Hace un
par de
semanas,
mientras
estaba
de
vacaciones,
sonó mi
celular.
Era
Jorge
Bolaños,
titular
de la
Sección
de
Intereses
Cubanos
en
Washington.
“Tengo
un
mensaje
para ti
de
Fidel”,
me dijo.
Me
incorporé
en la
silla.
“Leyó tu
artículo
de The
Atlantic
sobre
Irán e
Israel.
Te
invita a
La
Habana
el
domingo
para
hablar
de la
nota.”
Yo estoy
siempre
deseoso
de
interactuar
con los
lectores,
así que
llamé a
una
amiga
del
Consejo
de
Relaciones
Exteriores,
Julia
Sweig,
destacada
especialista
en Cuba
y
América
Latina:
“Tenemos
un viaje
de
locos”,
le dije.
Rápidamente partí de la República Popular de Martha’s Vineyard rumbo al
más
tropical
paraíso
socialista
de
Fidel.
Pese a
la
contraproducente
prohibición
estadounidense
de los
viajes a
Cuba,
Julia y
yo, por
ser
periodistas
e
investigadores,
reuníamos
los
requisitos
para ser
exceptuados
por el
Departamento
de
Estado.
El vuelo
charter
desde
Miami
estaba
lleno de
cubanoamericanos
que
cargaban
televisores
de
pantalla
plana y
computadoras
para sus
familias
hambrientas
de
tecnología.
Cincuenta
minutos
después
de
despegar,
llegamos
a un
Aeropuerto
Internacional
José
Martí
casi
desierto.
La gente
de Fidel
nos
recibió
en la
pista de
aterrizaje.
Pronto
nos
depositaron
en una
“casa de
protocolo”,
en un
complejo
gubernamental
cuya
arquitectura
me
recordó
las
comunidades
cerradas
de Boca
Ratón.
El único
huésped
del
lugar,
aparte
de
nosotros,
era el
presidente
de
Guinea-Bissau.
Yo
sabía
que a
Castro
le
preocupaba
la
amenaza
de un
enfrentamiento
militar
en
Oriente
Medio
entre
Irán y
los
Estados
Unidos
(e
Israel,
el país
que él
llama el
“gendarme”
de los
EE. UU.
en
Oriente
Medio).
Desde
que
salió de
su
reclusión
de
cuatro
años por
razones
médicas
a
principios
del
verano
—diversas
afecciones
gastrointestinales
se
combinaron
para
ponerlo
al borde
de la
muerte—,
Castro,
actualmente
de 84
años,
habla
sobre
todo de
la
catastrófica
amenaza
de una
guerra
que
considera
inevitable.
Me
daba
curiosidad
saber
por qué
el
conflicto
le
parecía
inevitable
y
naturalmente
me
preguntaba
si su
experiencia
personal
—la
crisis
de los
misiles
cubanos
de 1962
que casi
causa la
aniquilación
de la
mayor
parte de
la
humanidad—
influía
en su
visión
de que
un
conflicto
entre
Estados
Unidos e
Irán
escalaría
hasta
convertirse
en una
guerra
nuclear.
Pero
mayor
curiosidad
aún me
daba
conocer
al gran
hombre.
Pocos lo
han
visto
desde
que
enfermó
en 2006,
y su
estado
de salud
es
motivo
de
muchas
especulaciones.
Me
preguntaba
respecto
del
papel
que
tiene
ahora en
el
gobierno.
En lo
formal,
entregó
el poder
a su
hermano
menor,
Raúl,
hace dos
años,
pero no
es claro
cuántos
hilos
sigue
manejando
Fidel.
A la
mañana
siguiente
de
nuestra
llegada
a La
Habana,
un auto
nos
condujo
a un
centro
de
convenciones
cercano,
donde
nos
escoltaron
escaleras
arriba
hasta
una
oficina
amplia y
despojada.
Un
frágil y
anciano
Fidel se
puso de
pie para
saludarnos.
Vestía
una
camisa
roja, un
pantalón
de
jogging
y
zapatillas
New
Balance
negras.
La
habitación
estaba
colmada
de
funcionarios
y
familiares:
su mujer
Dalia y
su hijo
Antonio,
así como
un
general
del
Ministerio
del
Interior,
un
traductor,
un
médico y
varios
guardaespaldas,
que
parecían
haber
sido
reclutados
entre
los
integrantes
del
equipo
nacional
de lucha
libre.
