El locus minoris resistentiae es ese
órgano que siempre tiene que asumir el proceso de aprendizaje en el plano
corporal cuando el individuo no presta atención al problema psíquico que
corresponde a ese órgano. El tipo de problema que corresponde a cada órgano es
algo que nos proponemos aclarar paso a paso en este libro. El que conoce esta
correspondencia aprecia una nueva dimensión en cada proceso patológico,
dimensión que escapa a los que no se atreven a liberarse del sistema filosófico
causal.
Ahora bien, examinando el
proceso inflamatorio en sí, sin asociarlo a un órgano determinado, vemos que en
la primera fase (estímulo) los agentes penetran en el cuerpo. Este proceso
corresponde, en el plano psíquico, al reto que supone un problema. Un impulso
que no hemos atendido hasta ahora penetra a través de las defensas de nuestra
conciencia y nos ataca. Inflama la tensión de una polaridad que, desde ahora,
nosotros experimentamos conscientemente como conflicto. Si nuestras defensas
psíquicas funcionan muy bien, el impulso no llega a nuestra conciencia, somos
inmunes al desafío y, por lo tanto, a la experiencia y al desarrollo.
También aquí impera la
disyuntiva de la polaridad: si renunciamos a la defensa en la conciencia, la
inmunidad física se mantiene, pero si nuestra conciencia es inmune a los nuevos
impulsos, el cuerpo quedará abierto a los atacantes. No podemos sustraernos al
ataque, sólo podemos elegir el campo. En la guerra, esta primera fase del
conflicto corresponde a la penetración del enemigo en un país (violación de
frontera). Naturalmente, el ataque atrae sobre los invasores toda la atención
política y militar —todos se movilizan, concentran sus energías en el nuevo
problema, forman un ejército, buscan aliados—; en suma, todos los esfuerzos se
dirigen al foco del conflicto. En lo corporal, a este proceso se le llama:
2. Fase de exudación: los atacantes se han introducido y formado un foco de
inflamación. De todas partes afluye el líquido y experimentamos hinchazón de
los tejidos y tensión. Si durante esta segunda fase observamos el conflicto en
el plano psíquico, veremos que también en él aumenta la tensión. Toda nuestra
atención se centra en el nuevo problema —no podemos pensar en otra cosa—, nos persigue de día y de noche —no sabemos
hablar de nada más—, todos nuestros pensamientos giran sin parar en torno al
problema. De este modo, casi toda nuestra energía psíquica se concentra en el
conflicto: literalmente, lo alimentamos, lo hinchamos hasta que se alza ante
nosotros como una montaña inaccesible. El conflicto ha inmovilizado todas
nuestras fuerzas psíquicas.
3. Reacción defensiva: el organismo fabrica unos anticuerpos específicos para cada
tipo de atacantes (anticuerpos producidos en la sangre y en la médula). Los
linfocitos y los granulocitos construyen una pared alrededor de los atacantes,
los cuales empiezan a ser devorados por los macrófagos. Por lo tanto, en el
plano corporal, la guerra está en su apogeo: los enemigos son rodeados y
atacados. Si el conflicto no puede resolverse localmente, se impone la
movilización general: todo el país va a la guerra y pone su actividad al
servicio de la conflagración. En el cuerpo experimentamos esta situación como
4.
Fiebre: las fuerzas defensivas
destruyen a los atacantes, y los venenos que con ello se liberan producen la
reacción de la fiebre. En la fiebre, todo el cuerpo responde a la inflamación
local con una subida general de la temperatura. Por cada grado de fiebre se
duplica el índice de actividad del metabolismo, de lo que se deduce en qué
medida la fiebre intensifica los procesos defensivos. Por ello la sabiduría
popular dice que la fiebre es saludable. La intensidad de la fiebre es, pues,
inversamente proporcional a la duración de la enfermedad. Por lo tanto, en
lugar de combatir pusilánime y sistemáticamente cualquier aumento de la
temperatura, deberíamos restringir el uso de antitérmicos a los casos en los
que la fiebre alcance proporciones peligrosas para la vida del paciente.
En el plano psíquico, el
conflicto, en esta fase, absorbe toda nuestra atención y toda nuestra energía. La
similitud entre la fiebre corporal y la excitación psíquica es evidente, por lo
que también hablamos de expectación o de angustia febril. (La célebre canción «pop»
Fever expresa la ambivalencia de la palabra.)
Así, cuando nos excitamos sentimos calor, se aceleran los latidos del corazón,
nos sonrojamos (tanto de amor como de indignación...), sudamos de excitación y
temblamos de ansiedad. Ello no es precisamente agradable, pero sí saludable.
Porque no es sólo que la fiebre sea saludable, es que más saludable aún es
afrontar los conflictos —a pesar de lo cual la gente trata de bajar la fiebre y
de sofocar los conflictos— y, además, se ufana de practicar la represión. (Si
la represión no resultara tan divertida...)
5. Lisis (resolución): supongamos que ganan las defensas del cuerpo, que ponen en
fuga a una parte de los agentes extraños y se incorporan a los demás
(devorándolos) con la consiguiente destrucción de defensas e invasores. Estas
bajas de ambos bandos constituyen el pus. Los invasores abandonan el cuerpo
transformados y debilitados. También el cuerpo se ha transformado porque ahora: a) posee
información sobre el enemigo, lo que se llama «inmunidad específica», y
b) sus defensas han sido entrenadas y robustecidas: «inmunidad no
específica». Desde el punto de vista militar, ello supone el triunfo de uno
de los contendientes, con pérdidas por ambos lados. No obstante, el vencedor
sale del conflicto fortalecido, ya que ahora conoce al adversario y puede estar
preparado.
6. Muerte: también puede ocurrir que venzan los invasores, lo cual
produce la muerte del paciente. El que nosotros consideremos nefasto este
resultado se debe exclusivamente a nuestra parcialidad; es como en el fútbol:
todo depende de con qué equipo se identifica uno. La victoria siempre es
victoria, gane quien gane, y también termina la guerra. Y también se celebra el
triunfo, pero en el otro lado.
7. El conflicto crónico: cuando ninguna de las partes consigue resolver el conflicto
a su favor, se produce un compromiso entre atacantes y defensas: los gérmenes
permanecen en el cuerpo, sin vencerlo (matarlo) pero sin ser vencidos por él
(curación en el sentido de la restitutio ad
integrum). Es lo que se llama la enfermedad crónica.
Sintomáticamente, la enfermedad crónica se manifiesta en un aumento del número
de linfocitos y granulocitos, anticuerpos, mayor velocidad de sedimentación de
la sangre y décimas de fiebre. La situación no ha podido quedar despejada, en
el cuerpo se ha formado un foco que constantemente consume energía, hurtándola
al resto del organismo: el paciente se siente abatido, cansado, apático. No
está ni enfermo ni sano, ni en guerra ni en paz, sino en una especie de
compromiso que, como todos los compromisos del mundo, apesta. El compromiso es
el objetivo de los cobardes, de los «tibios» (Jesús dijo: «Me
gustaría escupirlos. Sed ardientes o fríos») que siempre temen las
consecuencias de sus actos y la responsabilidad que con ellos deben asumir. El
compromiso nunca es solución, porque ni representa el equilibrio absoluto entre
dos polos ni posee fuerza unificadora. El compromiso significa pugna
permanente, estancamiento. Militarmente, es la guerra de posiciones (por
ejemplo,
En lo psíquico, el
compromiso representa el conflicto permanente. Uno permanece inactivo ante el
conflicto, sin valor ni energía para tomar una decisión. Cada decisión supone
un sacrificio —en cada caso, sólo podemos hacer o una cosa o la otra— y estos
sacrificios necesarios generan ansiedad. Por ello, muchas personas se quedan
indecisas ante el conflicto, incapaces de decantarse por uno u otro polo. No
hacen más que cavilar cuál puede ser la decisión correcta y cuál, la
equivocada, sin comprender que, en el sentido abstracto, nada es correcto ni
erróneo, porque, para estar completos y sanos, necesitamos ambos polos, pero
dentro de la polaridad, no podemos realizarlos simultáneamente sino uno después
del otro. ¡Empecemos, pues, por uno de ellos y decidámonos ya!
Toda decisión libera. El
conflicto crónico consume energía constantemente, provocando en el plano
psíquico la consabida abulia, pasividad o resignación. Ahora bien, cuando nos
decantamos por uno de los polos del conflicto, inmediatamente percibimos la
energía liberada por nuestra elección. Como el cuerpo sale de cada infección
fortalecido, así también la mente sale de cada conflicto más despejada, ya que
al afrontar el problema ha aprendido algo, al enfrentarse con los polos
opuestos uno tras otro, ha ampliado fronteras y se ha hecho más consciente. De
cada conflicto extraemos información (toma de conciencia) que, análogamente a
la inmunidad específica, permite al individuo que en adelante pueda tratar el
problema sin peligro.
Además, cada conflicto
superado enseña a los humanos a afrontar mejor y con más valentía los
problemas, lo cual corresponde a la inmunidad no específica del plano físico.
Si en lo corporal cada solución exige grandes sacrificios, sobre todo, al
adversario, también a la mente las decisiones le cuestan sacrificios, y muchas
actitudes y opiniones, muchas convicciones y costumbres deben ser enviadas a la
muerte. Porque todo lo nuevo exige la muerte de lo viejo. Como los grandes
focos de infección suelen dejar cicatrices en el cuerpo, así también en la
psiquis quedan cicatrices que, al mirar atrás, vemos como profundos cortes en
nuestra vida.
Antiguamente, los padres
sabían que un niño, después de una enfermedad (todas las enfermedades de la
infancia son infecciones), daba un salto en su desarrollo. Al salir de la
enfermedad, el niño no es el mismo que antes. La enfermedad le ha hecho crecer.
Pero no sólo las enfermedades de la infancia hacen crecer. Como, después de una
infección, el cuerpo queda fortalecido, así también el ser humano sale más
maduro de cada conflicto. Porque sólo los desafíos le hacen más fuerte y capaz.
Todas las grandes culturas nacieron de grandes retos, y el propio Darwin
atribuyó la evolución de las especies a la facultad de dominar las condiciones
del entorno (¡lo cual no quiere decir que aceptemos el darwinismo!).
«La guerra es la madre de
todas las cosas», dice Heráclito, y quien comprenda correctamente la frase sabe que
expresa una verdad fundamental. La guerra, el conflicto, la tensión entre los
polos, genera energía vital, asegurando con ello el progreso y el desarrollo.
Estas frases no suenan bien y se prestan a ser mal interpretadas en una época
en la que los lobos se envuelven con piel de cordero y presentan sus agresiones
reprimidas como amor a la paz.
Si, paso a paso, hemos
comparado el desarrollo de la inflamación con la guerra, es porque queríamos
dar al tema el mordiente que acaso impida que se asiente con excesiva facilidad
a lo dicho. Vivimos en una época y en una cultura enemigas de los conflictos.
El individuo trata de evitar el conflicto en todos los campos, sin advertir que
esta actitud impide la toma de conciencia. Desde luego, en el mundo polarizado,
los seres humanos no pueden evitar los conflictos con medidas funcionales;
pero, precisamente por ello, estas tentativas provocan una desviación cada vez
más complicada de las descargas a otros planos cuyas coordinaciones internas
casi nadie advierte.
Nuestro tema, la enfermedad
infecciosa, es un buen ejemplo. Si bien en nuestra anterior exposición hemos
contemplado en paralelo la estructura del conflicto y la estructura de la
inflamación, para señalar su naturaleza común, una y otra nunca (o casi nunca)
discurren paralelamente en el ser humano. Lo más frecuente es que uno de los
planos sustituya al otro. Si un impulso consigue vencer las defensas de la
conciencia y de este modo hacer que el ser humano tome conocimiento de un
conflicto, el proceso resolutivo esquematizado tiene lugar únicamente en la
conciencia del individuo y, generalmente, la infección somática no se produce.
Ahora bien, si el hombre no se abre al conflicto, si rehuye
todo aquello que pueda cuestionar su mundo artificialmente sano, entonces el
conflicto aflora en el cuerpo y debe ser experimentado en el plano somático
como una inflamación.
La inflamación es el
conflicto trasladado al plano material. Pero no por ello debe cometerse el
error de restar importancia a las enfermedades infecciosas alegando «yo no
tengo conflicto alguno». Precisamente este cerrar los ojos al conflicto
conduce a la enfermedad. Para esta indagación hace falta algo más que una
mirada superficial: se necesita una sinceridad implacable que suele ser tan
incómoda para la conciencia como la infección lo es para el cuerpo. Y es esta
incomodidad lo que queremos evitar en todo momento.
Cierto, los conflictos
siempre producen sufrimiento, no importa el plano en el que los experimentemos,
ya sea la guerra, la lucha interna o la enfermedad. Bonitos no son. Pero no nos
es lícito argumentar sobre hermosura o fealdad, porque cuando reconocemos que
no podemos evitar nada, esta cuestión no vuelve a plantearse. Quien no se
permite a sí mismo estallar psíquicamente, algo le estalla en el cuerpo (un
absceso). ¿Cabe entonces preguntarse qué es más bonito o mejor? La enfermedad
nos hace sinceros.
Sinceros son también, a fin
de cuentas, los tan cacareados esfuerzos de nuestra época para evitar los
conflictos en todos los órdenes. Después de lo expuesto hasta ahora, vemos a
una nueva luz los eficaces esfuerzos realizados para combatir las enfermedades
infecciosas. La lucha contra las infecciones es la lucha contra los conflictos,
pero en el orden material. Honesto es, por lo menos, el nombre que se dio a las
armas: antibióticos. Esta palabra se compone de dos voces griegas, anti = contra y bios =
vida. Los antibióticos son, pues «sustancias dirigidas contra la vida».
¡Esto es sinceridad!
Esta hostilidad de los
antibióticos a la vida se funda en dos fases. Si recordamos que el conflicto es
el verdadero motor del desarrollo, es decir, de la vida, toda represión de un
conflicto es también un ataque contra la dinámica de la vida en sí.
Pero también en el sentido
puramente médico los antibióticos son hostiles a la vida. Las inflamaciones
representan unos procesos resolutivos agudos y rápidos que, por medio de la
superación, eliminan toxinas del cuerpo. Si estos procesos resolutivos se
cortan frecuente y prolongadamente por medio de antibióticos, las toxinas
tienen que almacenarse en el cuerpo (principalmente, en los tejidos
conjuntivos) lo cual determina el incremento de posibilidades para el proceso
canceroso. Es el llamado efecto del cubo de la basura: se puede vaciar el cubo
con frecuencia (infección) o acumular la basura dejando que críe una vida
propia que acabará por amenazar toda la casa (cáncer). Los antibióticos son
sustancias extrañas que el individuo no ha elaborado con su propio esfuerzo y que,
por lo tanto, le escamotean los frutos de su enfermedad: la información que
proporciona el enfrentamiento.
Desde este ángulo cabe
examinar también brevemente el tema de la «vacunación». Conocemos dos tipos
básicos de vacunación: la inmunización activa y la pasiva. En la inmunización
pasiva se inoculan anticuerpos formados en otros cuerpos. Se recurre a esta
forma de vacunación cuando la enfermedad ya se ha declarado (por ejemplo, la
gamma tetánica contra el vacilo del tétanos). En el plano psíquico, ello
correspondería a la adopción de soluciones de problemas convencionales:
mandamientos y preceptos morales. El individuo adopta fórmulas ajenas, con lo
que evita el conflicto y la experimentación: es una vía cómoda pero estéril.
En la inmunización activa
se inoculan agentes debilitados, a fin de estimular el cuerpo a fabricar
anticuerpos por sí mismo. A este grupo pertenecen todas las vacunaciones
preventivas, como la antipolio, la antivariólica, la antitetánica, etc. En el
terreno psíquico, este método corresponde al ensayo de resolución de conflictos
hipotéticos (algo así como las maniobras militares). Muchos sistemas
pedagógicos y la mayoría de las terapias de grupo quedan dentro de este campo.
Se trata de aprender y asimilar estrategias en casos leves, que capaciten al
ser humano a tratar los conflictos más serios con mayor eficacia.
Estas consideraciones no
deben interpretarse como consignas. No se trata de «vacunarse o no vacunarse»
ni de «prescindir de los antibióticos». A fin de cuentas, es completamente
indiferente lo que haga el individuo, siempre y cuando sepa lo que hace. Lo que
buscamos es el conocimiento, no unos mandamientos
o prohibiciones
prefabricados.
Se suscita la pregunta de
si, básicamente, el proceso de la enfermedad corporal puede sustituir a un
proceso psíquico. No es fácil responder a esto, ya que la división entre
conciencia y cuerpo es sólo una herramienta de argumentación, pues en la
realidad el linde no está muy marcado. Porque aquello que se produce en el
cuerpo lo experimentamos también en la conciencia, en la psiquis. Cuando nos
golpeamos el dedo con un martillo, decimos: me duele el dedo. Pero ello no es
exacto, ya que el dolor está sólo en la mente, no en el dedo. Lo que hacemos es
sólo proyectar la sensación psíquica de «dolor» al dedo.
Precisamente por ser el
dolor un fenómeno mental podemos influir en él con tanta eficacia: mediante la
distracción, la hipnosis, la narcosis, la acupuntura. (¡El que considere
exagerada esta afirmación, recuerde el fenómeno del dolor fantasma!) Todo lo
que experimentamos y sufrimos en un proceso de enfermedad física ocurre sólo en
nuestra mente. La definición «psíquica» o «somática» se refiere sólo a la
superficie de proyección. Si una persona está enferma de amor, proyecta sus
sensaciones sobre algo incorpóreo, es decir, el amor, mientras que el que tiene
anginas las proyecta en la garganta, pero uno y otro sólo pueden sufrir en la
mente. La materia —y, por lo tanto, también el cuerpo— sólo pueden servir de
superficie de proyección, pero en sí nunca es el lugar en el que surge un
problema y, por consiguiente, tampoco el lugar en el que pueda resolverse. El
cuerpo, como superficie de proyección, puede representar un excelente auxiliar
para un mejor discernimiento, pero las soluciones sólo puede darlas el
conocimiento. Por lo tanto, cada proceso patológico corporal representa
únicamente el desarrollo simbólico de un problema cuya experiencia enriquecerá
la conciencia. Ésta es también la razón por la que cada enfermedad supone una
fase de maduración.
Es decir, entre el
tratamiento corporal y psíquico de un problema se establece un ritmo. Si el
problema no puede ser resuelto sólo en la conciencia, entonces entra en
funciones el cuerpo, escenario material en el que se dramatiza en forma
simbólica el problema no resuelto. La experiencia recogida, una vez superada la
enfermedad, pasa a la conciencia. Si, a pesar de las experiencias recogidas, la
conciencia sigue siendo incapaz de captar el problema, éste volverá al cuerpo,
para que siga generando experiencias prácticas. Esta alternancia se repetirá
hasta que las experiencias recogidas permitan a la conciencia resolver
definitivamente el problema o el conflicto.
Podemos representarnos este
proceso con la imagen siguiente: un colegial tiene que aprender a calcular
mentalmente. Le ponemos una cuenta (problema). Si no puede resolverla
mentalmente, le damos una tabla de cálculo (materia). El proyecta el problema
en la tabla y, por este medio (y también por la mente) halla el resultado. A
continuación le ponemos otra cuenta, que debe resolver sin la tabla. Si no lo
consigue, volvemos a darle el medio, y esto se repite hasta que el niño ha
aprendido a calcular mentalmente y puede prescindir de la ayuda material de la
tabla. En realidad, la operación se hace siempre en la mente, nunca en la
tabla, pero la proyección del problema sobre el plano visible facilita el
aprendizaje.
Si me extiendo tanto sobre
este particular es porque de la buena comprensión de esta relación entre el
cuerpo y la mente se deriva una consecuencia que no consideramos sobrentendida:
la de que el cuerpo no es el lugar en el que puede resolverse un problema. Sin
embargo, toda la medicina académica se orienta hacia este objetivo. Todos miran
fascinados los procesos fisiológicos y tratan de curar la enfermedad en el
plano corporal.
Y aquí no hay nada que
resolver. Sería como tratar de modificar la tabla de cálculo a cada dificultad
que encontrara nuestro colegial. La experiencia humana se produce en la
conciencia y se refleja en el cuerpo. Limpiar constantemente el espejo, no
mejora al que se mira en él (¡ojalá fuera tan
fácil!). En lugar de buscar en el espejo la causa y la solución de todos los
problemas reflejados en él, debemos utilizarlo para reconocernos a nosotros
mismos.
INFECCIÓN = UN CONFLICTO MENTAL QUE SE HACE MATERIAL
La persona propensa a las
inflamaciones trata de rehuir los conflictos.
En caso de enfermedad
infecciosa, conviene hacerse las siguientes preguntas:
1. ¿Qué conflicto hay en mi vida, que yo no veo?
2. ¿Qué conflicto rehuyo?
3. ¿Qué conflicto me niego a reconocer?
Para hallar el tema del
conflicto, debe estudiarse atentamente el simbolismo del órgano o parte del
cuerpo afectada.
II. EL SISTEMA DE DEFENSA
Defender equivale a
rechazar. El polo opuesto de rechazar es amar. Se ha definido el amor desde
multitud de ángulos y en los planos más diversos, pero cada forma de amor puede
reducirse al acto de dar acogida. En el amor, el ser humano abre barreras y
deja entrar algo que estaba fuera de ellas. A estas barreras solemos llamar Yo
(ego) y todo aquello que queda fuera de la propia identificación es para
nosotros Tú (el otro). En el amor, esta barrera se abre para admitir a un Tú
que, con la unión, se convertirá en Yo. Allí donde ponemos una barrera
rechazamos y donde quitamos la barrera amamos. Desde Freud utilizamos la
expresión de «mecanismo de defensa» para designar los resortes de la
conciencia que impiden la penetración de elementos amenazadores procedentes del
subconsciente.
Aquí conviene insistir en
la ecuación microcosmos = macrocosmos, ya que todo repudio o rechazo de
una manifestación procedente del entorno es siempre expresión externa de un
rechazo psíquico interno. Todo rechazo consolida nuestro ego, ya que acentúa la
separación. Por ello al ser humano la negación le resulta considerablemente más
grata que la afirmación. Cada «no», cada resistencia, nos permite sentir
nuestra frontera, nuestro Yo, mientras que, en cada «comunión» esta
frontera se difumina: no nos sentimos a nosotros mismos. Es difícil expresar
con palabras lo que son los mecanismos de defensa, ya que sólo se puede
describir aquello que se reconoce, por lo menos, en otras personas. Los
mecanismos de defensa son la suma de todo lo que nos impide ser perfectos y
completos. En teoría es fácil definir en qué consiste el camino de la
iluminación: en todo lo bueno. Comulga con todo lo que es y serás uno con todo
lo que es. Éste es el camino del amor.
Cada «sí, pero...»
es una defensa que nos impide conseguir la unidad. Ahora empiezan las
pintorescas estratagemas del ego que, en su afán de separación, no se priva de
esgrimir las más piadosas, hábiles y nobles teorías. Y así le hacemos el juego
al mundo.
Los espíritus sagaces
aducirán que, si todo lo que es, es bueno, también la defensa tiene que serlo.
Desde luego, lo es, pues nos hace experimentar tanta fricción en un mundo
polarizado que, para seguir adelante, no tenemos más remedio que discriminar,
pero, a lo sumo, no es más que una ayuda que, al ser utilizada, se obvia a sí misma.
En el mismo sentido se justifica también la enfermedad a la que nosotros
deseamos transmutar en salud cuanto antes.
Como las defensas psíquicas
apuntan contra elementos del subconsciente catalogados de peligrosos y que, por
lo tanto, tienen vedado el paso a la conciencia, así las defensas físicas se
orientan contra enemigos «externos», llamados agentes patógenos o toxinas.
Estamos tan acostumbrados a manejar despreocupadamente unos sistemas de valores
montados por nosotros mismos que hemos llegado a convencernos de que son
patrones absolutos. Pero en realidad no hay más enemigo que aquel al que
nosotros declaramos como tal. (Basta leer a los distintos apóstoles de la
dietética para descubrir los más diversos criterios en el señalamiento de
enemigos. Los mismos alimentos que un método tacha de absolutamente
perniciosos, otro los califica de muy saludables. La dieta que nosotros
recomendamos es: leer atentamente todos los libros de dietética y comer lo que
a uno le apetezca.) Hay ciertas personas que se dejan impresionar de tal modo
por este subjetivo señalamiento de enemigos que no tenemos más remedio que
declararlas enfermas: nos referimos a los alérgicos.
Alergia: la alergia es una reacción
exagerada a una sustancia que reconocemos como nociva. Desde luego, la
actuación del sistema de defensas del organismo está justificada cuando se
trata de supervivencia. El sistema inmunizador del cuerpo produce anticuerpos
para combatir los antígenos*, con lo que proporciona una defensa contra
invasores hostiles, lo cual, fisiológicamente, es irreprochable. En los
alérgicos, esta defensa, en sí encomiable, se desorbita. El alérgico construye
un gran parapeto y constantemente alarga la lista de sus enemigos. Cada vez son
más numerosas las sustancias consideradas nocivas y, por lo tanto, hay que
fabricar más armas para mantener a raya a tantísimo enemigo. Ahora bien, como
en el terreno militar el armamento siempre denota agresividad, así también la
alergia es expresión de una actitud defensiva y agresiva que ha sido reprimida
y obligada a pasar al cuerpo. El alérgico tiene problemas de agresividad que,
en la mayoría de casos, no reconoce y, por lo tanto, no puede asumir.
(Para evitar malas
interpretaciones, recordemos que al hablar de un aspecto psíquico reprimido nos
referimos al que no es conscientemente reconocido por el individuo. Puede ser
que la persona viva plenamente este aspecto sin reconocer en sí mismo tal
propiedad. Pero también, que la propiedad haya sido reprimida de modo tan
absoluto que la persona no la viva. Por lo tanto, la represión puede existir
tanto en un sujeto agresivo como en el más manso de los mortales.)
En el alérgico, la
agresividad es trasladada de la conciencia al cuerpo y aquí se expansiona a
placer con ataques, defensas, forcejeos y victorias. Para que la diversión no
termine por falta de enemigos, se declara la guerra a las cosas más
inofensivas: el polen de las flores, el pelo de los gatos o de los caballos, el
polvo, los artículos de limpieza, el humo, las fresas, los perros o los tomates.
La variedad es ilimitada: el alérgico no respeta nada, es capaz de luchar
contra todo y contra todos, si bien, generalmente, da preferencia a ciertos
elementos cargados de simbolismo.
Es sabido que la
agresividad casi siempre va ligada al miedo. Sólo se combate lo que se
teme. Si examinamos atentamente los alergenos** elegidos, en casi
todos los casos, descubriremos enseguida cuáles son los temas que atemorizan al
alérgico de tal modo que tiene que combatirlos encarnecidamente en el símbolo.
En primer lugar, está el pelo de los animales domésticos, especialmente el de
los gatos. Al pelo del gato (y a cualquier pelo) suelen asociarse las caricias
y los arrumacos: es fino, sedoso, blando, y, no obstante, «animal». Es
un símbolo del amor y tiene una connotación sexual (véanse los animales de
felpa que los niños se llevan a la cama). Algo parecido puede decirse de la
piel del conejo. En el caballo está más acentuado el componente sensual y, en
el perro, el agresivo; pero las diferencias son pequeñas, insignificantes, ya
que un símbolo nunca tiene límites muy marcados.
El mismo tema es
representado por el polen de las flores, alergeno predilecto de los que sufren
la fiebre del heno. El polen es símbolo de fertilidad y procreación, y la «grávida»
primavera es la estación en la que los enfermos de fiebre del heno más «padecen».
Las pieles de los animales y el polen actuando como alergenos indican que los
temas de «amor», «sexualidad», «libido» y «fertilidad»
suscitan ansiedad y, por lo tanto, son activamente rechazados, es decir, no son
admitidos.
* Un antígeno es una sustancia
extraña, generalmente una proteína, que es capaz de estimular el sistema
inmunizador. (N. del T.)
** Alergeno es el antígeno
de una reacción alérgica. (Alergia = reactividad alterada por
hipersensibilidad. (N. del T.)
Algo similar ocurre con el
miedo a la suciedad, la inmundicia, la impureza, que se manifiesta en la
alergia al polvo doméstico. (Recordar expresiones como: chiste guarro, sacar
los trapos sucios, llevar una vida limpia, etc.). El alérgico
trata de evitar con el mismo empeño los alergenos y las situaciones asociadas
con ellos, en lo cual le ayudan de buen grado una medicina comprensiva y el
entorno. Nadie se resiste al despotismo del enfermo: los animales domésticos
son eliminados, no se puede fumar en su presencia, etc. En esta tiranía sobre
el entorno, el alérgico encuentra un campo de actividad que le permite
desahogar insensiblemente sus agresiones reprimidas.
El método de la «desensibilización»
es bueno en sí, pero, para obtener buenos resultados, habría que aplicarlo no
al plano corporal sino al psíquico. Porque el alérgico sólo hallará la curación
cuando aprenda a afrontar conscientemente todo aquello que evita y rechaza, y
asimilarlo en su conciencia. Al alérgico no se le hace ningún favor ayudándole
en su estrategia defensiva: él tiene que reconciliarse con sus enemigos,
aprender a quererlos. Que los alergenos ejercen exclusivamente un efecto
simbólico y nunca un efecto material o químico es algo que debe quedar
perfectamente claro, incluso para el materialista más empedernido, cuando
comprenda que una alergia, para manifestarse, necesita el concurso de la mente.
Por ejemplo, en la narcosis no hay alergia, igualmente, durante una psicosis,
desaparecen todas las alergias. A la inversa, incluso la simple imagen, como
por ejemplo la fotografía de un gato o la secuencia de una locomotora que echa
humo en una película desencadenan el ataque en el asmático. La reacción
alérgica es absolutamente independiente de la materia de los alergenos.
La mayoría de los alergenos
sugieren vitalidad: sexualidad, amor, fertilidad, agresividad, suciedad: en
todos estos campos la vida se muestra en su forma más activa. Pero precisamente
esta vitalidad que exige una expresión infunde miedo en el alérgico. Y es que
su actitud es contraria a la vida. Su ideal es una vida estéril, sin gérmenes,
exenta de sensualidad y agresiones: estado que apenas merece el nombre de «vida».
Por consiguiente, no sorprende que en muchos casos las alergias puedan
degenerar en autoagresiones que llegan a ser
mortales, en las que el cuerpo de estos individuos, ¡ay!, tan delicados, libra
largas y encarnizadas batallas en las que acaba por sucumbir. Entonces la
resistencia, la autoexclusión, el autoencapsulado
alcanza su forma suprema y su plena realización en el ataúd, cámara exenta de
todo alergeno.
ALERGIA = AGRESIVIDAD HECHA MATERIA
El alérgico debe hacerse
las siguientes preguntas:
1.
1.
¿Por qué no asumo mi agresividad
con la conciencia en vez de obligarla a realizar un trabajo corporal?
2.
2.
¿Qué aspectos de la vida me infunden tanto miedo que trato de evitarlos por
todos los medios?
3.
3.
¿A qué tema apuntan mis alergenos?
Sexualidad, instinto, agresividad, procreación, suciedad, en el sentido del
lado oscuro de la vida.
4.
4.
¿En qué medida me sirvo de mi alergia para manipular mi entorno?
5.
5.
¿Qué hay de mi capacidad de amar, de mi receptividad?
III.
La respiración es un acto rítmico.
Se compone de dos fases, inhalación y exhalación. La respiración es un buen
ejemplo de la ley de la polaridad: los dos polos, inspiración y espiración,
forman, con su constante alternancia, un ritmo. Un polo depende de su opuesto,
y así la inspiración provoca la espiración, etc. También podemos decir que un
polo no puede vivir sin el polo opuesto, porque, si destruimos una fase,
desaparece también la otra. Un polo compensa el otro polo y los dos juntos
forman un todo. Respiración es ritmo, el ritmo es la base de toda la vida.
También podemos sustituir los dos polos de la respiración por los conceptos de
contracción y relajación. Esta relación de inspiración–contracción y espiración–relajación
se muestra claramente cuando suspiramos. Hay un suspiro de inspiración que
provoca contracción y un suspiro de espiración que provoca relajación.
Por lo que se refiere al
cuerpo, la función central de la respiración es un proceso de intercambio: por
la inspiración el oxígeno contenido en el aire es conducido a los glóbulos
rojos y en la espiración expulsamos el anhídrido carbónico. La respiración
encierra la polaridad de acoger y expulsar, de tomar y dar. Con esto hemos
hallado la simbología más importante de la respiración. Goethe escribió:
En la respiración hay dos
mercedes,
una inspirar, la otra soltar
el aire,
aquélla colma, ésta refresca,
es la combinación maravillosa
de la vida
Todas las lenguas antiguas
utilizan para designar el aliento la misma palabra que para alma o espíritu.
Respirar viene del latín spirare y espíritu,
de spiritus, raíz de la que se deriva también
inspiración tanto en el sentido lato como en el figurado. En griego psyke significa tanto hálito como alma. En
indostánico encontramos la palabra atman que tiene
evidente parentesco con el atmen (respirar)
alemán. En
Esta imagen indica bellamente
cómo al cuerpo material, a la forma, se le infunde algo que no procede de
Aquí reside su importancia:
la respiración impide que el ser humano se cierre del todo, se aísle, que haga
impenetrable la frontera de su yo. Por muy deseoso que el ser humano esté de
encapsularse en su ego, la respiración le obliga a mantener la unión con lo
ajeno al yo. Recordemos que nosotros respiramos el mismo aire que respira
nuestro enemigo. Es el mismo aire que respiran los animales y las plantas. La
respiración nos une constantemente con todo. Por más que el hombre quiera
aislarse, la respiración lo une con todo y con todos. El aire que respiramos
nos une a unos con otros, nos guste o no. La respiración tiene algo que ver con
«contacto» y «relajación».
Este contacto entre lo que
viene de fuera y el cuerpo se produce en los alvéolos pulmonares. Nuestro
pulmón tiene una superficie interna de unos setenta metros cuadrados, mientras
que el área de nuestra piel no mide sino entre metro y medio y dos metros
cuadrados. El pulmón es nuestro mayor órgano de contacto. Si observamos con más
atención, distinguiremos las diferencias existentes entre los dos órganos de
contacto del ser humano: pulmones y piel; el contacto de la piel es inmediato y
directo. Es más comprometido y más intenso que el de los pulmones y, además,
está sometido a nuestra voluntad. Uno puede tocar a otra persona o no tocarla.
El contacto que establecemos con los pulmones es indirecto, pero obligatorio.
No podemos evitarlo, ni siquiera cuando una persona nos inspira tanta antipatía
que no podemos ni olerla, ni cuando otra nos impresiona tanto que nos deja sin
aliento. Existe un síntoma de enfermedad que puede pasar de uno a otro de estos
órganos de contacto: una erupción cutánea abortada puede manifestarse en forma
de asma que, a su vez, con el correspondiente tratamiento, se convierte en
erupción. El asma y la erupción cutánea corresponden al mismo tema: contacto,
roce, relación. La resistencia a establecer contacto con todo el mundo por
medio de la respiración se manifiesta, por ejemplo, en el espasmo respiratorio
del asma.
Si seguimos repasando las
frases hechas relacionadas con la respiración y con el aire veremos que hay
situaciones en las que a uno le falta el aire, o no puede respirar a sus
anchas. Con ello tocamos el tema de la libertad y la cohibición. Con el primer
aliento empezamos nuestra vida y con el último la terminamos. Con el primer
aliento damos también el primer paso por el mundo exterior al desprendernos de
la unión simbiótica con la madre y hacernos autónomos, independientes, libres.
Cuando a uno le cuesta respirar; ello suele ser señal de que teme dar por sí
mismo los primeros pasos con libertad e independencia. La libertad le corta la
respiración, es algo insólito que le produce temor. La misma relación entre
libertad y respiración se advierte en el que sale de una situación de agobio y
pasa a otra esfera en la que se siente «desahogado» o, simplemente, sale
al exterior: lo primero que hace es inspirar profundamente, por fin puede
respirar con libertad.
También el proverbial ahogo que nos
aqueja en circunstancias agobiantes es ansia de libertad y de espacio vital. En
resumen, la respiración simboliza los siguientes temas: ritmo, en el sentido de
aceptar «tanto lo uno como lo otro» Contracción – Relajación
Tomar – Dar
Contacto – Repudio
Libertad – Agobio
RESPIRACIÓN = ASIMILACIÓN DE
En las enfermedades
respiratorias, procede hacerse las siguientes preguntas:
1.
1.
¿ Qué me impide respirar?
2.
2.
¿Qué es lo que no quiero admitir?
3.
3.
¿Qué es lo que no quiero expulsar?
4.
4.
¿Con qué no quiero entrar en contacto?
5.
5.
¿Tengo miedo de dar un paso en una nueva libertad?
Asma bronquial
Después de las
consideraciones de carácter general hechas acerca de la respiración, deseamos
examinar especialmente el cuadro del asma bronquial, afección que siempre fue
exponente de las manifestaciones psicosomáticas. «Se llama asma bronquial a una
disnea que se presenta en forma de acceso, caracterizada por una espiración
sibilante. Se produce un estrechamiento de los bronquios y bronquiolos que
puede estar provocada por un espasmo de la musculatura plana, una inflamación
de las vías respiratorias y la congestión y secreción de la mucosa» (Brautigam).
El ataque de asma es
experimentado por el paciente como un ahogo mortal, el enfermo trata de sorber
el aire, jadea y la espiración queda muy dificultada. En el asmático coinciden
varios problemas que, a pesar de su afinidad, examinaremos por separado, por
motivos didácticos.
1. Tomar y dar:
El asmático trata de tomar
demasiado. Inspira profundamente y provoca una excesiva dilatación de los
pulmones y un espasmo respiratorio. Uno toma llenándose hasta rebosar y, cuando
tiene que dar, llega el espasmo.
Aquí se ve claramente la
perturbación del equilibrio; los polos «tomar» y «dar» deben estar
equilibrados, a fin de poder formar un ritmo. La ley de la evolución depende
del equilibrio interno: toda acumulación impide la fluidez. El flujo
respiratorio es interrumpido en el asmático porque se excede al tomar. Ocurre
luego que no sabe dar y entonces no puede volver a tomar lo que tanto ansía. Al
inspirar tomamos oxígeno y al espirar expulsamos anhídrido carbónico. El
asmático quiere conservarlo todo y con ello se envenena, ya que no puede
expulsar lo usado. Este tomar sin dar produce sensación verdadera de asfixia.
El desequilibrio entre
tomar y dar, que de forma tan impresionante se manifiesta en el asma, es un
tema que puede aplicarse a muchas personas. Suena muy simple, y, sin embargo,
muchos fallan en este punto. Sea lo que fuere lo que uno desea tener—ya sea
dinero, fama, ciencia, sabiduría—siempre ha de haber un equilibrio entre el
tomar y el dar, o uno se expone a asfixiarse con lo tomado. El ser humano
recibe en la medida en que da. Si se suspende el dar, el flujo se interrumpe y
tampoco entra nada. ¡ Cuán dignos de compasión son
quienes quieren llevarse su saber a la tumba! Guardan avariciosamente lo poco
que pudieron adquirir y renuncian a la riqueza que espera a todo el que sabe
devolver, transformado, lo que ha recibido. ¡Si la gente pudiera comprender que
hay de todo en abundancia para todos!
Si a alguien le falta algo
es sólo porque se autoexcluye. Observemos al asmático: él ansía el aire, a
pesar de que aire hay tanto. Pero los hay ansiosos.
2. El deseo de inhibirse:
El asma puede provocarse experimentalmente
en cualquier individuo haciéndole inspirar gases irritantes, como amoníaco, por
ejemplo. A partir de una determinada concentración, en el individuo se produce
una reacción de protección, mediante la coordinación de varios reflejos, a saber:
inmovilización del diafragma, broncoconstricción y
secreción de mucosidad. Es el llamado reflejo de Kretschmer
que consiste en un bloqueo para impedir la entrada a algo que viene de fuera.
Ante el amoníaco el reflejo es saludable; pero en el asmático se produce con un
estímulo mucho más débil. El asmático percibe las sustancias más inofensivas
del entorno como peligrosas para la vida y se cierra inmediatamente a ellas. En
el capítulo anterior hemos hablado extensamente del significado de la alergia,
por lo que aquí será suficiente recordar el tema de rechazo y el temor. Y es
que el asma suele estar íntimamente ligada a una alergia.
Asma, en griego, significa «estrechez
de pecho», estrecho, en latín, es angustus,
voz que recuerda la palabra alemana Angst (miedo).