Dos de
estos
guardaespaldas
sostenían
a Castro
de los
codos.
Nos
dimos la
mano y
Fidel
saludó a
Julia
afectuosamente:
se
conocen
desde
hace más
de
veinte
años.
Fidel se
dejó
caer
suavemente
en su
sillón e
iniciamos
una
conversación
que se
prolongaría,
entrecortadamente,
por tres
días.
Puede
que su
cuerpo
sea
endeble
pero su
mente es
aguda,
su nivel
de
energía
alto, y
no sólo
eso:
este
Fidel
Castro
tardío
se ríe
de sí
mismo
con gran
sentido
del
humor.
Cuando,
durante
el
almuerzo,
le
pregunté
¿su
enfermedad
le ha
hecho
cambiar
de
opinión
respecto
de la
existencia
de
Dios?,
me
contestó:
“Disculpe,
sigo
siendo
un
materialista
dialéctico”.
En otro
momento,
nos
mostró
una
serie de
fotografías
suyas
recientes,
en una
de las
cuales
aparecía
con una
expresión
feroz.
“Así se
veía mi
cara
cuando
me enojé
con
Khruschev”,
explicó.
Castro
inició
nuestro
primer
encuentro
contándome
que
había
leído mi
artículo
y que
éste
confirmaba
su
opinión
de que
Israel y
Estados
Unidos
se
dirigían
precipitada
y
gratuitamente
a un
enfrentamiento
con
Irán.
Esta
interpretación
no es de
sorprender,
por
supuesto:
Castro
es el
abuelo
del
antiamericanismo
global y
ha sido
un duro
crítico
de
Israel.
Su
mensaje
a
Benjamin
Netanyahu,
el
primer
ministro
israelí,
dijo,
era
simple:
Israel
sólo
tendrá
seguridad
si
renuncia
a su
arsenal
nuclear,
y el
resto de
las
potencias
nucleares
del
mundo
sólo
tendrán
seguridad
si ellas
también
renuncian
a sus
armas.
Pero
el
mensaje
de
Castro a
Mahmud
Ahmadinejad,
el
presidente
de Irán,
no fue
tan
abstracto.
A lo
largo de
esta
primera
conversación
de cinco
horas,
Castro
repetidas
veces
volvió a
su
crítica
al
antisemitismo.
Denostó
a
Ahmadinejad
por
negar el
Holocausto
y
explicó
por qué
el
gobierno
iraní
sería
más útil
a la
causa de
la paz
si
reconociera
la
historia
“única”
del
antisemitismo
y
tratara
de
entender
por qué
los
israelíes
temen
por su
vida.
Comenzó
su
discurso
describiendo
sus
primeros
encuentros
con el
antisemitismo
siendo
todavía
un niño.
“Me
acuerdo
de
cuando
era
pequeño
—hace
mucho
tiempo—,
cuando
tenía
cinco o
seis
años y
vivía en
el
campo”,
dijo, “y
me
acuerdo
del
Viernes
Santo.
¿Qué
clima
respiraba
un niño?
‘Silencio,
Dios ha
muerto’.
Dios
moría
todos
los años
entre el
jueves y
el
sábado
de la
Semana
Santa, y
eso
dejaba
una
profunda
impresión
en
todos.
¿Qué
pasó? Me
decían:
‘Los
judíos
mataron
a Dios’.
¡Culpaban
a los
judíos
de matar
a Dios!
¿Se da
cuenta?”
Luego
continuó:
“Pues
bien, yo
no sabía
lo que
era un
judío.
Conocía
un
pájaro
al que
llamaban
‘judío’
y
entonces,
para mí,
los
judíos
eran
esos
pájaros.
Esos
pájaros
tenían
una gran
nariz.
Ni
siquiera
sé por
qué los
llamaban
así. Eso
es lo
que
recuerdo.
Así de
ignorante
era toda
la
población.”
Explicó
que el
gobierno
iraní
debía
entender
las
consecuencias
del
antisemitismo
teológico.
“Esto
duró
quizá
dos mil
años”,
dijo.
“No creo
que
nadie
haya
sido
calumniado
más que
los
judíos.
Yo diría
que
mucho
más que
los
musulmanes.
Han sido
calumniados
mucho
más que
los
musulmanes
porque
se los
culpa y
se los
difama
por
todo. A
los
musulmanes
nadie
los
culpa de
nada.”