Encontramos también angustus en angina (inflamación
de las amígdalas) y en angina pectoris (contracción
dolorosa de las arterias del corazón). Es de observar que la estrechez o
contracción tiene relación con el miedo. La contracción asmática tiene también
mucho que ver con el miedo, con el miedo a admitir ciertos aspectos de la vida,
a los que también nos referimos al hablar de los alergenos. El afán de cerrarse
persiste en el asmático hasta alcanzar su punto culminante en la muerte. La
muerte es la última posibilidad de cerrarse, de encapsularse, de aislarse de lo
vivo. (A este respecto puede ser interesante la siguiente observación: se puede
enfurecer fácilmente a un asmático diciéndole que su asma no es peligrosa y que
nunca podrá causarle la muerte. ¡Y es que para él tiene mucha importancia la
malignidad de su enfermedad!)
3. Afán de dominio e insignificancia:
El asmático tiene un gran afán de dominio que él no reconoce y que, por
lo tanto, es transmitido al cuerpo en el que se manifiesta en la «soberbia» del
asmático. Esta soberbia muestra claramente la arrogancia y la megalomanía que
él ha reprimido cuidadosamente en su conciencia. Por ello gusta de evadirse a
lo ideal y formalista. Pero si el asmático se enfrenta con el afán de poder y dominio
de otro (la ley del símil) el miedo se le pone en los pulmones y le deja sin
habla: el habla que precisamente es modulada por la espiración—. El asmático no
puede exhalar: se le corta la respiración.
El asmático se sirve de sus síntomas para ejercer el poder sobre su
entorno. Los animales domésticos han de ser eliminados, no puede haber ni una
mota de polvo, prohibido fumar, etc.
Este afán de dominio
alcanza su punto culminante durante los peligrosos ataques, los cuales se
manifiestan precisamente cuando se llama la atención del asmático sobre su afán
de dominio. Estos ataques chantajistas son muy peligrosos para el propio
enfermo, ya que suponen un peligro de muerte. Es impresionante comprobar cómo
puede llegar a perjudicarse un enfermo, con tal de dominar. En psicoterapia se
ha observado que el ataque suele ser el último recurso cuando el enfermo se
siente muy cerca de la verdad.
Pero ya esta proximidad
entre el afán de dominio y la autoinmolación nos hace percibir algo de la
ambivalencia de este afán de dominio que se vive inconscientemente. Porque, a
medida que aumenta esta pretensión de poder, que se adquieren más ínfulas,
crece también el polo opuesto, es decir, la indefensión, la sensación de
insignificancia y desamparo. La aceptación y asimilación consciente de esta
insignificancia debería ser tarea obligada del asmático.
Después de una enfermedad
prolongada, el pecho se dilata y robustece. Ello da un aspecto vigoroso, pero
limita Ia capacidad respiratoria, a causa de la
pérdida de elasticidad. Imposible plasmar el conflicto con más elocuencia:
pretensión y realidad.
En lo de sacar el pecho hay un
mucho de agresividad. El asmático no ha aprendido a articular debidamente su
agresividad en la fase verbal, pero no puede dar salida a su agresividad con
gritos o juramentos y se le queda dentro, en los pulmones. Y estas
manifestaciones agresivas regresan al plano corporal y salen a la luz del día
en forma de tos y expectoración. Veamos algunas frases hechas: Toser a
alguno = escupir en la cara = quedarse sin respiración, del disgusto.
La agresividad se muestra también
en las alergias, la mayoría de las cuales están asociadas al asma.
4. Rechazo del lado oscuro de la vida.
El
asmático
ama lo limpio, lo puro, lo transparente y estéril y evita lo oscuro, profundo y
terrenal, lo cual suele expresarse claramente en la elección de los alergenos.
Él desea instalarse en el ámbito superior, para no entrar en contacto con el
polo inferior. Por lo tanto, suele ser una persona cerebral (la doctrina de los
elementos atribuye el aire al pensamiento). La sexualidad, que también
corresponde al polo- inferior, la desplaza el asmático hacia arriba, al pecho,
estimulando con ello la producción de mucosidad, proceso que en realidad
debería estar reservado a los órganos sexuales. El asmático expulsa esta
mucosidad (producida demasiado arriba) por la boca, solución cuya originalidad
apreciará quien vea la correspondencia existente entre los genitales y la boca
(en un capítulo posterior examinaremos más detenidamente este extremo).
El asmático anhela el aire
puro. Le gustaría vivir en la cima de una montaña (deseo que suele concedérsele
bajo el nombre de «climaterapia»). Allí se satisface también su afán de
dominio: arriba, contemplando desde la cumbre el turbio acontecer del valle
sombrío, a distancia segura, elevado en la esfera donde «el aire todavía es
puro», situado por encima de las tierras bajas, con sus impulsos y su
fecundidad: arriba, en lo alto de la montaña, donde la vida tiene una pureza
mineral. Aquí realiza el asmático el ansiado vuelo a las alturas, por obra y
gracia de laboriosos climatólogos. Otro lugar recomendado por sus efectos
terapéuticos es el mar, con su aire salobre. Y el mismo simbolismo: sal,
símbolo del desierto, símbolo de lo mineral, símbolo de la esterilidad. Es el
entorno que ansía el asmático, porque de lo vital tiene miedo.
El asmático es un individuo que
tiene sed de amor: quiere amor y por eso inspira tan profundamente. Pero no
puede dar amor: tiene dificultad en la espiración.
¿Qué puede ayudarle? Al igual que para todos los síntomas, sólo existe
una prescripción: toma de conciencia e implacable sinceridad consigo mismo.
Cuando una persona ha reconocido sus temores debe acostumbrarse a no evitar las
causas del miedo sino afrontarlas hasta poder quererlas y asumirlas. Este
necesario proceso se simboliza perfectamente en una terapia que, si bien es
desconocida para la medicina académica, suele aplicarla la naturopatía
y es uno de los remedios más eficaces contra el asma y alergia. Consiste en
inyectar al enfermo la propia orina por vía intramuscular. Vista con una óptica
simbólica esta terapia obliga al paciente a readmitir lo que ha expulsado, la
propia inmundicia, batallar con ella e integrársela. ¡Esto cura!
ASMA
Preguntas que debería
hacerse el asmático:
1. ¿En qué aspectos quiero tomar sin dar?
2. ¿Puedo reconocer conscientemente mi agresividad y qué
posibilidades tengo de exteriorizarla?
3. ¿ Cómo me planteo el conflicto
«dominio/desvalimiento»?
4. ¿Qué aspecto de la vida valoro negativamente y rechazo?
5. ¿Puedo sentir algo del miedo que se ha parapetado detrás
de mi sistema de valoración?
6. ¿Qué aspectos de la vida trato de evitar, cuáles considero
sucios, bajos e inmundos?
No olvidar: cuando se deja sentir la contracción, ¡es
miedo!El
único remedio contra el miedo es la expansión. ¡La expansión se consigue
dejando entrar lo que se evitaba!
Resfriados y afecciones
gripales
Antes de abandonar el tema de
la respiración, examinaremos brevemente los síntomas del resfriado, el cual
afecta principalmente a las vías respiratorias. La gripe, al igual que el
resfriado, es un proceso inflamatorio agudo, o sea, expresión de la
manipulación de un conflicto. Para hacer nuestra interpretación, no queda sino
examinar los lugares y las zonas en los que se manifiesta el proceso
inflamatorio. Un resfriado siempre se produce en situaciones críticas, cuando
uno está hasta las narices o se le hinchan las narices. Tal vez haya quien
considere exagerada la expresión de «situación crítica». Naturalmente, no nos
referimos a crisis indecisas, las cuales se manifiestan con símbolos de una
importancia proporcionada. Al decir «situaciones críticas» nos referimos a
aquellas que, no siendo dramáticas, son frecuentes e importantes para la mente,
que nos producen sensación de agobio y nos inducen a buscar un motivo legítimo
para distanciarnos un poco de una situación que nos exige demasiado. Dado que
momentáneamente no estamos dispuestos a reconocer ni la carga que suponen estas
«pequeñas» crisis cotidianas ni nuestros deseos de evasión, se produce la
somatización: nuestro cuerpo manifiesta ostensiblemente nuestra sensación de
estar hasta las narices permitiéndonos alcanzar nuestro inconfesado objetivo, y
con la ventaja de que todo el mundo se muestra muy comprensivo, algo impensable
si hubiéramos dirimido el conflicto conscientemente. Nuestro resfriado nos
permite apartarnos de la situación molesta y pensar un poco más en nosotros
mismos. Ahora podemos ejercitar la sensibilidad corporal.
Nos duele la cabeza (en
estas circunstancias, no se puede pedir a una persona que se meta a resolver
problemas), nos lloran los ojos, estamos congestionados, molidos. Esta
sensibilización generalizada puede exacerbarse hasta hacer que nos duela «la
punta del pelo». Nadie puede acercársenos, nada ni nadie puede rozarnos
siquiera. La nariz está tapada y hace imposible toda comunicación (la
respiración es contacto, no se olvide). Con la amenaza: «No te acerques, que
estoy resfriado», se saca uno a la gente de delante. Esta actitud defensiva
puede reforzarse con estornudos, los cuales convierten la espiración en potente
arma defensiva. Incluso la palabra queda disminuida como medio de comunicación,
por la irritación de la garganta. Desde luego, no permite enfrascarse en
discusiones. La tos de perro denota claramente, por su tono áspero, que el
placer de la comunicación se reduce, en el mejor de los casos, a toserle a
alguno.
Con tanta actividad
defensiva, no es de extrañar que también las amígdalas, que figuran entre las
defensas más importantes, echen el resto. Y se inflaman de tal modo que uno
casi no puede tragar, estado que debe inducir al paciente a preguntarse qué es
en realidad lo que se le ha atragantado. Porque tragar es un acto de admisión,
de aceptación. Y esto es precisamente lo que ahora no queremos hacer. Este
detalle nos revela la táctica del resfriado en todos los aspectos. El dolor de
las extremidades y la sensación de abatimiento de la gripe dificultan los
movimientos y, concretamente, el de los hombros puede llegar a transmitir la
presión del peso de los problemas que gravita sobre ellos y que uno se resiste
a seguir soportando.
Nosotros tratamos de
expulsar una porción de estos problemas en forma de mucosidad purulenta, y
cuanta más expulsamos más alivio sentimos. La abundante mucosidad que al
principio todo lo obstruía y que congestionó las vías de comunicación debe
diluirse a fin de que algo empiece a moverse y a fluir. Por lo tanto, cada resfriado
hace que algo vuelva a moverse y marca un pequeño avance en nuestra evolución.
La medicina naturista, muy acertadamente, ve en el resfriado un saludable
proceso de limpieza por medio del cual se eliminan toxinas del cuerpo; en el
plano psíquico, las toxinas representan problemas que también se resuelven y
eliminan. Cuerpo y alma salen de la crisis fortalecidos, para esperar la
próxima vez que estemos hasta las narices.
IV.
Con la digestión ocurre
algo muy parecido a lo de la respiración. Con la respiración tomamos entorno,
lo asimilamos y expulsamos lo no asimilable. Otro tanto ocurre durante la
digestión, si bien el proceso digestivo se hunde más profundamente en la
materia del cuerpo. La respiración está regida por el elemento aire, mientras
que la digestión pertenece al elemento tierra, es más material. Pero a la
digestión le falta el ritmo perfectamente marcado de la respiración. En el
elemento pesado de la tierra, la cadencia del proceso de asimilación y
expulsión de los alimentos es menos perceptible y rápida.
La digestión también tiene
una similitud con las funciones cerebrales, ya que el cerebro (es decir, la
mente) procesa y digiere los elementos inmateriales de este mundo (porque no
sólo de pan vive el hombre). Por medio de la digestión, procesamos elementos
materiales de este mundo. La digestión abarca, pues:
1. Captación del mundo exterior en forma de elementos
materiales.
2. Diferenciación entre lo asimilable y lo no asimilable.
3. Asimilación de las sustancias asimilables.
4. Expulsión de lo no digerible.
Antes de ocuparnos más
detenidamente de los problemas que pueden presentarse durante la digestión, es
conveniente considerar el simbolismo de la nutrición. Por los alimentos y comidas
que prefiere cada cual pueden descubrirse muchas cosas (dime lo que comes y te
diré quién eres). Será un buen ejercicio aguzar la mirada y la mente, de manera
que, incluso en los procesos más habituales y rutinarios, podamos descubrir las
relaciones —nunca fortuitas— que hay detrás de los fenómenos aparentes. Si a
una persona le apetece algo determinado, ello expresa una preferencia y nos da
un indicio sobre la personalidad del individuo. Cuando algo «no le apetece»,
esta aversión es tan reveladora como una respuesta a un test psicológico. El
hambre se mueve por el afán de posesión, deseo de absorción, por una cierta
codicia. Comer es satisfacer el deseo por medio de la ingestión, integración y
asimilación.
El que tiene hambre de
cariño y no puede saciarla, manifiesta este afán en el aspecto corporal en
forma de hambre de golosinas. El hambre de golosinas siempre expresa un hambre
de cariño no saciada. Queda patente el doble significado que se atribuye a lo
dulce: cuando de una chica guapa decimos que es un bombón y que está para
comérsela. El amor y lo dulce tienen una estrecha relación. El deseo de
golosinas en los niños es claro indicio de que no se sienten lo bastante
amados. Los padres suelen protestar de semejante imputación diciendo que ellos
«harían cualquier cosa por su hijo». Pero «hacer cualquier cosa» no es
forzosamente lo mismo que «amar». El que come caramelos anhela amor y
seguridad. Es más fiable esta regla que la valoración de la propia capacidad de
amar. También hay padres que atiborran de golosinas a sus hijos, con lo que
indican que no están dispuestos a ofrecer amor a sus hijos, por lo que tratan
de compensarles de otro modo.
Las personas que realizan
un trabajo intelectual y tienen que pensar mucho muestran preferencia por los
alimentos salados y los platos fuertes. Los muy conservadores tienen
predilección por los alimentos en conserva, especialmente los ahumados y el té
cargado que beben sin azúcar (en general, alimentos ricos en ácido tánico).
Los que gustan de comidas
picantes denotan deseo de nuevas emociones. Son personas amantes de los
desafíos, a pesar de que pueden ser indigestos, diametralmente opuestas a las
que sólo comen cosas suaves: nada de sal ni especias. Estas personas rehuyen todo lo que sea novedad. Se desentienden de los
retos y temen todo enfrentamiento. Este temor puede acentuarse hasta hacerles
adoptar un régimen a base de papillas, como el del enfermo del estómago, acerca
de cuya personalidad hablaremos más extensamente muy pronto. Las papillas son
comidas de bebé, lo que indica claramente que el enfermo del estómago ha
experimentado una regresión hasta la indiferenciación
de la infancia, en la que no se puede elegir ni cortar y hay que renunciar
hasta a morder y masticar (actividades estas en exceso agresivas) la comida.
Este individuo evita tragar alimentos sólidos.
Un temor exagerado a las
espinas simboliza el miedo a las agresiones. La preocupación por los huesos,
miedo a los problemas —no se quiere llegar al meollo de la cuestión—. Pero también existe el grupo contrario: los
macrobióticos. Estas personas van en busca de problemas a los que hincar el
diente. Quieren desentrañar las cosas y prefieren los alimentos duros. Llegan
hasta evitar los aspectos placenteros: a la hora del postre, eligen algo duro de
roer. Los macrobióticos denotan así cierto miedo al amor y la ternura y su
incapacidad para aceptar el amor. Algunas personas llevan a tal extremo su afán
de huir de los conflictos que acaban teniendo que ser alimentadas por vía
intravenosa en una unidad de cuidados intensivos. Ésta es sin duda la forma más
segura de vegetar sin tener que molestarse.
Los dientes
Los alimentos entran por la
boca y en ella son triturados por los dientes. Con los dientes mordemos y
masticamos. Morder es un acto muy agresivo, expresión de la capacidad de
agarrar, sujetar y atacar. El perro enseña los dientes para demostrar su
peligrosa agresividad; también nosotros decimos que vamos a «enseñar los
dientes» a alguien cuando estamos decididos a defendernos. Una mala
dentadura es indicio de que una persona tiene dificultad para manifestar su
agresividad.
Esta relación se mantiene,
a pesar de que hoy en día casi todo el mundo, incluso los niños, tiene caries.
De todos modos, los síntomas colectivos no hacen sino señalar problemas
colectivos. En todas las culturas socialmente desarrolladas de nuestra época,
la agresividad se ha convertido en un grave problema. Se exige al ciudadano
«adaptación social», lo que en realidad quiere decir: «represión de la
agresividad». Esta agresividad reprimida de nuestro conciudadano, tan
pacífico y socialmente adaptado, vuelve a salir a la luz del día en forma de «enfermedades»
y, a la postre, afecta tanto a la comunidad social en esta forma pervertida
como en su forma original. Por ello, las clínicas son los modernos campos de
batalla de nuestra sociedad. Aquí la agresividad reprimida libra una lucha sin
cuartel contra sus poseedores. Aquí las personas sufren los efectos de sus
propias maldades que durante toda su vida no se atrevieron a descubrir en sí
mismas y a modificar conscientemente.
A nadie debe sorprender
que, en la mayoría de cuadros clínicos, nos tropecemos con la agresividad y la
sexualidad. Son las dos problemáticas que el individuo de nuestro tiempo
reprime con más fuerza. Quizás alguien argumentará que tanto la creciente
criminalidad y la proliferación de la violencia como la ola de sexualidad desmiente nuestras palabras. A esto habría que responder que
tanto la falta como la explosión de la agresividad son síntomas de represión.
Una y otra no son sino fases distintas del mismo proceso. Cuando, en lugar de
reprimir la agresividad, se le deja una parcela y se experimenta con esta
energía, es posible integrar conscientemente la parte agresiva de la
personalidad. Una agresividad integrada es energía y vitalidad al servicio de
la personalidad total, que no caerá en los extremos de la mansedumbre
empalagosa ni de las explosiones furibundas. Pero este término medio tiene que
cultivarse. Para ello debe ofrecerse al individuo la posibilidad de madurar por
la experiencia. La agresividad reprimida sólo sirve para alimentar la sombra
con la que habrá que lidiar después, cuando se presente bajo la forma
pervertida de la enfermedad. Lo mismo puede decirse de la sexualidad y de todas
las demás funciones psíquicas.
Volvamos a los dientes, que
tanto en el cuerpo del animal como en el del ser humano representan agresividad
y capacidad de dominio (abrirse paso a dentelladas). Generalmente, suele
atribuirse la magnífica dentadura de algunos pueblos primitivos a la
alimentación natural. Pero es que estos pueblos tratan la agresividad de formas
muy diferentes. De todos modos, dejando aparte la problemática colectiva, el
estado de los dientes también es revelador a escala individual. Además de la ya
mentada agresividad, los dientes nos indican nuestra vitalidad (agresividad y
vitalidad son sólo dos aspectos de una misma fuerza, y no obstante uno y otro
concepto suscitan en nosotros asociaciones diferentes). Veamos la expresión: «A
caballo regalado no le mires el diente». El refrán se refiere a la
costumbre de mirar la boca al caballo que se va a comprar, para calcular la
edad y vitalidad del animal por el estado de los dientes. La interpretación
psicoanalítica de los sueños atribuye al sueño de la caída de los dientes una
pérdida de energía y potencia.
Hay personas que hacen
rechinar los dientes mientras duermen, algunas con tanta fuerza que hay que
ponerles un aparato en la boca para que no se los desgasten de tanto rechinar.
El simbolismo está claro. El rechinar de dientes es sinónimo reconocido de
agresividad impotente. El que durante el día no puede ceder al deseo de morder,
tiene que rechinar los dientes por la noche hasta desgastarlos y dejarlos
romos...
El que tiene mala dentadura
carece de vitalidad, de la capacidad de hincarle el diente a un problema. Por
lo tanto, todo le resultará duro de roer. Los anuncios de dentífricos describen
el objetivo con las palabras -«¡...dientes sanos y
fuertes para morder mejor!».
La «tercera dentadura»
permite simular una vitalidad y una energía de las que el individuo carece.
Esta prótesis, como todas, es un engaño. Puede compararse a un aviso de «¡Cuidado con el perro!» que pusiera en la
verja del jardín el dueño de un perrito faldero. Una dentadura postiza es sólo
un «mordiente» comprado».
Las encías son la base de
los dientes, su lecho. Las encías representan también la base de la vitalidad y
agresividad, confianza y seguridad en sí mismo. La persona que carece de esta
confianza y seguridad nunca conseguirá afrontar sus problemas de forma activa y
vital, nunca tendrá valor para cascar las nueces duras ni militar activamente.
La confianza es lo que proporciona el necesario soporte a esta facultad, del
mismo modo que la encía soporta los dientes. Pero las encías sensibles que
sangran con facilidad no sirven para ello. La sangre es símbolo de vida, y la
encía sangrante nos indica cómo, a la menor contrariedad, se le va la vida a la
confianza y a la seguridad en sí mismo.
Tragar
Una vez triturados los
alimentos con los dientes, los ensalivamos y los tragamos. Con el acto de
tragar integramos, admitimos: tragar es incorporar. Mientras tenemos algo en la
boca podemos escupirlo. Una vez lo hemos tragado, el proceso es difícilmente
reversible. Los trozos grandes son difíciles y hasta imposibles de tragar. A
veces, en la vida uno tiene que tragar algo contra su voluntad, por ejemplo, un
despido. Hay malas noticias que son difíciles de tragar.
Precisamente en estos
casos, un poco de líquido puede facilitar la operación, especialmente si se
trata de un buen trago. Del alcohólico se dice que traga mucho. Por lo general,
el trago alcohólico sirve para facilitar o, incluso, sustituir otros tragos. Se
traga alcohol porque en la vida hay otras cosas que uno no puede ni quiere tragar.
Así, el alcohólico sustituye la comida por la bebida (beber mucho provoca
pérdida del apetito), sustituye el trago duro y sólido por el suave y líquido,
el trago de la botella.
Hay numerosos trastornos de
la deglución, por ejemplo, el nudo en la garganta, o unas anginas, que producen
la sensación de no poder tragar. En estos casos, el afectado debe preguntarse:
¿Qué hay actualmente en mi vida que yo no pueda o no quiera tragar? Entre estos
trastornos figura el de la «aerofagia», afección que impulsa a tragar aire.
Huelgan más explicaciones para descubrir lo que ocurre en estos casos. Hay algo
que uno no quiere tragar, no quiere asimilar, pero disimula tragando aire. Esta
resistencia encubierta contra la deglución se manifiesta después con eructos y
ventosidades (literalmente: «pearse en algo»).
Náuseas y vómitos
Una vez hemos tragado el
alimento, éste puede resultar indigesto, como si tuviéramos una piedra en el
estómago. Ahora bien, la piedra, al igual que el hueso de la fruta, es símbolo
de problema. Todos sabemos cómo puede bloquearnos el estómago y quitarnos el
apetito un problema. El apetito depende en gran medida de la situación
psíquica. Hay multitud de expresiones que señalan esta analogía entre los
procesos psíquicos y somáticos: Eso me ha quitado el apetito, o: Sólo
de pensarlo me da mareo. O también: Nada más verlo se me revuelve el
estómago. El mareo señala rechazo de algo que, por lo tanto, se nos sienta
en la boca del estómago. También comer desordenada y atropelladamente puede
producir mareo. Ello no ocurre sólo en el plano físico sino que una persona
también puede tratar de embutir en su mente demasiadas cosas a la vez y
provocarse una indigestión.
La náusea culmina en el
vómito del alimento. El individuo se libra de las cosas e impresiones que
rechaza, que no quiere asimilar. El vómito es una expresión categórica de
defensa y repudio. Así el pintor judío Max Liebermann
decía refiriéndose al estado de la política y del arte en Alemania después de
1933: «¡No puedo comer todo lo que me
gustaría vomitar!»
Vomitar es «no aceptar».
Esta relación se expresa claramente en los vómitos del embarazo. Aquí se
expresa el rechazo inconsciente de la criatura o del semen que la mujer no
quiere «incorporar». Siguiendo el razonamiento, los vómitos del embarazo
también pueden expresar un rechazo de la función femenina (la maternidad).
El estómago
El lugar al que a
continuación llega el alimento (no vomitado) es el estómago, cuya primera
función es la de servir de recipiente. Él recibe todas las impresiones que
vienen del exterior, lo que hay que digerir. La capacidad de recibir exige
apertura, pasividad y capacidad de entrega. En virtud de estas propiedades, el
estómago representa el polo femenino. Mientras que el principio masculino está
caracterizado por la facultad de irradiar y por la actividad (elemento fuego),
el principio femenino engloba la capacidad de aceptación, la abnegación, la
sensibilidad y la facultad de recibir y guardar (elemento agua). Lo que
representa el elemento femenino en el terreno psíquico es la sensibilidad, el
mundo de la percepción. Si un individuo reprime en la mente la capacidad de
sentir, esta función pasa al cuerpo, y el estómago, además de los alimentos,
tiene que admitir y digerir los sentimientos. En este caso, no es que el amor
pase por el estómago sino que sentimos un peso en el estómago que más tarde o
más temprano se manifestará como adiposidad.
Además de la facultad de
recibir, en el estómago hallamos otra función, correspondiente ésta al polo
masculino: producción de ácidos. Los ácidos atacan, corroen, descomponen: son
inequívocamente agresivos. Una persona que sufre un disgusto dirá: Estoy
amargado. Si la persona no consigue vencer este furor conscientemente o transmutarlo
en agresión y se traga el mal humor, o traga bilis, su agresividad y su
amargura se somatizan en ácidos estomacales. El estómago reacciona produciendo
un ácido agresivo con el que pretende modificar y digerir unos sentimientos no
materiales, empresa difícil y molesta que nos recuerda que no es conveniente
tragarse el mal humor ni obligar al estómago a digerirlo. El ácido jugo
gástrico aumenta porque quiere imponerse.
Pero esto acarrea problemas
al enfermo del estómago, que carece de la capacidad de enfrentarse
conscientemente con su mal humor y su agresividad, para resolver de modo
responsable conflictos y problemas. El enfermo del estómago o no exterioriza su
agresividad (se la traga) o demuestra una agresividad exagerada, pero ni un
extremo ni el otro le ayudan a resolver el problema realmente, ya que carece de
confianza y seguridad en sí mismo, sentimiento indispensable para que el
individuo resuelva su problema, carencia a la que aludimos al tratar del tema Dientes–Encías. Todo el mundo sabe que el alimento mal
masticado es difícilmente tolerable por un estómago excitado y con exceso de
ácidos. Pero la masticación es agresión. Y cuando falta una buena masticación
el estómago tiene que trabajar más y producir más ácidos. El enfermo del
estómago es una persona que rehuye conflictos.
Inconscientemente, añora la plácida niñez. Su estómago pide papilla. Y el
enfermo del estómago se alimenta de cosas que han sido tamizadas por el
pasapurés y que, por lo tanto, han demostrado ser inofensivas. Puede haber
grumos. Los problemas se han quedado en el tamiz. El enfermo del estómago no
tolera los alimentos crudos, por bastos, primitivos y peligrosos. Antes de que
él se atreva con los alimentos, éstos tienen que ser sometidos al agresivo
proceso de la cocción. El pan integral es indigesto, porque aún contiene muchos
problemas. Todos los alimentos sabrosos, el alcohol, el café, la nicotina y los
dulces representan un estímulo excesivo para el enfermo del estómago. La vida y
la comida tienen que estar exentas de desafíos. El ácido gástrico produce una
sensación de opresión que impide registrar nuevas impresiones.
La ingestión de
medicamentos antiácidos suele provocar eructos, con el consiguiente alivio, ya
que eructar es una manifestación agresiva hacia el exterior. Con esto uno ha
hecho disminuir un poco la presión. La terapia que suele aplicar la medicina
académica (por ejemplo, «Valium») refleja la misma relación: el
medicamento interrumpe químicamente la unión entre la mente y el sistema
vegetativo (llamado desacoplamiento psicovegetativo);
paso que, en casos graves, se realiza también
quirúrgicamente extirpando al enfermo de úlcera ciertas ramas nerviosas
encargadas de la producción de ácidos (vagotomía). En
ambos tratamientos prescritos por la medicina académica se corta la unión sentimiento–estómago, a fin de que el estómago no tenga que
seguir digiriendo somáticamente los sentimientos. El estómago es desconectado
de los estímulos exteriores. La estrecha relación existente entre la mente y la
secreción gástrica es bien conocida desde los experimentos de Pávlov. (Por el procedimiento de hacer sonar una campana en
el momento de poner la comida a los perros, Pávlov
consiguió crear en los animales un reflejo condicionado, de manera que al cabo
de algún tiempo bastaba el sonido de la campana para desencadenar la secreción
gástrica que normalmente provoca la vista de la comida.)
La actitud básica de
proyectar los sentimientos y la agresividad no hacia fuera sino hacia dentro,
contra uno mismo provoca finalmente la úlcera de estómago. La úlcera es una
llaga que se forma en la pared del estómago. El enfermo de úlcera, en lugar de
digerir las impresiones del exterior, digiere el propio estómago. En rigor se
trata de autofágia. El enfermo de estómago tiene que
aprender a tomar conciencia de sus sentimientos, afrontar conscientemente los
conflictos y digerir conscientemente las impresiones. Además, el paciente de
úlcera debe admitir y reconocer sus deseos de dependencia infantil, de la
protección materna y el afán de ser querido y mimado, incluso y precisamente
cuando estos deseos estén bien disimulados tras una fachada de independencia,
autoridad y aplomo. También aquí el estómago revela la verdad.
TRASTORNOS ESTOMACALES Y DIGESTIVOS
Las personas aquejadas de
trastornos estomacales y digestivos deben hacerse las preguntas siguientes:
1. ¿Qué es lo que no puedo o no quiero tragar?
2. ¿Me consumo interiormente?
3. ¿Cómo llevo mis sentimientos?
4. ¿Qué me amarga?
5. ¿Cómo llevo mi agresividad?
6. ¿En qué medida huyo de los conflictos?
7. ¿Hay en mi una añoranza reprimida de un paraíso infantil
sin conflictos en el que se me quería y mimaba sin que yo tuviera que abrirme
paso a mordiscos?
Intestino delgado e
intestino grueso
En el intestino delgado se
produce la digestión propiamente dicha, mediante división en componentes
(análisis) y asimilación. Llama la atención el parecido existente entre el
intestino delgado y el cerebro. Ambos tienen una misión similar: el cerebro digiere
las impresiones en el plano mental y el intestino digiere las sustancias
materiales. Las afecciones del intestino delgado suscitan la pregunta de si el
individuo no estará analizando demasiado, ya que la función característica del
intestino delgado es el análisis, la división, el detalle. Las personas con
afecciones del intestino delgado suelen tender a un exceso de análisis y
crítica, de todo tienen algo que decir. El intestino delgado es también un buen
indicador de las angustias vitales; en el intestino delgado el alimento es
valorado y «aprovechado». En el fondo de la preocupación por la
valoración está la angustia vital, angustia de no recibir lo suficiente y morir
de hambre. Más raramente, los problemas del intestino delgado pueden denotar
también lo contrario: falta de capacidad de crítica. Éste es el caso de las
llamadas [Fettstuhlen] de la insuficiencia
pancreática.
Uno de los síntomas que con
más frecuencia se dan en la zona del intestino delgado es la diarrea.
Vulgarmente se dice: Tener caca y
también Ése de miedo se lo hace en los pantalones. Tener caca significa
tener miedo. En la diarrea tenemos la indicación de una problemática de
angustia. El que tiene miedo no se entretiene en estudiar analíticamente las
impresiones sino que las suelta sin digerir. No hay
más remedio. Uno se retira a un lugar tranquilo y solitario donde puede dejar
que las cosas sigan su curso. Con ello se pierde mucho líquido, ese líquido
símbolo de la flexibilidad que sería necesaria para ampliar la angustiosa
frontera del Yo y con ello vencer el miedo. Ya hemos dicho que el miedo siempre
está asociado con lo estrecho y con el afán de aferrarse. La terapia del miedo
consiste siempre en: soltarse y expandirse, adquirir flexibilidad, observar los
acontecimientos: ¡dejarlo correr! El tratamiento de la diarrea suele limitarse
a administrar al enfermo gran cantidad de líquidos. Con ello recibe
simbólicamente esa fluidez que necesita para ampliar sus horizontes, en los que
experimenta el miedo. La diarrea, ya sea crónica o aguda, nos indica siempre
que tenemos miedo y que tratamos de aferrarnos y nos enseña a soltar y dejar
correr.
En el intestino grueso, la
digestión ya ha terminado. Aquí lo único que se hace es extraer el agua del
resto de los alimentos indigestibles. La afección más generalizada que se
produce en esta zona es el estreñimiento. Desde Freud, el psicoanálisis
interpreta la defecación como un acto de dar y regalar. Para darnos cuenta de
que simbólicamente la deposición tiene algo que ver con el dinero basta recordar
una expresión común en Alemania de Geld–schieser (caga–dinero) y el cuento del asno de oro que, en lugar de
estiércol, defecaba monedas de oro. Popularmente también se asocia el pisar
deposiciones de perro con la perspectiva de recibir una suma de dinero. Estas
indicaciones deben bastar para poner de manifiesto, sin recurrir a complicadas
teorías, la relación simbólica existente entre excremento y dinero o entre
defecar y dar. Estreñimiento es expresión de la resistencia a dar, del afán de
retener y está relacionado con la problemática de la avaricia. En nuestra época
el estreñimiento es un síntoma muy extendido que padece la mayor parte de la
gente. Indica claramente un exagerado afán de aferrarse a lo material y la
incapacidad de ceder.
Pero al intestino grueso
corresponde otro importante significado simbólico. Si el intestino delgado se
relaciona con el pensamiento analítico consciente, el intestino grueso
corresponde al inconsciente, en el sentido literal, al «submundo». El
inconsciente es, desde el punto de vista mitológico, el reino de los muertos.
El intestino grueso es también un reino de los muertos, ya que en él se
encuentran las sustancias que no pueden ser convertidas en vida, es el lugar en
el que puede producirse la fermentación. La fermentación es también un proceso
de putrefacción y muerte. Si el intestino grueso simboliza el inconsciente, el
lado nocturno del cuerpo, el excremento representa el contenido del
inconsciente. Y ahora reconocemos claramente el otro significado del
estreñimiento: es el miedo a dejar salir a la luz el contenido del
inconsciente. Es la tentativa de retener fondos reprimidos. Las impresiones
espirituales se acumulan y uno no consigue distanciarse de ellas. El paciente
estreñido, literalmente, no puede dejar nada tras sí. Por ello para la
psicoterapia es de gran utilidad desbloquear el contenido del inconsciente
haciendo que se manifieste, del mismo modo que se desbloquea el atasco
corporal. El estreñimiento nos indica que tenemos dificultades para dar y
soltar, que queremos retener tanto las cosas materiales como el contenido del
inconsciente y no queremos que nada salga a la luz. Se
llama colitis ulcerosa a una inflamación del intestino grueso que se manifiesta
en forma aguda y tiende a hacerse crónica y produce dolores y frecuentes
deposiciones de mucosidades sanguinolentas. También aquí la voz popular
demuestra sus grandes conocimientos psicosomáticos: en alemán se llama
vulgarmente Schleimscheisser o Schleimer,
es decir, «caga moco», al individuo hipócrita, obsequioso y adulador capaz de
todo por congraciarse, incluso de sacrificar su personalidad, de renunciar a su
vida propia a fin de vivir la vida de otro en una especie de unidad simbiótica.
La sangre y la mucosidad son sustancias vitales, símbolos de la vida. (Los
mitos de numerosos pueblos primitivos cuentan que la vida surgió del lodo o
mucílago.) Sangre y moco pierde el que teme asumir su propia vida y su propia
personalidad. Vivir la propia vida, empero, exige distanciarse del otro, lo
cual provoca cierta soledad (pérdida de la simbiosis). De esto tiene miedo el
que padece colitis. De miedo suda sangre y agua por el intestino. Por el
intestino (= el inconsciente) ofrece en sacrificio los símbolos de su propia
vida: sangre y moco. Sólo puede ayudarle reconocer que cada cual ha de vivir su
propia vida de forma responsable, porque, si no, la pierde.
El páncreas
El páncreas forma parte del
aparato digestivo y tiene dos funciones principales: la exocrina, que consiste
en la producción de los jugos gástricos esenciales, de carácter eminentemente
agresivo, y la endocrina. Mediante la función endocrina, el páncreas produce la
insulina. El déficit de producción de estas células da lugar a una afección muy
frecuente: la diabetes (azúcar en la sangre). La palabra diabetes se deriva del
verbo griego diabainain, que significa echar o
pasar a través. En un principio, en Alemania, se llamó a esta enfermedad Zuckerharnruhr, es decir, literalmente, diarrea de
azúcar. Si recordamos el simbolismo de la alimentación expuesto al principio de
este capítulo, podemos traducir libremente la diarrea de azúcar por diarrea del
amor. El diabético (por falta de insulina) no puede asimilar el azúcar
contenido en los alimentos; el azúcar escapa de su cuerpo con la orina. Sólo
sustituyendo la palabra azúcar por la palabra amor habremos expuesto con
claridad el problema del diabético. Las cosas dulces no son sino sucedáneo de
otras dulzuras. Detrás del deseo del diabético de saborear cosas dulces y su
incapacidad para asimilar el azúcar y almacenarlo en las propias células está
el afán no reconocido de la realización amorosa, unido a la incapacidad de
aceptar el amor, de abrirse a él. El diabético —y esto es significativo— tiene
que alimentarse de «sucedáneos»: sucedáneos para satisfacer unos deseos
auténticos. La diabetes produce la hiperacidulación o
avinagramiento de todo el cuerpo y puede provocar incluso un coma. Ya conocemos
estos ácidos, símbolo de la agresividad. Una y otra vez, nos encontramos con
esta polaridad de amor y agresividad, de azúcar y ácido (en mitología: Venus y
Marte). El cuerpo nos enseña: el que no ama se agria; o, formulado más
claramente: el que no sabe disfrutar se hace insoportable.
Sólo puede recibir amor el
que es capaz de darlo: el diabético da amor sólo en forma de azúcar en la
orina. El que no se deja impregnar no retiene el azúcar. El diabético quiere
amor (cosas dulces), pero no se atreve a buscarlo activamente («¡A mí lo dulce no me conviene!»). Pero lo
desea («¡Qué más quisiera, pero no puedo!»).
No puede recibir, puesto que no aprendió a dar, y por lo tanto no retiene el
amor en el cuerpo: no asimila el azúcar y tiene que expulsarlo. ¡Cualquiera no
se amarga!
El hígado
No es fácil examinar el
hígado, órgano encargado de múltiples funciones. Es uno de los más grandes del
ser humano y el principal del metabolismo intermediario, o —expresado
gráficamente— el laboratorio de la persona. Repasemos de forma esquemática sus
funciones más importantes:
1. Almacenamiento de energía: el hígado produce glucógeno (fuerza)
y lo almacena (unas quinientas kilocalorías). Además, transforma en grasa los
hidratos de carbono ingeridos, los cuales son almacenados en los depósitos
distribuidos por el cuerpo.
2. Producción de energía: con los aminoácidos y grasas ingeridos con la
alimentación, el hígado produce glucosa (= energía). Las grasas van al hígado
donde son utilizadas en la combustión, para la obtención de energía.
3. Metabolismo de la albúmina: el hígado puede tanto desintegrar
los aminoácidos como sintetizarlos. Por ello, el hígado es el elemento de unión
entre la albúmina (proteína) del reino animal y vegetal procedente de los
alimentos y la del ser humano. La albúmina de cada especie es totalmente
individual, pero los elementos que la componen, los aminoácidos, son
universales (ejemplo: casas diferentes [albúmina] construidas con idénticos
ladrillos [aminoácidos]). Las diferencias entre la albúmina de los vegetales,
los animales y los humanos consisten en la ordenación de los aminoácidos; el
orden de los aminoácidos está codificado en el ADN.
4. Desintoxicación: las toxinas, tanto las del cuerpo como las ajenas a él, son
desactivadas e hidrolizadas en el hígado, para poder ser eliminadas por la
vesícula o los riñones. También la bilirrubina (producto de la desintegración
de la hemoglobina, el colorante de la sangre) debe ser transformada en el
hígado para poder ser eliminada. La perturbación de este proceso produce la
ictericia. Finalmente, el hígado sintetiza la urea, que es eliminada por los
riñones.
Hasta aquí, una rápida
ojeada a las funciones más importantes del polifacético hígado. Empecemos
nuestra interpretación simbólica por el punto citado en último lugar: la
desintoxicación. La capacidad del hígado para desintoxicar presupone la
facultad de diferenciación y valoración, porque quien no puede diferenciar lo
que es tóxico de lo que no lo es, no puede desintoxicar. Los trastornos y
afecciones del hígado, por lo tanto, denotan problemas de valoración, es decir,
señalan una clasificación errónea de lo que es beneficioso y lo que es
perjudicial (¿alimento o veneno?). Es decir, mientras la valoración de lo que
es tolerable y cuanto se puede procesar y digerir se efectúa correctamente,
nunca se producen excesos. Y son los excesos los que hacen enfermar al hígado:
exceso de grasas, exceso de comida, exceso de alcohol, exceso de drogas, etc.
Un hígado enfermo indica que el individuo ingiere con exceso algo que supera su
capacidad de proceso, denota inmoderación, exageradas ansias de expansión e
ideales demasiado ambiciosos. El hígado es el proveedor de energía. El enfermo
del hígado pierde esta energía y vitalidad: pierde su potencia, pierde el
apetito. Pierde el ánimo para todo aquello que tenga que ver con las
manifestaciones vitales, y así el mismo síntoma corrige y compensa el problema,
creado por el exceso. Es la reacción del cuerpo a la incontinencia y a la
megalomanía y exhorta a la moderación. Al dejar de formarse coagulante, la
sangre —savia vital— se hace muy fluida y se le escurre al paciente. Por la enfermedad,
el paciente aprende moderación, sosiego, continencia y abstinencia (sexo,
comida y bebida), proceso que ilustra claramente la hepatitis.
Por otra parte, el hígado
tiene una marcada relación simbólica con el terreno filosófico y religioso,
afinidad quizá difícil de apreciar para muchos. Recordemos la síntesis de la
albúmina. La albúmina es la piedra angular de la vida. Se compone de
aminoácidos. El hígado produce la albúmina humana, a partir de la albúmina
animal y vegetal contenida en la alimentación, cambiando el orden de los
aminoácidos (esquema). En otras palabras: el hígado, conservando los
componentes (aminoácidos), modifica la estructura espacial, con lo que
determina un salto cualitativo, es decir, un salto evolutivo desde el reino
vegetal y animal al humano: pero, al mismo tiempo, se mantiene la identidad de
los componentes, asegurando así la unión con el origen. La síntesis de la
albúmina es, a escala microcósmica, un proceso equivalente a lo que en el
macrocosmos se llama evolución. Mediante modificación del modelo con los
elementos originales, se crea la infinita diversidad de las formas. En virtud
de la homogeneidad del «material», todo permanece ligado entre sí, por lo cual
los sabios enseñan que todo está en uno y uno está en todo (pars
pro toto).
Otra forma de expresión de
esta idea es religio, literalmente «religazón». La religión busca la reunión con el
principio, con el punto de partida, con el Todo y el Uno, y lo encuentra,
porque la pluralidad que nos separa de la unidad no es, en definitiva, más que
la ilusión (maja), nacida del juego de la distinta ordenación de unas
mismas esencias. Por ello sólo puede hallar el camino del origen aquel que no
se deja engañar por la ilusión de las formas. La pluralidad y la unidad: en
este campo de tensión actúa el hígado.
ENFERMEDADES HEPÁTICAS
El enfermo del hígado debe
plantearse las siguientes preguntas:
1. ¿En qué
órdenes he perdido la facultad de valorar con precisión?
2. ¿Cuándo soy incapaz
de distinguir entre lo que puedo asimilar y lo que es «tóxico» para mí?
3. ¿Cuándo he
sido incapaz de moderarme, cuándo he tratado de volar demasiado alto
(megalomanía), cuándo «me he pasado»?
4. ¿Me preocupo
del tema de mi «religión», mi religazón, con el
origen, o acaso la multiplicidad me impide ver la unidad? ¿Ocupan en mi vida
los temas filosóficos una parcela muy pequeña?
5. ¿Me falta
confianza?
La vesícula biliar
La vesícula almacena la bilis
producida por el hígado. Pero con frecuencia los conductos biliares están
obstruidos por cálculos y la bilis no puede llegar a la digestión. La bilis es
símbolo de agresividad, tal como nos dice el lenguaje corriente.
Decimos: Ese viene
escupiendo bilis, y el «colérico» es así llamado a causa de la
biliosa agresividad que almacena.
Llama la atención que los
cálculos biliares sean más frecuentes entre las mujeres, mientras que entre los
hombres se den más a menudo los de riñón, como corresponde al polo opuesto. Más
aún, los cálculos biliares son más frecuentes entre las mujeres casadas y con
hijos que entre las solteras. Estas observaciones estadísticas quizá puedan
facilitar nuestra interpretación. La energía quiere fluir. Si se obstaculiza el
flujo, se produjo una acumulación. Si la acumulación se mantiene durante mucho
tiempo, la energía tiende a solidificarse. Las sedimentaciones y concreciones
que se producen en el cuerpo humano siempre son manifestación de energía
coagulada. Los cálculos biliares son agresividad petrificada. (Energía y
agresividad son conceptos casi idénticos. Hay que señalar que nosotros no
atribuimos una valoración negativa a palabras tales como agresividad: la
agresividad nos es tan necesaria como la bilis o los dientes.)
Por ello, no es de extrañar
la gran incidencia de los cálculos biliares en las madres de familia. Estas
mujeres sienten su familia como una estructura que les impide dar libre curso a
su energía y agresividad. Las situaciones familiares se viven como una coerción
de la que la mujer no se atreve a librarse: las energías se coagulan y
petrifican. Con el cólico, el paciente es obligado a hacer todo aquello que
hasta ahora no se atrevió a hacer: con las convulsiones y los gritos se libera
mucha energía reprimida. ¡La enfermedad da sinceridad!
La anorexia nerviosa
Vamos a cerrar el capítulo
sobre la digestión con una enfermedad típicamente psicosomática que extrae su
encanto de la combinación de peligrosidad y originalidad (de todos modos, causa
la muerte de un veinte por ciento de las pacientes): la anorexia. En esta
enfermedad se manifiestan con especial claridad la paradoja y la ironía que
entraña toda enfermedad: una persona se niega a comer porque no tiene apetito,
y se muere sin llegar a sentirse enferma. ¡Es fabuloso! A los familiares y los
médicos de estos pacientes les cuesta trabajo mostrarse tan fabulosos. En la
mayoría de casos, se esfuerzan con ahínco en convencer al afectado de las
ventajas de la alimentación y de la vida, llevando su amor al prójimo hasta la
intubación. (Quien sea incapaz de apreciar la comicidad del caso debe de ser un
mal espectador del gran teatro del mundo.)
La anorexia se da casi
exclusivamente entre las mujeres. Es una enfermedad típicamente femenina. Las
pacientes, la mayoría en la pubertad, se distinguen por sus peculiares hábitos
de alimentación o de «desnutrición»: se niegan a ingerir alimentos,
actitud motivada —consciente o inconscientemente— por el afán de estar
delgadas.
De todos modos, a veces,
esta rotunda negativa a comer se trueca en todo lo contrario: cuando están
solas y saben que nadie puede verlas, engullen enormes cantidades de alimentos.
Son capaces de vaciar el frigorífico por la noche, comiendo todo lo que
encuentran. Pero no quieren retener el alimento dentro del cuerpo y se provocan
el vómito. Ponen en práctica todas las estratagemas imaginables para engañar a
su preocupada familia acerca de sus hábitos. Suele ser muy difícil averiguar lo
que una paciente come en realidad y lo que deja de comer, cuándo sacia su
hambre canina y cuándo no.
Cuando comen, prefieren
cosas que casi no pueden considerarse «comida»: limones, manzanas
verdes, ensaladas ácidas, es decir, cosas con pocas calorías y escaso valor
alimenticio. Además, estas pacientes suelen tomar laxantes, a fin de librarse
cuanto antes de lo poco que comen. Tienen también mucha necesidad de
movimiento. Dan largos pasos y carreras para quemar una grasa que no han
ingerido, lo cual, dado la debilidad general de las pacientes, es realmente
asombroso. Llama la atención el altruismo de las anoréxicas que las hace
cocinar con primor para los demás. No les importa guisar, servir y ver comer a
los demás, con tal de que no las obliguen a acompañarles. Por lo demás, gustan
de la soledad. Muchas anorexicas o no menstruan o tienen problemas con la regla.
Repasando los síntomas,
detrás de esta patología encontramos afán de ascetismo. En el fondo está el
antiguo conflicto entre espíritu y materia, arriba y abajo, pureza e instinto.
La comida alimenta el cuerpo, es decir, el reino de las formas. La negativa a
comer es la negación de la fisiología. El ideal del anoréxico es la pureza y la
espiritualidad. Desea librarse de todo lo grosero y corporal, escapar de la
sexualidad y del instinto. El objetivo es la castidad y la condición asexuada.
Para conseguirlo, hay que estar lo más delgada posible, porque si no,
aparecerían en el cuerpo unas curvas reveladoras de su feminidad. Y ella no
quiere ser mujer.
No sólo se tiene miedo a
las curvas por ser femeninas, es que, además, un vientre abultado recuerda la
posibilidad del embarazo. El repudio de la propia feminidad y de la sexualidad
se manifiesta, también, en la falta de la regla. El ideal supremo de la
anoréxica es la desmaterialización. Hay que apartarse de todo lo que tiene que
ver con lo bajo y material.
Desde la perspectiva de
semejante ideal de ascetismo, el anoréxico no se considera enfermo ni admite
medidas terapéuticas dirigidas únicamente al cuerpo, ya que precisamente del cuerpo
quiere apartarse. En el hospital, burla la alimentación forzada escamoteando
con habilidad, por medios cada vez más refinados, todos los alimentos que se le
dan. Rechaza toda ayuda y persigue denodadamente su ideal de dejar tras de sí
todo lo corporal, en aras de la espiritualidad. La muerte no se considera
amenaza, ya que es precisamente lo que está vivo lo que tanta angustia provoca.
Todo lo redondo, suave, femenino, fértil, instintivo y sexual inspira temor; se
tiene miedo a la proximidad y el calor. Por ello, las personas que sufren
anorexia nerviosa no suelen comer con otras personas. Reunirse alrededor de una
mesa para comer juntos es, en todas las culturas, un ritual antiquísimo que
fomenta cálida cordialidad y compenetración. Pero precisamente esta
compenetración es lo que da miedo a la anoréxica.
Este miedo es alimentado
desde la sombra de la paciente, sombra en la que, anhelantes, esperan
realizarse los temas que la paciente rehuye con tanto
empeño en su vida consciente. La enferma tiene hambre de vida pero, por temor a
ser arrastrada por ella, trata de desterrarla por medio del síntoma. De vez en
cuando, el hambre reprimida y combatida se impone mediante un acceso de gula. Y
devora a escondidas. Después, este «desliz» será neutralizado con el
vómito provocado. Por lo tanto, la enferma no encuentra el punto intermedio en
su conflicto entre la gula y el ascetismo, entre el hambre y el ayuno, entre el
egocentrismo y la abnegación. Detrás del altruismo encontramos siempre un
egocentrismo disimulado que se aprecia enseguida en el trato con estas
pacientes. Uno ansía atención y la consigue por medio de la enfermedad. El que
se niega a comer esgrime un poder insospechado sobre los demás que, angustiados
y desesperados, creen su deber obligarle a comer y seguir viviendo. Con este
truco, ya los niños pequeños pueden meter a toda la familia en un puño.
Al que padece anorexia
nerviosa no se le puede ayudar con la alimentación forzada sino, a lo sumo,
tratando de hacer que sea sincero consigo mismo. La paciente tiene que aprender
a aceptar su ansia de amor y de sexo, su egocentrismo, su feminidad, sus
instintos y su carnalidad. Debe comprender que no podemos superar lo terreno
combatiéndolo ni reprimiéndolo sino que únicamente podemos transmutarlo integrándolo
y viviéndolo. Muchas personas pueden sacar enseñanzas del cuadro patológico de
la anorexia. No son sólo estos enfermos los que, con una filosofía exigente,
tratan de reprimir los deseos del cuerpo, generadores de ansiedad, y de llevar
una vida pura y espiritual. Estas personas pasan por alto con facilidad que el
ascetismo suele proyectar una sombra, y la sombra se llama deseo.
V. LOS ÓRGANOS SENSORIALES
Los órganos sensoriales son
las puertas de la percepción. A través de los órganos sensoriales nos
comunicamos con el mundo exterior. Son las ventanas del alma a las que nos
asomamos, en definitiva, para vernos a nosotros mismos. Porque ese mundo
exterior que «sentimos» y en cuya incuestionable realidad tan firmemente
creemos, en realidad no existe.
Vayamos por partes. ¿Cómo
funciona nuestra percepción? Cada acto de percepción sensorial puede reducirse
a una información producida por la modificación de las vibraciones de las
partículas. Miramos, por ejemplo, una barra de hierro y observamos que es
negra, la tocamos y notamos que está fría, olemos su olor característico y
percibimos su dureza. Calentemos la barra con un soplete y veremos que su color
cambia y que se pone roja e incandescente, notaremos el calor que despide y
observaremos su ductilidad. ¿Qué ha pasado? Sólo que hemos conducido a la barra
una energía que ha provocado el aumento de la velocidad de las partículas. Esta
aceleración de las partículas ha provocado cambios en la percepción que
describimos con las palabras «rojo», «caliente», «flexible», etc.
Este ejemplo nos indica
claramente que nuestra percepción se basa en la frecuencia de la oscilación de
las partículas. Las partículas llegan a unos receptores especiales de nuestros
órganos de percepción, donde provocan un estímulo que, por medio de impulsos químico–eléctricos, es conducido al cerebro a través del
sistema nervioso y allí suscita una imagen compleja que nosotros catalogamos de
«roja», «caliente», «olorosa», etc. Entran las partículas
y sale una percepción compleja: entre lo uno y lo otro está la elaboración. ¡Y
nosotros creemos que las imágenes complejas que nuestra mente elabora con las
informaciones de las partículas existen realmente fuera de nosotros! Ahí reside
nuestro error. Fuera no hay más que partículas, pero precisamente las
partículas no las hemos percibido nunca. Desde luego, nuestra percepción
depende de las partículas, pero nosotros no podemos percibirlas. En realidad,
nosotros estamos rodeados de imágenes subjetivas. Desde luego, estamos
convencidos de que los demás (¿existen los demás?) perciben lo mismo, en el
caso de que ellos utilicen para la percepción las mismas palabras que nosotros;
sin embargo, dos personas nunca pueden comprobar si ven lo mismo cuando dicen «verde».
Estamos solos en la esfera de nuestras propias imágenes, pero cerramos los ojos
a esta verdad.
Las imágenes parecen tan
reales —tan reales como en los sueños—, pero sólo mientras dura el sueño. Un
día uno se despierta de este sueño de cada día y se asombra de que este mundo
que considerábamos tan real se diluya en la nada: maja, ilusión, velo que nos oculta la verdadera
realidad. Quien haya seguido nuestra argumentación puede replicar que
aunque el mundo exterior no exista con la forma que nosotros percibimos, existe
un mundo exterior formado de partículas. Pues también esto es una ilusión.
Porque en el plano de las partículas no se aprecia la divisoria entre el Yo y
Los Demás, entre Dentro y Fuera. Mirando una partícula no se aprecia si me
pertenece a mí o al entorno. Aquí no hay fronteras. Aquí todo es uno.
Precisamente éste es el
significado del viejo principio esotérico «microcosmos = macrocosmos».
Este «igual» tiene aquí exactitud matemática. El Yo (Ego) es la ilusión,
la frontera artificial que sólo existe en la mente hasta que el ser humano
aprende a ofrecer en sacrificio este Yo y averigua, con asombro, que la temida
«soledad» no es sino «ser uno con todo». Pero el camino de esta
unión, la iniciación a la unidad, es largo y arduo. Sólo estamos unidos a este
mundo aparente de la materia por nuestros cinco sentidos, como las cinco llagas
que quedaron en Jesús después de que fuera clavado a la cruz del mundo
material. Esta cruz sólo puede superarse convirtiéndola en vehículo del «renacimiento
espiritual».
Al principio de este
capítulo decimos que los órganos de los sentidos son las ventanas de nuestra
alma por la que nos contemplamos a nosotros mismos. Lo que llamamos entorno o
mundo exterior no son sino reflejo de nuestra alma. Un espejo nos permite
mirarnos y reconocernos, porque nos muestra las zonas que sin el reflejo no
podríamos ver. Es decir, que nuestro «entorno» es un medio grandioso que
debe ayudarnos a conocernos a nosotros mismos. Dado que la imagen que aparece
en el espejo no es siempre halagüeña —porque también nuestra sombra se refleja
en él—, nos empeñamos en hacer distinciones entre nosotros y el mundo exterior
y protestar que nosotros «no tenemos nada que ver con eso». Sólo ahí reside el
peligro. Nosotros proyectamos al exterior nuestra forma de ser y creemos en la
independencia de nuestra proyección. Luego, omitimos interiorizar la proyección
y aquí empieza
Percibir equivale a tomar
conciencia de la verdad. Esto sólo es posible si el ser humano se reconoce a sí
mismo en todo lo que percibe. Si se le olvida, entonces las ventanas del alma,
los órganos de los sentidos, poco a poco se empañan, pierden la transparencia y
obligan al ser humano a volver su percepción hacia dentro. En la medida en que
los órganos de los sentidos dejan de funcionar, el hombre aprende a mirar hacia
dentro y a escuchar en su interior. El hombre es obligado a recogerse en sí
mismo.
Existen técnicas de
meditación por las que el ser humano se recoge voluntariamente: se cierran las
puertas de los sentidos con los dedos de las dos manos: oídos, ojos y boca, y
se medita sobre las percepciones sensoriales internas que, al que llega a
adquirir cierta práctica, se le ofrecen como gusto, color y sonido.
Los ojos
Los ojos no sólo recogen
impresiones del exterior sino que también dejan pasar algo de dentro afuera: en
ellos se ven los sentimientos y estados de ánimo de la persona. Por ello, el
individuo indaga en los ojos del otro y trata de leer en su mirada. Los ojos
son espejo del alma. También los ojos derraman lágrimas y con ello revelan al
exterior una situación psíquica interna. Hasta hoy, el diagnóstico por el iris
utiliza el ojo únicamente como espejo del cuerpo, pero también es posible ver
en el ojo el carácter y la idiosincrasia de una persona. También el mal de ojo
y el mirar con malos ojos nos dan a entender que el ojo es un órgano que no
sólo recibe sino que también proyecta. Los ojos actúan cuando se le echa un ojo
a alguien. En el lenguaje popular se dice que el amor es ciego, frase que
indica que los enamorados no ven claramente la realidad.
Las afecciones más
frecuentes de los ojos son la miopía y la presbicia, la primera se manifiesta
principalmente en la juventud, mientras que la última es un trastorno de la
edad. Esta distinción es justa, ya que los jóvenes sólo acostumbran a ver lo
inmediato y les falta la visión de conjunto o de alcance. La vejez se distancia
de las cosas. Análogamente, la memoria de los viejos es incapaz de retener
hechos recientes pero conserva un recuerdo exacto de sucesos lejanos.
La miopía denota una
subjetividad exagerada. El miope lo ve todo desde su óptica y se siente
personalmente afectado por cualquier tema. Hay gente que no ve más allá de sus
narices, pero no por alargar menos esta limitada visión les permite conocerse
mejor a sí mismos. Ahí radica el problema, porque el individuo debería
aplicarse a sí mismo aquello que ve, para aprender a verse. Pero el proceso
toma el signo contrario cuando la persona se queda encallada en la
subjetividad. Esto, en definitiva, quiere decir que, si bien el individuo lo
relaciona todo consigo mismo, se niega a verse y reconocerse a sí mismo en
todo. Entonces la subjetividad desemboca en una susceptibilidad irritable u
otras reacciones defensivas sin que la proyección llegue a resolverse.
La miopía compensa esta
mala interpretación. Obliga al individuo a mirar de cerca su propio entorno.
Acerca el enfoque a los ojos, a la punta de la nariz. Por lo tanto, la miopía
denota, en el plano corporal, una gran subjetividad y, al mismo tiempo,
desconocimiento de sí mismo. El conocimiento de nosotros mismos nos hace salir
de la subjetividad. Cuando una persona no ve claro, la pregunta clave será: «¿Qué es lo que no quiere ver?» La respuesta
siempre es la misma: «A sí mismo».
La magnitud de la
resistencia a verse uno mismo tal como es se manifiesta en el número de
dioptrías de sus lentes. Los lentes son una prótesis y, por lo tanto, un
engaño. Con ellos se rectifica artificialmente el destino y uno hace como si
todo estuviera en orden. Este engaño se intensifica con las lentes de contacto,
porque en este caso se pretende disimular incluso que uno no ve claro.
Imaginemos que de la noche a la mañana se le quitan a la gente sus gafas y
lentes de contacto. ¿Qué ocurriría? Pues que aumentaría la sinceridad. Entonces
enseguida sabríamos cómo cada cual ve lo mismo y se ve a sí mismo y —lo que es
más importante— los afectados asumirían su incapacidad para ver las cosas tal
como son. Una incapacidad sólo es útil al que la vive. Entonces más de uno se
daría cuenta de lo «poco clara» que es su imagen del mundo, cuán «borroso»
lo ve y cuán pequeña es su perspectiva. Quizás entonces a más de uno se le
cayera la venda de los ojos y empezara a ver claro.
El viejo, con la
experiencia de los años, adquiere sabiduría y visión de conjunto. Lástima que
muchos sólo experimenten esta buena visión a distancia cuando la presbicia les
impide ver de cerca. El daltonismo indica ceguera para la diversidad y el
colorido de la vida: es algo que afecta a las personas que todo lo ven pardo y
tienden a arrasar diferencias. En suma, un ser gris.
La conjuntivitis, como
todas las inflamaciones, denota conflicto. Produce un dolor que sólo se calma
cuando uno cierra los ojos. Así cerramos los ojos ante un conflicto que no
queremos afrontar.
Estrabismo:
Para poder ver algo en toda
su dimensión, necesitamos dos imágenes. ¿Quién no reconoce en esta frase la ley
de la polaridad? Nosotros, para captar la unidad completa, necesitamos siempre
dos visiones. Pero si los ejes visuales no están bien alineados, los ojos se
desvían, el individuo bizquea, porque en la retina de uno y otro ojo se forman
dos imágenes no coincidentes (visión doble). Pero, antes que presentarnos dos
imágenes divergentes, el cerebro opta por prescindir de una de ellas (la del
ojo desviado). En realidad, entonces se ve con un solo ojo, ya que la imagen
del otro ojo no nos es transmitida. Todo se ve plano, sin relieve.
Algo parecido ocurre con la
polaridad. El ser humano debería poder ver los dos polos como una sola imagen
(por ejemplo, onda y corpúsculo, libertad y autoritarismo, bien y mal). Si no
lo consigue, si la visión se desdobla, él elimina una de las imágenes (la
reprime) y, en lugar de visión completa, tiene visión de tuerto. En realidad,
el bizco es tuerto, ya que la imagen del ojo desviado es desechada por el
cerebro, lo cual provoca pérdida de relieve de la imagen y da una visión
unilateral del mundo.
Cataratas:
La «catarata gris» empaña
el cristalino y, por lo tanto, enturbia la visión. No se ve con nitidez. Las
cosas que se ven con nitidez poseen un perfil afilado, es decir, son cortantes.
Pero, si se difumina el contorno, el mundo se hace más romo, menos hiriente. La
visión borrosa proporciona un tranquilizador distanciamiento del entorno, y de
uno mismo. La «catarata gris» es como una persiana que se baja para no
tener que ver lo que uno no quiere ver. La catarata gris es como un velo que
puede llegar a cegar.
En la «catarata verde»
(glaucoma), el aumento de la presión interna del ojo provoca una progresiva
contracción del campo visual, hasta llegar a la visión tubular. Se pierde la
visión de conjunto: sólo se percibe la zona que se enfoca. Detrás de esta
afección se halla la presión psíquica de las lágrimas no vertidas (presión
interna del ojo).
La forma extrema del no
querer ver es la ceguera. La ceguera está considerada por la mayoría de las
personas como la pérdida más grave que pueda sufrir una persona en el aspecto
físico. La expresión: Está ciego se emplea también en sentido figurado. Al
ciego se le arrebata definitivamente la superficie de proyección externa y se
le obliga a mirar hacia dentro. La ceguera corporal es sólo la última
manifestación de la verdadera ceguera: la ceguera de la mente.
Hace varios años, mediante
una nueva técnica quirúrgica se dio la vista a varios jóvenes ciegos. El
resultado no fue totalmente halagüeño ya que la mayoría de los operados no
acababan de adaptarse a su nueva vida. Este caso puede tratar de explicarse y
analizarse desde los más diversos puntos de vista. En nuestra opinión sólo
importa el reconocimiento de que, si bien con medidas funcionales pueden
modificarse los síntomas, no se eliminan los problemas de fondo que se
manifiestan por medio de ellos. Mientras no rectifiquemos la idea de que todo
impedimento físico es una perturbación molesta que hay que eliminar o subsanar
cuanto antes, no podremos extraer de ella beneficio alguno. Debemos dejarnos
perturbar por la perturbación en nuestra vida habitual, consentir que el
impedimento nos impida seguir viviendo como hasta ahora. Entonces la enfermedad
es la vía que nos conduce a la verdadera salud. Incluso la ceguera, por
ejemplo, puede enseñarnos a ver, darnos una visión superior.
Los oídos
Repasemos varias frases
hechas que se refieren al oído: Tender el oído = prestar oídos = regalar los
oídos = escuchar a alguien. Todas estas frases nos muestran la clara
relación existente entre los oídos y el tema de captar, de la receptividad
(prestar atención) y de escuchar, también en el sentido de obedecer. Comparada
con el oído, la vista es una forma de percepción mucho más activa. Y también es
más fácil desviar la mirada o cerrar los ojos que taparse los oídos. La
facultad de oír es expresión corporal de obediencia y humildad. Así, al niño
desobediente le preguntamos: ¿No me has oído? Cuando no se quiere obedecer se
hacen oídos sordos. Hay personas que, sencillamente, no oyen lo que no quieren
oír. Denota cierto egocentrismo no prestar oídos a los demás, no querer
enterarse de nada. Indica falta de humildad y de obediencia. Lo mismo ocurre
con la llamada «sordera del altavoz». No es el altavoz lo que daña sino
la resistencia psíquica al ruido, el «no querer oír» conduce al «no
poder oír». Las otitis y los dolores de oídos se dan con mayor frecuencia
en los niños en la edad en que deben aprender a obedecer. La mayoría de las
personas de edad avanzada sufren una sordera más o menos acentuada. La dureza
de oído, al igual que la pérdida de visión, la rigidez y pesadez de los
miembros, son los síntomas somáticos de la edad, todos ellos expresión de la
tendencia del ser humano a hacerse más inflexible e intolerante con la edad. El
anciano suele perder la capacidad de adaptación y la flexibilidad y está menos
dispuesto a obedecer. Este esquema es típico de la vejez, pero, desde luego, no
inevitable. La vejez no hace sino poner de relieve los problemas no resueltos y
hacernos más sinceros, lo mismo que la enfermedad.
A veces, se produce una
brusca pérdida de audición, generalmente unilateral y acusada, del oído interno
que puede degenerar en sordera total (es posible perder el otro oído). Para
interpretar el significado de esta afección es preciso estudiar atentamente las
circunstancias en las que se presenta. La brusca pérdida de audición es una
exhortación a tender el oído hacia dentro y escuchar la voz interior. Sólo se queda
sordo el que ya hace tiempo que lo estaba para su voz interior.
AFECCIONES DE
Quien tenga problemas
visuales lo primero que debería hacer es prescindir durante un día de las gafas
(o lentes de contacto) y asumir la situación conscientemente. A continuación,
hacer por escrito una descripción de la forma en que durante ese día vieron y
experimentaron el mundo, lo que pudieron hacer y lo que no, cómo se las ingeniaron. Este informe debería darles material de
reflexión y revelarles su actitud hacia el mundo y hacia sí mismos. Pero ante
todo debería uno responderse las siguientes preguntas:
1. ¿Qué es lo que no quiero ver?
2. ¿Obstaculiza la subjetividad el conocimiento de mi mismo?
3. ¿Evito reconocerme a mi mismo en mis obras?
4. ¿ Utilizo la vista para mejorar
mi perspectiva?
5. ¿ Tengo miedo de ver las cosas
con nitidez?
6. ¿Puedo ver las cosas tal como son?
7. ¿A qué aspecto de mi personalidad cierro los ojos?
AFECCIONES DE LOS OÍDOS
Quien tenga problemas con
el oído formúlese estas preguntas:
1. ¿Por qué no quiero escuchar a cierta persona?
2. ¿Qué es lo que no quiero oír?
3. ¿Están equilibrados en mí los polos de egocentrismo y
humildad?
VI. DOLOR DE CABEZA
El dolor de cabeza era
desconocido hasta hace varios siglos. En épocas pretéritas no se daba. El dolor
de cabeza toma incremento especialmente en los países más avanzados, en los que
el veinte por ciento de la población «sana» reconoce sufrirlo. Las estadísticas
indican que la incidencia es mayor entre las mujeres y los «estratos
superiores». Esto no sorprende si tratamos de rompernos un poco la cabeza
con el simbolismo de esta parte del cuerpo. La cabeza presenta una clara
polaridad respecto al cuerpo. Es la instancia suprema de nuestra institución
corporal. Con ella nos imponemos. La cabeza representa lo alto mientras que el
cuerpo expresa lo bajo.
Consideramos la cabeza como
la sede del entendimiento, el conocimiento y el pensamiento. El que pierde la
cabeza actúa irracionalmente. Podemos comer el coco a una persona, pero en tal
caso no debemos esperar que mantenga la cabeza en su sitio. Por lo tanto,
sentimientos irracionales como el «amor» atacan muy especialmente la
cabeza: la mayoría de las personas suelen perderla cuando se enamoran (...y, si
no la pierden, los dolores de cabeza no acaban). De todos modos, también los
hay cabezotas que nunca llegarán a perder la cabeza, ni aun en el caso de que
se den con la cabeza contra la pared. Ciertos observadores piensan que esta
extraordinaria insensibilidad se debe a que tienen serrín en la cabeza, aunque
científicamente no se ha demostrado.
El dolor de cabeza
producido por la tensión se inicia de forma difusa, más como una opresión, y
puede prolongarse durante horas, días y semanas. Probablemente, el dolor se
produce por un exceso de tensión en los vasos sanguíneos. Generalmente, al
mismo tiempo se siente una fuerte tensión en la musculatura de la cabeza, los
hombros, el cuello y la columna vertebral. Este tipo de dolor de cabeza suele
presentarse en situaciones en las que el ser humano se halla sometido a fuerte
presión o cuando una crisis va a desbordarle.
Es el «camino ascendente» que conduce
fácilmente a una acentuación excesiva del polo superior, es decir, de la
cabeza. Suelen padecer este tipo de dolor de cabeza las personas ambiciosas y
perfeccionistas que tratan de imponer su voluntad. En tales casos, la ambición
y el afán de poder se suben a la cabeza, porque el individuo que sólo atiende a
la cabeza, que sólo acepta lo racional, sensato y comprensible, pronto pierde
el contacto con el «polo inferior» y, por lo tanto, con sus raíces que son lo
único que puede anclarlo en la vida. Es el cerebral. Pero los derechos del
cuerpo y sus casi siempre inconscientes funciones son más antiguos que la
facultad del pensamiento racional, que es una adquisición relativamente
reciente del ser humano, con el desarrollo de la corteza cerebral.
El ser humano posee dos
centros: corazón y cerebro: sentimiento y pensamiento. El individuo de nuestro
tiempo y de nuestra cultura ha desarrollado extraordinariamente las fuerzas
cerebrales, por lo que corre peligro de descuidar su otro centro, el corazón.
Por ello, tampoco es una solución denostar el pensamiento, la razón y la
cabeza. Ningún centro es mejor ni peor que el otro. El ser humano no debe optar
por uno de los dos sino buscar el equilibrio.
Las personas «todo sensibilidad» están
tan incompletas como las «todo cerebro». Pero nuestra cultura ha
favorecido y desarrollado tanto el polo de la cabeza que en muchos casos
padecemos un déficit en el polo inferior. A ello se suma el problema de a qué
aplicamos nuestra actividad mental. En casi todos los casos, utilizamos
nuestras funciones racionales para la consolidación de nuestro Yo. Por medio
del modelo filosófico causal, nos prevenimos más y más frente al destino, con
objeto de ampliar el dominio de nuestro ego. Esta empresa está condenada al
fracaso. En el mejor de los casos, acaba como la torre de Babel, en la confusión.
La cabeza no puede independizarse y recorrer su camino sin el cuerpo, sin el
corazón. Cuando el pensamiento se disocia de lo de abajo, rompe con sus raíces.
Por ejemplo, el pensamiento funcional de la ciencia es un pensamiento sin
raíces: le falta religión, el enlace con la causa primitiva. La persona que
sólo se rige por la cabeza, sin un anclaje en el suelo, alcanza alturas
vertiginosas. No es de extrañar que a veces uno tenga la sensación de que va a
estallarle la cabeza. Es una señal de alarma.
La cabeza es, de todos los
órganos, el que más rápidamente reacciona al dolor. En todos los demás órganos
tienen que producirse alteraciones mucho mayores para
que haya dolor. La cabeza es nuestro vigía más despierto. Su dolor indica que
nuestro modo de pensar es erróneo, que seguimos un criterio equivocado, que
perseguimos objetivos dudosos. Da la alarma cuando nos rompemos la cabeza con
cavilaciones estériles en busca de unas seguridades que, en definitiva, no
existen. El ser humano, dentro de su forma de existencia material, no puede
asegurar nada: en realidad, a cada intento que realiza sólo consigue ponerse en
ridículo.
El individuo suele
devanarse los sesos, hasta que le sale humo de la cabeza, por cosas
intrascendentes. La tensión se descarga por medio de la relajación que, en
realidad, no es sino otro modo de llamar al acto de soltar, de desconectarse.
Cuando la cabeza da la alarma por medio del dolor, es que ha llegado el momento
de desechar la obcecación del «yo quiero», la ambición que nos empuja hacia
arriba, la cabezonería y el fanatismo. Es el momento de dirigir la mirada hacia
abajo y recordar las raíces. Imposible ayudar a quienes durante años acallan
esta alarma a fuerza de analgésicos. Esos arriesgan la cabeza.
Jaqueca
«La jaqueca (migraña o
hemicránea) es un acceso de dolor de cabeza, generalmente hemicraneal,
que puede asociarse a trastornos visuales (sensibilidad a la luz, centelleo) o
digestivos, como vómitos y diarrea. Estos ataques que generalmente duran varias
horas se presentan asociados a un estado de ánimo depresivo e irritable. En el
apogeo de la jaqueca, el afectado siente el deseo imperioso de estar solo en
una habitación oscura o en la cama» (Brautigam). A diferencia
de lo que ocurre con el dolor de cabeza debido a la tensión, en la jaqueca,
después de unos espasmos iniciales, se produce una gran dilatación de los vasos
sanguíneos. En griego se llama a la cabeza hemikranie
(kranion = cráneo) literalmente mitad del cráneo,
palabra que denota claramente la unilateralidad del pensamiento que, en los
enfermos de jaqueca, es similar a la que se da en las personas que sufren dolor
de cabeza provocado por la tensión.
Todo lo dicho respecto a
este último síntoma vale también para la migraña, salvo un punto esencial. Mientras
que el paciente aquejado de dolor de cabeza trata de aislar la cabeza del
tronco, el que sufre jaqueca traslada un tema corporal a la cabeza para vivirlo
en ella. Este tema es la sexualidad. La jaqueca siempre es sexualidad
desplazada a la cabeza. Se da a la cabeza la función del vientre. Este
desplazamiento no es tan incongruente, ya que el aparato genital y la cabeza
tienen entre sí una cierta analogía. Son las partes del cuerpo que albergan
todos los orificios del ser humano.
Los orificios del cuerpo
desempeñan un papel preponderante en la sexualidad (amor = admisión: el acto
del amor sólo puede realizarse donde el cuerpo se abre). La voz popular desde
siempre ha relacionado la boca de la mujer con la vagina (por ejemplo: labios
secos [!]) y la nariz del hombre con el pene, y hace
las correspondientes deducciones entre uno y otro. También en la sexualidad
oral se demuestra claramente la relación y la «intercambiabilidad» entre
el vientre y la cabeza. El bajo vientre y la cabeza son polos y detrás de su
contraposición está su unidad: así arriba como abajo. Cuán a menudo se utiliza
la cabeza como sustitutivo del bajo vientre lo vemos claramente en el acto de
sonrojarse. En situaciones embarazosas, que casi siempre tienen una connotación
sexual, la sangre sube a la cabeza y la hace enrojecer. Con ello se realiza
arriba lo que en realidad debería ocurrir abajo, ya que durante la excitación
sexual la sangre normalmente acude al aparato genital y los órganos sexuales se
dilatan y enrojecen. La misma transposición entre el aparato genital y la
cabeza la encontramos en la impotencia. En el acto sexual, cuanto más hace
trabajar la cabeza un hombre, más fácil es que le falte potencia en el bajo
vientre, lo cual tiene consecuencias fatales. La misma transposición hacen las
personas sexualmente insatisfechas que, en compensación, comen más de lo
normal, tratando de saciar por la boca su hambre de amor, y nunca se sienten
llenas. Todas estas indicaciones deberían bastar para revelar la analogía
existente entre el bajo vientre y la cabeza. El paciente aquejado de jaqueca
(la mayoría son mujeres) siempre tiene problemas con la sexualidad.
Como ya dijimos al hablar
de otros temas, existen básicamente dos posibilidades de tratar un problema:
arrumbarlo y reprimirlo (inhibirse) o magnificarlo. Parecen tratamientos
opuestos, pero no son sino posibilidades polares de expresión de una misma
dificultad. Cuando una persona tiene miedo tanto puede esconderse como empezar
a repartir golpes a diestro y siniestro: ambas reacciones denotan debilidad.
Así, entre los aquejados de jaqueca encontramos a los que han descartado
totalmente de su vida la sexualidad («...eso no va conmigo») como a los
que alardean de «falta de prejuicios». Ambas categorías tienen una cosa
en común: problemas sexuales. Si uno no reconoce el problema, ya sea porque no
tiene vida sexual ya porque uno no tiene problemas de ésos, como todo el mundo
puede ver, el problema se instala en la cabeza y se manifiesta en forma de
jaqueca. En tal caso, el problema sólo se puede afrontar al más alto nivel.
La jaqueca es un orgasmo en la
cabeza. El proceso es idéntico, sólo que tiene lugar más arriba. Durante la
fase de excitación sexual, la sangre acude a la zona genital y, en el momento
culminante, la tensión cede y se produce la relajación; así discurre también la
jaqueca: la sangre acude a la cabeza, se produce una sensación de presión, la
tensión se agudiza hasta alcanzar su punto máximo y se produce la distensión
(dilatación de los vasos sanguíneos). Cualquier estimulo puede desencadenar la
jaqueca: luz, ruido, corriente de aire, el tiempo, la emoción, etc. Una
característica de la jaqueca es que el enfermo, después del acceso, experimenta
una transitoria sensación de bienestar. En el apogeo del ataque, el paciente desea
estar en una habitación a oscuras y en la cama, pero solo.
Todo esto apunta a la temática
sexual, al igual que el temor de tratar el tema con otra persona en el plano
más adecuado. Ya en 1934 E. Gutheil describía
en una revista de psicología el caso de un enfermo cuyos accesos de jaqueca
cedían después de experimentar el orgasmo sexual. A veces, el paciente tenía
que experimentar varios orgasmos antes de que se produjera el relajamiento y
terminara el ataque. En nuestro enfoque encaja también la observación de que
entre los síntomas secundarios de la jaqueca figuran en primer lugar los
trastornos digestivos y el estreñimiento: uno se cierra por abajo. Uno no
quiere saber nada del contenido desconocido (excremento) y se retira hacia las
alturas del pensamiento, hasta que le estalla la cabeza. Hay matrimonios que
utilizan la jaqueca (palabra con la que habitualmente se designa cualquier
dolor de cabeza) como pretexto para rehuir la relación sexual.
En resumen, en los pacientes de
jaqueca encontramos el conflicto entre instinto y pensamiento, entre abajo y
arriba, entre bajo vientre y cabeza, lo cual conduce al intento de utilizar la
cabeza como puerta de escape o campo de maniobras para resolver problemas
(cuerpo, sexo, agresividad) que sólo pueden plantearse y resolverse en un plano
totalmente distinto. Ya Freud describía el pensamiento como una acción
experimental. Al ser humano le parece menos peligroso y comprometido el
pensamiento que la acción. Pero no se puede sustituir la acción por el
pensamiento sino que lo uno tiene que apoyarse en lo otro. El ser humano ha
recibido un cuerpo para, con ayuda de este instrumento, realizarse (hacerse
real). Sólo por medio de la realización puede seguir fluyendo la energía. No es
casualidad que conceptos como entender y comprender contengan ideas alusivas a movimientos corporales. Si se
rompe esta combinación, la energía se condensa y acumula y se manifiesta por
medio de diferentes grupos de síntomas, en forma de enfermedad. Hagamos
un resumen ilustrativo:
Fases de escalada de la energía bloqueada:
1. La actividad
(sexualidad, agresividad) relegada al pensamiento, se traduce en dolor de
cabeza.
2. La actividad
bloqueada en el plano vegetativo (es decir, en las funciones corporales),
provoca hipertensión y un cuadro de atonía vegetativa.
3. La actividad
bloqueada en el plano nervioso, puede provocar cuadros tales como esclerosis
múltiple.
4. La actividad
reprimida en el campo muscular, produce afecciones del sistema locomotor como reúma y gota.
Esta división corresponde a
las distintas fases de un acto realizado. Cualquier acto, sea un puñetazo o un
coito, se inicia en la imaginación (1) en la que se prepara mentalmente.
Después pasa a la preparación vegetativa (2) del cuerpo, con el incremento del
riego sanguíneo de los órganos precisos, aceleración del pulso, etc.
Finalmente, la actividad imaginada se convierte en acto por el efecto de los
nervios (3) en los músculos (4). Pero cuando la idea imaginada no llega a
transformarse en acto, la energía forzosamente queda bloqueada en uno de los
cuatro campos (mental, vegetativo, nervioso, muscular) y con el tiempo
desarrolla los síntomas correspondientes.
El que sufra de jaqueca se
halla en la primera etapa: bloquea su sexualidad en la mente. Debe aprender a
buscar su problema donde está y situar en su sitio —abajo— lo que se le ha
subido a la cabeza. La evolución siempre empieza por abajo, y la cuesta arriba
siempre es fatigosa, cuando se sube como es debido.
DOLOR DE CABEZA
En caso de dolor de cabeza
o jaqueca deberían hacerse las siguientes preguntas:
1. ¿Por qué me caliento la cabeza?
2. ¿Existe en mi una interrelación fluida entre arriba y
abajo?
3. ¿Trato con excesivo afán de ir para arriba? (ambición).
4. ¿Soy un cabezota que da con la cabeza contra la pared?
5. ¿Pretendo sustituir la acción por el pensamiento?
6. ¿Soy sincero frente a mi problemática sexual?
7. ¿Por qué traslado el orgasmo a la cabeza?
VII.
La piel es el órgano más grande
del ser humano. Realiza múltiples funciones, las más importantes de las cuales
son:
1. Delimitación y protección.
2. Contacto.
3. Expresión.
4. Estímulo sexual.
5. Respiración.
6. Exudación.
7. Termorregulación.
Estas diversas funciones de
la piel giran en torno a un tema común que oscila entre los dos polos de
separación y contacto. La piel es nuestra frontera material externa y, al mismo
tiempo, a través de la piel estamos en contacto con el exterior, con ella
tocamos nuestro entorno. En la piel sentimos el mundo que nos rodea y de la
piel no podemos salirnos. La piel refleja nuestro modo de ser hacia el exterior
y lo hace de dos maneras. Por un lado, la piel es la superficie en la que se
reflejan todos los órganos internos. Toda perturbación de uno de nuestros
órganos internos se proyecta en la piel y toda afección de una determinada zona
de la piel es transmitida al órgano correspondiente. En esta relación se basan
todas las terapias de zonas reflejo aplicadas desde hace mucho tiempo por la
medicina naturista, de las cuales la medicina académica utiliza sólo unas
cuantas (por ejemplo, zonas de Head*). Merecen
mención especial la del masaje de las zonas reflejo de los pies, la aplicación
de ventosas a la espalda, la terapia de la zona reflejo de la nariz, la audiopuntura, etc.
El médico que posee buen
ojo clínico, examinando y palpando la piel averigua el estado de los órganos y
trata las afecciones de éstos desde las zonas de su proyección en la piel.
Ni lo que ocurre en la
piel, mancha, tumefacción, inflamación, granito, absceso, ni el lugar de su
aparición, es casual sino indicación de un proceso interno. Antiguamente se
utilizaban sistemas muy sofisticados para tratar de averiguar el carácter de la
persona por el lugar en el que aparecían las manchas hepáticas, por ejemplo.
* Zonas de la piel que
corresponden a la proyección de los reflejos víscero–cutáneos.
(N. del T.)
Por ello la información
total se muestra siempre en todas partes. En cada parte encontramos el todo (pars pro toto,
llamaban los romanos a este fenómeno). De manera que es indiferente la parte
del cuerpo que se contemple. En todas puede reconocerse el mismo esquema, el
esquema que representa a cada individuo. El esquema se encuentra en el ojo
(diagnóstico por el iris), en el pabellón auditivo (auriculopuntura
francesa), en la espalda, en los pies, en los meridianos (diagnóstico por los
puntos terminales), en cada gota de sangre (prueba de coagulación, dinamolisis capilar, hemodiagnóstico
holístico), en cada célula (genética), en la mano (quirología),
en la cara y configuración corporal (fisiognomía), en la piel (¡nuestro tema!).
Este libro enseña a conocer
al ser humano a través de los síntomas de la enfermedad. Es indiferente dónde
se mire: lo que importa es poder mirar. La verdad está en todas partes. Si los especialistas
consiguieran olvidarse de su (totalmente inútil) intento de demostrar la
casualidad de la relación descubierta por ellos, inmediatamente verían que
todas las cosas mantienen entre sí una relación analógica: así arriba como
abajo, así dentro como fuera.
La piel no sólo muestra al
exterior nuestro estado orgánico interno sino que en ella y por ella se
muestran también todos nuestros procesos y reacciones psíquicos. Algunas de
estas manifestaciones son tan claras que cualquiera puede observarlas: una
persona se pone colorada de vergüenza y blanca de susto; suda de miedo
o de excitación; el cabello
se le eriza de horror, o se le pone la piel de gallina. Invisible
exteriormente, pero mensurable con aparatos electrónicos, es la conductividad
eléctrica de la piel. Los primeros experimentos y mediciones de esta clase se
remontan a C. G. Jung, quien con sus «experimentos asociativos» exploró
este fenómeno. Hoy, gracias a la electrónica, es posible amplificar y registrar
las constantes oscilaciones de la conductividad eléctrica de la piel y «dialogar»
con la piel de una persona, ya que la piel responde a cada palabra, cada tema,
cada pregunta, con una inmediata alteración de su conductividad eléctrica,
llamada PGR o ESR.
Todo ello nos confirma que
la piel es una gran superficie de proyección en la que se ven tanto procesos
somáticos como psíquicos. Pero, puesto que la piel revela tantas cosas de
nuestro interior, es fácil caer en la tentación no ya de cuidarla con esmero
sino de manipularla. A esta operación de engaño se llama cosmética, y en este
arte de la impostura se invierten de buen grado sumas fabulosas. No es el
objetivo de estas líneas denostar las artes de embellecimiento de la cosmética,
pero sí examinar brevemente el afán que informa la antigua tradición de la
pintura corporal. Si la piel es expresión externa de lo que hay en el interior,
todo intento de modificar artificialmente esta expresión es, indiscutiblemente,
un acto de falsedad. Se trata de disimular o aparentar algo. Se aparenta lo que
no se es. Se levanta una fachada falsa y se pierde la coincidencia entre
contenido y forma. Es la diferencia entre «ser bonita» y «parecer bonita», o
entre ser y parecer. Este intento de mostrar al mundo una máscara empieza por
el maquillaje y termina grotescamente por la cirugía estética. La gente se hace
estirar la cara; ¡es curioso que tantos se preocupen tan poco de perder la faz!
Detrás de todos estos
afanes por ser lo que no se es, está la realidad de que el ser humano a
nadie quiere menos que a sí mismo. Quererse a sí mismo es una de las cosas
más difíciles del mundo. El que cree que se gusta y que se quiere, seguramente
confunde su «ser» con su pequeño ego. Generalmente, sólo cree que se
quiere el que no se conoce. Dado que nuestra personalidad, en conjunto,
incluida nuestra sombra, no nos gusta, constantemente estamos tratando de
modificar y pulir nuestra imagen. Pero, mientras el ser interior, es decir, el
espíritu, no se modifique, esto no pasa de pura «cosmética». Con esto no
pretendemos descartar la posibilidad de que, mediante modificaciones de forma,
pueda iniciarse un proceso dirigido hacia el interior, como se hace, por
ejemplo, en el Hatha Yoga,
Erupciones
En la erupción, algo atraviesa
la frontera, algo quiere salir. La forma más simple de expresar esta idea nos
la facilita el acné juvenil. En la pubertad, aflora en el ser humano la
sexualidad, pero casi siempre sus imperativos son reprimidos con temor. La
pubertad es un buen ejemplo de situación conflictiva. En una fase de aparente
tranquilidad, bruscamente, de unas profundidades desconocidas, brota un nuevo
deseo que, con una fuerza irresistible, trata de hacerse un lugar en la
conciencia y la vida de un ser humano. Pero el nuevo impulso que nos acomete es
desconocido e insólito y nos atemoriza. A uno le gustaría eliminarlo y recobrar
el familiar estado anterior. Pero no es posible. No se puede dar marcha atrás.
Y uno se encuentra en un
conflicto. La atracción de lo nuevo y el temor a lo nuevo tiran de uno casi con
igual fuerza. Todos los conflictos se desarrollan según este esquema, sólo
cambia el tema. En la pubertad, el tema se llama sexualidad, amor, pareja.
Despierta el deseo de hallar un oponente, el Tú, el polo opuesto. Uno desea
entrar en contacto con aquello que a uno le falta, y no se atreve. Surgen
fantasías sexuales, y uno se avergüenza. Es muy revelador que este conflicto se
manifieste como inflamación de la piel. Y es que la piel es la frontera del Yo
que uno tiene que cruzar para encontrar el Tú. Al mismo tiempo, la piel es el
órgano con el que el ser humano entra en contacto con los demás, lo que el otro
puede tocar y acariciar. La piel tiene que gustar para que el otro nos quiera.
Este tema candente hace que
la piel del adolescente se inflame, lo que señala tanto que algo pugna por
atravesar la frontera —una nueva energía que quiere salir—, como que uno
pretende impedírselo. Es el miedo al instinto recién despertado. Por medio del
acné uno se protege a sí mismo, porque el acné obstaculiza toda relación e
impide la sexualidad. Se abre un círculo vicioso: la sexualidad no vivida se
manifiesta en la piel como acné: el acné impide el sexo. El reprimido deseo de
inflamar al prójimo se transforma en una inflamación de la piel. La estrecha
relación existente entre el sexo y el acné se demuestra claramente por el lugar
de su aparición; la cara y, en algunas chicas, el escote (a veces, también la
espalda). Las otras partes del cuerpo no son afectadas, ya que en ellas el acné
no tendría ninguna finalidad. La vergüenza por la propia sexualidad se
transforma en vergüenza por los granos.
Muchos médicos, contra el
acné recetan la píldora, y con buenos resultados. El fondo simbólico del
tratamiento es evidente: la píldora simula un embarazo y, desde el momento en
que «eso» parece haber ocurrido, el acné desaparece: ya no hay nada que
evitar. Generalmente, el acné cede también a los baños de sol y mar, mientras
que cuanto más se cubre uno el cuerpo más se agrava. La «segunda piel» que
es la ropa acentúa la inhibición y la intangibilidad. El desnudarse, por el
contrario, es el primer paso de una apertura, y el sol sustituye de modo
inofensivo el ansiado y temido calor del cuerpo ajeno. Todo el mundo sabe que,
en última instancia, la sexualidad vivida es el mejor remedio contra el acné.
Todo lo dicho acerca de la
pubertad puede aplicarse, a grandes rasgos, a todas las erupciones cutáneas.
Una erupción siempre indica que algo que estaba reprimido trata de atravesar la
frontera y salir a la luz (al conocimiento). En la erupción se muestra algo que
hasta ahora no estaba visible. Ello también indica por qué casi todas las
enfermedades de la infancia, como el sarampión, la escarlatina o la roséola, se
manifiestan a través de la piel. A cada enfermedad, algo nuevo brota en la vida
del niño, por lo que toda enfermedad infantil suele determinar un avance en el
desarrollo. Cuanto más violenta la erupción, más rápido es el proceso y el
desarrollo. La costra de leche de los lactantes denota que la madre tiene poco
contacto físico con la criatura, o que la descuida en el aspecto emotivo. La
costra de leche es expresión visible de esta pared invisible y del intento de
romper el aislamiento. Muchas veces, las madres utilizan el eccema para
justificar su íntimo rechazo del niño. Suelen ser madres especialmente
preocupadas por la «estética», que dan mucha importancia a la limpieza
de la piel.
Una de las dermatosis más
frecuentes es la psoriasis. Se manifiesta en focos de inflamación de la piel
que se cubren de unas escamas de un blanco plateado. En la psoriasis se
incrementa exageradamente la fabricación de escamas de la piel. Nos recuerda la
formación del caparazón de algunos animales. La protección natural de la piel
se trueca en coraza: uno se blinda por los cuatro costados. Uno no quiere que
nada entre ni salga. Reich llama muy acertadamente al resultado del deseo de
aislamiento psíquico «blindaje del carácter». Detrás de toda defensa hay
miedo a ser heridos. Cuanto más robusta la defensa y más gruesa la coraza,
mayor es la sensibilidad y el miedo.
Ocurre lo mismo entre los
animales: si a un crustáceo le quitamos el caparazón, encontraremos una
criatura blanda y vulnerable. Las personas aparentemente más ariscas son en
realidad las más sensibles. De todos modos, el afán de proteger el alma con una
coraza encierra un cierto patetismo. Porque, si bien la coraza protege de las
heridas, también impide el acceso al amor y la ternura. El amor exige apertura,
pero entonces la defensa queda comprometida. El caparazón aparta al alma del
río de la vida y la oprime, y la angustia crece. Es cada vez más difícil
sustraerse a este círculo vicioso. Más tarde o más temprano, el ser humano
tendrá que resignarse a recibir la temida herida, para descubrir que el alma no
sucumbe, ni mucho menos. Hay que hacerse vulnerable, para comprobar la propia
resistencia. Este paso se produce sólo bajo presión externa, aplicada ya por el
destino y por la psicoterapia.
Si nos hemos extendido en
el comentario de la relación entre la vulnerabilidad y el blindaje es porque,
en el plano corporal, la psoriasis muestra esta relación: la psoriasis llega a
producir ulceración de la piel lo que aumenta el peligro de infección. Con ello
vemos cómo los extremos se tocan, cómo vulnerabilidad y autodefensa ponen de
manifiesto el conflicto entre el deseo de compenetración y el miedo a la
proximidad. Con frecuencia, la psoriasis empieza por los codos. Y es que con
los codos uno se abre paso, en los codos uno se apoya. Precisamente en este
punto se muestran a un tiempo la callosidad y la vulnerabilidad. En la
psoriasis, inhibición y aislamiento llegan al extremo, por lo que obligan al
paciente, por lo menos corporalmente, a abrirse y hacerse vulnerable.
Prurito
El prurito es un fenómeno
que acompaña a muchas enfermedades de la piel (por ejemplo, urticaria), pero
que también puede presentarse solo, sin «causa» alguna. El prurito o
picor puede llevar a una persona a la desesperación; continuamente tiene que
rascarse algún lugar del cuerpo. El picor y el rascarse también tienen
idiomáticamente un significado psíquico: Al que le pique que se rasque. Es
decir, al que le «irrite». El picor, con sus sensaciones asociadas de
cosquilleo, irritación y ardor, tiene connotaciones sexuales, pero no dejemos
que la sexualidad nos haga pasar por alto otros conceptos afines al tema.
También, en el sentido agresivo, se puede «picar» a alguien. Se trata,
en suma, de un estímulo que puede ser de índole sexual, agresiva o amorosa. Es
un estímulo que tiene una valoración ambivalente, que puede ser grato o
molesto, pero siempre excitante. La palabra latina prurigo significa, además de
picor, alegría y el verbo prurire significa picar.
El picor corporal indica
que, en el plano mental, algo nos excita, algo que, evidentemente, hemos pasado
por alto, o no habría tenido que manifestarse en forma de prurito. Detrás del
picor existe alguna pasión, un ardor, un deseo que está pidiendo ser
descubierto. Por eso nos obliga a rascar. El rascarse es una forma suave de
escarbar o cavar. Como se escarba y se cava en la tierra para sacar algo a la
luz, así el que tiene picores rasca su superficie, su piel, en busca de lo que
le pica, le hace cosquillas, le excita y le irrita. Cuando lo encuentra, se
siente aliviado. Es decir, el prurito siempre anuncia algo que me pica, anuncia
algo que no me deja frío, algo que me hace cosquillas: una pasión ardiente, una
exaltación, un amor fogoso o, también, la llama de la ira. No es de extrañar
que el picor esté acompañado de erupciones cutáneas, manchas rojas e
inflamaciones. El lema es: rascar en la conciencia hasta encontrar qué es lo
que pica.
ENFERMEDADES DE
En las enfermedades de la
piel y erupciones, preguntar:
1. ¿Me aíslo excesivamente?
2. ¿Cómo llevo mi capacidad de contacto?
3. ¿No reprimo con mi actitud distante, el deseo de
compenetración?
4. ¿ Qué es lo que está tratando de
salir a la luz? (Sexualidad, instinto, pasión, agresividad, entusiasmo.)
5. ¿Qué me pica en realidad?
6. ¿Me he retraído al aislamiento?
VIII. LOS RIÑONES
Los riñones representan en
el cuerpo humano la zona de la convivencia. Los dolores y afecciones de riñón
se presentan cuando existen problemas de convivencia. No se trata tanto de la
relación sexual como de la capacidad de relacionarse con los semejantes en
general. La forma en que una persona se enfrenta con las demás se manifiesta
con especial claridad en las relaciones de la pareja, pero es común a todos sus
semejantes. Para comprender la relación existente entre los riñones y la comunicación
con el prójimo, puede ser conveniente examinar, en primer lugar, el fondo
psíquico de las relaciones humanas.
La polaridad de nuestra
mente nos impide tener conciencia de nuestra totalidad y hace que nos
identifiquemos sólo con una parte del Ser. A esta parte la llamamos Yo. Lo que
no vemos es nuestra sombra que nosotros —por definición— desconocemos. El
camino que debe seguir el ser humano es el que conduce hacia un mayor
conocimiento. El ser humano está obligado constantemente a tomar conciencia de
partes de sombra hasta ahora desconocidas e integrarlas en su identidad. Este
proceso de aprendizaje no se termina hasta que poseemos el conocimiento total,
hasta que estamos «completos». Esta unidad abarca toda la polaridad sin
distinciones, es decir, tanto la parte masculina como la femenina.
El individuo completo es
andrógino, ha fundido en su alma los aspectos masculino y femenino, para formar
la unidad (bodas químicas). No se debe confundir lo andrógino con lo dual;
naturalmente, el carácter andrógino se refiere al aspecto psíquico: el cuerpo
conserva su sexo. Pero la mente ya no se identifica con él (como tampoco el
niño pequeño se identifica con el sexo a pesar de que físicamente lo tiene).
Este objetivo de bisexualidad también se expresa con el celibato y la
indumentaria de los sacerdotes. Ser hombre es identificarse con el polo
masculino del alma, con lo que la parte femenina automáticamente pasa a la
sombra; por lo tanto, ser mujer es identificarse con el polo femenino,
relegando al polo masculino a la sombra. Nuestro objetivo es tomar conciencia
de nuestra sombra. Pero esto sólo se consigue a través de la proyección.
Debemos buscar y hallar fuera de nosotros lo que nos hace falta y que, en
realidad, está dentro de nosotros.
Esto, a primera vista,
parece una paradoja: tal vez por ello sean tan pocos los que lo comprenden.
Pero el reconocimiento requiere la división entre sujeto y objeto. Por ejemplo,
el ojo ve pero no puede verse; para ello necesita de la proyección sobre un
objeto. En la misma situación nos hallamos los seres humanos. El hombre sólo
puede tomar conciencia de la parte femenina de su alma (C. G. Jung la llama «ánima»)
a través de su proyección sobre una mujer concreta, y la mujer, viceversa.
Nosotros imaginamos la sombra estratificada. Hay capas muy profundas que nos
angustian, y hay capas que están cerca de la superficie, esperando ser
reconocidas y asumidas. Si encuentro a una persona que exhibe unas cualidades
que se hallan en la parte superior de mi sombra, me enamoro de ella. Al decir
ella me refiero tanto a la otra persona como a la parte de la propia sombra,
puesto que, en definitiva, una y otra son idénticas.
Lo que nosotros amamos o
aborrecemos en otra persona está siempre en nosotros mismos. Hablamos de amor cuando el
otro refleja una zona de la sombra que en nosotros asumiríamos de buen grado, y
hablamos de odio cuando alguien refleja una capa muy profunda de nuestra sombra
que no deseamos ver en nosotros. El sexo opuesto nos atrae porque es lo que nos
falta. A menudo nos da miedo porque nos es desconocido. El encuentro con la
pareja es el encuentro con el aspecto desconocido de nuestra alma. Cuando
tengamos claro este mecanismo de proyección en el otro de partes de la sombra
propia, veremos todos los problemas de la
convivencia a una nueva luz. Todas
las dificultades que experimentamos con nuestra pareja son dificultades que
tenemos con nosotros mismos.
Nuestra relación con el
inconsciente siempre es ambivalente: nos atrae y nos atemoriza. No menos
ambivalente suele ser nuestra relación con la pareja: la queremos y la odiamos,
deseamos poseerla plenamente y librarnos de ella, la encontramos maravillosa e
irritante. En el cúmulo de actividades y fricciones que constituyen una
relación no hacemos más que andar a vueltas con nuestra sombra. Por ello, es
frecuente que personas de carácter opuesto congenien. Los extremos se atraen:
esto lo sabe todo el mundo, y no obstante siempre nos asombra que «se lleven
tan bien siendo tan distintas». Mejor se llevarán dos personas cuanto más
distintas sean, porque cada una vive la sombra de la otra o —más exactamente—
cada una hace que su sombra viva en la otra. Cuando la pareja está formada por
personas muy parecidas, aunque las relaciones resulten más apacibles y cómodas,
no suelen favorecer mucho el desarrollo de quienes la componen: en el otro sólo
se refleja la cara que ya conocemos: ello no acarrea complicaciones pero
resulta aburrido. Los dos se encuentran mutuamente maravillosos y proyectan la
sombra común al entorno, al que juntos rehuyen. En
una pareja sólo son fecundas las divergencias, ya que a través de ellas,
afrontándose a la propia sombra descubierta en el otro, puede uno encontrarse a
sí mismo. Está claro que el objetivo de esta tarea es encontrar la propia
identidad total.
El caso ideal es aquel en
el que, al término de la convivencia, hay dos personas que se han completado a
sí mismas o, por lo menos —renunciando al ideal— se han desarrollado,
descubriendo partes ignoradas del alma y asumiéndolas conscientemente. No se
trata, desde luego, de la pareja de tórtolos que no pueden vivir el uno sin el
otro. La frase de que uno no puede vivir sin el otro sólo indica que uno, por
comodidad (también podríamos decir por cobardía), se sirve del otro para hacer
que viva la propia sombra, sin reconocerse en la proyección ni asumirla. En
estos casos (son la mayoría) el uno no deja que el otro se desarrolle, ya que
con ello habría que cuestionarse el papel que cada uno se ha adjudicado. En
muchos casos, cuando uno de los dos se somete a psicoterapia, su pareja se
queja de lo mucho que ha cambiado... («¡Nosotros
sólo queríamos que desapareciera el síntoma!»)
La asociación de la pareja
ha alcanzado su objetivo cuando el uno ya no necesita del otro. Sólo en este
caso se demuestra que la promesa de «amor eterno» era sincera. El amor
es un acto de la conciencia y significa abrir la frontera de la conciencia
propia para dejar entrar aquello que se ama. Esto sucede sólo cuando uno acoge
en su alma todo lo que la pareja representaba o —dicho de otro modo— cuando uno
ha asumido todas las proyecciones y se ha identificado con ellas. Entonces la
persona deja de hacer las veces de superficie de proyección —en ella nada nos
atrae ni nos repele—, el amor se ha hecho eterno, es decir, independiente del
tiempo, ya que se ha realizado en la propia alma. Estas consideraciones siempre
producen temor en las personas que tienen proyecciones puramente materiales,
que depositan el amor en las formas y no en el fondo de la conciencia. Esta
actitud ve en la transitoriedad de lo terrenal una amenaza y se consuela con la
esperanza de encontrar a sus «seres queridos» en el más allá. Pero suele
pasar por alto que el «más allá» siempre está aquí. El más allá es la
zona que trasciende las formas materiales. El individuo no tiene más que
transmutar en su mente todo lo visible, y ya está más allá de las formas. Todo
lo visible no es más que un símbolo, ¿por qué no habían de serlo también las
personas?
Con nuestra manera de vivir
tenemos que hacer superfluo el mundo visible, y también a nuestra pareja. Sólo
se plantean problemas cuando dos personas «utilizan» su asociación de
forma diferente, y mientras una reconoce sus proyecciones y las integra, la
otra se limita a proyectarse. En este caso, cuando uno se independiza, el otro
se queda con el corazón destrozado. Y cuando ninguno de los dos pasa de la fase
de proyección, tenemos un amor de los que duran hasta la muerte, y después,
cuando falta la otra mitad, viene el desconsuelo (!). Dichoso del que comprenda
que a uno no pueden arrebatarle aquello que ha asumido en su interior. El amor
o es uno o no es nada. Mientras se deposita en los objetos externos no ha
alcanzado su objetivo. Es importante conocer con exactitud esta interrelación
de la pareja antes de establecer la analogía con lo que ocurre en los riñones.
En el cuerpo hay órganos singulares (estómago, hígado, páncreas) y órganos
pares como los pulmones, los testículos y los ovarios. Si examinamos los
órganos pares, llama la atención el que todos tengan relación con el tema de «contacto»
o «convivencia». Mientras los pulmones representan el contacto y
comunicación con el entorno en general y los testículos y los ovarios, órganos
sexuales, la relación sexual, los riñones son los órganos que corresponden a la
convivencia con los semejantes. Por cierto que estos tres campos representan
las tres denominaciones griegas del amor: filia (amistad), eros (amor sexual) y ágape (la progresiva
unificación con el todo).
Todas las sustancias que entran
en el cuerpo pasan a la sangre. Los riñones actúan como una central de
filtrado. Para ello tienen que poder reconocer qué sustancias son tolerables y aprovechables por el organismo y qué
residuos y toxinas deben ser expulsados. Para realizar esta difícil tarea, los
riñones disponen de diferentes mecanismos que, dada su complejidad, reduciremos
a dos funciones básicas: la primera etapa del filtrado funciona como un tamiz
mecánico en el que son retenidas las partículas a partir de un tamaño determinado.
El poro de este tamiz tiene la luz precisa para retener hasta la más pequeña
molécula de albúmina. El segundo paso, bastante más complicado, se basa en una
combinación de ósmosis y del principio de la contracorriente. Esencialmente, la
ósmosis consiste en el equilibrio de la presión y la concentración de dos
líquidos separados entre sí por una membrana semipermeable. El principio de
contracorriente hace que los dos líquidos de distinta concentración circulen
repetidamente en sentido contrario con lo cual, en caso necesario, los riñones
pueden expulsar orina concentrada (por ejemplo, en la micción matinal). Esta
compensación osmótica sirve, en definitiva, para retener las sales vitales para
el cuerpo, de las que depende, entre otras cosas, el equilibrio entre álcalis y
ácidos.
El profano suele ignorar la
importancia vital que tiene el equilibrio de los ácidos en el cuerpo, que se
expresa numéricamente con el valor PH. Todas las reacciones bioquímicas (como
por ejemplo la producción de energía y la síntesis de la albúmina) dependen de
un valor PH estable dentro de unos
márgenes muy estrechos. La sangre se mantiene en el justo medio entre lo
alcalino y lo ácido, entre Yin y Yang. Análogamente, toda sociedad consiste en la
tentativa de situar en equilibrio armónico los dos polos, el masculino (Yang,
ácido) y el femenino (Yin, alcalino). Como el riñón se encarga de garantizar el
equilibrio entre ácido y alcalino, así la sociedad, análogamente, trata de que
el individuo, mediante la unión con otra persona que vive la sombra de uno, se
perfeccione y se complete. Así la otra mitad (la «media naranja») con su manera
de ser, compensa lo que a uno le falta.
De todos modos, el mayor
peligro de la pareja estriba en la convicción de que los problemas y
perturbaciones se deben únicamente a la convivencia y no tienen nada que ver
con uno. En este caso, uno se queda atascado en la fase de la proyección y no
reconoce la necesidad ni el beneficio de asumir e integrar la parte de la
propia sombra reflejada por la pareja, y crecer y madurar con esta toma de
conciencia. Si este error se refleja en el plano somático, los riñones dejarán
pasar sustancias esenciales para la vida (albúmina, sales) a través del sistema
de filtrado, con lo que unos componentes esenciales para el propio desarrollo
pasan al mundo exterior (por ejemplo, en el caso de la glomerulonefritis).
Los riñones, a su vez, demuestran la misma incapacidad para asimilar las
sustancias importantes que manifestó la mente al no reconocer como propios
problemas importantes y cargarlos al otro. Como el individuo tiene que
reconocerse a sí mismo en el compañero, así también los riñones necesitan la
facultad de reconocer la importancia que para la propia realización y
desarrollo tienen las sustancias «ajenas», que vienen del exterior. La estrecha
relación de los riñones con el tema de la «compenetración» y la «comunicación»
se deduce claramente de determinadas costumbres de la vida diaria. En todas las
ocasiones en las que las personas se reúnen con el propósito de comunicar, la
bebida desempeña papel preponderante. Ello no es de extrañar, ya que la bebida
estimula el riñón, «órgano de la comunicación» y, por consiguiente,
también la facultad de la comunicación psíquica. Es fácil entrar en contacto
haciendo chocar las copas o las jarras de cerveza. Es éste un «choque»
sin agresividad. En Alemania, es frecuente iniciar el tuteo con un brindis. Sin
la bebida común, el establecimiento de contacto sería casi inconcebible. Tanto
en una reunión de sociedad como en una fiesta popular, el individuo bebe para
acercarse al prójimo. Por ello, suele mirarse con recelo al que bebe poco o
nada, ya que denota que no quiere estimular sus órganos de contacto y que
prefiere mantenerse a distancia. En todas estas ocasiones, se da preferencia a
las bebidas muy diuréticas que excitan los riñones, como café, té y alcohol.
(En las reuniones sociales no sólo se bebe sino que también se fuma. Y es que
el tabaco estimula el otro de nuestros órganos de contacto, los pulmones.
Sabido que el individuo bebe mucho más en compañía que cuando está solo.) El
acto de beber denota deseo de establecer contacto, aunque existe el peligro de
que este contacto no pase de sucedáneo de la verdadera comunicación.
Los cálculos se forman por
la precipitación y cristalización del exceso de ciertas sustancias de la orina
(ácido úrico, fosfato y oxalato cálcico). Influye en la formación de cálculos,
además de las condiciones ambientales, la cantidad de líquido que se bebe; el
líquido reduce la concentración de una sustancia y aumenta la solubilidad.
Cuando se forma un cálculo, se interrumpe el flujo y puede producirse el
cólico. El cólico es la tentativa del cuerpo de expulsar el cálculo por medio
de movimientos peristálticos del conducto urinario. Es un proceso tan doloroso
como un parto. El dolor del cólico produce vivo desasosiego y deseo de
movimiento. Si el cólico generado por el propio cuerpo no basta para expulsar
la piedra, el médico hace saltar al paciente para ayudar a desalojar el
cálculo. El tratamiento que se aplica para acelerar el parto de la piedra
consiste en relajación, calor e ingestión de líquidos.
La relación de este proceso
con el plano psíquico es evidente. El cálculo se compone de sustancias que en
realidad hubieran debido ser eliminadas, ya que no son necesarias para el
cuerpo. Ello corresponde a una acumulación de temas de los que el individuo
hubiera tenido que aligerarse hace tiempo, ya que no eran necesarios para su
desarrollo. Si uno se aferra a temas superfluos y trasnochados, éstos bloquean
la corriente del desarrollo y producen congestión. El síntoma del cólico induce
a ese movimiento que uno, con su agarrotamiento, deseaba impedir, y el médico
exige al paciente lo más conveniente: saltar. Sólo el salto para dejar atrás lo
inservible puede hacer fluir nuevamente el desarrollo y liberarnos de lo viejo
(piedra).
Las estadísticas indican
que los hombres son más propensos a los cálculos renales que las mujeres. Los
temas de «armonía» y «convivencia» son para el
hombre más difíciles que para la mujer, mejor dotada para manejar estos
principios. La agresiva autoafirmación, por el contrario, entraña más
dificultades para la mujer, por ser éste un principio más propio del hombre.
Estadísticamente, ello se refleja en la ya indicada incidencia de los cálculos
biliares en las mujeres. Las solas medidas terapéuticas aplicadas al cólico
nefrítico describen ya perfectamente los principios que pueden servir de ayuda
en la solución de problemas de armonía y convivencia: calor como expresión de afecto
y amor, relajación de los vasos contraídos en señal de apertura y, finalmente,
aumento de la fluidez para que todo vuelva a circular.
Riñón contraído = riñón
artificial
La degeneración llega a su
fase terminal cuando cesan todas las funciones del riñón y una máquina, el
riñón artificial, tiene que encargarse de la vital tarea de purificar la sangre
(diálisis). Ahora, el que no supo resolver sus problemas con la pareja de carne
y hueso, encuentra pareja en la máquina perfecta. Cuando ninguna pareja fue lo
bastante buena, ni lo bastante segura, o todo lo supeditó al propio afán de
libertad e independencia, uno encuentra en el riñón artificial a la pareja
ideal que hace todo lo que uno le pide sin exigir nada a cambio. Pero, por otro
lado, uno depende enteramente de ella: tiene que ir a visitarla al hospital por
lo menos tres veces a la semana o —si puede permitirse tener una máquina de
propiedad— dormir fielmente a su lado noche tras noche. Uno no puede mantenerse
apartado de ella mucho tiempo y tal vez así aprenda que la pareja perfecta no
existe, para el que no es perfecto.
ENFERMEDADES DEL RIÑÓN
Cuando el riñón se obtura,
debería uno hacerse las preguntas siguientes:
1. ¿Qué problemas
de convivencia tengo?
2. ¿Acostumbro a
pararme en la fase de proyección y considerar los defectos de mi pareja como
problemas exclusivamente suyos?
3. ¿Dejo de verme
a mí mismo en la manera de obrar de mi pareja?
4. ¿Me aferro a
viejos problemas impidiendo con ello el libre curso del desarrollo?
5. ¿Qué saltos
quiere hacerme dar en realidad la piedra de mi riñón?
La vejiga
La vejiga es el recipiente
en el que la orina, es decir, todas las sustancias desechadas por los riñones,
espera poder salir del cuerpo. La presión que provoca la orina acumulada, impulsa
a la evacuación, la cual produce un alivio. Todos sabemos por experiencia que
muchas veces las ganas de orinar están relacionadas con determinadas
situaciones. Siempre son situaciones en las que el individuo se encuentra bajo
presión psíquica, ya sea un examen, un tratamiento o condiciones similares que
generan ansiedad o tensión. La presión, experimentada primeramente en el plano
psíquico, pasa al plano físico y se manifiesta en la vejiga.
La presión siempre nos
insta a soltar y relajarnos. Cuando somos incapaces de atender esta llamada en
el plano psíquico, tenemos que hacerlo a través de la vejiga. De este modo se
experimenta claramente la magnitud de la presión de una situación, cuán
dolorosa puede llegar a ser si no se le libera y qué alivio se siente al
liberarla. Además, la somatización permite transformar la presión que se
experimenta de modo pasivo en una presión activa puesto que, con el pretexto de
ir al aseo, puede interrumpirse y manipularse casi cualquier situación. El que
tiene que ir al aseo siente una presión y, al mismo tiempo, la ejerce: eso lo
sabe el estudiante tan bien como cualquier paciente y siempre, inconsciente
pero infaliblemente, recurre a este síntoma.
La relación entre síntoma y
manipulación de poder que está especialmente clara en este caso, desempeña
también un papel importante en todos los síntomas. El enfermo siempre tiende a
utilizar sus síntomas como medios de presión. Con esto abordamos uno de los más
grandes tabúes de nuestro tiempo. El afán de dominio es un problema básico del
ser humano. Mientras el individuo tiene un Yo, ansía dominar. Cada «...pero
yo quiero», es expresión de este afán de dominio. Ahora bien, dado que, por
otra parte, el poder se ha convertido en un concepto muy negativo, los humanos
se sienten obligados a disimular su juego. Son relativamente pocas las personas
que tienen el valor de declarar y asumir abiertamente su ansia de poder. La
mayoría trata de imponerse indirectamente. Para ello utiliza ante todo los
medios de la enfermedad y del desamparo social. Estos medios son relativamente
seguros; no serán cuestionados porque los procesos funcionales y el medio
social están por encima de toda sospecha.
Dado que casi todo el mundo
utiliza, en alguna medida, estos medios para sus propias estrategias de
dominio, a nadie interesa que sean desenmascaradas y toda tentativa dirigida a
este fin es rechazada con viva indignación. Nuestro mundo es coaccionable por la enfermedad y la muerte. Por medio de la
enfermedad casi siempre puede lograrse lo que, sin síntomas, nunca se
conseguiría: atención, compasión, dinero, tiempo libre, ayuda y poder sobre los
demás. Este beneficio secundario de la enfermedad, que se consigue utilizando
el síntoma como instrumento de dominio, no pocas veces impide la curación.
El tema del «síntoma
como expresión de dominio» está patente en la enuresis. Si durante el día
un niño está sometido a una presión tan fuerte (padres, escuela) que no puede
relajarse ni formular sus propias pretensiones, la enuresis nocturna resuelve
varios problemas a la vez: permite la relajación de la presión sufrida y, al
mismo tiempo, proporciona la oportunidad de hacer que los padres, siempre tan
fuertes y poderosos, queden reducidos a la impotencia. Por medio de este
síntoma, el niño, encubiertamente, desde luego, responde a la presión que
soporta durante el día. Y no hay que olvidar la relación existente entre la
enuresis y el llanto. Ambos sirven para descargar una presión interna. Por lo
tanto, la enuresis podría describirse también como un «llanto inferior».
En todos los demás síntomas de la vejiga intervienen los temas comentados hasta
ahora. En la cistitis o inflamación el escozor al orinar indica claramente
cuánto duele al paciente «dejarlo correr». Las frecuentes ganas de
orinar sin evacuación de líquido o con una evacuación mínima denotan
incapacidad de desasirse de un tema, a pesar de la presión. En todos estos
síntomas, hay que recordar que las sustancias o, en su caso, temas que hay que
dejar correr, ya están pasados y no representan más que lastre.
ENFERMEDADES DE
Las afecciones de la vejiga
plantean las siguientes preguntas:
1. ¿A qué cosas me aferro, a pesar de que están superadas y
esperando ser evacuadas?
2. ¿Qué hace que yo mismo me someta a presión y la proyecte sobre
otros (un examen, el jefe)?
3. ¿Qué temas superados tengo que dejar correr?
4. ¿Por qué lloro?
IX.
La sexualidad es el ámbito
más amplio en el que los humanos dirimen, practicando, el tema de la polaridad.
El ser humano experimenta su carencia y busca aquello que le falta. En la unión
corporal con su polo opuesto alcanza un nuevo estado de conciencia al que llama
orgasmo. Este estado lo asimila el individuo a la felicidad. Sólo tiene un
inconveniente: no puede mantenerse en el tiempo. El ser humano trata de
compensar este inconveniente por medio de la reiteración. Por muy breve que sea
este momento, indica al individuo que hay estados de conciencia
cualitativamente muy superiores al «normal». Esta sensación de felicidad es
también lo que, en definitiva, impide que el ser humano descanse, lo que le
hace estar siempre buscando algo. La sexualidad revela ya la mitad del secreto:
cuando se unen dos polos formando una unidad se produce una sensación de
felicidad. Por lo tanto, la felicidad es «unidad». Ahora queda la segunda mitad
del secreto, la que nos revele cómo se puede prolongar indefinidamente este
estado. Muy sencillo: mientras la unión de los opuestos se realice sólo en el
plano corporal (sexualidad), el estado de la conciencia (orgasmo) resultante
está limitada en el tiempo, ya que este plano del cuerpo está sometido a la ley
del tiempo. Sólo se libera uno del tiempo realizando la unión de los opuestos
también en la mente: si consigo alcanzar la unidad en este plano, habré
encontrado la felicidad eterna, es decir, fuera del tiempo.
Con este reconocimiento
empieza el camino esotérico, que en Oriente se llama camino del yoga. Yoga
es una palabra sánscrita que significa yugo. El yugo siempre forma
unidad de una dualidad: dos bueyes, dos cubos, etc. Yoga es el arte de
unir la dualidad. Dado que la sexualidad contiene en sí el
esquema básico del camino y, al mismo tiempo, lo expone en un plano accesible a
todos los seres humanos, la sexualidad ha sido utilizada en todos los tiempos
para la representación analógica del camino. Aún hoy el turista contempla con
asombro y perplejidad en los templos orientales las —a su modo de ver—
pornográficas imágenes. No obstante, aquí la unión sexual de dos divinidades se
utiliza para exponer simbólicamente el gran secreto de la conjunctio
oppositorum.
Una de las peculiaridades
de la teología cristiana es la de haber denostado de tal manera el cuerpo y la
sexualidad que nosotros, hijos de una cultura de raíz cristiana, tratamos de
construir un antagonismo irreconciliable entre el sexo y la senda espiritual
(...desde luego, el simbolismo sexual no siempre ha sido ajeno a los
cristianos, como demuestran, por ejemplo, las «doctrinas de la esposa de
Cristo»). En muchos grupos que se consideran a sí mismos «esotéricos»
se cultiva todavía activamente esta oposición entre carne y espíritu. En estos círculos se confunde básicamente la transmutación con la
represión. También aquí bastaría comprender el fundamento esotérico «así
arriba como abajo» para darse cuenta de que lo que el ser humano no consiga
abajo nunca podrá realizarlo arriba. Es decir, el que tenga problemas sexuales
deberá resolverlos en el aspecto corporal, en lugar de buscar la salvación en
la huida: la unión de los opuestos es aún mucho más difícil en los planos «superiores».
Desde este punto de vista, tal
vez resulte comprensible por qué Freud relaciona casi todos los problemas
humanos con la sexualidad. Esta actitud tiene su justificación y sólo adolece
de un pequeño defecto de forma.
Freud (y todos los que piensen de
este modo) omitió dar el último paso desde el plano de la manifestación
concreta hasta el principio que se halla detrás de ella. Porque la sexualidad no
es sino una de las formas de expresión posibles del principio de la «polaridad»
o «unión de los contrarios». Planteado el tema de esta forma abstracta,
incluso los críticos de Freud tendrían que convenir en que: todos los problemas
humanos pueden reducirse a la polaridad y a la tentativa de aunar los
contrarios (este paso lo dio finalmente C. G. Jung). De todos modos, lo cierto
es que la mayoría de los seres humanos descubren, experimentan y dirimen los
problemas de la polaridad primeramente en el plano de la sexualidad. Ésta es la
razón por la que la sexualidad y la convivencia generan los mayores motivos de
conflicto para el ser humano: es el difícil problema de la «polaridad»
lo que atormenta al ser humano hasta que éste halla el punto de la unidad.
Trastornos de la regla
El flujo mensual es
expresión de feminidad, fertilidad y receptividad. La mujer está sometida a
este ritmo. Tiene que amoldarse a él y aceptar las limitaciones que le impone.
Con el término de amoldarse tocamos un aspecto fundamental de la feminidad: la
abnegación. Al decir feminidad nos referimos al principio general del polo
femenino en el mundo, al que los chinos, por ejemplo, llaman «Yin», los
alquimistas simbolizan con
La capacidad de entrega es
la característica esencial de la mujer: es la base de todas las demás
facultades, como la de apertura, absorción, acogida. La capacidad de entrega
exige también la renuncia a la actuación activa. Examinemos los símbolos de la
feminidad:
La polaridad Sol y Luna,
fuego y agua, masculino y femenino, no lleva implícita valoración alguna. Toda
valoración sería absolutamente improcedente, ya que, por sí solo, cada polo
está incompleto: para estar entero necesita del otro polo. Ahora bien, esta
calidad de entero sólo se consigue cuando ambos polos representan plenamente su
peculiaridad específica. En muchas reinvindicaciones
emancipadoras se pasan por alto fácilmente estas leyes del arquetipo. Sería una
tontería que el agua se quejara de no poder arder ni brillar y por ello se
sintiera inferior. Precisamente por no poder arder puede recibir, capacidad a
la que el fuego tiene que renunciar. Uno no es mejor ni es peor que el otro,
sólo es diferente. De esta diferencia entre los polos
surge la tensión llamada «vida». Nivelando los polos no se consigue
eliminar oposiciones. La mujer que acepte y viva
plenamente su feminidad nunca se sentirá «inferior».
La «no reconciliación» con
la propia feminidad subyace en la mayoría de los trastornos menstruales y en
muchos otros síntomas del campo sexual. La entrega, la adaptabilidad, siempre
es difícil para el ser humano, exige renuncia a la propia voluntad, al yo, al
predominio del ego. Uno tiene que sacrificar algo de su ego, una parte de sí, y
esto es lo que la menstruación exige de la mujer. Porque, con la sangre, la
mujer sacrifica una parte de su fuerza vital. La regla es un pequeño embarazo y
un pequeño parto. Y, en la medida en que una mujer no esté conforme con esta
«regla», se producirán trastornos y dolencias menstruales. Éstos indican que
una parte de la mujer (por lo general, inconscientemente) se rebela ya sea a la
regla, al sexo o al hombre, o a todo ello. Precisamente a esta rebelión, «yo
no quiero», apela la propaganda de las compresas y tampones, prometiendo
que, si empleas el producto, serás libre y podrás hacer todo lo que quieras
durante el periodo. La publicidad explota hábilmente el conflicto básico de la
mujer: ser mujer, sí, pero no aceptar lo que trae consigo la condición
femenina.
A la que sufre dolores
menstruales le duele ser mujer. Los problemas menstruales denotan problemas
sexuales, pues la resistencia a la entrega que se manifiesta en el trastorno
menstrual delata un agarrotamiento de la vida sexual. La que se relaja en el
orgasmo se relaja también en la menstruación. El orgasmo es una pequeña muerte,
lo mismo que el sueño. También la menstruación tiene algo de muerte: unos
tejidos mueren y son expulsados. Pero morir no es sino la invitación a superar
las limitaciones del yo y sus ansias de dominio y dejar que las cosas sigan su curso. La muerte sólo es una amenaza para el ego,
nunca para el ser humano en sí. El que se aferra al ego experimenta
la muerte como una lucha. El orgasmo también es una pequeña muerte, porque
exige desprenderse del Yo. Y es que el orgasmo es la unión del Yo y el Tú, lo
cual presupone la apertura de la frontera del Yo. Quien se aferra al Yo no
experimenta el orgasmo (lo mismo ocurre cuando se quiere conciliar el sueño,
como se verá más adelante). La afinidad entre muerte, orgasmo y menstruación
debería estar clara: es la capacidad de entrega, el estar dispuesto a sacrificar
una parte del ego.
No es de extrañar, pues, que, como ya
hemos visto, las anoréxicas no menstrúen o padezcan trastornos menstruales: es
el ansia de dominio reprimida lo que les impide aceptar la regla. Tienen miedo
de su feminidad, miedo de la sexualidad, de la fertilidad y de la maternidad.
Se ha comprobado que en situaciones de gran angustia e inseguridad,
catástrofes, cárcel, campos de trabajo y campos de concentración suelen
producirse faltas de la menstruación (amenorrea secundaria). Y es que, desde
luego, tales situaciones, lejos de fomentar el tema de la «entrega», inducen a
la mujer a adoptar actitudes masculinas de actividad y autoafirmación.
Hay otro aspecto de la
menstruación que no debemos pasar por alto: el flujo menstrual es expresión de
la facultad de tener hijos. La menstruación produce reacciones distintas, según
la mujer desee tener un hijo o no. Si lo desea, le indica que «tampoco esta vez
pudo ser». En este caso, el período provoca molestias y mal humor. La regla se
acusa «con dolor». Pese a su deseo de tener hijos, estas mujeres suelen
utilizar métodos anticonceptivos, aunque poco fiables: es el compromiso entre
la inconsciente ansia de maternidad y el afán de procurarse una coartada. Si la
mujer teme quedar embarazada, espera la regla con ansiedad, lo cual es el medio
más seguro para producir un retraso. El flujo suele ser entonces abundante y
prolongado, circunstancia que también puede utilizarse para rehuir el sexo.
Básicamente, la regla, como cualquier síntoma, puede esgrimirse como
instrumento ya sea para eludir el acto sexual, ya para reclamar atenciones y
mimos.
La menstruación es
determinada físicamente por la interrelación de la hormona femenina estrógeno y
la hormona masculina gestágeno. Esta interrelación
corresponde a una «sexualidad a escala hormonal». Si esta «sexualidad hormonal»
se perturba, se trastorna también la regla. Esta clase de anomalías
difícilmente se subsana con la administración de hormonas medicamentosas, ya
que las hormonas son exclusivamente representantes materiales de las partes del
alma masculina y femenina. La curación sólo puede hallarse en la reconciliación
con la propia condición sexual, ya que éste es requisito indispensable para
poder realizar en sí el polo del sexo opuesto.
El embarazo imaginario (Pseudogravidez)
El embarazo imaginario nos
permite observar con claridad meridiana la traslación de procesos psíquicos al
campo somático. Estas mujeres no sólo experimentan síntomas subjetivos del
embarazo, como: antojos, sensación de hartazgo, náuseas y vómitos, sino también
la típica hinchazón de los pechos, pigmentación de los pezones e, incluso,
secreción láctica. La mujer siente los movimientos del niño y el vientre se le
abulta como en los últimos meses de un embarazo real. Este fenómeno del embarazo
aparente, conocido desde la antigüedad pero relativamente raro, se debe al
conflicto entre un gran deseo de tener hijos y el miedo inconsciente a la
responsabilidad. Si el embarazo aparente se presenta en mujeres que viven solas
y aisladas, puede ser indicio de un conflicto entre sexualidad y maternidad.
Una desea desempeñar el noble papel de madre pero sin que intervenga el innoble
contacto sexual. En cualquier caso, el embarazo aparente del cuerpo indica la
verdad: se hincha sin contenido.
Problemas del embarazo
Los problemas del embarazo
denotan siempre un rechazo del niño. Esta afirmación será sin duda rebatida con
vehemencia por aquellas personas en las que mejor encaja. Pero, si queremos
conocer la verdad, si queremos conocernos a nosotros mismos, tenemos que
prescindir de los valores habituales. Porque son el peor enemigo de la
sinceridad. Mientras uno esté convencido de que para ser buena persona sólo
tiene que mantener una actitud u observar un comportamiento determinados,
forzosamente reprimirá todos los impulsos que no encajen con su esquema. Estos
impulsos reprimidos son lo que, en forma de síntomas corporales, equilibran la
realidad.
No nos cansamos de insistir
sobre este aspecto, para que nadie se engañe a sí mismo con un precipitado: «¡Eso no va conmigo!» El tener hijos es
precisamente uno de los temas más positivamente valorados, lo que da lugar a
mucha falta de sinceridad, la cual, a su vez, se traduce en síntomas. Por
ejemplo, las pérdidas indican el deseo de perder el niño: es un aborto
inconsciente. Este rechazo del niño se manifiesta en forma más suave en la
(casi habitual) náusea y, especialmente, en los vómitos del embarazo. Es
síntoma que se manifiesta sobre todo en mujeres muy delicadas y delgadas, dado
que en ellas el embarazo produce un fuerte incremento de las hormonas femeninas
(estrógeno). Pero, precisamente en las mujeres menos femeninas, esta irrupción
(hormonal) de feminidad genera un temor y rechazo que se manifiesta en náuseas
y vómitos. La generalizada sensación de náusea y malestar durante un embarazo
indica únicamente que son muchos los casos en los que la llegada de un hijo
provoca, además de alegría, una sensación de rechazo. Ello es comprensible, ya
que, al fin y al cabo, un hijo supone un cambio trascendental en la vida y una
responsabilidad que, en un principio, indudablemente desencadena temor. Pero,
en la medida en que este conflicto no se afronta conscientemente, el rechazo
pasa al cuerpo.
Gestosis del embarazo
Hay que distinguir entre la
gestosis temprana (6º a 14º semana) y la gestosis tardía llamada también toxemia del embarazo. La gestosis se manifiesta con hipertensión, pérdida de
albúmina por el riñón, calambre (eclampsia del embarazo), mareos y vómitos
matutinos. El cuadro indica rechazo del niño e intentos, unos simbólicos y
otros concretos, de librarse de él. La albúmina que se pierde por los riñones
es muy necesaria para el niño. Pero, puesto que se pierde, no le es
suministrada: se trata, pues, de impedir su crecimiento negándole la materia
prima. Los calambres revelan el intento de expulsar al niño (se asemejan a las
contracciones del parto). Todos estos síntomas, relativamente frecuentes,
indican el conflicto descrito. De la violencia y peligrosidad de los síntomas
puede deducirse la fuerza del rechazo o en qué medida la madre está dispuesta a
admitir al niño.
En la gestosis
tardía encontramos un cuadro ya más agudo que amenaza seriamente no sólo al
bebé sino también a la madre. En este caso, el riego sanguíneo de la placenta
se reduce sustancialmente. La superficie de intercambio de la placenta es de
doce a catorce metros cuadrados. Con la gestosis,
queda reducida a unos siete metros cuadrados, y con menos de cuatro metros y
medio, el feto muere. La placenta es el órgano de contacto entre la madre y el
hijo. Si el riego sanguíneo se reduce, se merma el contacto. La insuficiencia
placentaria provoca la muerte del feto en una tercera parte de los casos. Si el
bebé sobrevive a la gestosis tardía, suele ser
raquítico y tener aspecto de anciano. La gestosis
tardía es el intento del cuerpo de asfixiar al niño, en el cual la madre
arriesga su propia vida.
La medicina considera que
son propensas a la gestosis las diabéticas, las
enfermas del riñón y las obesas. Si examinamos estos tres grupos vemos que
tienen un problema común: el amor. Las diabéticas son incapaces de aceptar amor
y, por lo tanto, tampoco pueden darlo; las enfermas de riñón tienen problemas
de convivencia, y las obesas, con su bulimia, indican que tratan de resarcirse
de la falta de amor con la comida. No es pues de extrañar que mujeres que
tienen problemas con el tema del «amor» tengan dificultades para abrirse a un
niño.
El parto y la lactancia
Todos los problemas que
retrasan o dificultan el parto indican la tentativa de retener al niño, la
negativa de separarse de él. Este problema ancestral entre madre e hijo se
repite cuando el hijo quiere abandonar la casa paterna. Es la misma situación
en planos distintos: en el parto, el niño abandona la seguridad del claustro materno
y, en el segundo caso, el amparo de la casa paterna. Ambas situaciones suelen
conducir a un «parto difícil» hasta que, finalmente, se corta el cordón
umbilical. También aquí el tema consiste en «soltar».
Cuanto más profundizamos en
los cuadros de la enfermedad y, por consiguiente, en los problemas del ser
humano, mejor observamos que la vida humana oscila entre los polos de «tomar»
y «dejar». El primero suele llamarse también «amor» y el segundo,
en su forma extrema, «muerte». Vivir consiste en ejercitar rítmicamente
la aceptación y el desprendimiento. Lo más frecuente es que se pueda hacer una
cosa y no la otra y, a veces ninguna de las dos. En el acto sexual, la mujer
tuvo que abrirse y ensancharse para admitir al Tú. En el parto tiene que volver
a abrirse y ensancharse, ahora para desprenderse de una parte de su ser, a la
que debe dejar que se convierta en Tú. Si se resiste, el parto se complica y
hay que recurrir a la cesárea. Los niños hipermaduros
suelen nacer por cesárea, carácter que expresa esta «resistencia a la
separación». También las restantes causas que suelen determinar la práctica de
la cesárea son indicios del mismo problema: la mujer tiene miedo de ser
demasiado estrecha, de sufrir desgarro del perineo o de resultar poco atractiva
para el hombre.
El problema contrario se da
en el parto prematuro que suele ser provocado por una rotura de aguas antes de
tiempo, la cual, a su vez, es debida a contracciones que se adelantan a su
momento. Es el intento del niño por abrirse paso.
La lactancia materna es
mucho más que simple alimentación. La leche materna contiene anticuerpos que
protegen al niño durante el primer medio año. Sin la leche materna, el niño
carece de esta protección que es mucho más amplia que la que proporcionan
los anticuerpos por sí solos. El niño que no mama de su madre está privado del
contacto directo y falto de la sensación de protección que la madre transmite
por el acto de «apretarlo contra su pecho». El caso del niño que no mama de su
madre expresa la falta de deseo de la madre de alimentarlo, de protegerlo, de
ocuparse personalmente de él. Este problema es objeto de una represión más
profunda en las madres que no tienen leche que en las que reconocen francamente
que no quieren dar de mamar.
Esterilidad
Cuando una mujer no tiene
hijos a pesar de desearlos, ello indica bien la presencia de un rechazo
inconsciente, bien que el deseo de tener un hijo se funda en una motivación
engañosa. Motivación engañosa puede ser, por ejemplo, el afán de retener a la
pareja por medio del niño o el de relegar a segundo plano problemas existentes.
En tales casos, el cuerpo suele reaccionar con sinceridad y clarividencia.
Análogamente, la esterilidad del hombre indica el miedo a las ataduras y a la
responsabilidad que un niño pondría en su vida.
La menopausia y el climaterio
El final de la menstruación
supone para la mujer un cambio de vida tan trascendental como la aparición de
la primera regla. La menopausia señala a la mujer la pérdida de la facultad de
procrear y, por lo tanto, también la pérdida de una forma de expresión
específicamente femenina. La manera en que este cambio sea experimentado y
asumido por la mujer dependerá de su actitud hacia la propia feminidad y de la
satisfacción sexual experimentada hasta el momento. Además de las reacciones
secundarias de ansiedad, irritabilidad y falta de energía, todos ellos indicios
de dificultad para amoldarse a la nueva etapa de la vida, existen una serie de
síntomas de carácter más somático. Son conocidos los sofocos, con los cuales,
en realidad, se pretende aparentar «calor sexual». Es un intento de
demostrar que, con la pérdida de la regla, no se ha perdido la feminidad en el
sentido sexual, y de este modo una demuestra que está caliente. También las
frecuentes hemorragias son afán de simular fertilidad y juventud.
La magnitud de los
problemas y dolencias del climaterio dependen, en gran medida, de la plenitud
con que se haya experimentado la propia feminidad. Todos los deseos no
realizados suelen agigantarse en esta fase, produciendo amargura por las
oportunidades perdidas, ansiedad y deseos de recuperación. Sólo lo no vivido
nos hace arder. En esta fase de la vida, suelen producirse también los miomas
del útero, tumores benignos del tejido muscular. Estos tumores de la matriz
simbolizan un embarazo: la mujer alimenta en la matriz algo que luego habrá que
extraer por medio de una operación que será como un parto. Los miomas pueden
considerarse indicio de inconscientes deseos de embarazo.
Frigidez e impotencia
Detrás de todos los
trastornos sexuales está el miedo. Ya hemos hablado de la relación existente
entre el orgasmo y la muerte. El orgasmo amenaza nuestro Yo, ya que libera una
fuerza que no podemos dominar, que no podemos controlar con nuestro ego. Todos
los estados de éxtasis o delirio —tanto de índole sexual como religioso—
desencadenan en las personas fascinación y temor. El temor se acrecienta en la
medida en que una persona está acostumbrada a controlarse. El éxtasis es
pérdida del control.
El autodominio es una
cualidad que nuestra sociedad valora de forma muy positiva y, que, por lo
tanto, inculca activamente en los niños («¡Ya
basta de llanto!»). La afirmación de que un riguroso autodominio facilita
la convivencia social es también muestra de la increíble falsedad de esta
sociedad. En definitiva, el autodominio no es sino la represión al inconsciente
de todos los impulsos no deseados por una comunidad. Con ello, el impulso
desaparece de la vista, sí, pero tenemos que preguntarnos qué pasará con él.
Por naturaleza, el impulso tiene que manifestarse, es decir que pugnará por
volver a salir a la superficie, y el ser humano tendrá que seguir gastando
energía para seguir reprimiéndolo y controlándolo.
Aquí se ve por qué el ser
humano tiene miedo a la pérdida de control. Un estado de éxtasis o embriaguez «destapa»
el inconsciente y enseña todo lo que hasta ahora fuera cuidadosamente ocultado.
Y el ser humano practica una sinceridad que habitualmente le resulta dolorosa. «In
veno veritas», decían ya los romanos. En la
embriaguez, de un manso cordero brotan accesos de furiosa agresividad, mientras
que un «tipo duro» puede echarse a llorar. La reacción es auténtica,
pero socialmente indecorosa: por eso, «uno tiene que dominarse». En
estos casos, el hospital nos hace sinceros.
La persona que, por miedo a perder el
control, constantemente se ejercita en el autodominio, encuentra muy difícil
renunciar al control del Yo sólo en la sexualidad y dejar libre curso a los
acontecimientos. En el orgasmo, ese pequeño Yo del que siempre estamos tan
orgullosos, tiene que desaparecer. En el orgasmo, el Yo muere (¡...por
desgracia, sólo momentáneamente, ya que, si no, la iluminación sería mucho más
fácil!). Pero el que se aferra al Yo bloquea el orgasmo. Cuanto más pretende el
Yo forzar el orgasmo, menos lo consigue. Esta ley, aunque conocida, se olvida
con frecuencia. Mientras el Yo desea algo, es imposible alcanzarlo. En última instancia, el
deseo se traduce en todo lo contrario: desear dormir produce insomnio, desear
potencia hace impotente. ¡Mientras el Yo ansíe la iluminación no la conseguirá!
El orgasmo es la renuncia al Yo: sólo así se consigue la «unificación»,
porque, mientras exista un Yo existirá también un «los otros» y
viviremos en la dualidad. Si quieren experimentar el orgasmo, tanto el hombre
como la mujer tienen que relajarse, dejar que las cosas sigan su curso. Pero,
para que haya armonía en la relación sexual, además de este requisito común,
hombre y mujer tienen que cumplir otros específicos de su sexo.
Ya hemos hablado extensamente de la capacidad de entrega como principio
de la feminidad. La frigidez indica no que una mujer no quiera entregarse
plenamente sino que quiere hacer de hombre. No desea supeditarse, no quiere
estar «abajo», quiere mandar. Estas ansias de dominio y de poder son
expresión del principio masculino e impiden que la mujer se identifique
plenamente con el principio de la feminidad. Estas alteraciones, naturalmente,
tienen que perturbar un proceso polar tan sensible como la sexualidad. Esta observación se confirma por
el hecho de que las mujeres frígidas pueden experimentar el orgasmo por medio
del onanismo (masturbación). En el onanismo desaparece el problema del
dominio y la entrega: una se siente sola y no necesita acoger a nadie, sólo las
propias fantasías. Un Yo que no se ve amenazado por un Tú se retira
voluntariamente. En la frigidez se manifiestan también los temores de las
mujeres a sus propios instintos, especialmente cuando se valoran tópicos tales
como mujer decente, golfa, etcétera. La mujer frígida no quiere relajarse ni
abrirse, sino mantenerse fría.
El principio masculino es
hacer, crear y realizar. El hombre (Yang) es activo y, por lo tanto, agresivo.
La potencia sexual es expresión y símbolo de poder, la impotencia es debilidad.
Detrás de la impotencia está el temor a la propia masculinidad y a la propia
agresividad. Uno tiene miedo a tener que demostrar su hombría. La impotencia es
también expresión de temor a la feminidad en sí. Lo femenino se ve como una amenaza
que quiere engullirnos. Lo femenino se manifiesta aquí en el aspecto de la
vieja que se come a los niños, la bruja. Uno no quiere ir a la «guarida de
la bruja». Ello demuestra también poca identificación con la masculinidad y
por lo tanto, con los atributos de poder y agresividad. El impotente se
identifica más con el polo pasivo y el papel del subordinado. Tiene miedo a la
acción. Y, una vez más, se entra en el círculo vicioso de tratar de conseguir
la potencia con la voluntad y el esfuerzo. Cuanto mayor es la presión, más
inalcanzable la erección. La impotencia debería ser el acicate para averiguar
la propia actitud frente a los temas de poder, fuerza y agresividad y las
fobias relacionadas con ellos.
Al examinar los problemas
sexuales en general no hay que olvidar que en el alma del ser humano hay un
aspecto femenino y un aspecto masculino y que, en definitiva, cada cual, sea
hombre o mujer, tiene que desarrollar totalmente ambos aspectos. Pero este
difícil camino empieza por la total identificación con la propia sexualidad
corporal. Una vez asumido este polo, se podrá despertar e integrar
conscientemente la parte del alma correspondiente al otro polo, a través del
encuentro con el otro sexo.
X. CORAZÓN Y CIRCULACIÓN
Presión baja = presión alta
(Hipotensión = hipertensión)
La sangre simboliza la
vida. La sangre es el sustentador material de la vida y expresión de la
individualidad. La sangre es «un jugo muy especial», es el jugo de la
vida. Cada gota de sangre contiene a todo el individuo, de ahí la gran
importancia de la sangre en la magia. Por eso los Pendler
utilizan una gota de sangre como Mumia. Por eso basta
una gota de sangre para hacer un diagnóstico completo.
La presión sanguínea es expresión
de la dinámica del ser humano. Se deriva de la interacción del fluido sanguíneo
y las paredes de los vasos que lo contienen. Al considerar la presión
sanguínea, no debemos perder de vista estos dos componentes antagónicos: por un
lado, el líquido que corre y, por el otro, las paredes de los vasos que los
contienen. Si la sangre refleja el ser, las paredes de los vasos representan
las fronteras a las que se orienta el desarrollo de la personalidad, y la
resistencia que se opone al desarrollo.
Una persona con la presión
sanguínea baja (hipotenso) no desafía en absoluto estas fronteras. No trata de
cruzarlas sino que rehuye toda resistencia: nunca va
hasta el límite. Si tropieza con un conflicto, se retira rápidamente, y así se
retira también la sangre, hasta que la persona se desmaya.«Por
lo tanto, este individuo renuncia a todo poder (¡aparentemente!); él y su
sangre se retiran y dimiten de su responsabilidad. Por el desmayo, el individuo
pierde el conocimiento, se retira hacia lo desconocido y se desentiende de los
problemas: se ausenta. La clásica escena de opereta: una señora es sorprendida
por su esposo en una situación comprometida, ella se desmaya y todos los
presentes se afanan por hacerle recobrar el conocimiento, salpicándola de agua,
dándole aire y haciéndole oler sales, porque, ¿qué objeto puede tener el más
bello de los conflictos si el protagonista se retira a otro plano renunciando
bruscamente a cualquier responsabilidad?
El hipotenso, literalmente,
se evade, por falta de ánimo y de valor. Se desentiende de todo desafío, y los
que están a su alrededor le sostienen las piernas en alto, para que la sangre
afluya a la cabeza, centro de poder, y él recupere el conocimiento y pueda
asumir su responsabilidad. La sexualidad es uno de los temas que el hipotenso rehuye, pues la sexualidad depende en gran medida de la
presión sanguínea.
En el hipotenso solemos
encontrar también el cuadro de la anemia cuya forma más frecuente consiste en
falta de hierro en la sangre. Ello perturba la transformación de la energía
cósmica (prana) que absorbemos con cada aspiración en
energía corporal (sangre). La anemia indica la negativa a absorber la parte de
energía vital que a uno le corresponde y convertirla en poder de acción.
También en este caso se utiliza la enfermedad como pretexto por la propia
pasividad. Falta la presión necesaria.
Todas las medidas
terapéuticas indicadas para el aumento de la presión están relacionadas con el
desarrollo de energía, lo cual es en sí bastante revelador, y sólo actúan
mientras son aplicadas: fricciones, hidromasaje, movimiento, gimnasia y curas
de Kneipp. Aumentan la presión sanguínea porque uno
hace algo y con ello transforma energía en fuerza. Su utilidad acaba en el
momento en que uno interrumpe los ejercicios. El éxito permanente sólo puede
conseguirse mediante la modificación de la actitud interior.
El polo opuesto es la
presión muy alta (hipertensión). Por experimentos realizados, se sabe que la
aceleración del pulso y el aumento de la presión sanguínea no se producen únicamente
como resultado de un incremento del esfuerzo corporal sino ya con la sola idea.
La presión sanguínea de una persona también aumenta cuando, por ejemplo, en una
conversación se plantea un conflicto que le afecta, pero vuelve a bajar cuando
la persona habla del problema, es decir, lo traslada al terreno verbal. Este
conocimiento, obtenido experimentalmente, es una buena base para comprender los
resortes de la hipertensión. Cuando, por la constante imaginación de una
acción, la circulación se acelera sin que esta acción llegue a transformarse en
actividad, es decir, se descargue, se produce una «presión permanente». En este
caso, el individuo es sometido por la imaginación a una excitación constante, y
el sistema circulatorio mantiene esta excitación, con la esperanza de poder
transformarla en acción. Si esto no se produce, el individuo permanece sometido
a presión. Pero, y para nosotros esto es aún más importante, lo mismo ocurre en
el plano de la acción en sí. Puesto que sabemos que el solo tema del conflicto
produce un aumento de la presión y que, cuando hemos hablado de él, la presión
vuelve a bajar, es evidente que el hipertenso se mantiene constantemente al
borde del conflicto, pero sin aportar una solución. Tiene un conflicto, pero no
lo afronta. El aumento de la presión sanguínea es una reacción fisiológica
justificada: el organismo suministra más energía, a fin de que podamos acometer
con vigor las tareas necesarias para resolver conflictos inminentes. Si esto se
realiza, el exceso de energía es consumido y la presión vuelve a situarse al
nivel normal. Pero el hipertenso no resuelve sus conflictos, por lo que no
consume la sobrepresión. Por el contrario, se refugia
en la actuación externa y, con un derroche de actividad en el mundo exterior,
trata de distraerse a sí mismo y a los demás de la invitación a afrontar el
conflicto.
Hemos visto que tanto el
que tiene la tensión muy baja como el que la tiene muy alta rehuyen
los conflictos, aunque con tácticas diferentes: mientras el primero se retira al
inconsciente, el segundo se aturde a sí mismo y al entorno con un derroche de
actividad y dinamismo. Por consiguiente, lo normal es que la tensión baja se dé
con más frecuencia en las mujeres y la tensión alta en los hombres. Además, la
hipertensión es indicio de agresividad reprimida. La hostilidad permanece
encallada en la idea, y la energía aportada no es descargada mediante la
acción. El individuo llama a esta actitud autodominio. El impulso agresivo
provoca un aumento de presión y de autodominio, la contracción de los vasos.
Así el individuo puede mantener la presión controlada. La presión de la sangre
y la contrapresión de las paredes de los vasos provocan la sobrepresión.
Después veremos cómo esta actitud de agresividad reprimida conduce directamente
al infarto.
Existe también la
hipertensión de la vejez, provocada por la calcificación de los vasos. El
sistema vascular tiene por objeto la conducción y la comunicación. Con la edad,
se pierde flexibilidad y elasticidad, la comunicación se entorpece y la presión
aumenta.
El corazón
El palpitar del corazón es
un proceso relativamente autónomo que, sin una técnica determinada (por
ejemplo, biofeedback), se sustrae a la
voluntad. Este ritmo sinusal es expresión de una rigurosa norma del cuerpo. El ritmo
cardíaco imita el ritmo respiratorio, el cual sí es susceptible de alteración
voluntaria. El palpitar del corazón lleva un ritmo rigurosamente ordenado y
armónico. Cuando, por las llamadas arritmias, el corazón se encalla
momentáneamente o se desboca, ello manifiesta una perturbación del orden y el
desfase respecto al esquema normal.
Si repasamos algunas de las
muchas frases hechas en las que se habla del corazón, veremos que siempre se
refieren a situaciones emotivas. Una emoción es algo que el individuo saca de
sí, un movimiento de dentro afuera (latín emovere =
mover hacia fuera). Decimos: El corazón me salta de alegría = del susto, me ha
dado un vuelco el corazón = se me sale del pecho = lo noto en la garganta = se
me oprime el corazón. Si una persona carece de esta parte emotiva,
independiente del entendimiento, nos parece que no tiene corazón. Si dos
personas están bien compenetradas decimos que sus corazones laten al unísono.
En todas estas imágenes, el corazón es símbolo de un centro del individuo que
no está regido ni por el intelecto ni por la voluntad.
Pero el corazón no es sólo
un centro, sino el centro del cuerpo; está aproximadamente en el centro,
ligeramente ladeado hacia la izquierda, el lado de los sentimientos
(correspondiente al hemisferio cerebral derecho). Está exactamente en el lugar
que uno toca cuando se señala a sí mismo. El sentimiento y, más aún, el amor
están íntimamente unidos al corazón, como nos indican ya las frases hechas. El
que lleva a los niños en el corazón es que los quiere. Cuando se encierra a una
persona en el corazón es que uno se abre a ella. Tiene gran corazón la persona
que es abierta y expansiva, todo lo contrario del individuo de corazón
mezquino, que no conoce sentimientos cordiales, que tiene el corazón duro. Ése
nunca dejaría que nadie le robara el corazón y por eso en nada pone el corazón.
El blando de corazón, por el contrario, se arriesga a amar con todo el corazón,
infinitamente. Estos sentimientos apuntan a la superación de la polaridad que
para todo necesita unos límites y un fin.
Ambas posibilidades las
encontramos simbolizadas en el corazón. Nuestro corazón anatómico está dividido
interiormente, y el «latido» es bitonal. Con el nacimiento del individuo
y su entrada en la polaridad, consumada con la primera inspiración de aire, se
cierra la divisoria del corazón con un movimiento reflejo y lo que era una gran
cámara y un sistema circulatorio se convierte súbitamente en dos, lo cual el
recién nacido suele acusar con llanto. Por otra parte, la representación
esquemática del símbolo del corazón —tal como lo pintaría espontáneamente un
niño— se compone de dos cámaras redondas que terminan en un vértice. De la
dualidad surge la unidad. A esto nos referimos al decir que la madre lleva al
niño debajo del corazón. Anatómicamente, la expresión no tiene sentido: aquí el
corazón se considera símbolo del amor, y no importa que la anatomía lo sitúe en
la parte superior del cuerpo cuando el niño se está formando más abajo.
También podría decirse que
el ser humano tiene dos centros, uno arriba y otro abajo: cabeza y corazón,
entendimiento y sentimiento. De una persona completa esperamos que disponga de
ambas funciones y que las tenga en armónico equilibrio. El individuo puramente
cerebral resulta incompleto y frío. El que sólo se rige por un sentimiento
resulta con frecuencia imprevisible y atolondrado. Sólo cuando ambas funciones
se complementan y enriquecen mutuamente, el individuo se nos aparece redondo.
Las múltiples expresiones
en las que se invoca el corazón indican que lo que hace perder al corazón su
ritmo habitual y mesurado es siempre una emoción, que tanto puede ser el miedo
que dispara el corazón o lo paraliza, como alegría o amor, las cuales aceleran
de tal modo los latidos que uno los siente en la garganta. Lo mismo ocurre con
las perturbaciones patológicas del ritmo cardíaco. Sólo que aquí la emoción que
las provoca no se advierte. Y éste es el problema: las perturbaciones afectan a
las personas que no se dejan desviar de su camino por «simples emociones». Y el
corazón se altera porque el ser humano no se atreve a dejarse alterar por las
emociones. El individuo se aferra a la razón y a la norma y no está dispuesto a
dejarse gobernar por los sentimientos. No quiere romper la rutina de la vida
por las acometidas de la emoción. Pues bien, en estos casos la emoción pasa al
terreno somático y uno empieza a padecer trastornos cardíacos y tiene que
auscultar su corazón literalmente.
Normalmente, no percibimos
los latidos del corazón: sólo una emoción o una enfermedad nos hacen sentirlos.
No percibimos los latidos del corazón más que cuando algo nos excita o cuando
algo se altera. Aquí tenemos la clave para la comprensión de todos los síntomas
cardíacos: son síntomas que obligan al individuo a escuchar su corazón. Los
enfermos cardíacos son personas que sólo quieren escuchar a la cabeza y dejan
en su vida muy poco espacio al corazón. Esto se aprecia especialmente en el cardiófobo. Se llama cardiofobia
(o neurosis cardíaca) a una angustia, sin fundamento físico, por el
funcionamiento del propio corazón, que induce a una observación enfermiza del
corazón. El miedo al ataque al corazón es tan fuerte en el cardioneurótico
que éste no tiene inconveniente en cambiar totalmente de vida.
Si buscamos el simbolismo
de este comportamiento, apreciaremos una vez más la sabiduría y la ironía con
las que actúa la enfermedad: el que sólo quería regirse por el cerebro, es
obligado a vigilar constantemente su corazón y supeditar su vida a las
necesidades del corazón. Tiene tanto miedo de que su corazón un día se pare
—miedo, por otra parte, totalmente justificado— que vive pendiente de él y lo
sitúa en el centro de su mente. ¿No tiene gracia?
Lo que en el neurocardíaco se opera en el plano mental, en la angina de
pecho ya ha pasado al cuerpo. Los vasos que llevan la sangre al corazón se han
endurecido y estrechado y el corazón no recibe suficiente alimento. Aquí no hay
mucho que explicar, pues todo el mundo sabe lo que significa un corazón duro o
un corazón de piedra. Angina equivale a angostura, y angina de pecho, por lo
tanto, es estrechez de corazón. Mientras que el cardioneurótico
experimenta esta estrechez en forma de ansiedad, en el enfermo de angina pectoris esta estrechez se ha concretado. La terapia
aplicada por la medicina académica en estos casos tiene un simbolismo original.
Se administra al enfermo cápsulas de nitroglicerina (por ejemplo, «Cafinitrina»), es decir, material explosivo. De este
modo se dilatan las estrecheces, a fin de volver a hacer sitio para el corazón
en la vida del enfermo. Los enfermos cardíacos temen por su corazón, ¡y con
razón!
Pero muchos no entienden la
invitación. Cuando el miedo al sentimiento crece de tal modo que uno sólo se
fía de la norma absoluta, la solución es hacerse colocar un marcapasos. Y así
el ritmo vivo se sustituye por un marcador de compás (¡el compás es al ritmo lo
que lo muerto es a lo vivo!). Lo que antes hacía el sentimiento lo hace ahora
un aparato. Pero, si bien uno pierde la flexibilidad y capacidad de adaptación
del ritmo cardíaco, ya no ha de temer los brincos de un corazón vivo. El que
tiene un corazón «estrecho» es víctima de las fuerzas del Yo y de sus ansias de
poder.
Todo el mundo sabe que la
hipertensión favorece el infarto de miocardio. Ya hemos visto que el hipertenso
es un individuo que tiene agresividad pero la reprime por medio del
autodominio. Esta acumulación de energía se descarga por el infarto de
miocardio: le rompe el corazón. El ataque al corazón es la suma de todos los
ataques no lanzados. En el infarto, el individuo comprueba la verdad de que la
sobrevaloración de las fuerzas del Yo y el dominio de la voluntad nos aísla de
la corriente de la vida. ¡ Sólo un corazón duro puede
quebrarse!
ENFERMEDADES CARDÍACAS
En los trastornos y
afecciones cardíacas debería buscarse la respuesta a las siguientes preguntas:
1. ¿ Tengo la cabeza y el corazón,
el entendimiento y el sentimiento en un equilibrio armónico?
2. ¿Dejo a mis sentimientos espacio suficiente y me atrevo a
exteriorizarlos?
3. ¿ Vivo y amo con todo el corazón
o sólo con la mitad?
4. ¿Mi vida es animada por un ritmo vivo o trato de forzarle
un compás rígido?
5. ¿Hay aún en mi vida combustible y explosivo?
6. ¿Ausculto mi corazón?
Debilidad de los tejidos
conjuntivos = Varices = Trombosis
El tejido conjuntivo (mesénquima) une todas las células específicas, las sostiene
y une los diferentes órganos y unidades funcionales para formar un todo mayor
que nosotros conocemos como figura. Un tejido conjuntivo débil indica falta de
firmeza, tendencia a ceder y falta de elasticidad interna. Por regla general,
se trata de personas muy susceptibles y rencorosas. Esta característica se
manifiesta en el cuerpo por los hematomas que producen en estas personas los
más leves golpes.
La debilidad del tejido
conjuntivo favorece la formación de las varices. Éstas se deben a la
acumulación, en las venas superiores de las piernas, de la sangre, que no
retorna debidamente al corazón. Ello da preponderancia a la circulación en el
polo inferior del ser humano y muestra la estrecha vinculación de una persona a
la tierra. También denota cierta apatía y pesadez. A estas personas les falta
elasticidad. En general, todo lo que hemos dicho en relación con la anemia y la
hipotensión puede aplicarse a este síntoma.
Se llama trombosis a la
obstrucción de una vena por un coágulo. El peligro de la trombosis consiste en
que el coágulo se suelte, pase al pulmón y allí produzca una embolia. El
problema que hay detrás de este síntoma es fácil de reconocer. La sangre, que debería
ser fluida, se espesa, se coagula y no circula bien.
La fluidez exige siempre
capacidad de transformación. En la misma medida en que deja de transformarse
una persona, se manifiestan en su cuerpo síntomas de estrangulamiento o bloqueo
de la circulación. La movilidad externa exige movilidad interna. Si el
individuo se hace premioso en el orden mental, si sus opiniones se hacen lema y
sentencia inflexible, también en lo corporal se condensará y solidificará lo
que debe ser fluido. Es sabido que la inmovilización en la cama hace aumentar
el peligro de trombosis. La inmovilización indica claramente que ya no se vive
el polo del movimiento. «Todo fluye», dijo Heráclito. En una forma de
existencia polar, la vida se manifiesta como movimiento y cambio. Todo intento
de aferrarse a un único polo conduce a la parálisis y la muerte. Lo inmutable,
lo eterno, no lo encontraremos sino más allá de la polaridad. Para llegar allí,
tenemos que someternos al cambio, porque sólo él nos llevará hasta lo
inmutable.
XI. EL APARATO LOCOMOTOR Y LOS NERVIOS
Cuando hablamos de la
postura de una persona, por esta sola palabra no está claro si nos referimos a
lo corporal o a lo moral. De todos modos, esta ambivalencia semántica no da
lugar a confusión, puesto que la postura exterior es reflejo de la interior. Lo
interno siempre se refleja en lo externo. Así hablamos, por ejemplo, de una
persona recta, casi siempre sin darnos cuenta que la palabra rectitud describe
una postura corporal que ha tenido importancia capital en
Decíamos que la postura
interna y la postura externa se corresponden y que esta analogía se expresa en
muchas frases hechas: hay personas rectas y derechas y también las hay que se
doblegan con facilidad; conocemos a gente rígida e inflexible y a los que se
arrastran fácilmente; a más de uno le falta rectitud. Pero también se puede
tratar de modificar artificialmente la firmeza externa a fin de simular una
firmeza interna. Por eso el padre dice al hijo: «¡Ponte
derecho!», o: «¿Es que no puedes erguir la espalda?» Y así se entra en el
juego de la hipocresía.
Después, es el Ejército el
que ordena a sus soldados: «¡Firmes!»
Aquí la situación se hace grotesca. El soldado tiene que erguir el cuerpo pero
interiormente debe doblegarse. Desde siempre, el Ejército se ha empeñado en
cultivar la firmeza externa a pesar de que, desde el punto de vista estratégico
es, sencillamente, una idiotez. Durante el combate, de nada sirve marcar el
paso ni cuadrarse. Se necesita cultivar la firmeza externa únicamente para
deshacer la correspondencia natural entre la firmeza interna y la externa. La
inestabilidad interna de los soldados aflora en el tiempo libre, después de una
victoria y en ocasiones parecidas. Los guerrilleros no tienen esa actitud
marcial, pero poseen una identificación interna con su misión. La efectividad
aumenta considerablemente con la firmeza interior y disminuye con la simulación
de una firmeza artificial. Comparemos la rígida actitud de un soldado que
permanece con todas sus articulaciones bien rígidas con la del cow–boy, que nunca sacrificaría su libertad de movimientos
bloqueándose las articulaciones. Esa actitud abierta, en la que el individuo se
sitúa en su propio centro, la encontramos también en el Tai Chi.
Toda postura que no refleja
la esencia interior de una persona nos parece forzada. Por otra parte, por su
postura natural podemos reconocer a una persona. Si la enfermedad obliga al
individuo a adoptar una postura determinada que voluntariamente nunca asumiría,
tal postura revela una actitud interna que no ha sido vivida, nos indica contra
qué se rebela el individuo.
Al observar a una persona,
hemos de distinguir si se identifica con su postura externa o si tiene que
adoptar una postura forzada. En el primer caso, la postura refleja su identidad
consciente. En el segundo, en la rigidez de la postura se manifiesta una zona
de sombra que él no aceptaría voluntariamente. Así, la persona que va por el
mundo erguida, con la frente alta, muestra cierta inabordabilidad, orgullo, altivez y rectitud. Esta persona
podrá, pues, identificarse perfectamente con todas estas cualidades. Nunca las
negaría.
Algo muy distinto ocurre,
por ejemplo, con el mal de Bechterew, con la típica
forma de tallo de bambú de la columna vertebral. Aquí se somatiza un
egocentrismo no asumido conscientemente por el paciente y una inflexibilidad no
reconocida. En el morbus Bechterew,
con el tiempo, la columna vertebral se calcifica de arriba abajo, la espalda se
pone rígida y la cabeza se inclina hacia delante, ya que la sinuosidad de la
columna vertebral en forma de S ha sido eliminada o invertida. El paciente no
tendrá más remedio que admitir lo rígido e inflexible que es en realidad.
Análoga problemática se expresa con la desviación de la columna: en la giba se
manifiesta una humildad no asumida.
Lumbago y ciática
Con la presión, los discos
de cartílagos situados entre las vértebras, especialmente los de la zona
lumbar, son desplazados lateralmente y comprimen nervios, provocando distintos
dolores, como ciática, lumbago, etc. El problema que revela este síntoma es la
sobrecarga. Quien toma mucho sobre sus hombros y no se da cuenta de este
exceso, siente esta presión en el cuerpo en forma de dolor de espalda. El dolor
obliga al individuo a descansar, ya que todo movimiento, toda actividad, causa
dolor. Muchos tratan de eliminar esta justa regulación con analgésicos, a fin
de proseguir sus habituales actividades sin obstáculos. Pero lo que habría que
hacer es aprovechar la oportunidad para reflexionar con calma sobre por qué se
ha sobrecargado uno tanto, para que la presión se haya hecho tan grande. Cargar
demasiado revela afán de aparentar grandeza y laboriosidad, a fin de compensar
con los hechos un sentimiento de inferioridad.
Detrás de las grandes
hazañas, siempre hay inseguridad y complejo de inferioridad. La persona que se
ha encontrado a sí misma no tiene que demostrar nada sino que puede limitarse a
ser. Pero, detrás de todos los grandes (y pequeños) hechos y gestas de
Es complejo de inferioridad
creer que la propia persona no pueda ser admitida tal como es. Entonces el
individuo trata de hacerse querer, con su destreza, su laboriosidad, su
riqueza, su fama, etc. Utiliza estas trivialidades del mundo exterior para
congraciarse, pero aunque ahora le quieran, siempre le quedará la duda de si se
le quiere «sólo» por su trabajo, su fama, su riqueza, etcétera. Se ha cerrado a
sí mismo el camino del verdadero amor. El reconocimiento de unos méritos no
satisface el afán que indujo al individuo a esforzarse por adquirirlos. Por
ello es conveniente afrontar conscientemente, a su debido tiempo, el
sentimiento de inferioridad: el que no quiera reconocerlo y siga imponiéndose
grandes esfuerzos sólo conseguirá empequeñecerse físicamente. El aplastamiento
de los discos le hace más pequeño y los dolores le obligan a encorvarse. El
cuerpo siempre dice la verdad.
La misión del disco es dar
movilidad y elasticidad. Si un disco es pellizcado por una vértebra que ha sido
castigada, nuestro cuerpo se agarrota y adoptamos una postura forzada. Análogas
manifestaciones observamos en el plano psíquico. Una persona «agarrotada»
no tiene flexibilidad: está rígida, paralizada en una actitud forzada. Se
libera a los discos aprisionados por medio de la quiropráctica, se extrae a la
vértebra de su posición forzada y, por medio de una brusca sacudida o tirón, se
le da la posibilidad de recuperar una posición natural (solve
et coagula).
También las almas pueden
desbloquearse como una articulación o una vértebra. Hay que darles una sacudida
fuerte y brusca para darles la posibilidad de reorientarse y centrarse. Y los
que sufren el bloqueo mental temen esta sacudida tanto como los pacientes la
mano del quiropráctico. En ambos casos, un fuerte crujido indica el éxito.
Articulaciones
Las articulaciones dan
movilidad al ser humano. En las articulaciones se manifiestan síntomas de
inflamación y dolor con los movimientos y pueden llegar a producir la
parálisis. Cuando una articulación se paraliza, es señal de que el paciente se
ha bloqueado. Una articulación paralizada pierde su función: si una persona se
bloquea en un tema o sistema, éste pierde también su función. Una nuca rígida
indica la inflexibilidad de su dueño. En la mayoría de casos, basta oír hablar
a una persona para descubrir la información de un síntoma. En las
articulaciones, además de inflamación y rigidez, se producen torceduras,
distensiones, rebotaduras y rotura de ligamentos. También el lenguaje de estos
síntomas es revelador, a saber: se puede dislocar un tema —botar a una
persona—, retorcer a otro —estar tenso o un poco descentrado—. No sólo se puede
reducir o enderezar una articulación sino también una situación o una relación.
En general, para enderezar
una articulación, hay que dar un fuerte tirón situándola en una posición límite
o acentuar la posición forzada que pueda tener, a fin de que, una vez rebasado
el límite, pueda encontrar su justo medio. Esta técnica tiene su paralelo en la
psicoterapia. Si alguien se encuentra paralizado en una situación límite, se le
puede empujar en el mismo sentido, hasta alcanzar el extremo del movimiento
pendular, desde el que pueda volver al centro. Es más fácil salir de una
situación forzada sumiéndose por completo en ese polo. Pero la cobardía coarta
al ser humano y la mayoría se encallan a la mitad de un polo. Las personas se
quedan atascadas en sus opiniones y formas de conducta y por eso hay tan poca
transformación. Pero cada polo tiene un valor límite, desde el que se convierte
en el polo opuesto. Por ello, de una fuerte tensión puede pasarse fácilmente a
la distensión (sistema Jakobson), también por ello la física fue la primera de
las ciencias exactas que descubrió la metafísica y también por ello los
movimientos pacifistas son militantes. El ser humano tiene que encontrar el
justo medio, pero el afán de conseguirlo inmediatamente le hace quedarse en la
mediocridad.
Pero también, de tanto
exasperar la movilidad, se expone uno a quedarse inmóvil. Las alteraciones
mecánicas de las articulaciones nos indican que hemos abusado tanto de un polo,
que hemos forzado tanto el movimiento en una dirección que se impone
rectificar. Uno ha ido demasiado lejos, ha rebasado el límite y, por lo tanto,
tiene que volverse hacia el otro polo.
La medicina moderna permite
sustituir por prótesis determinadas articulaciones, especialmente las de la
cadera. Como ya dijimos al hablar de los dientes, una prótesis siempre es una
mentira, ya que simula lo que no es. A la persona que, estando interiormente
anquilosada, finge agilidad, la afección de la cadera le obliga a rectificar
imponiéndole sinceridad. Esta corrección es neutralizada por medio de una
articulación artificial, otra mentira, y el cuerpo seguirá simulando agilidad.
Para hacerse una idea de la
falta de sinceridad que permite la medicina, imaginemos la siguiente situación:
supongamos que, con un sortilegio, pudiéramos hacer desaparecer todas las
prótesis y las modificaciones que el ser humano ha introducido en su cuerpo:
todas las gafas y lentes de contacto, audífonos, articulaciones, dentaduras,
las operaciones de cirugía estética, los tornillos de los huesos, los
marcapasos y demás hierros y plásticos. El espectáculo sería dantesco.
Si después, con otro
sortilegio, anuláramos todos los triunfos de la medicina, nos encontraríamos
rodeados de cadáveres, tullidos, cojos, medio ciegos y medio sordos. Sería un
cuadro horrible, pero verdadero. Sería la expresión visible del alma de las
personas. Las artes médicas nos han ahorrado esta visión horrenda, restaurando
y completando el cuerpo humano con toda suerte de prótesis, de modo que da la
impresión de estar completo. Pero, ¿y el alma? Aquí no ha cambiado nada; aunque
no la veamos, sigue estando muerta, ciega, sorda, rígida, agarrotada, tullida.
Por eso es tan grande el temor a la verdad. Es el caso del retrato de Dorian Gray. Con manipulaciones externas, es posible conservar
artificialmente la hermosura y la juventud durante un tiempo, pero, cuando uno
descubre su verdadera faz interior, se asusta. Mejor sería cuidar
constantemente nuestra alma que limitarnos a atender el cuerpo, porque el
cuerpo es mortal y el espíritu, no.
Las afecciones reumáticas
Reuma es una denominación
genérica un tanto difusa que abarca una serie de alteraciones dolorosas de los
tejidos que se manifiestan principalmente en las articulaciones y en la
musculatura. El reuma siempre va unido a la inflamación, la cual puede ser
aguda o crónica. El reuma produce hinchazón de los tejidos y los músculos y
deformación y anquilosis de las articulaciones. El dolor afecta la capacidad de
movimientos y puede llegar a producir la invalidez. Los dolores musculares y de
las articulaciones se manifiestan con mayor fuerza cuando el cuerpo ha estado
en reposo y disminuyen a medida que el paciente se mueve. Con el tiempo, la inactividad
produce atrofia de la musculatura y da un aspecto fusiforme a la articulación.
La enfermedad suele empezar
por rigidez matinal y dolor en las articulaciones, que aparecen hinchadas y
rojas. Generalmente, las articulaciones son afectadas simétricamente y el dolor
pasa de las periféricas a las mayores. El proceso es crónico y las anquilosis
se acentúan gradualmente.
La enfermedad, por medio de
una anquilosis progresiva, produce una incapacidad que se acentúa gradualmente.
No obstante, el poliartrítico, en lugar de quejarse,
muestra gran paciencia y una sorprendente indiferencia hacia su mal.
El cuadro de la poliartritis nos conduce al tema central de todas las
enfermedades del aparato locomotor: movimiento/reposo, respectivamente,
agilidad y rigidez. En los antecedentes de casi todos los pacientes reumáticos
encontramos una actividad y una movilidad extraordinarias. Practicaban deportes
de esfuerzo y competición, trabajaban mucho en la casa y el jardín, desplegaban
una actividad incansable y se sacrificaban por los demás. Se trata, pues, de
personas activas, ágiles e inquietas a las que la poliartritis
obliga a descansar por el procedimiento de la atrofia. Da la impresión de que
un exceso de movimiento y actividad es corregido por medio de la rigidez.
A primera vista, esto puede
desconcertar, después de que hasta ahora no nos hemos cansado de insistir en la
necesidad de la modificación y el movimiento. La aparente contradicción no se
aclara hasta que recordamos que la enfermedad física da sinceridad. Esto, en el
caso de la poliartritis, significa que en realidad
estas personas estaban rígidas. La hiperactividad y movilidad que mostraban
antes de la enfermedad se limitaban a lo corporal, ámbito en el que trataban de
compensar la verdadera inmovilidad de la mente. La misma palabra rigidez
sugiere la idea de rigor y hasta de muerte.
Este concepto encaja en el
tipo del paciente poliartrítico cuyo perfil
psicológico es bien conocido, ya que la medicina psicosomática estudia a este
tipo de pacientes desde hace medio siglo. Hasta ahora, todos los investigadores
coinciden en que «los pacientes poliartríticos suelen
ser muy meticulosos y perfeccionistas y presentan un rasgo masoquista–depresivo
con gran espíritu de sacrificio y deseo de ayudar, unido a una actitud ultramoralista y una propensión a la melancolía» (Brautigam). Estas características denotan rigidez y
terquedad, indican que se trata de personas inflexibles e inmovilistas. Esta
inmovilidad interior se compensa con la práctica del deporte y una gran actividad
corporal que, en realidad, sólo pretende disimular (mecanismo de defensa) la
instintiva rigidez.
La frecuente práctica de
los deportes de competición por estos pacientes nos lleva a considerar otra
gran problemática: la agresividad. El reumático limita su agresividad al plano
motor, es decir, bloquea la energía de la musculatura. Las mediciones
experimentales de la electricidad muscular del reumático indican claramente que
cualquier clase de estímulos provocan un aumento de la tensión muscular, especialmente
de la musculatura de las articulaciones. Estas mediciones ratifican la sospecha
de que el reumático se esfuerza por dominar los impulsos agresivos que buscan
expansión corporal. La energía no descargada se queda en la musculatura de las
articulaciones y produce inflamación y dolor. Todo el dolor que el ser humano
experimenta en la enfermedad, en un principio, estaba destinado a otro. El
dolor siempre es resultado de un acto agresivo. Si yo descargo mi agresividad
dando un puñetazo a otro, mi víctima sentirá dolor. Pero si reprimo el impulso
agresivo, éste se vuelve contra mí y el dolor lo experimento yo (autoagresión).
El que sufre dolores debería preguntarse a quién estaban destinados en
realidad.
Entre las manifestaciones
reumáticas hay un síntoma muy concreto en el que, a causa de la inflamación de
los tendones de los músculos del antebrazo debajo del codo, la mano se cierra
formando un puño (epicondilitis crónica). La forma del «puño apretado» denota
la agresividad reprimida y el deseo de «descargar un buen puñetazo sobre la
mesa». Análoga tendencia a apretar el puño se observa en la contractura de Dupuytren que impide abrir la mano. La mano abierta es
símbolo de paz. El ademán de agitar la mano en señal de saludo se deriva de la
costumbre de enseñar la mano vacía en los encuentros, para demostrar que uno no
llevaba armas y se acercaba en son de paz. El mismo símbolo tiene el acto de «tender
la mano». Si la mano abierta expresa intenciones pacíficas y conciliadoras,
el puño cerrado indica hostilidad y agresividad.
El reumático no puede
realizar sus agresiones, o no las reprimiría y bloquearía; pero, puesto que
existen, producen en él un fuerte sentimiento de culpabilidad que se traduce en
generosidad y abnegación. Se produce una peculiar combinación de altruismo y
deseo de dominio del otro que ya Alejandro Magno definió acertadamente como
«benévola tiranía». Habitualmente, la enfermedad se manifiesta cuando, en
virtud de un cambio de vida, se pierde la posibilidad de compensar los sentimientos
de culpabilidad por medio del servicio. También el abanico de los más
frecuentes síntomas secundarios muestra la importancia capital de la hostilidad
reprimida; son ante todo dolencias de estómago e intestinos, síntomas
cardíacos, frigidez e impotencia, acompañadas de angustia y depresión. La poliartritis afecta casi al doble de mujeres que de
hombres, y es que las mujeres tienen más dificultades para asumir
conscientemente sus impulsos agresivos.
La medicina naturista
atribuye el reuma a la acumulación de toxinas en los tejidos conjuntivos. Las
toxinas acumuladas simbolizan para nosotros problemas no planteados, es decir,
temas no digeridos que el individuo no ha resuelto sino que ha almacenado en el
subconsciente. Esto justifica el ayuno como medida terapéutica*. Con la total
supresión de la alimentación externa, el organismo es obligado a practicar la
autofagia y quemar y procesar los «desechos corporales». Trasladado al
plano psíquico, este proceso es el planteamiento y reconocimiento de temas que
hasta el momento habían sido postergados y reprimidos. Pero el reumático no
quiere abordar sus problemas. Es muy rígido y muy testarudo, está bloqueado.
Tiene miedo de analizar su altruismo, su espíritu de sacrificio, su abnegación,
sus normas morales y su ductilidad. Por lo tanto, su egoísmo, su
inflexibilidad, su inadaptación, su afán de dominio y su agresividad permanecen
en la zona de sombra y se infiltran en el cuerpo en forma de anquilosis y
atrofia que pondrán fin a la falsa generosidad.
Trastornos motores: torticolis, calambres del
escribiente
La característica común a
estos trastornos es que el paciente pierde parcialmente el control de las
funciones motrices que normalmente pueden regirse por la voluntad. Determinadas
funciones se escapan al control de su voluntad y se desmandan, especialmente
cuando el paciente se siente observado o se encuentra en situaciones en las que
quiere causar una determinada impresión en los demás. Por ejemplo, en los casos
de tortícolis espasmódica, la cabeza se mueve
lateralmente, con lentitud o brusquedad. Generalmente, al cabo de unos
segundos, puede volver a la posición normal. Generalmente, y por extraño que
parezca, basta la simple presión de los dedos en la barbilla o un collarín para
que el paciente pueda mantener erguida la cabeza. Pero también el lugar que
ocupa la persona en la habitación influye en la posibilidad de controlar el
cuello. Si está de espaldas a la pared y puede apoyar en ella la cabeza, no
tendrá dificultad para prevenir el espasmo.
* Véase R. Dahlke, Bewusst Fasten, Urania Waakirchen, 1980.
Esta particularidad, así
como la influencia en el síntoma de diversas circunstancias (otras personas),
nos indican que el problema básico de todos estos trastornos gravita en torno a
los polos seguridad / inseguridad. A diferencia de los movimientos voluntarios,
los trastornos motores, entre los que figuran también los tics, desmienten la
ostensible seguridad en sí mismo que exhibe el individuo e indican que esta
persona no sólo no posee seguridad sino que carece incluso de control sobre sus
propios movimientos. Siempre fue muestra de decisión y valentía mirar a una
persona a la cara y sostener su mirada. Pero en esta situación al paciente aquejado de tortícolis espasmódica se le ladea
la cabeza sin que él pueda evitarlo. Ello hace que tema más y más relacionarse
con personas importantes o ser observado en sociedad. El síntoma hace, pues,
que se rehuyan ciertas situaciones. Uno da la espalda
a sus conflictos y deja de lado un aspecto del mundo.
Un cuerpo erguido obliga al
ser humano a mirar de frente las exigencias y los desafíos del mundo. Pero si
ladeamos la cabeza rehuimos esta confrontación. El individuo se hace «parcial»
y vuelve la cara para no ver lo que no quiere. Uno empieza a ver las cosas «sesgadas»,
de «soslayo». A esta visión sesgada y oblicua alude la expresión
alemana de girar a alguien la cabeza (hinchar la cabeza, manipular a una
persona). Este atentado mental tiene la finalidad de hacer perder a la víctima
el dominio sobre la dirección de su mirada y obligarla a seguirnos con los ojos
y el pensamiento.
Idénticos condicionantes
encontramos en el calambre del escribiente y en los calambres que agarrotan los
dedos de pianistas y violinistas. En la personalidad de estos pacientes
encontramos siempre una extrema ambición y un altísimo nivel de exigencia. El
individuo persigue escalar una posición social, pero muestra una gran modestia.
Sólo quiere impresionar por su trabajo (buena caligrafía, esmerada
interpretación musical). El síntoma del calambre tónico de la mano nos hace
sinceros: muestra el «agarrotamiento» de nuestros esfuerzos y alardes y
demuestra que en realidad «no tenemos nada que decir (escribir)».
Morderse las uñas
Morderse las uñas no es un
trastorno motor, desde luego, pero por su similitud puramente externa con estas
afecciones lo hemos incluido en este grupo. También el deseo de morderse las
uñas se experimenta como un imperativo que afecta al control puramente
voluntario de la mano. El morderse las uñas no sólo se presenta habitualmente
como un síntoma transitorio en niños y adolescentes sino también en adultos, y
puede prolongarse durante décadas. Este síntoma tiene difícil tratamiento. El
carácter psíquico del impulso de morderse las uñas está bien claro, y el reconocimiento
de esta motivación tendría que servir de ayuda a muchos padres cuando este
síntoma aparece en un niño. Porque las prohibiciones, amenazas y castigos son
las reacciones menos adecuadas.
Lo que en los seres humanos
llamamos uñas son en los animales las zarpas. Las zarpas sirven ante todo para
la defensa y el ataque, son instrumentos de agresión. Sacar las uñas es una
expresión que utilizamos en el mismo sentido que enseñar los dientes. Las
zarpas muestran la disposición para la lucha. La mayoría de los animales de
presa más evolucionados utilizan las zarpas y los dientes como armas. ¡El acto
de morderse las uñas es castración de la propia agresividad! La persona que se
muerde las uñas tiene miedo de su propia agresividad y por ello, simbólicamente,
destruye sus armas. Mordiendo se descarga parte de la agresividad, pero no la
dirige exclusivamente contra sí mismo: uno se muerde su propia agresividad.
Muchas mujeres adolecen del
síntoma de morderse las uñas, sobre todo porque admiran a las mujeres que
tienen las uñas largas y rojas. Las uñas largas, pintadas del marcial color
rojo, son un símbolo de agresividad especialmente bello y luminoso: estas
mujeres exhiben abiertamente su agresividad. Es natural que sean envidiadas por
las que no se atreven a reconocer su agresividad ni mostrar sus armas. También
querer tener uñas largas y rojas es sólo la formulación externa del deseo de
poder ser un día francamente agresiva.
Cuando un niño se muerde
las uñas, ello indica que el niño pasa por una etapa en la que no se atreve a
proyectar hacia fuera su agresividad. En este caso, los padres deberían
preguntarse en qué medida, en su manera de educarlo o en su propia conducta,
reprimen ellos o valoran negativamente el comportamiento agresivo. Habrá que
procurar dar al niño la ocasión de manifestar su agresividad sin sentirse
culpable. Generalmente, este comportamiento desencadenará ansiedad en los
padres, ya que, si ellos no hubieran tenido problemas de agresividad, ahora no
tendrían un hijo que se muerde las uñas. Por lo tanto, sería muy saludable para
toda la familia que los padres empezaran por reconocer su falta de sinceridad y
trataran de ver lo que se esconde tras la fachada de este comportamiento.
Cuando el niño, en lugar de respetar los temores de los padres, aprenda a
defenderse, ya habrá vencido prácticamente este hábito. Pero los padres,
mientras no estén dispuestos a rectificar, por lo menos que no se lamenten de
los trastornos y los síntomas de sus hijos. Desde luego, los padres no tienen
la culpa de los trastornos de los hijos, pero los trastornos de los hijos
reflejan los problemas de los padres.
El tartamudeo
El don de la palabra es
fluido; hablamos de fluidez en el lenguaje, de estilo fluido. En el tartamudeo el
lenguaje no fluye sino que es machacado, triturado, castrado. Lo que tiene que
correr necesita espacio: si tratáramos de hacer pasar un río por un tubo
provocaríamos estancamiento y presión, y el agua, en el mejor de los casos,
saldría a presión pero no fluiría. El tartamudo impide el flujo de la palabra
estrangulándola en la garganta. Ya hemos visto que lo angosto tiene relación
con la angustia. En el tartamudo la angustia está en la garganta. El cuello es
unión (en sí angosta) y puerta de comunicación entre el tronco y la cabeza,
entre abajo y arriba.
En este punto debemos
recordar todo lo que dijimos acerca de la jaqueca, del simbolismo entre Abajo y
Arriba. El tartamudo trata de estrechar todo lo posible el paso del cuello, a
fin de controlar mejor lo que pasa de abajo arriba o, análogamente, lo que
trata de pasar del subconsciente a la conciencia. Es el mismo principio de
defensa que encontramos en las viejas fortificaciones, que sólo poseen pasos
muy pequeños y bien controlables. Estos accesos y puertas (pasos fronterizos,
portillos, etc.) siempre provocan la congestión e impiden la fluidez. El
tartamudo se pone un control en la garganta, porque tiene miedo de lo que viene
de abajo y pretende pasar a la conciencia, y lo estrangula en el cuello.
La expresión de cintura
para abajo señala la región «problemática e impura» del sexo. La cintura es la
línea divisoria entre la peligrosa zona baja y la limpia parte superior. Esta
divisoria se le ha subido al tartamudo al cuello, porque para él todo el cuerpo
es zona peligrosa y sólo la cabeza es clara y limpia. Al igual que el propenso
a las jaquecas, el tartamudo traslada su sexualidad a la cabeza, y se
convulsiona tanto arriba como abajo. La persona no quiere soltarse, no quiere
abrirse a las exigencias y los instintos del cuerpo cuya presión se hace más
fuerte y más angustiosa cuanto más se reprime. Luego, a su vez, el síntoma del
tartamudeo se aduce como causa de dificultades de contacto y comunicación, y
aquí se cierra el círculo vicioso.
Por efecto de la misma
confusión, en los niños tartamudos se interpreta la timidez como consecuencia
del tartamudeo. Pero el tartamudeo es únicamente manifestación de retraimiento:
el niño se retrae y ello se muestra en el tartamudeo. El niño tartamudo se
siente cohibido por algo y teme soltarlo, darle libre curso. Y, para mejor
controlar lo que dice, estrecha el paso. Si uno quiere atribuir esta inhibición
a la agresividad o la sexualidad reprimidas o, por tratarse de un niño,
prefiere otras expresiones es indiferente. El tartamudo no suelta las cosas tal
como le vienen. La palabra es un medio de expresión. Pero, cuando se trata de
reprimir lo que sale de dentro, se demuestra que se tiene miedo a lo que
pretende manifestarse. El individuo no es franco. El tartamudo que consigue
abrirse se derrama en un torrente de sexualidad, agresividad y palabras. Cuando
todo lo inexpresado es expresado, ya no hay motivo para tartamudear.
XII. LOS ACCIDENTES
Muchas personas se
sorprenden de que se catalogue los accidentes como cualquier otra enfermedad.
Piensan que los accidentes son algo completamente distinto: al fin y al cabo,
vienen de fuera, por lo que mal puede uno tener la culpa. Esta argumentación
denota la confusión de nuestro pensamiento en general, y en qué medida nuestra
manera de pensar y nuestras teorías se amoldan a nuestros deseos inconscientes.
A todos nos resulta extraordinariamente desagradable asumir la plena
responsabilidad de nuestra existencia y de todo lo que nos ocurre.
Constantemente buscamos la manera de proyectar la culpa hacia el exterior. Y
nos irrita que se nos desenmascaren estas proyecciones. La mayoría de los
esfuerzos científicos están dirigidos a consolidar y legalizar con teorías
estas proyecciones. «Humanamente» hablando, ello es perfectamente comprensible.
Pero dado que este libro ha sido escrito para personas que buscan la verdad y
que saben que este objetivo sólo puede alcanzarse por la vía de la sinceridad
con uno mismo, no podemos pasar por alto cobardemente un tema como el de los
«accidentes».
Tenemos que comprender que
siempre hay algo que aparentemente nos viene de fuera y que nosotros siempre
podemos interpretar como causa. Ahora bien, esta interpretación causal no es
sino una posibilidad de ver las cosas y en este libro nos hemos propuesto
sustituir o, en su caso, completar esta visión habitual. Cuando nos miramos al
espejo, nuestro reflejo, aparentemente, también nos mira desde fuera y, no
obstante, no es la causa de nuestro aspecto. En el resfriado, son miasmas que nos
vienen de fuera y en ellos vemos la causa. En el accidente de circulación es el
automovilista borracho que nos ha arrebatado la preferencia de paso la causa
del accidente. En el plano funcional siempre hay una explicación. Pero ello no
nos impide interpretar lo sucedido con una óptica trascendente.
La ley de la resonancia
determina que nosotros nunca podamos entrar en contacto con algo con lo que no
tenemos nada que ver. Las relaciones funcionales son el medio material
necesario para que se produzca una manifestación en el plano corporal. Para
pintar un cuadro necesitamos un lienzo y colores; pero ellos no son la causa
del cuadro sino únicamente los medios materiales con ayuda de los cuales el
pintor plasma su cuadro interior. Sería una tontería refutar el mensaje del
cuadro con el argumento de que el color, el lienzo y los pinceles son sus
causas verdaderas.
Nosotros no buscamos los
accidentes, del mismo modo que no buscamos las «enfermedades» y nada nos
hace desistir de utilizar cualquier cosa como «causa». Sin embargo, de todo lo
que nos pasa en la vida los responsables somos nosotros. No hay excepciones,
por lo que vale más dejar de buscarlas. Cuando una persona sufre, sufre sólo a
sus propias manos (¡lo cual no presupone que no sea grande el sufrimiento!).
Cada cual es agente y paciente en una sola persona. Mientras el ser humano no
descubra en sí a ambos no estará sano. Por la intensidad con que las personas denostan al «agente externo», podemos ver en qué
medida se desconocen. Les falta esa visión que permite ver la unidad de las
cosas.
La idea de que los
accidentes son provocados inconscientemente no es nueva. Freud, en su
Psicopatología de la vida diaria, además de fallos como defectos de
pronunciación, olvidos, extravío de objetos, etc., cita también los accidentes
como fruto de un propósito inconsciente. Posteriormente, la investigación
psicosomática ha demostrado estadísticamente la existencia de la llamada
«propensión al accidente». Se trata de una personalidad que se inclina a
afrontar sus conflictos en forma de accidente. Ya en 1926 el psicólogo alemán
K. Marbe, en su Psicología práctica de los accidentes
y siniestros industriales, observa que el individuo que ya ha sufrido un
accidente tiene más probabilidades de sufrir otros accidentes que el que nunca
los tuvo.
En la obra fundamental de
Alexander sobre la medicina psicosomática, publicado en 1950, encontramos las
siguientes observaciones sobre el tema: «En la investigación de los accidentes
de automóvil en Connecticut se descubrió que en un período de seis años, de un
pequeño grupo de sólo 3,9% de todos los automovilistas implicados en accidente
habían sufrido el 36,4% de todos los accidentes. Una gran empresa que emplea a
numerosos conductores de camiones, alarmada por los altos costes de los
accidentes, mandó investigar las causas. Entre otros posibles factores, se
examinó el historial de cada conductor y aquellos que habían sufrido mayor
número de accidentes fueron destinados a otros trabajos. Con esta sencilla
medida pudo reducirse en una quinta parte la cifra de los siniestros. Es
interesante observar que los conductores apartados de la carretera siguieron
mostrando su propensión en el nuevo puesto de trabajo. Ello indica
irrefutablemente que la propensión al accidente existe y que estas personas
conservan esta propiedad en todas las actividades de la vida diaria» (Alexander,
Medicina Psicosomática).
Alexander deduce que «en la mayoría de los
accidentes, existe un elemento de deliberación, si bien casi siempre es
inconsciente. En otras palabras, la mayoría de los accidentes están provocados
inconscientemente». Esta mirada a la vieja literatura psicoanalítica nos
indica, entre otras cosas, que nuestra forma de contemplar los accidentes no
tiene nada de nueva y lo mucho que se tarda en conseguir que cierta evidencia
(desagradable) llegue a penetrar (si es que llega) en la conciencia colectiva.
En nuestro examen nos
interesa no tanto la descripción de una determinada personalidad propensa al
accidente como, ante todo, el significado de un accidente que ocurre en nuestra
vida. Aunque una persona no posea una personalidad propensa al accidente, éste
siempre tiene un mensaje para ella, y deseamos aprender a descifrarlo. Si en la
vida de un individuo abundan los accidentes, ello sólo quiere decir que esta
persona no ha resuelto conscientemente sus problemas y, por lo tanto, está
escalando las etapas del aprendizaje forzoso. Que una persona determinada
realice sus rectificaciones de un modo primario por los accidentes obedece al
llamado «locus minoris resistentiae»
de las otras personas. Un accidente cuestiona violentamente una manera de
actuar o el camino emprendido por una persona. Es una pausa en la vida que hay
que investigar. Para ello hay que contemplar todo el proceso del accidente como
una obra teatral y tratar de comprender la estructura exacta de la acción y
referirla a la propia situación. Un accidente es la caricatura de la propia
problemática, y es tan certero y tan doloroso como toda caricatura.
Accidentes de tránsito
«Accidente de tránsito» es
un término difícil de interpretar, por lo abstracto. Hay que saber qué ocurre
exactamente en un accidente determinado, para poder decir qué mensaje encierra.
Pero si, en general, la interpretación es difícil y hasta imposible, en el caso
concreto resulta muy difícil. No hay más que escuchar atentamente la exposición
de los hechos. La ambivalencia del lenguaje lo delata todo. Lamentablemente,
una y otra vez se comprueba que muchas personas carecen de oído para captar
estas connotaciones verbales. Nosotros acostumbramos a hacer que un paciente
repita una frase determinada de su descripción hasta que se da cuenta de lo que
representa. En estos casos, se advierte la inconsciencia con que las personas
manejan el lenguaje o lo bien que actúan los filtros cuando de los propios
problemas se trata.
Por lo tanto, en la vida y
en la circulación, una persona puede, por ejemplo, desviarse de su camino =
pisar el acelerador = perder el norte = perder el control o el dominio,
atropellar a uno, etcétera. ¿Qué queda por explicar? Basta con escuchar. Uno
acelera de tal manera que no puede frenar y no sólo se acerca demasiado al (¿o
a la?) que va delante sino que lo embiste, con lo que se produce una colisión
(o un porrazo, como dicen otros). Este choque supone una contrariedad, por lo
que los automovilistas suelen chocar no sólo con los coches sino también con
las palabras.
Con frecuencia, la
pregunta: «¿Quién tuvo la culpa del
accidente?», nos da la respuesta clave: «No pude frenar a tiempo», indica
que una persona, en algún aspecto de su vida, ha acelerado de tal manera (por
ejemplo, en el trabajo) que ha llegado a poner en peligro tal aspecto. Esta
persona debe interpretar el accidente como una llamada a examinar todas las
aceleraciones de su vida y aminorar la marcha. La respuesta: «No lo vi», indica que esta persona deja de ver algo muy
importante de su vida. Si un intento de adelantamiento acaba en accidente, uno
debería pasar revista a todas las «maniobras de adelantamiento» de su vida. El
que se duerme al volante debería despertar cuanto antes también su vida para no
estrellarse. El que se queda tirado de noche en la carretera debe examinar
atentamente cuáles son las cosas de la zona nocturna del alma que pueden
impedirle el avance. Éste corta a alguien, el otro sobrepasa la raya o se salta
el bordillo, otro más se queda atascado en el barro. De pronto, uno deja de ver
claro, no ve la señal de alto, confunde la dirección, choca con resistencias.
Casi siempre, los accidentes de tránsito acarrean un intenso contacto con otras
personas; en la mayoría de los casos, la aproximación es excesiva y, desde
luego, violenta.
Vamos a examinar juntos un
accidente concreto, para ilustrar mejor con un ejemplo práctico nuestro
enfoque. Se trata de un accidente real que, al mismo tiempo, representa un tipo
de accidente de tránsito muy corriente. En un cruce con preferencia a la
derecha chocan dos turismos con tanta violencia que uno de ellos es lanzado a
la acera donde queda volcado, con las ruedas hacia arriba. En el interior han
quedado atrapadas varias personas que gritan pidiendo auxilio. La radio del
coche funciona a todo volumen. Los transeúntes van sacando a los encerrados de
su prisión de hierro, los cuales, con heridas de mediana gravedad, son
trasladados al hospital.
Este suceso puede
explicarse así: todas las personas involucradas en este accidente se
encontraban en una situación en la que deseaban continuar en línea recta por la
dirección que habían tomado en su vida. Esto corresponde al deseo y al intento
de seguir adelante sin detenerse. Pero tanto en la carretera como en la vida
hay cruces. La vía recta es la norma en la vida, es la que se sigue por
inercia. El hecho de que la trayectoria rectilínea de todas estas personas
fuera interrumpida bruscamente por el accidente indica que todos habían pasado
por alto la necesidad de rectificar la dirección. Llega un momento en la vida
en que se impone rectificar. Por buena que sea una norma o una dirección, con
el tiempo puede llegar a ser inadecuada. Casi siempre, las personas defienden
sus normas invocando su observancia en el pasado. Esto no es un argumento. En
un lactante lo normal es mojar los pañales, y no hay nada mejor que objetar.
Pero el niño que a los cinco años aún moja la cama no tiene justificación.
Una de las dificultades de
la vida humana es reconocer a tiempo la necesidad de cambio. Seguramente, los
involucrados en el accidente no la habían reconocido. Trataban de continuar en
línea recta por el camino que hasta entonces se había acreditado como bueno y
reprimían la invitación a abandonar la norma, a variar el rumbo, a apearse de
la situación. Este impulso es inconsciente. Inconscientemente, sentimos que el
camino no es el indicado. Pero falta valor para cuestionarlo conscientemente y
abandonarlo. Los cambios generan miedo. Uno querría, pero no se atreve. Esto
puede ser una relación humana que se ha superado, o un trabajo, o una idea. Lo
común a todos es que todos reprimen el deseo de liberarse de la costumbre con
un salto. Este deseo no vivido busca su realización por medio del deseo
inconsciente, una realización que la mente experimenta como procedente «de
fuera»: uno es apartado de su camino, en nuestro ejemplo, por medio de un
accidente de circulación.
El que sea sincero consigo
mismo, después del suceso puede comprobar que, en el fondo, hacía tiempo que no
estaba satisfecho de su camino y deseaba abandonarlo, pero le faltaba el valor.
A una persona, en realidad, sólo le ocurre aquello que ella quiere. Las
soluciones inconscientes son eficaces, desde luego, pero tienen el
inconveniente de que, en definitiva, no resuelven el problema del todo. Ello se
debe, sencillamente, a que a fin de cuentas un problema sólo puede resolverse
con una decisión deliberada, mientras que la solución inconsciente representa
siempre sólo una realización material. La realización puede dar un impulso,
puede informar, pero no resolver totalmente el problema.
Así, en nuestro ejemplo, el
accidente provoca la liberación del camino habitual pero impone una nueva y aún
mayor falta de libertad: el encierro en el coche. Esta situación nueva e
insospechada es resultado de la inconsciencia del proceso, pero también puede
interpretarse como un aviso de que el abandono de la vía vieja puede llevar no
a la ansiada libertad sino a una falta de libertad aún mayor. Los gritos de
socorro de los heridos y encerrados casi estaban ahogados por la estrepitosa
música de la radio del coche. Para el que en todo ve un símbolo, este detalle
es expresión del intento de desviarse del conflicto por medios externos. La
música de la radio ahoga la voz interior que pide socorro y que la conciencia
desea oír. Pero el pensamiento se desentiende y este conflicto y el deseo de
libertad del alma quedan encerrados en el inconsciente. No pueden liberarse por
sí mismos sino que tienen que esperar a que los hechos externos los liberen. El
accidente es aquí el «hecho externo» que abrió a los problemas inconscientes un
canal para que se articularan. Los gritos de socorro del alma se hicieron
audibles. El individuo aprendió a ser sincero.
Los accidentes en el hogar y en el trabajo
Análogamente a los
accidentes de tránsito, la diversidad de posibilidades y su simbolismo en los
demás accidentes en casa y en el trabajo es casi ilimitada, por lo cual cada
caso debe examinarse con atención.
En las quemaduras
encontramos un rico simbolismo. Muchas frases hechas utilizan la quemadura y el
fuego como símbolo de procesos psíquicos: quemarse los labios = quemarse las
manos = agarrar un hierro candente = jugar con fuego = poner las manos en el
fuego por una persona, etc.
El fuego es aquí sinónimo
de peligro. Por lo tanto, las quemaduras indican que uno no supo ver o medir el
peligro oportunamente. Tal vez uno no acierte a ver lo candente que es en
realidad un tema determinado. Las quemaduras nos hacen comprender que estamos
jugando con el peligro. Además, el fuego tiene una clara relación con el tema
del amor y la sexualidad. Se dice del amor que es ardiente, uno se inflama de
amor, un enamorado es fogoso. El simbolismo sexual del fuego, es, pues,
evidente.
Las quemaduras afectan
primeramente la piel, es decir, la envoltura o frontera del individuo. Esta
violación de la frontera significa siempre el cuestionamiento del Yo. Con el Yo
nos aislamos y el aislamiento impide el amor. Para poder amar tenemos que abrir
la frontera del Yo, tenemos que inflamarnos con la brasa del amor, derribar
obstáculos. Al que se resista al fuego interior, quizás un fuego exterior le
queme la frontera de la piel, dejándolo abierto y vulnerable.
Un simbolismo parecido
encontramos en casi todas las heridas que, desde luego, empiezan por perforar
la frontera exterior de la piel. Por ello se habla también de heridas psíquicas
y se dice que uno se siente herido por una determinada palabra. Pero uno puede
herir no sólo a los demás sino también lacerarse la propia carne. También el
simbolismo de la «caída» y el «tropezón» es fácil de descifrar. Los hay que dan
un resbalón en el parqué o que ruedan escaleras abajo. Si el resultado es
conmoción cerebral, el pensamiento del individuo queda afectado. Todo intento
de incorporarse en la cama produce dolor de cabeza, por lo que uno vuelve a
echarse enseguida. Por consiguiente, se arrebata a la cabeza y al pensamiento
el predominio que tuviera hasta el momento y el paciente experimenta en su
propio cuerpo que el pensar duele.
Fracturas
Los huesos se rompen, casi
sin excepción, en circunstancias de hiperdinamismo
(automóvil, moto, deportes), por intervención de un factor mecánico externo. La
fractura impone inmediatamente la inmovilización (reposo, escayola). Toda
fractura provoca una interrupción del movimiento y la actividad y exige
descanso. De esta pasividad forzosa debería surgir una reorientación. La
fractura indica claramente que se ha olvidado el imperativo de la finalidad de
una evolución, por lo que el cuerpo tiene que romper con lo viejo para permitir
la irrupción de lo nuevo. La fractura rompe con el camino anterior que estaba
caracterizado por la hiperactividad y el movimiento. El individuo exagera el
movimiento y la sobrecarga o hiperactividad se acumula hasta que el punto más
débil cede.
El hueso representa en el
cuerpo el principio de la solidez, de las normas que dan un punto de apoyo, y
también al de la anquilosis. El hueso anquilosado es frágil y no puede cumplir
su función. Algo parecido ocurre con las normas: tienen que proporcionar una
base, pero una rigidez excesiva las hace inoperantes. Una fractura nos señala
en el plano físico que se ha pasado por alto un exceso de rigidez de la norma
en el sistema psíquico. El individuo se había hecho excesivamente rígido e
inflexible. La persona, con la edad, suele aferrarse a sus principios con mayor
rigidez y pierde su capacidad de adaptación, la anquilosis de los huesos
aumenta a su vez y el peligro de fractura crece. Todo lo contrario de lo que
ocurre al niño pequeño, que tiene unos huesos tan flexibles que prácticamente
no pueden romperse. El niño pequeño no conoce normas ni medidas en las que
petrificarse. Cuando una persona se hace excesivamente inflexible, una fractura
de vértebras corrige la anomalía: se le parte el espinazo. ¡Esto puede evitarse
doblegándolo voluntariamente!
XIII. SÍNTOMAS PSÍQUICOS
Bajo este epígrafe queremos
referirnos a ciertos trastornos frecuentes que habitualmente se califican de
«psíquicos». De todos modos, deseamos hacer constar que, desde nuestro punto de
vista, tal denominación tiene poco sentido. En realidad, no es posible trazar
una línea divisoria clara entre los síntomas somáticos y psíquicos. Todo
síntoma tiene un contenido psíquico y se manifiesta a través del cuerpo.
También la ansiedad y las depresiones utilizan el cuerpo para manifestarse.
Estas correlaciones somáticas, sin embargo, proporcionan también a la
psiquiatría académica la base para sus tratamientos farmacológicos. Las
lágrimas de un paciente depresivo no son «más psíquicas» que el pus o la
diarrea. La diferencia, en el mejor de los casos, está justificada en los
puntos finales del continuo, en los que compara una degeneración orgánica con
una alteración psicótica de la personalidad. Pero
cuanto más nos alejamos de los extremos hacia el centro, más difícil es
encontrar la divisoria, aunque tampoco el examen de los extremos justifica la
diferenciación entre lo «somático» y lo «psíquico» ya que la
diferencia sólo reside en la forma de manifestación del símbolo. El cuadro del
asma se diferencia de la amputación de una pierna tanto como de la
esquizofrenia. La distinción entre «somático» y «psíquico»
provoca más confusión que claridad.
Nosotros no vemos necesidad
para esta diferenciación, ya que nuestra teoría es aplicable a todos los
síntomas sin excepción. Los síntomas pueden servirse, de las más diversas
formas de expresión, desde luego, pero todos necesitan del cuerpo, a través del
cual el factor psíquico se hace visible y experimentable. De todos modos, el
síntoma, ya sea pena o el dolor de una herida, se experimenta en la mente. En
También aquí tenemos que
librarnos de la idea de que existe el comportamiento normal y el anormal. La
normalidad es expresión de una frecuencia estadística, por lo que no puede
entenderse ni como concepto clasificador ni como medida de valor. La
normalidad, desde luego, hace disminuir la ansiedad pero es contraria a la
individualización. La defensa de una normalidad es una pesada hipoteca de la
psiquiatría tradicional. Una alucinación no es ni más real ni más irreal que
cualquier otra percepción. Sólo le falta ser reconocida por la colectividad. El
«enfermo psíquico» funciona según las mismas leyes psicológicas que
todas las personas. El enfermo que se siente perseguido o amenazado por
asesinos proyecta su propia sombra agresiva al entorno lo mismo que el
ciudadano que reclama penas más severas para los delincuentes o que tiene miedo
de los terroristas. Toda proyección es ilusión, por lo que huelga preguntar
hasta dónde es normal una ilusión y a partir de dónde es enfermiza.
El enfermo psíquico y el
sano psíquico son puntos terminales teóricos de un continuo que resulta de la
interrelación entre el conocimiento y la sombra. En el llamado psicótico
tenemos la forma extrema de una represión bien lograda. Cuando todas las vías y
campos posibles para vivir la sombra están totalmente cerrados, en un momento
dado, cambia el predominio y la sombra pasa a gobernar por completo la
personalidad. Para ello anula la parte de la conciencia que ha dominado hasta
ahora, y se resarce con gran energía de la represión sufrida, viviendo
intensamente todo lo que la otra parte del individuo no se había atrevido a
asumir. Así, los moralistas rigurosos se convierten en exhibicionistas
obscenos, los pusilánimes dulces, en bestias furiosas y los perdedores
resignados, en megalómanos exaltados.
También la psicosis da
sinceridad, ya que recupera todo lo perdido hasta el momento de una forma tan
intensa y absoluta que infunde temor en el entorno. Es el desesperado intento
por devolver el equilibrio a la unilateralidad; intento, desde luego, que se
expone a reducirse a una alternancia pendular entre uno y otro extremo. Esta
dificultad por encontrar el punto medio, el equilibrio, se aprecia claramente
en el síndrome maníaco–depresivo. En la psicosis, el
ser humano vive su propia sombra. El loco nos abre una puerta al infierno de la
mente que está en todos nosotros. Las frenéticas tentativas por combatir y
ahogar este síntoma, provocadas por el miedo, son comprensibles pero poco aptas
para resolver el problema. El principio de represión de la sombra provoca
precisamente la violenta explosión de la sombra; tratar de reprimirla aplaza el
problema, pero no lo resuelve.
El primer paso en la
dirección correcta será también aquí el reconocimiento de que el síntoma tiene
su sentido y su justificación. Partiendo de esta base, uno puede plantearse la
manera de atender con eficacia la sana indicación que nos hace el síntoma.
Por lo que respecta al tema
de los síntomas psicóticos, deben bastarnos estas observaciones. Las
interpretaciones profundas son escasamente provechosas, ya que el psicótico no
aporta ninguna base para una interpretación. Su miedo a la sombra es tan grande
que casi siempre la proyecta enteramente hacia fuera. El observador interesado
no tendrá dificultad para hallar la explicación si no pierde de vista las dos
reglas que se comentan repetidamente en este libro:
1. Todo lo que el
paciente experimenta en el mundo exterior son proyecciones de su sombra (voces,
ataques, persecuciones, hipnosis, ansias asesinas, etc.).
2. El
comportamiento psíquico en sí es la realización de una de las sombras no
asumida.
Los síntomas psíquicos, a fin
de cuentas, no se prestan a una interpretación, ya que expresan directamente el
problema y no necesitan otro plano en el que plasmarse. Por ello, todo lo que
uno pueda decir sobre la problemática de los síntomas psíquicos enseguida suena
trivial, ya que falta el paso de la traducción. De todos modos, en este
capítulo nos referiremos, por vía de ejemplo, a tres síntomas muy difundidos y
relacionados con el campo psíquico: la depresión, el insomnio y la adicción.
La depresión
La depresión es un concepto
compuesto por un cuadro de síntomas que abarcan desde el abatimiento y la
inhibición hasta la llamada depresión endógena con apatía total. La depresión
va acompañada de la total paralización de la actividad, la melancolía y de una
serie de síntomas corporales como cansancio, trastornos del sueño, inapetencia,
estreñimiento, dolor de cabeza, taquicardia, dolor de espalda, trastornos
menstruales en la mujer y baja del tono corporal. El depresivo sufre
sentimiento de culpabilidad y continuamente se hace reproches, trata de hacerse
perdonar. Cabe preguntar qué es lo que en realidad deprime al depresivo. En
respuesta hallamos tres temas:
1. Agresividad.
Antes hemos dicho que la agresividad que no es conducida hacia el exterior se
convierte en dolor corporal. Esta afirmación puede completarse diciendo que la
agresividad reprimida en el aspecto psíquico conduce a la depresión. La
agresividad bloqueada y no exteriorizada se dirige hacia dentro y convierte al
emisor en receptor. En la cuenta de la agresividad reprimida se cargan no sólo
los sentimientos de culpabilidad sino también los numerosos síntomas somáticos
que la acompañan, con sus dolores difusos. En otro lugar decimos que la
agresividad sólo es una forma especial de energía vital y actividad. Por lo
tanto, el que reprime con miedo su agresividad, reprime también su energía y su
actividad. La psiquiatría trata de inducir al depresivo a alguna actividad,
pero esto el depresivo lo vive como una amenaza. El depresivo evita todo lo que
no tiene el reconocimiento público y trata de disimular los impulsos agresivos
y destructivos con una vida irreprochable. La agresividad dirigida contra uno
mismo encuentra su expresión más clara en el suicidio. En el deseo de suicidio
siempre hay que preguntar a quién se dirige en realidad el propósito.
2. Responsabilidad.
La depresión es —dejando aparte el suicidio—la forma extrema de rehuir la
responsabilidad. El depresivo no actúa sino que vegeta, más muerto que vivo.
Pero a pesar de su negativa a encarar activamente la vida, el depresivo, a
través de la puerta trasera de los sentimientos de culpabilidad, sigue teniendo
que afrontar el tema de la «responsabilidad». El miedo a asumir responsabilidad
está en primer término en todas las depresiones que se producen precisamente cuando
el paciente tiene que entrar en otra fase de la vida, por ejemplo, claramente
en la depresión postparto.
3. Renuncia,
soledad, vejez, muerte. Estos cuatro conceptos íntimamente relacionados
entre sí abarcan el último y, a nuestro entender, más importante conjunto de
temas. El paciente que sufre depresión es obligado violentamente a afrontar el
polo de la muerte. Todo lo vivo, como movimiento, cambio, relación social y
comunicación es arrebatado al depresivo y se le ofrece el polo opuesto a lo
vivo: apatía, inmovilidad, soledad, pensamientos sobre la muerte. El polo de la
muerte que con tanta fuerza se manifiesta en la depresión, es la sombra de este
paciente.
El conflicto radica en que
se teme tanto a la vida como a la muerte. La vida activa trae consigo
culpabilidad y responsabilidad y esto es lo que uno quiere evitar. Asumir
responsabilidad significa también renunciar a la proyección y aceptar la propia
soledad. La personalidad depresiva tiene miedo de esto y, por lo tanto,
necesita personas a las que aferrarse. La separación o la muerte de una de
estas personas suele ser desencadenante de una depresión. Uno se ha quedado
solo, y uno no quiere vivir solo ni asumir responsabilidad. Uno tiene miedo a
la muerte y, por lo tanto, no reconoce las condiciones de la vida. La depresión
nos da sinceridad: hace visible la incapacidad de vivir y de morir.
Insomnio
El número de personas que,
durante un período más o menos largo, padece trastornos del sueño, es muy
grande. No menos grande es el consumo de somníferos. Al igual que la comida y
el sexo, el sueño es una necesidad instintiva del ser humano. Pasamos en este
estado una tercera parte de la vida. Un lugar seguro, abrigado y cómodo donde
dormir es de capital importancia para el hombre y para el animal. Por cansado
que esté un animal o una persona, recorrerá un buen trecho con tal de encontrar
una buena cama. Las perturbaciones del sueño las combatimos con gran inquietud
y la falta de sueño la siente el individuo como una de las mayores amenazas. Un
buen descanso suele estar asociado a muchas costumbres: una cama determinada,
una postura determinada, una hora determinada, etc. La ruptura de esa costumbre
puede perturbarnos el sueño.
El sueño es un fenómeno
curioso. Todos podemos dormir sin haber aprendido, pero no sabemos cómo.
Pasamos una tercera parte de nuestra vida en este estado pero no sabemos nada
de él. Deseamos dormir y, sin embargo, con frecuencia, percibimos una amenaza
que nos llega del mundo del sueño. Tratamos de desechar estos temores restando
importancia al tema, por ejemplo: «Sólo ha sido un sueño», o: «Vano como un
sueño», pero, si hemos de ser sinceros, reconocemos que en el sueño
experimentamos y vivimos con la misma sensación de realidad que en la vigilia.
Quien medite sobre este tema, tal vez saque la conclusión de que el mundo de la
vigilia es también ilusión, sueño como el sueño nocturno y que ambos mundos
sólo existen en nuestra mente.
¿De dónde sale la idea de
que nuestra vida, la que hacemos durante el día, es más real o más auténtica
que la de los sueños? ¿Quién nos autoriza a poner un sólo delante de la palabra
sueño? Cada experiencia de la mente es igual de verdadera, no importa que la
llamemos realidad, sueño o fantasía. Puede ser un buen ejercicio mental
invertir la óptica habitual de la vida y el sueño e imaginar que el sueño es
nuestra verdadera vida, interrumpida a intervalos regulares por períodos de
vigilia.
«Wang soñó que era una
mariposa. Estaba entre hierbas y flores. Revoloteaba de un lado a otro. Luego
despertó y no sabía si era Wang que soñaba que era una mariposa o era una
mariposa que soñaba que era Wang.»
Esta inversión es un buen
ejercicio para descubrir que, desde luego, conciencia de día y conciencia de noche,
son polos que se compensan mutuamente. Por analogía, corresponde al día y a la
luz la vigilia, la vida, la actividad y a la noche, la oscuridad, el reposo, el
inconsciente y la muerte.
Analogías
Yang elemento masculino
lóbulo izquierdo del cerebro fuego día vigilia vida bien conciencia intelecto
racional Yin elemento femenino lóbulo derecho del cerebro agua noche sueño
muerte mal inconsciente sentimiento irracional
De acuerdo con estas
analogías de arquetipos, la voz popular llama al sueño el hermano menor de la
muerte. Cada vez que nos dormimos, ensayamos la muerte. El sueño nos exige
soltar todos los controles, toda meditación, toda actividad. El sueño nos exige
entrega y confianza, abandonarnos a lo desconocido. No se puede conciliar el
sueño a la fuerza, con un acto de voluntad. No hay como querer dormir a toda
costa para no poder pegar ojo. Nosotros no podemos sino crear las condiciones
favorables, pero a partir de ahí tenemos que aguardar con paciencia y confianza
que el sueño venga. Apenas nos está permitido observar el proceso: la
observación nos impediría dormir.
Todo lo que el sueño (y la
muerte) exigen de nosotros no pertenece precisamente a los puntos fuertes del ser
humano. Todos estamos muy anclados en el polo de la actividad, estamos muy
orgullosos de nuestras obras, dependemos mucho de nuestro intelecto y de
nuestro rígido control como para que el abandono, la confianza y la pasividad
sean formas de comportamiento familiares. Por lo
tanto, a nadie debe asombrar que el insomnio (¡junto al dolor de cabeza!) sea
uno de los trastornos más frecuentes de nuestra civilización.
Nuestra cultura, a causa de
su unilateralidad, tiene dificultades con todos los campos antipolares,
como puede apreciarse rápidamente por la lista de analogías que exponemos.
Tenemos miedo del sentimiento, de lo irracional, de la sombra, del
inconsciente, del mal, de la oscuridad y de la muerte. Nos aferramos a nuestro
intelecto y a nuestra conciencia de día con la que creemos poder entenderlo
todo. Cuando llega la invitación a «abandonarse» se produce el miedo, porque la
pérdida nos parece excesiva. Y, no obstante, todos ansiamos dormir y
experimentamos la necesidad. Como la noche pertenece al día, así la sombra nos
pertenece a nosotros y la muerte, a la vida. El sueño nos lleva todos los días
a ese umbral entre el Aquí y Allá, nos acompaña a la zona oscura de nuestra
alma, nos hace vivir en el sueño lo no vivido y nos sitúa otra vez en equilibrio.
El que sufre de insomnio
—mejor dicho: de dificultad para conciliar el sueño— tiene dificultades y miedo
de soltar el control consciente y abandonarse a su inconsciente. El individuo
actual apenas hace una pausa entre el día y la noche, sino que lleva consigo a
la zona del sueño todos sus pensamientos y actividades. Prolongamos el día
durante la noche y pretendemos analizar el lado nocturno de nuestra alma con
los métodos de la conciencia diurna. Falta la pausa de la conmutación
consciente.
El insomne debe aprender
ante todo a terminar el día conscientemente para poder entregarse por completo
a la noche y a sus leyes. También debe aprender a preocuparse de las zonas de
su inconsciente, para averiguar de dónde procede la ansiedad. La mortalidad es
un tema importante para él. El insomne carece de confianza y de capacidad de
entrega. Él se considera «activo» y no puede abandonarse. Los temas son casi
idénticos a los que consideramos al tratar del orgasmo. El sueño y el orgasmo
son pequeñas muertes que las personas con un Yo muy desarrollado experimentan
como peligro. Por lo tanto, la conciliación con el lado nocturno de la vida es
un somnífero infalible.
Los viejos sistemas, tales
como contar, dan resultado sólo en la medida en que permiten distraer el intelecto.
La monotonía aburre la mitad izquierda del cerebro y la induce a cejar en su
afán de predominio. Todas las técnicas de meditación utilizan este recurso:
concentración en un punto, o en la respiración, en la repetición de una mantra o un koan
inducen a pasar del hemisferio izquierdo al derecho, del lado del día al lado
de la noche, de la actividad a la pasividad. Quien experimente dificultades en
esta rítmica alternancia natural debe dedicar atención al polo que rehuye. Esto es lo que pretende el síntoma. Proporciona al
individuo tiempo para dilucidar sus conflictos con las alarmas y los temores de
la noche. También en este caso el síntoma da sinceridad: todos los que padecen
de insomnio tienen miedo a la noche. Cierto.
La excesiva somnolencia
denota el problema contrario. El que, a pesar de haber dormido lo necesario,
tiene problemas para despertar y levantarse, debe analizar su temor a las
exigencias del día, a la actividad y el esfuerzo. Despertar y empezar el día
significa actuar y asumir responsabilidades. La persona que tiene dificultad
para pasar a la conciencia del día pretende huir al mundo de los sueños y a la
inconsciencia de la niñez y evitar los desafíos y responsabilidades de la vida.
En este caso, el tema se llama: huida a la inconsciencia. Si el dormirse guarda
relación con la muerte, el despertar es un pequeño nacimiento. El nacimiento y
el despertar a la conciencia pueden resultar tan angustiosos como la noche y la
muerte. El problema está en la unilateralidad; la solución está en el medio, en
el equilibrio, en la conjunción. Sólo aquí se descubre que nacimiento y muerte
son uno.
TRASTORNOS DEL SUEÑO
El insomnio debe hacer que
nos planteemos las siguientes preguntas:
1. ¿En qué medida dependo del poder, el control, el intelecto
y la observación?
2. ¿Soy capaz de desasirme?
3. ¿Están desarrolladas en mí la capacidad de entrega y la
confianza?
4. ¿Me preocupo del lado nocturno de mi alma?
5. ¿Cuánto temo a la muerte? ¿He meditado sobre ella lo
suficiente?
La excesiva somnolencia
sugiere estas preguntas:
1. ¿Rehuyo la actividad, la
responsabilidad y la toma de conciencia?
2. ¿Vivo en un mundo de sueños y tengo miedo de despertar a
la realidad?
La adicción
El tema de la somnolencia nos
lleva directamente a los estupefacientes y la adicción, en general, problema
cuyo tema central es también la huida. Huida y búsqueda a la vez. Todos los
drogadictos buscaban algo pero dejaron la búsqueda muy pronto conformándose con
un sucedáneo. La búsqueda no debe acabar sino con el hallazgo. Jesús dijo: «El
que busca no debe dejar de buscar hasta que encuentre; y cuando encuentre
estará conmovido; y cuando esté conmovido se admirará y reinará sobre el Todo.»
(Tomás. Evangelios Apócrifos, 2.)
Todos los grandes héroes de
la mitología y la literatura buscan algo —Ulises, Don Quijote, Parsifal,
Fausto— pero no dejan de buscar hasta que lo encuentran. La búsqueda lleva al
héroe por peligros, perplejidad, desesperación y oscuridad. Pero cuando
encuentra, lo encontrado hace que todos los esfuerzos parezcan insignificantes.
El ser humano va a la deriva y en su deambular es arrojado a las más extrañas
playas del alma, pero en ninguna debe demorarse ni encallar, no debe dejar de
buscar hasta haber encontrado.
«Buscad y
encontraréis...», dice el Evangelio. Pero el que se asusta de las pruebas y
peligros, de las penalidades y extravíos del camino, se queda en la adicción.
Proyecta su afán de búsqueda en algo que ya ha encontrado en el camino y ahí
termina la búsqueda. Asimila el sucedáneo a su objetivo y no se ve harto. Trata
de saciar el hambre con más y más del «mismo» sucedáneo y no advierte que
cuanto más come más hambre tiene. Se intoxica y no advierte que se ha
equivocado de objetivo y que debería seguir buscando. El miedo, la comodidad y
la ofuscación le aprisionan. Todo alto en el camino puede intoxicar. En todas
partes acechan las sirenas que tratan de retener al caminante y hacerlo
prisionero.
Cualquier cosa puede
provocar adicción cuando no la limitamos: dinero, poder, fama, influencia,
saber, diversión, comida, bebida, ascetismo, ideas religiosas, drogas. Sea lo
que fuere, todo tiene justificación en tanto que experiencia y todo puede
convertirse en manía cuando no sabemos decir basta. Cae en la adicción el que
se acobarda ante nuevas experiencias. El que considera su vida como un viaje y
siempre va de camino es un buscador, no un adicto. Para sentirse buscar hay que
reconocer la propia calidad de apátrida. El que cree en ataduras ya es adicto.
Todos tenemos nuestras adicciones, con las que nuestra alma se embriaga una y
otra vez. El problema no es lo que nos provoca la adicción sino nuestra pereza
para seguir buscando. El examen de las adicciones nos indica, en el mejor de
los casos, el objeto de las ansias de cada cual. Y nuestra perspectiva queda
sesgada si absolvemos las adicciones aceptadas por la sociedad (riqueza,
trabajo, éxito, saber, etc.). De todos modos aquí mencionaremos brevemente sólo
las adicciones que en general son consideradas patológicas.
Bulimia
Vivir es aprender. Aprender
es asimilar principios que hasta el momento sentíamos ajenos al Yo. La
constante asimilación de lo nuevo ensancha el conocimiento. Se puede sustituir
el «alimento espiritual» por «alimento material», el cual sólo provoca
el «ensanchamiento del cuerpo». Si el hambre de vida no se sacia con
experiencias, pasa al cuerpo y se manifiesta como hambre de comida. Y es un
hambre que no puede saciarse, ya que el vacío interior no puede llenarse con
comida.
En un capítulo anterior
dijimos que el amor es apertura y aceptación: el bulímico sólo vive el amor en
el cuerpo, ya que en el espíritu no puede. Ansía amor, pero no abre su interior
sino sólo la boca y se lo traga todo. El resultado se llama obesidad. El
bulímico busca amor, afirmación, recompensa, pero por desgracia en el plano
equivocado.
Alcohol
El alcohólico ansía un
mundo sin penas ni conflictos. El objetivo en sí no es malo, lo malo es que él
trata de conseguirlo rehuyendo los conflictos y problemas. Él no está dispuesto
a encararse con la conflictividad de la vida y resolverla con el esfuerzo. Con
el alcohol, adormece sus conflictos y problemas y se pinta un mundo sano.
Generalmente, el alcohólico busca también el calor humano. El alcohol produce
una especie de caricatura de humanidad al destruir las barreras y las
inhibiciones, borra las diferencias sociales y provoca una rápida camaradería,
a la que, desde luego, falta profundidad y solidez. El alcohol es la tentativa
de apaciguar el deseo de búsqueda de un mundo sano, feliz y hermanado. Todo lo
que se oponga al ideal hay que ahogarlo en vino.
Tabaco
El hábito de fumar está
relacionado con las vías respiratorias y los pulmones. Recordemos que la
respiración tiene que ver sobre todo con la comunicación, el contacto y la
libertad. Fumar es el intento de estimular y satisfacer este afán. El
cigarrillo es el sucedáneo de la auténtica comunicación y la auténtica
libertad. La publicidad de los cigarrillos apunta deliberadamente a estos
deseos de las personas: la libertad del cow–boy, la
superación de alegre compañía: todos estos deseos relacionados con el Yo se
satisfacen con un cigarrillo. Uno hace kilómetros, ¿para qué? Quizá por una
mujer, por un amigo, por la libertad..., o uno sustituye todos estos nobles
fines por un cigarrillo, y el humo del tabaco borra los verdaderos objetivos.
Drogas
El hachís (marihuana) tiene
una temática similar a la del alcohol. El individuo huye de sus problemas y
conflictos a un estado agradable. El hachís les quita las aristas duras a la
vida y suaviza el contorno. Todo es más suave y los desafíos desaparecen.
La cocaína (y estimulantes
similares como «Captagon») tiene el efecto
contrario. Mejora enormemente el rendimiento y, por lo tanto, puede
proporcionar un mayor éxito. Aquí hay que examinar detenidamente el tema «éxito,
rendimiento y reconocimiento», ya que la droga no es más que el medio de
aumentar artificialmente la fuerza creadora. La búsqueda del éxito es siempre
búsqueda de amor. Por ejemplo, en el mundo del espectáculo y del cine está muy
extendido el uso de la cocaína. El ansia de amor es el problema específico de
esta profesión. El artista que se exhibe busca el amor y espera calmar estas
ansias con el favor del público. (¡La circunstancia de que esto no sea posible
hace que, por un lado, constantemente se «supere» y por el otro, se
siente cada vez más desgraciado!) Con o sin estimulante, aquí la adicción se
llama: éxito con el que se pretende calmar el hambre de amor.
La heroína permite dejar
atrás definitivamente los problemas de este mundo.
Las drogas psicodélicas
(LSD, mescalina, hongos, etc.) son distintas de las
citadas hasta ahora. El que consume estas drogas tiene el propósito (más o
menos consciente) de realizar experiencias mentales y trascendentales. Las
drogas psicodélicas tampoco crean hábito en el sentido estricto. No es fácil
determinar si son medios legítimos para abrir nuevas perspectivas a la
conciencia, ya que el problema no se halla en la droga propiamente dicha sino
en la mente del individuo que la utiliza. El ser humano sólo tiene derecho
legítimo a aquello que conquista con su esfuerzo. Por lo tanto, suele ser muy
difícil controlar el nuevo espacio mental que nos abren las drogas y no ser
invadido por él. Cuanto más se adentra uno en el camino de la verdadera
búsqueda, menos necesita de las drogas, desde luego. Todo lo que pueda
conseguirse por medio de las drogas se consigue también sin ellas, sólo que más
despacio. ¡Y la prisa es mal compañero de viaje!
XIV. CÁNCER (TUMORACIÓN MALIGNA)
Para comprender el cáncer
hay que dominar el pensamiento analógico. Tenemos que tomar conciencia de la
circunstancia de que todo lo que nosotros percibimos o definimos como unidad (una
unidad entre unidades) es, por un lado, parte de una unidad mayor y, por otro
lado, está compuesta por otras muchas unidades. Por ejemplo, un bosque (como
unidad definida) es, por un lado, parte de una unidad mayor, «paisaje»,
y, por otro, está compuesto por muchos «árboles» (unidades menores). Lo
mismo puede decirse de «un árbol». Es parte del bosque y, a su vez, se
compone de tronco, raíces y copas. El tronco es al árbol lo que el árbol es al
bosque
o el bosque al paisaje.
Un ser humano es parte de
En esa jerarquía que aún
podría prolongarse hacia uno y otro lado, cada unidad individual (célula,
órgano, individuo) está siempre en conflicto entre la vida propia personal y la
supeditación a los intereses de la unidad superior. Cada organización compleja
(Humanidad, Estado, órgano) se basa para su buen funcionamiento en que la
mayoría de las partes se sometan a la idea común y la sirvan. Normalmente, todo
sistema soporta la separación de algunos de sus miembros sin peligro para la
totalidad. Pero existe un límite y, si éste es superado, el conjunto corre
peligro.
Un Estado puede apartar a
unos cuantos ciudadanos que no trabajen, que tengan un comportamiento
antisocial o que combatan al Estado. Pero, cuando este grupo que no se
identifica con los objetivos del Estado crece y alcanza una magnitud
determinada, constituye un peligro para el todo y, si llega a conseguir la
superioridad, puede poner en peligro la existencia del todo. Desde luego, el
Estado tratará durante mucho tiempo de protegerse contra este crecimiento y de
defender su propia existencia, pero cuando estos intentos fracasen su caída es
segura. La mejor política consiste en atraer a los grupitos de ciudadanos
disidentes a los objetivos del bien común, proporcionándoles buenos incentivos.
A la larga, la represión violenta o la expulsión casi nunca tienen éxito sino
que favorecen el caos. Desde el punto de vista del Estado, las fuerzas
opositoras son enemigos peligrosos que no tienen más objetivo que destruir el
orden y propagar el caos.
Esta visión es correcta,
pero sólo desde este punto de vista. Si preguntáramos a los insurgentes oiríamos
otros argumentos no menos correctos, desde su punto de vista. Lo cierto es que
ellos no se identifican con los objetivos y conceptos de su Estado sino que
propugnan sus propias ideas e intereses que quieren ver realizados. El Estado
quiere obediencia y los grupos quieren libertad para realizar sus propias
ideas. Se puede comprender a unos y otros, pero no es fácil dar gusto a ambos
al mismo tiempo sin hacer sacrificios.
No se trata aquí de
desarrollar teorías ni de exponer creencias sociopolíticas sino de describir el
proceso del cáncer en otro plano, a fin de ensanchar un poco el ángulo desde el
que suele contemplarse. El cáncer no es un hecho aislado que se presenta
únicamente bajo las formas así denominadas sino un
proceso muy diferenciado e inteligente que debería ocupar a los seres humanos
en todos los planos. En casi todas las demás enfermedades sentimos cómo el
cuerpo combate, con las medidas adecuadas, una anomalía que amenaza una
función. Si lo consigue, hablamos de curación (que puede ser completa o no). Si
no lo consigue y sucumbe en el intento, es la muerte.
Pero con el cáncer
experimentamos algo totalmente distinto: el cuerpo ve cómo sus células, cada
vez en mayor número, alteran su comportamiento y, mediante una activa división,
inician un proceso que en sí no conduce a ningún fin y que únicamente encuentra
sus límites en el agotamiento del huésped (terreno nutricio). La célula
cancerosa no es, como por ejemplo los bacilos, los virus o las toxinas, algo
que viene de fuera a atacar el organismo sino que es una célula que hasta ahora
realizaba su actividad al servicio de su órgano y, por consiguiente, al
servicio del organismo en su conjunto, a fin de que éste tuviera las mejores
posibilidades de supervivencia. Pero, de pronto, la célula cambia de opinión y
deja de identificarse con la comunidad. Empieza a desarrollar objetivos propios
y a perseguirlos con ahínco. Da por terminada la actividad al servicio de un
órgano determinado y pone por encima de todo la propia multiplicación. Ya no se
comporta como miembro de un ser multicelular sino que retrocede a una etapa
anterior de vida unicelular. Se da de baja de su asociación celular y con una
multiplicación caótica, se extiende rápida e implacablemente, cruzando todas
las fronteras morfológicas (infiltración) y estableciendo puestos estratégicos
(metástasis). Utiliza la comunidad celular, de la que se ha desprendido, para
su propia alimentación. El crecimiento y multiplicación de las células
cancerosas es tan rápido que a veces los vasos sanguíneos no dan abasto para
alimentarlas. En tal caso, las células cancerosas prescinden de la oxigenación
y pasan a la forma de vida más primitiva de la fermentación. La respiración
depende de la comunidad (intercambio) mientras que la fermentación puede realizarla
cada célula por sí sola.
Esta triunfal proliferación
de las células cancerosas termina cuando ha consumido literalmente a la persona
a la que ha convertido en su suelo nutricio. Llega un momento en el que la
célula cancerosa sucumbe a los problemas de abastecimiento. Hasta este momento,
prospera.
Queda la pregunta de por
qué la que fuera excelente célula hace todas estas cosas. Su motivación debería
ser fácil de explicar. En su calidad de miembro obediente del individuo
multicelular sólo tenía que realizar una actividad prescrita que era útil al
multicelular para su supervivencia. Era una de tantas células que tenía que
realizar un trabajo poco atractivo «por cuenta ajena». Y lo hizo durante mucho
tiempo. Pero, en un momento dado el organismo perdió su atractivo como marco
para el propio desarrollo de la célula. Un unicelular es libre e independiente,
puede hacer lo que quiera, y con su facultad de multiplicación, puede hacerse
inmortal. En su calidad de miembro de un organismo multicelular, la célula era
mortal y esclava. ¿Tan raro es que la célula recuerde su libertad de antaño y
regrese a la existencia unicelular, a fin de conquistar por sí misma la
inmortalidad? Somete a la comunidad a sus propios intereses y, con implacable
perseverancia, empieza a labrarse un futuro de libertad.
Es un proceso próspero cuyo
defecto no se descubre hasta que ya es tarde, es decir, cuando uno se da cuenta
de que el sacrificio del otro y su utilización como tierra nutricia acarrea
también la propia muerte. El comportamiento de la célula cancerosa es
satisfactorio únicamente mientras vive el casero, su final significa también el
fin del desarrollo del cáncer.
Aquí reside el pequeño pero
trascendental error en el concepto de la realización de la libertad y la
inmortalidad. Uno se retira de la antigua comunidad y no se da cuenta de que la
necesita hasta que ya es tarde. Al ser humano no le hace gracia dar su vida por
la vida de la célula cancerosa, pero la célula del cuerpo tampoco daba su vida
con gusto por el ser humano. La célula cancerosa tiene argumentos tan buenos
como los del ser humano, sólo que su punto de vista es otro. Ambos quieren
vivir y hacer realidad sus ansias de libertad. Ambos están dispuestos a
sacrificar al otro para conseguirlo. En el «ejemplo del Estado» ocurría algo
parecido. El Estado quiere vivir y hacer realidad su ideología, un par de
disidentes también quieren vivir y hacer realidad sus ideas. En un principio,
el Estado trata de eliminar a los disidentes. Si no lo consigue, los
revolucionarios sacrifican al Estado. Ninguna de las partes tiene piedad. El
individuo extirpa, irradia y envenena las células cancerosas mientras puede,
pero si ganan ellas aniquilan al cuerpo. Es el eterno conflicto de
Aquí está la clave del
cáncer. No es casualidad que prolifere tanto en nuestra época ni que se le
combata con tanto empeño y tan poco éxito. (¡Las investigaciones del oncólogo
norteamericano Hardin B. Jones indican que la esperanza de vida de los
pacientes no tratados parece mayor que la de los pacientes tratados!) La
enfermedad del cáncer es expresión de nuestra época y de nuestra ideología
colectiva. Experimentamos en nosotros como cáncer sólo aquello que nosotros
mismos vivimos. Nuestra época está caracterizada por la expansión implacable y
la persecución de los propios intereses. En la vida política, económica, «religiosa»
y privada, el ser humano trata de extender sus propios objetivos e intereses
sin miramientos sobre las fronteras (morfología), establecer puestos
estratégicos para favorecer sus intereses (metástasis) y hacer prevalecer
exclusivamente sus ideas y objetivos utilizando a todos los demás en beneficio
propio (parasitismo).
Todos argumentamos como la
célula cancerosa. Nuestro crecimiento es tan rápido que también nosotros
tenemos problemas de abastecimiento. Nuestros sistemas de comunicación se
extienden por todo el mundo, pero a veces falla la comunicación con nuestro
vecino o con nuestra pareja. El ser humano tiene tiempo libre, pero no sabe qué
hacer con él. Producimos alimentos y luego los destruimos, para manipular los
precios. Podemos dar la vuelta al mundo cómodamente, pero no nos conocemos a
nosotros mismos. La filosofía de nuestro tiempo no conoce otro objetivo que el
crecimiento y el progreso. El ser humano trabaja, experimenta, investiga, ¿para
qué? ¡Por el progreso! ¿Qué objetivo tiene el progreso? ¡Más progreso!
¿De dónde sacan los hombres
que así se comportan el valor y la desfachatez para quejarse del cáncer? ¡Si no
es más que nuestro espejo! Él nos muestra nuestra conducta, nuestros argumentos
y también el final del camino.
No hay que vencer el
cáncer, sólo hay que comprenderlo, para poder comprendernos a nosotros mismos.
¡Pero los seres humanos siempre tratan de romper el espejo cuando no les gusta
su cara! Los seres humanos tienen cáncer porque son cáncer.
El cáncer es nuestra gran
oportunidad para ver en él nuestros vicios mentales y equivocaciones. Por lo
tanto intentemos descubrir los puntos débiles de ese concepto que tanto el
cáncer como nosotros utilizamos como ideología. En última instancia, el cáncer
naufraga por la polarización «Yo o la comunidad». Él sólo ve esta
disyuntiva y se decide por la propia supervivencia, independiente del entorno
para comprender demasiado tarde que él depende del entorno. Le falta la
conciencia de una unidad mayor y más completa. Él sólo ve la unidad en su
propia limitación. Esta falta de comprensión de la unidad es algo que las
personas tienen en común con el cáncer. También el individuo se limita en su
propia mente, marcando ante todo la división entre Yo y Tú. Se piensa en «unidades»
sin advertir que es un concepto aberrante. La unidad es la suma de todo lo que
es y no conoce nada fuera de sí. Si se divide la unidad, se forma la
multiplicidad, pero esta multiplicidad sigue siendo, a fin de cuentas, parte
integrante de la unidad.
Cuanto más se aísla un ego más pierde
la conciencia del todo de que él sólo es una parte. El ego concibe la ilusi6n
de poder hacer algo «por sí solo». Pero el verdadero aislamiento del resto del
universo no existe. Es algo que sólo puede imaginar nuestro Yo. En la medida en
que el Yo se aísla, el ser humano pierde la «religión», la trabazón con
el principio del Ser. Después el Ego trata de satisfacer sus necesidades y nos
traza el camino a seguir. Al Yo le resulta grato todo aquello que favorece la
separación, que sirve a la diferenciación, porque con cada acentuación de los
límites se percibe más claramente a sí mismo. El Ego sólo tiene miedo de la
unión con el todo, porque eso presupone su muerte. El Ego defiende su
existencia con ahínco, con inteligencia y buenos argumentos, utilizando las
teorías más sacrosantas y los prop6sitos más nobles, cualquier cosa con tal de
sobrevivir.
Y así se crean objetivos
que no son tales objetivos. El progreso como objetivo es absurdo, ya que no
tiene punto final. Un objetivo auténtico sólo puede consistir en una
transformación del estado anterior, pero no en la simple continuación de algo
que ya existe. Nosotros, los humanos, estamos en la polaridad, ¿de qué nos
sirve un objetivo que sólo sea polar? Ahora bien, si el objetivo es la «unidad»,
ello significa una cualidad del Ser totalmente diferente de la que
experimentamos en la polaridad. Al individuo que está en la cárcel no se le
motiva proponiéndole otra cárcel, aunque ésta sea un poco más cómoda; pero la
libertad es un paso cualitativamente mucho más importante. Ahora bien, el
objetivo de la «unidad» sólo puede alcanzarse sacrificando el Yo, porque
mientras haya un Yo habrá un Tú y seguiremos en la polaridad. Para «renacer
en espíritu» antes hay que morir y esta muerte afecta al Yo. Rumi, el
místico islámico, condensa graciosamente el tema en este cuento:
«Un hombre llamó a la
puerta de la amada. Una voz preguntó: "¿Quién es?" "Soy
yo", respondió él. Y la voz dijo: "Aquí no hay sitio suficiente para
mí y para ti" Y la puerta siguió cerrada. Al cabo de un año de soledad y
añoranza, el hombre volvió a llamar a la puerta. Una voz preguntó desde dentro:
"¿Quién es?" "Eres tú", respondió el hombre. Y la puerta se
abrió.»
Mientras nuestro Yo luche
por la vida eterna, seguiremos fracasando como la célula del cáncer. La célula
del cáncer se diferencia de la célula corporal por la sobrevaloración de su
Ego. En la célula, el núcleo hace las veces de cerebro. En la célula cancerosa,
el núcleo adquiere más y más importancia y, por lo tanto, aumenta de tamaño (el
cáncer se diagnostica también por la alteración morfológica del núcleo de la
célula). Esta alteración del núcleo equivale a la hiperacentuación
del pensamiento cerebral egocéntrico que marca nuestra época. La célula
cancerosa busca su vida eterna en la proliferación y expansión material. Ni el
cáncer ni el ser humano han comprendido todavía que buscan en la materia algo
que no está ahí, la vida. Se confunde el contenido con la forma y con la
multiplicación de la forma, se trata de conseguir el codiciado contenido. Pero
ya Jesús advirtió: «El que quiera conservar la vida la perderá.»
Por lo tanto, todas las
escuelas iniciáticas enseñan desde tiempo inmemorial
el camino opuesto: sacrificar la forma para recibir el contenido o, en otras
palabras: el Yo debe morir para que podamos volver a nacer en el Ser. Desde
luego el Ser no es mi ser, sino el Ser. Es el punto central que está en todo.
El Ser no posee un ser diferenciado, puesto que abarca todo lo que es. Y por
fin aquí huelga la pregunta: «¿Yo o los
otros?» El ser no reconoce a otro, porque es todo uno. Este objetivo,
naturalmente, resulta peligroso para el Ego y poco atractivo. Por ello no
debemos admirarnos que el Ego haga todo lo que puede por cambiar este objetivo
de la unión con el todo por el objetivo de un Ego grande, fuerte, sabio e
iluminado. La mayoría de los peregrinos, tanto los que siguen el camino
esotérico como los que eligen el religioso, fracasan porque tratan de alcanzar
con su Yo el objetivo de la salvación o la iluminación. Muy pocos son los que
comprenden que su Yo, con el que aún se identifican, nunca puede ser iluminado
ni redimido.
El objetivo supremo exige siempre
Sacrificio del Yo,
El vicio mental reside en
la diferenciación entre Yo y Tú. Así se crea la ilusión de que uno puede
sobrevivir como Yo sacrificando al Tú y utilizándolo como suelo nutricio. En
realidad, la suerte del Yo y del Tú, de
El cáncer no muestra amor vivido, el cáncer es amor
pervertido:
El amor salva todas las fronteras y barreras.
En el amor se unen y funden los opuestos.
El amor es la unión con todo, se hace extensivo a todo y no se detiene ante
nada.
El amor no teme la muerte, porque el amor es vida.
El que no vive este amor en su conciencia corre peligro de que su amor pase a
lo corporal y trate de
imponer ahí sus leyes en forma de cáncer.
También la célula cancerosa salva todas las fronteras y barreras. El cáncer
pasa por alto la individualidad
de los órganos.
También el cáncer se extiende por todas partes y no se detiene ante nada
(metástasis).
Tampoco las células cancerosas temen a la muerte.
El cáncer es amor en el
plano equivocado. La perfección y la unión sólo pueden realizarse en el
espíritu y no en la materia, porque la materia es la sombra del espíritu.
Dentro del mundo transitorio de las formas, el ser humano no puede realizar lo
que pertenece a un plano imperecedero. A pesar de todos los esfuerzos de los
que aspiran a mejorar el mundo, nunca existirá un mundo perfectamente sano, sin
conflictos ni problemas, sin fricciones ni disputas. Nunca existirá el ser
humano completamente sano, sin enfermedad ni muerte, nunca existirá el amor que
todo lo abarca, porque el mundo de las formas vive de las fronteras. Pero todos
los objetivos pueden realizarse —por todos y en todo momento— por el que
descubre la falsedad de las formas y en su conciencia es libre. En el mundo
polar, el amor conduce a la esclavitud: en la unidad, es libertad. El cáncer es
el síntoma de un amor mal entendido. El cáncer sólo respeta el símbolo del amor
verdadero. El símbolo del amor verdadero es el corazón. ¡El corazón es el único
órgano que no es atacado por el cáncer!
XV. EL SIDA
Desde la publicación de
este libro, en el año 1983, un nuevo síntoma ha surgido con ímpetu situándose
en el centro del interés público y probablemente —a juzgar por los indicios—
permanecerá de actualidad durante mucho tiempo. Cuatro iniciales simbolizan la
nueva plaga: SIDA, Síndrome de Inmuno–Deficiencia
Adquirida. El causante material es el virus HTLV-III/LAV, un agente
minúsculo muy sensible que sólo puede vivir en un medio muy específico, por lo
cual, para la transmisión de este virus, tienen que pasar al sistema
circulatorio de otra persona células de sangre fresca o esperma. Fuera del
organismo humano, el agente muere.
Son reserva natural del
virus del SIDA ciertas especies de monos del África Central (especialmente el
macaco verde). Fue descubierto a finales de los años setenta en un drogadicto
de Nueva York. Por la utilización común de agujas hipodérmicas, el virus se
extendió primeramente entre los toxicómanos y pasó después a los homosexuales
donde siguió extendiéndose por el contacto sexual. Actualmente, entre los
grupos de riesgo, los homosexuales ocupan el primer lugar, debido a que la
relación anal practicada preferentemente suele producir pequeñas heridas de la
sensible mucosa del intestino recto. Ello permite a los espermas que contengan
el virus pasar a la sangre (la mucosa vaginal es más resistente a las heridas).
El SIDA apareció en el
momento en que los homosexuales habían mejorado y legitimadoconsiderablemente
su status en América. Después se ha sabido que en el África Central el SIDA no
está menos extendido entre los heterosexuales, pero en Europa y América los
homosexuales son la tierra de cultivo de la epidemia. Actualmente, la libertad
sexual está seriamente amenazada por el SIDA: unos lo lamentan y otros ven en
ello el justo castigo de Dios. Lo cierto es que el SIDA se ha convertido en un
problema de la colectividad: El SIDA no es cosa de unos cuantos sino de todos.
Por consiguiente, tanto a nosotros como a la editorial nos pareció oportuno
agregar al libro este capítulo sobre el SIDA, en el que tratamos de esclarecer
el fondo de la sintomatología del SIDA.
Al examinar los síntomas
del SIDA llaman la atención cuatro puntos:
1. El SIDA
provoca la destrucción de las defensas del cuerpo, es decir, que ataca la
capacidad del cuerpo a aislarse y defenderse de los agentes del exterior. Este
daño irreparable causado a las defensas inmunológicas expone a los enfermos del
SIDA a las infecciones (y a ciertos tipos de SIDA) que no son una amenaza para
las personas con las defensas intactas.
2. Dado que el
virus HTLV-III/LAV tiene un período de incubación larguísimo (entre el momento
de la infección y el de la manifestación de los síntomas pueden transcurrir
varios años), el SIDA tiene un carácter inquietante. Si descontamos la
posibilidad del test (el test Elisa) uno no puede saber cuántas personas puede
haber infectadas por el SIDA, ni si lo está uno. Por lo tanto el SIDA es un
adversario invisible, muy difícil de combatir.
3. Puesto que el
SIDA sólo puede contraerse por contagio a través de la sangre y el semen, no se
trata de un problema personal y particular, sino que revela con elocuencia
nuestra dependencia de los demás.
4. Finalmente, en
el SIDA la sexualidad es factor primordial ya que es prácticamente la única vía
de contagio, aparte de las otras dos posibilidades —utilización de agujas de
inyección usadas y transfusión de sangre afectada— relativamente fáciles de
eliminar. Con ello, el SIDA ha alcanzado categoría de «enfermedad de
transmisión sexual» y la sexualidad tiene connotaciones angustiosas.
Hemos llegado al
convencimiento de que el SIDA como peligro colectivo es la continuación lógica
del problema que se manifiesta en el cáncer. El cáncer y el SIDA tienen mucho
en común, por lo que cabe reunirlos bajo el epígrafe común de «El amor
enfermo». Para entender lo que queremos decir con ello será necesario
referirnos brevemente al tema «amor» y a lo dicho en capítulos
anteriores (pág. 54). En el Capítulo IV de
El sacrificio que impone el
amor tiene una larga y rica tradición en la poesía, la mitología y la religión;
nuestra cultura lo conoce en la figura de Jesús que, por amor a
Hecha esta distinción, en
seguida comprenderemos que en nuestro tiempo y en nuestra cultura tenemos un
gran problema con el «amor». El amor apunta, en primer lugar, al alma del otro,
no a su cuerpo; la sexualidad desea el cuerpo del otro. Ambos tienen su
justificación; lo peligroso —en esto como en todo— es la unilateralidad. La
vida es equilibrio, es compensación entre Yin y Yang, Abajo y Arriba, Izquierda
y Derecha.
Referido a nuestro tema,
esto significa que la sexualidad tiene que equilibrarse con el amor ya que, de
lo contrario, nos quedamos en la unilateralidad, y toda unilateralidad es
«mala», es decir, insana, enfermiza. Ya casi no nos damos cuenta de la fuerza
con la que en nuestro tiempo se subraya el Ego y se marcan los límites de la
personalidad, ya que este tipo de individualización ha llegado a hacerse
perfectamente natural. Si nos paramos a pensar en el valor que hoy en día tiene
el nombre en la industria, la publicidad y el arte y lo comparamos tiempos
pasados en los que la mayoría de los artistas quedaron en el anonimato,
comprenderemos con claridad lo que queremos decir con la acentuación del Ego.
Esta evolución se muestra también en otros campos de la vida, por ejemplo en la
transformación de la gran familia en pequeña familia y en la más moderna forma
de vida, la del «soltero». Hoy día, el apartamento de una habitación es
expresión de nuestro creciente aislamiento y soledad.
El individuo moderno trata
de contrarrestar esta tendencia por dos medios: la comunicación y la
sexualidad. El desarrollo de los medios de comunicación se ha disparado:
Prensa, radio, TV, teléfono, ordenador, télex, etc.,
todos estamos conectados electrónicamente. Primeramente, la comunicación
electrónica no resuelve el problema de la soledad y el aislamiento; en segundo
lugar, el desarrollo de los modernos sistemas electrónicos muestra claramente a
los seres humanos la futilidad y la imposibilidad de aislarse realmente, de
guardar algo en secreto para sí o reivindicar un ego. (¡Cuanto más avanza la
electrónica, más difíciles e inútiles se hacen el secreto, la protección de
datos y los copyrights!)
La otra fórmula mágica es
libertad sexual: cualquiera puede «establecer contacto» con quien le
apetezca y, no obstante, permanecer espiritualmente intacto. No es, pues, de
extrañar que se pongan los nuevos medios de comunicación al servicio de la
sexualidad: desde los anuncios en
El amor, por el contrario,
significa el verdadero encuentro con otra persona; pero el encuentro «con el
otro» es siempre un proceso que genera ansiedad, porque exige que uno se
cuestione la propia manera de ser. El encuentro con otra persona es siempre
encuentro con la propia sombra. Por esto es tan difícil la convivencia. El amor
tiene más de trabajo que de placer. El amor pone en peligro la frontera del ego
y exige apertura. La sexualidad es un estupendo complemento del amor, para
abrir fronteras y experimentar la unión en lo corporal. Pero, si se excluye el
amor, la sexualidad por sí sola no puede cumplir esta función.
Nuestra época, ya lo hemos dicho,
es egocéntrica en grado superlativo y tiene aversión a todo lo que apunta a la
superación de la polaridad. Y nosotros, forzando el énfasis en la sexualidad,
tratamos de ocultar y compensar la incapacidad para el amor: nuestro tiempo
está sexualizado pero falto de amor. El amor pasa a
la sombra. Es un problema de nuestro tiempo y de toda nuestra cultura
occidental, un problema colectivo.
Desde luego, el problema
incide especialmente en los homosexuales. Aquí no se trata de discutir las
diferencias que existen entre homosexualidad y heterosexualidad sino de
resaltar la clara tendencia observada entre los homosexuales hacia una
disminución de las relaciones estables con una pareja única, y un aumento de la
promiscuidad: no es excepcional que, en un solo fin de semana, se establezca
contacto sexual con diez y hasta con veinte personas. Cierto, la tendencia y la
problemática que acarrea es la misma para homosexuales y para heterosexuales,
pero entre éstos está menos acentuada y generalizada. Cuanto más se disocia el
amor de la sexualidad y se busca sólo el placer propio, más se disipan los
estímulos sexuales. Ello exige una escalada del estímulo que tiene que ser cada
vez más original y refinado, y el recurso a prácticas sexuales extremas que
denotan claramente lo poco que cuenta la pareja, que es degradada a la
condición de simple estímulo.
Suponemos que estas
esquemáticas observaciones pueden servir de punto de partida para comprender el
cuadro del SIDA.
Si el amor ya no es vivido
interiormente como encuentro e intercambio espiritual entre dos personas, pasa
a la sombra y, en última instancia, al cuerpo. El amor es enemigo de fronteras e insta a la apertura y
la unión con lo que viene de fuera. La destrucción de las defensas que provoca
el SIDA refleja claramente este principio. Las defensas del organismo protegen
la necesaria frontera corporal, pues toda forma exige un límite y, por
consiguiente, un ego. El enfermo de SIDA vive en el plano corporal el amor, la
apertura, la accesibilidad y la vulnerabilidad que rehuyó por miedo en el plano
espiritual.
La temática del SIDA es muy parecida a la del cáncer, por
lo que catalogamos ambos síntomas con el mismo epígrafe de «amor enfermo».
Pero existe una diferencia: el cáncer es más «personal» que el SIDA, es
decir, que el cáncer afecta al paciente individualmente, no se contagia. El SIDA, por el contrario,
nos hace comprender que no estamos solos en el mundo, que cada
individualización es una ilusión y que el ego es, a fin de cuentas, una
aberración. El SIDA nos hace sentir que somos parte de una comunidad, parte de
un gran todo y que, corno parte, somos responsables del todo. El paciente del
SIDA siente de modo fulminante el peso de esta responsabilidad y debe decidir
lo que va a hacer en adelante. El SIDA impone responsabilidad, precaución y
consideración hacia los demás, cualidades de las que hasta el momento anduvo
escaso el paciente del SIDA.
Por otra parte, el SIDA
exige la total renuncia a la agresividad en la sexualidad, ya que, si hay
sangre, la pareja se contagia. El uso del condón (y guantes de goma)
reconstruye artificialmente la «frontera» que el SIDA había derribado en el
plano corporal. Con el abandono de la sexualidad agresiva, el paciente tiene la
posibilidad de adquirir ternura y delicadeza como forma de relación y, además,
el SIDA lo pone en contacto con los temas soslayados de debilidad, indefensión,
pasividad, en suma, con el mundo del sentimiento.
Es evidente que los aspectos que
el SIDA obliga a replegar (agresividad, sangre, desconsideración...) se hallan
situados en la polaridad masculina (Yang) mientras que los que obliga a
cultivar corresponden a la polaridad femenina (Yin) (debilidad, indefensión,
delicadeza, ternura, consideración). No es de extrañar, pues, que el SIDA tenga
tanta incidencia entre los homosexuales, puesto que el homosexual rehuye el debate con lo femenino (¡por más que el
homosexual asuma tan ostensiblemente la feminidad en su manera de actuar, ya que
este comportamiento en sí es síntoma!).
Los mayores grupos de riesgo del SIDA son los formados
por drogadictos y homosexuales. Son, en general, grupos automarginados que
suelen rechazar e, incluso, odiar al resto de la sociedad y que, a su vez,
suscitan repulsa y aversión. El SIDA enseña al cuerpo a renunciar al odio: al
destruir las defensas, implanta el amor indiscriminado.
El SIDA enfrenta a
El SIDA tiene una relación
simbólica (y, por consiguiente, temporal) con el peligro de la radiactividad.
Después de que «el hombre moderno», a costa de tantos esfuerzos, se
liberara de todos «los mundos invisibles, intangibles, de números y
desconocidos», ahora los mundos declarados «inexistentes» contraatacan;
devuelven al hombre al miedo primitivo, tarea que en los viejos tiempos
incumbía a demonios, espíritus, dioses coléricos y monstruos del reino de lo
invisible.
Es sabido que la fuerza
sexual es una fuerza misteriosa e inquietante que tiene la facultad de separar
y de unir, según el plano en el que actúe. Desde luego, no se trata de condenar
y reprimir nuevamente la sexualidad, pero sí de dotar a una sexualidad
entendida de forma puramente física de una «apertura espiritual» llamada,
sencillamente, «amor»
En resumen:
Sexualidad y amor son los
dos polos de un tema llamado «unión de contrarios».
La sexualidad se refiere al
cuerpo y el amor al alma del otro.
La sexualidad y el amor deben
estar en equilibrio.
El encuentro psíquico
(amor) se considera peligroso y angustioso, ya que atenta contra las fronteras
del Yo. El énfasis en la sexualidad corporal hace que el amor pase a la sombra.
En estos casos, la sexualidad tiende a hacerse agresiva e hiriente (en lugar de
atacar la frontera psíquica del Yo se atacan las fronteras corporales y corre
la sangre).
El SIDA es la fase terminal
de un amor que ha descendido a la sombra. El SIDA derriba en el cuerpo las
fronteras del Yo y hace experimentar al cuerpo el miedo al amor que fuera
rehuido en el plano psíquico.
Por lo tanto, en
definitiva, también la muerte no es sino la forma de expresión corporal del
amor, ya que realiza la entrega total y la renuncia al aislamiento del Yo
(véase el cristianismo). Ahora bien, la muerte no es más que el principio de
una transformación, el comienzo de una metamorfosis.
XVI. ¿QUÉ SE PUEDE HACER?
Después de tantas reflexiones y
consideraciones dirigidas a comprender el mensaje de los síntomas, el enfermo se
pregunta: «Y ahora que ya sé todas estas cosas, ¿qué tengo que hacer para
curarme?» Nuestra respuesta es siempre la misma: «¡Abrir
los ojos!» Esta invitación en un principio, suele considerarse trivial,
simplista e inoperante. Y es que uno quiere hacer algo, quiere cambiar, actuar
de otro modo. ¿Y qué se cambia con «abrir los ojos»? Nuestro constante
afán de «cambio» es uno de los mayores peligros que acechan en el
camino. En realidad, no hay nada que cambiar, excepto nuestra visión. Por eso
nuestro consejo se reduce a «abrir los ojos».
En este mundo, el ser
humano no puede hacer más que aprender a ver, aunque, desde luego, es lo más
difícil. La evolución se funda únicamente en la modificación de la visión:
todas las funciones externas son mera expresión de la nueva visión. Comparemos,
por ejemplo, el actual estado de desarrollo de la técnica con el de
Por mucho que les duela a los que
se empeñan en mejorar el mundo, en este mundo no hay nada que mejorar ni que
cambiar, más que la propia visión. Los más complicados problemas se reducen, en
última instancia a la vieja fórmula de ¡conócete a ti mismo!. Esto, en realidad, es tan
difícil y tan arduo que continuamente tratamos de desarrollar complicadas teorías
y sistemas a fin de conocer y cambiar a nuestros semejantes, nuestras
circunstancias y nuestro entorno. Después de tantos afanes, es irritante que
las ampulosas teorías, sistemas y elucubraciones, sean barridos de la mesa y
sustituidos por un simple «conócete a ti mismo». Ahora bien, el concepto puede
parecer simple pero su puesto en práctica no lo es.
Jean Gebser
escribe: «El necesario cambio del
mundo y de
Pero mejorarse a sí mismo no es
sino aprender a verse tal como uno es. Reconocerse a sí mismo no significa
conocer su Yo. El Yo es al Ser lo que un vaso de agua es al océano. Nuestro Yo
nos enferma, el Ser está sano. El camino de la salud es el camino que va del Yo
al Ser, de la cárcel a la libertad, de la polaridad a la unidad. Cuando un
síntoma determinado me indica lo que (entre otras cosas) me falta para alcanzar
la unidad, tengo que aprender a ver esta carencia y asumirla conscientemente.
Con nuestras interpretaciones pretendemos conducir la mirada hacia aquello que
siempre pasamos por alto. Cada uno lo ve, bastará con que no lo pierda de vista
y lo mire con más y más atención. Sólo una observación constante y atenta vence
las resistencias y hace crecer ese amor que es necesario para asumir lo
observado. Para ver la sombra hay que iluminarla.
Errónea —pero frecuente— es
la reacción de querer librarse lo antes posible del principio que el síntoma
revela. Así el que al fin descubre su agresividad subconsciente se pregunta con
horror: «¿Y qué hago yo ahora para librarme de esta
terrible agresividad?» La respuesta es: «Nada. ¡Disfrútala!» Es
precisamente este «no querer tener» lo que provoca la formación de la
sombra y nos pone enfermos: ver la agresividad nos sana. Quien lo considere
peligroso olvida que no por mirar hacia otro lado vamos a hacer desaparecer un
principio.
El principio peligroso no existe,
sólo es peligrosa la fuerza desequilibrada. Cada principio es neutralizado por
su polo opuesto. Aislado, todo principio es peligroso. El calor solo es tan
malo para la vida como el frío solo. La mansedumbre aislada no es más noble que
la intemperancia aislada. Sólo en el equilibrio de las fuerzas está la paz. La
gran diferencia entre «el mundo» y «los sabios» consiste en que
el mundo siempre trata de hacer realidad un polo, mientras que los sabios
prefieren el justo medio entre los dos polos. El que llega a comprender que el ser
humano es un microcosmos, poco a poco pierde el miedo a ver en sí todos los
principios.
Si en un síntoma descubrimos un principio que nos falta, basta con
aprender a querer el síntoma ya que él hace realidad lo que nos falta. El que
espera con impaciencia la desaparición del síntoma no ha comprendido el
concepto. El síntoma expresa el principio que está en la sombra: si nosotros
aceptamos el principio, mal podemos rechazar el síntoma. Aquí está la clave. La
aceptación del síntoma lo hace superfluo. La resistencia provoca mayor presión.
El síntoma desaparece rápidamente cuando al paciente se le ha hecho
indiferente. La indiferencia indica que el paciente acepta la validez del
principio manifestado en el síntoma. Y esto se consigue sólo con «abrir los
ojos».
Para evitar malas
interpretaciones, repetiremos una vez más que nosotros hablamos del plano
esencial de la enfermedad y en ningún caso pretendemos prescribir el
comportamiento a observar en el plano funcional. El examen de la esencia del
síntoma no tiene por qué excluir determinadas medidas funcionales. Nuestra
explicación de la polaridad ya debe de haber dejado claro que nosotros, en cada
caso, evitamos las disyuntivas y no excluimos ninguna opción. Por ejemplo, ante
una perforación de estómago, nuestro planteamiento no será: «¿Operamos
o explicamos?» Lo uno no excluye lo otro sino que le da sentido. Pero la
simple operación pronto perderá todo sentido si el paciente no lo capta, como
la explicación pierde también todo sentido si el paciente se muere. Por otra
parte, no hay que olvidar que la gran mayoría de los síntomas no presentan
peligro de muerte y, por lo tanto, la cuestión de las medidas funcionales a
adoptar no se plantea con tanta urgencia.
Las medidas funcionales,
sean eficaces o no, nunca afectan al tema de la «curación». La curación
sólo puede realizarse en la mente. En cada caso queda en el aire la duda de si
un paciente llega a conseguir ser sincero consigo mismo. La experiencia nos ha
hecho escépticos. Incluso personas que han dedicado la vida al trabajo
intelectual suelen tener una sorprendente ceguera ante sí mismos. Ésta es,
pues, la medida en que cada cual podrá beneficiarse de las interpretaciones de
este libro. En muchos casos, será necesario someterse a procesos más enérgicos
e incisivos para descubrir lo que uno no quiso ver. Estos procesos para vencer
la propia ceguera se llama hoy psicoterapia.
Nos parece necesario
desterrar el viejo prejuicio de que la psicoterapia es un método para tratar
síntomas psíquicos o a las personas que sufren trastornos mentales. Quizás esta
idea pueda aplicarse a los métodos orientados a los síntomas (como el
conductismo o terapia del comportamiento) pero no a la psicoterapia profunda ni
a los sistemas transpersonales. Desde que empezó a practicarse el
psicoanálisis, la psicoterapia está orientada al autoconocimiento y toma de
conciencia de elementos inconscientes. Para la psicoterapia, no existe el
individuo «tan sano» que no necesite urgentemente tratamiento psíquico. El terapeuta de la forma Erving Polster escribió: «La
terapia es muy valiosa como para reservarla sólo a los enfermos.» La misma
opinión la formulamos nosotros, tal vez con un poco más de contundencia al
decir: «El ser humano en sí está enfermo.»
El único sentido comprensible de
nuestra encarnación es la toma de conciencia. Asombra lo poco que la gente se
preocupa del único tema importante de su vida. No carece de ironía que se
derrochen tantos cuidados y atenciones en el cuerpo, a pesar de que es sabido
que un día ha de ser pasto de los gusanos. Y también está bastante claro que un
día uno tiene que dejarlo todo (familia, dinero, casa, nombre). Lo único que
perdura más allá de la tumba es la conciencia y es lo que menos preocupa. Tomar
conciencia es el objetivo de nuestra existencia y sólo a este objetivo sirve
todo el universo.
En todas las épocas, los
seres humanos han tratado de desarrollar los medios para recorrer el arduo
camino de tomar conciencia y encontrarse a sí mismos. Llámese yoga, zen, sufismo, cábala, magia o como quiera, el método y las
prácticas son diferentes, pero el objetivo es el mismo: el perfeccionamiento y
liberación del ser humano. Los últimos de la serie, la psicología y la
psicoterapia, han nacido de la filosofía occidental y cientificista. En un principio, cegada por la arrogancia y
el atolondramiento de la juventud, la psicología no supo ver que estaba
empezando a estudiar algo que, con otro nombre, ya se conocía desde hacía
tiempo. Pero, puesto que toda criatura tiene que aprender por sí misma, también
la psicología hubo de acumular experiencia hasta que, lentamente, enderezó sus
pasos por la vía común de todas las grandes doctrinas del alma humana.
Los pioneros del movimiento
de integración son los propios psicoterapeutas, pues la consulta diaria corrige
los prejuicios teóricos mucho más deprisa que la estadística y los ensayos. Así
hoy, en la aplicación de la psicoterapia, observamos la confluencia de ideas y
métodos de todas las culturas, signos y épocas. En todas partes se busca una
nueva síntesis de las antiguas experiencias en el camino de la toma de
conciencia. Que en procesos tan entusiastas se produzca también mucho material
de desecho no debe desanimarnos.
La psicoterapia es el medio por
el que hoy en día más y más personas ensanchan la mente y aprenden a conocerse
a sí mismas. La psicoterapia no produce iluminados, pero esto es algo que
ninguna técnica pretende. El verdadero camino es largo y arduo y sólo accesible
a unos pocos. Pero cada paso que se da en la dirección de ampliar la conciencia
es un progreso y sirve al desarrollo. Por lo tanto, por un lado, no hay que
poner en la psicoterapia unas esperanzas exageradas, pero por otro lado hay que
ver que hoy en día es uno de los mejores medios a los que recurrir para
hacernos más conscientes y más sinceros.
Al hablar de psicoterapia,
es inevitable que, en primer lugar, nos refiramos al método que nosotros
aplicamos desde hace años y que llamamos «Terapia de
Toda idea preconcebida que un cliente traiga de esta terapia será un
obstáculo. Las ideas preconcebidas distorsionan la visión de la realidad. La
terapia es una empresa aventurada y así debe entenderse. La terapia quiere
librar al hombre de su encogimiento y de su pusilánime afán de seguridad por
medio de un proceso de transformación. Además, una terapia no debe basarse en
un esquema rígido, que podría impedirle ajustarse a la personalidad del
cliente. Por todos estos motivos, poca información concreta daremos sobre la
terapia de la reencarnación: nosotros no hablamos de ella, nosotros la
aplicamos. Pero es lamentable que este vacío sea llenado por las ideas, teorías
y opiniones de quienes no tienen ni remota idea de nuestra terapia.
La parte teórica de nuestro libro
indica ya, entre otras cosas, lo que no es la terapia de la reencarnación: nosotros
no buscamos las causas de un síntoma en una vida anterior. La terapia de la
reencarnación no es un psicoanálisis prolongado en el tiempo ni una terapia del
grito primitivo. De ello no se desprende que en la terapia de la reencarnación
no se utilice ni una sola técnica que no se aplique ya en otras terapias. Al
contrario, la terapia de la reencarnación es un concepto claramente
diferenciado que, en el aspecto práctico, acoge muchas técnicas acreditadas.
Pero la diversidad de técnicas es sólo el instrumental de todo buen terapeuta y
no constituye la terapia en sí. La psicoterapia es algo más que técnica
aplicada; por ello la psicoterapia casi no puede enseñarse. Lo esencial de una
psicoterapia se sustrae a la explicación teórica. Es un gran error creer que
basta imitar con exactitud un proceso externo para conseguir los mismos
resultados. Las formas son el vehículo del contenido, pero también hay formas
vacías. La psicoterapia —como cualquier técnica esotérica— se convierte en
farsa cuando las formas carecen de contenido.
La terapia de la
reencarnación debe su nombre a que en ella ocupan lugar preponderante la toma
de conciencia y el reconocimiento de la existencia de encarnaciones anteriores.
Dado que para muchas personas el trabajar con encarnaciones tiene todavía algo
de espectacular, muchos pasan por alto que la toma de conciencia de
encarnaciones es un método de trabajo y no un fin en sí mismo. La sola vivencia
de encarnaciones no es terapia, como tampoco es terapia el dar alaridos; pero
lo uno y lo otro pueden aplicarse con fines terapéuticos. Nosotros no tomamos
conciencia de encarnaciones anteriores porque consideremos importante o
emocionante saber qué hemos sido antes, sino que utilizamos las encarnaciones
porque actualmente no conocemos otro medio para alcanzar el objetivo de nuestra
terapia.
En este libro hemos expuesto
detenidamente que el problema de una persona está siempre en su sombra. El
encarar la sombra y asimilarla progresivamente es, pues, el tema central de la
terapia de la reencarnación. Desde luego, nuestra técnica permite el encuentro
con la gran sombra kármica que supera en mucho la
sombra biográfica de esta vida. Afrontar la sombra no es fácil, desde luego,
pero es la única vía que conduce a la curación en el verdadero sentido de la
palabra. De nada serviría decir más acerca del encuentro con la sombra y su
asimilación, ya que la experiencia de realidades espirituales profundas no
puede transmitirse por medio de palabras. Las encarnaciones ofrecen
aquí la posibilidad, difícilmente asequible por otras técnicas, de vivir e
integrar la sombra con plena identificación.
No trabajamos con
recuerdos: las encarnaciones se hacen presente al vivirlas. Esto es posible
porque, fuera de nuestra mente, el tiempo no existe.
El tiempo es una posibilidad de contemplar procesos. Por la física sabemos que
el tiempo puede convertirse en espacio porque el espacio es la otra manera de
contemplar una serie de circunstancias. Si aplicamos esta transformación al
problema de las encarnaciones sucesivas, la sucesión se hace simultaneidad o,
en otras palabras: de la cadena de vidas situadas en el tiempo se forman vidas
en paralelo. Por supuesto, la disposición espacial de las encarnaciones no es
ni más correcta ni más equivocada que el modelo temporal: ambas apreciaciones
representan puntos de vista subjetivos de la menta humana legítimos (compárense
las teorías onda–corpúsculo de la luz). Todo intento
de vivir lo simultáneo en el espacio convierte otra vez el espacio en tiempo.
Ejemplo: en una habitación hay varios programas de radio a la vez. Si queremos
oír estos programas que están en la habitación simultáneamente, tendremos que
establecer un orden. Para ello sintonizaremos con el receptor las distintas
frecuencias sucesivamente, y el aparato nos pondrá en contacto con diferentes
programas, según el modelo de resonancia. Sustituyamos en este ejemplo el
receptor de radio por nuestra mente, en la que se manifiestan las encarnaciones
correspondientes a cada modelo de resonancia.
En la terapia de la
reencarnación instamos al cliente a abandonar momentáneamente su frecuencia (su
identificación) actual para dejar lugar a otras resonancias. En el mismo
momento, se manifiestan otras encarnaciones que son vividas con la misma
sensación de realidad que la vida con la que hasta el momento se identificaba
el cliente. Dado que «las otras vidas» o identificaciones existen
paralela y simultáneamente, pueden ser experimentadas con todos los sentidos.
El «tercer programa» no está más lejos que el «primero» o que el
«segundo programa»; desde luego, nosotros sólo los captamos uno a uno,
pero podemos sintonizarlos a voluntad. Es decir, variamos la «frecuencia
mental» para cambiar el ángulo de incidencia y la resonancia.
En la terapia de la reencarnación
jugamos deliberadamente con el tiempo. Bombeamos tiempo en las diferentes
estructuras de la mente que se hinchan y se hacen visibles y abandonamos otra
vez el tiempo para que se vea que todo sigue estando en el Aquí y Ahora. A
veces, se oyen críticas de que la terapia de la reencarnación es bucear
inútilmente en vidas anteriores, cuando los problemas tienen que ser resueltos
aquí y ahora. En realidad, lo que nosotros hacemos es diluir la ilusión del
tiempo y causalidad y confrontar al cliente con el eterno Aquí y Ahora. No sabemos de otra terapia que elimine tan
completamente todas las superficies de proyección y transfiera al individuo la
plena responsabilidad.
La terapia de la reencarnación trata
de poner en marcha un proceso psíquico: el proceso en sí es lo importante, no
su orden intelectual ni la interpretación de los hechos. Por ello, al final de
este libro hemos vuelto a hablar de psicoterapia, ya que está muy extendida la
opinión de que con la psicoterapia se curan trastornos y síntomas psíquicos.
Ante los síntomas puramente somáticos, todavía se piensa poco en las
posibilidades de la psicoterapia. Desde nuestro punto de vista y experiencia,
podemos afirmar que precisamente la psicoterapia es el nuevo y prometedor
método para curar verdaderamente los síntomas corporales.
Al final de este libro,
huelgan estas explicaciones. El que haya desarrollado la visión para observar
cómo en cada proceso y cada síntoma corporales se manifiesta un factor
psíquico, ése sabrá también que sólo los procesos de la conciencia pueden
resolver los problemas que se han exteriorizado en el cuerpo. Por lo tanto,
nosotros no dictaminamos sobre indicaciones ni contraindicaciones de la
psicoterapia. Sólo vemos a unos seres humanos que están enfermos y a los que los
síntomas empujan a la curación. Ayudar al ser humano en este proceso de
evolución y transformación es misión de la psicoterapia. Por ello, en el
tratamiento, nos aliamos con los síntomas del cliente y les ayudamos a
conseguir su objetivo, porque el cuerpo siempre tiene razón. La medicina
académica hace todo lo contrario: se alía con el paciente en contra del
síntoma. Nosotros nos situamos siempre en el lado de la sombra y la ayudamos a
salir a la luz. Nosotros no peleamos contra la enfermedad y sus síntomas sino
que tratamos de utilizarlos como eje de la curación.
La enfermedad es la gran oportunidad del ser humano, su
mayor bien. La enfermedad es la maestra de cada cual, que guía en el camino de
la curación. Existen varios caminos que conducen a este objetivo, la mayoría duros y complicados, pero el más próximo e
individualizado suele pasarse por alto: la enfermedad. Es el camino menos
propicio para hacer que nos engañemos a nosotros mismos o alimentemos
ilusiones. Por ello es tan poco grato. Tanto en la terapia como en este libro
queremos sacar a la enfermedad del habitual y estrecho marco en el que siempre
se la contempla y exponerla en su verdadera relación con la existencia humana.
El que no esté dispuesto a guiarse por este otro sistema de valores es que ha
entendido mal nuestras explicaciones. Pero al que entienda la enfermedad como
un camino se le abrirá un mundo de perspectivas nuevas. Nuestra manera de
tratar la enfermedad no hace la vida ni más fácil ni más sana; lo que nosotros
pretendemos es dar al ser humano el valor que necesita para mirar cara a cara
los conflictos y problemas de este mundo polar. Nosotros queremos disipar las
ilusiones de este mundo enemigo de conflictos, que piensa que sobre la falta de
sinceridad puede levantarse un paraíso terrenal.
Hermann Hesse dijo: «Los problemas no existen para ser resueltos, son
únicamente los polos entre los que se genera la tensión necesaria para la
vida.» La solución está más allá de la
polaridad; pero para llegar a ella hay que unificar los polos, reconciliar los
contrarios. Este difícil arte de la unión de los contrarios sólo lo domina el
que ha conocido los dos polos. Para ello hay que estar dispuesto a encarar e
integrar con valentía todos los polos. «Solve et coagola», dicen los viejos textos: disuelve y coagula.
Primeramente tenemos que ver las diferencias y sentir la separación y la
división antes de poder aventurarnos a la gran obra de las bodas químicas, la
unión de los contrarios. Por ello primeramente el hombre tiene que descender a
la polaridad del mundo material, en materia, enfermedad, pecado y culpa, para
encontrar, en la noche más negra del alma y en la más profunda zozobra, la luz
del conocimiento que le permita ver su camino a través del sufrimiento y el
dolor como un acto significativo que le ayudará a encontrarse allá donde
siempre estuvo: en la unidad.
Conocí el bien y el mal
pecado y virtud, justicia e infamia;
juzgué y fui juzgado
pasé por el nacimiento y por la muerte,
por la alegría y el dolor, el cielo y el infierno;
y al fin reconocí
que yo estoy en todo
y todo está en mi.
HAZRAT INAYAT KHAN
RELACIÓN ALFABÉTICA DE LOS ÓRGANOS Y PARTES DEL CUERPO CON SUS RESPECTIVOS ATRIBUTOS PSÍQUICOS
ÍNDICE
PRÓLOGO
........................................................................................................................................ 2
Primera parteCONDICIONES
TEÓRICAS PARA
I.
ENFERMEDAD Y SÍNTOMAS
...............................................................................................
2
II.
POLARIDAD Y UNIDAD
.........................................................................................................
6
III.
IV. BIEN Y MAL
..........................................................................................................................
17
V. EL SER
HUMANO ES UN ENFERMO
.................................................................................
21
VI.
VII. EL
MÉTODO DE
Segunda parte
I.
II. EL
SISTEMA DE DEFENSA
.................................................................................................
40
III.
IV.
V. LOS
ÓRGANOS SENSORIALES
.........................................................................................
53
VI. DOLOR DE
CABEZA
............................................................................................................
56
VII.
VIII. LOS RIÑONES
.....................................................................................................................
62
IX.
X. CORAZÓN Y
CIRCULACIÓN
...............................................................................................
70
XI. EL
APARATO LOCOMOTOR Y LOS NERVIOS
............................................................. 73
XII. LOS ACCIDENTES
...............................................................................................................
79
XIII.
SÍNTOMAS PSÍQUICOS
.....................................................................................................
82
XIV. CÁNCER
(TUMORACIÓN MALIGNA)
...............................................................................
87
XV. EL SIDA
................................................................................................................................
90
XVI. ¿QUÉ SE
PUEDE HACER?
.................................................................................................
93
RELACIÓN ALFABÉTICA DE LOS ÓRGANOS Y PARTES
DEL CUERPO CON SUS RESPECTIVOS
ATRIBUTOS PSÍQUICOS
..............................................................................................................
97