El
gobierno
iraní
debería
comprender
que los
judíos
“fueron
expulsados
de su
tierra,
perseguidos
y
maltratados
en todo
el
mundo,
por ser
los que
mataron
a Dios.
A mi
juicio,
esto es
lo que
les
pasó:
selección
inversa.
¿Qué es
selección
inversa?
A lo
largo de
dos mil
años,
fueron
sometidos
a una
terrible
persecución
y luego
a los
pogroms.
Uno
podría
haber
supuesto
que
desaparecerían.
Creo que
su
cultura
y su
religión
los
mantuvieron
unidos
como
nación.”
Castro
prosiguió:
“Los
judíos
han
llevado
una vida
mucho
más
difícil
que la
nuestra.
No hay
nada que
pueda
compararse
al
Holocausto.”
Le
pregunté
si le
diría a
Ahmadinejad
lo que
me
estaba
diciendo
a mí.
“Digo
esto
para que
usted
pueda
comunicarlo”,
respondió.
Castro
entonces
pasó a
analizar
el
conflicto
entre
Israel e
Irán.
Dijo
entender
los
temores
iraníes
a una
agresión
israelo-estadounidense
y agregó
que, a
su modo
de ver,
las
sanciones
estadounidenses
y las
amenazas
israelíes
no
disuadirían
a la
dirigencia
iraní de
intentar
poseer
armas
nucleares.
“El
problema
no se va
a
resolver
porque
los
iraníes
no van a
retroceder
ante las
amenazas.
Esa es
mi
opinión”,
señaló.
Luego
destacó
que, a
diferencia
de Cuba,
Irán es
un “país
profundamente
religioso”
y dijo
que los
líderes
religiosos
están
menos
dispuestos
a hacer
concesiones.
Le
pregunté
si su
temor a
un
enfrentamiento
entre
Occidente
e Irán
estaba
coloreado
por sus
experiencias
durante
la
crisis
de los
misiles
de 1962,
cuando
la Unión
Soviética
y
Estados
Unidos
casi van
a la
guerra
por la
presencia
de
misiles
con
cabeza
nuclear
en Cuba
(misiles
instalados
por
invitación
de Fidel
Castro,
naturalmente).
Le
mencioné
a Castro
la carta
que le
escribió
a
Khruschev,
el
premier
soviético,
en el
momento
de mayor
tensión
de la
crisis,
en la
que le
recomendaba
que los
soviéticos
evaluaran
lanzar
un
ataque
nuclear
contra
los
Estados
Unidos
si los
norteamericanos
atacaban
Cuba.
“Este
sería el
momento
para
eliminar
tal
peligro
para
siempre
a través
de un
acto de
legítima
defensa”,
escribió
Castro
en aquel
momento.
Le
pregunté:
“En
cierto
momento,
parecía
lógico
que
usted
recomendara
a los
soviéticos
bombardear
Estados
Unidos.
¿Lo que
usted
recomendó
sigue
pareciendo
lógico
ahora?”
Me
respondió:
“Después
de haber
visto lo
que vi y
sabiendo
lo que
ahora
sé, no
valía la
pena en
absoluto.”
Tras
esta
primera
reunión,
le pedí
a Julia
que me
explicara
el
significado
de la
invitación
que me
había
hecho
Castro y
de su
mensaje
a
Ahmadinejad.
“Fidel
está en
las
primera
etapas
de su
reinvención
como
estadista,
no como
jefe de
Estado,
en la
escena
nacional
pero
sobre
todo en
la
internacional,
algo que
siempre
fue una
prioridad
para
él”,
dijo.
“Las
cuestiones
de la
guerra,
la paz y
la
seguridad
internacional
son un
punto
central:
la
proliferación
nuclear,
el
cambio
climático,
esos son
los
grandes
temas
para él.
Esto es
sólo el
comienzo,
y está
usando
toda
plataforma
mediática
posible
para
comunicar
sus
puntos
de
vista.
Ahora
tiene un
tiempo
que no
esperaba
tener. Y
vuelve
sobre la
historia
y sobre
su
propia
historia.”
Hubo
muchas
cosas
extrañas
en mi
reciente
escala
en
Habana
(además
del
espectáculo
con
delfines,
del que
hablaré
en un
momento),
pero una
de las
más
inusuales
fue el
nivel de
introspección
de Fidel
Castro.
Lo más
sorprendente
fue algo
que dijo
en el
almuerzo
el
primer
día que
nos
reunimos.
Estábamos
sentados
alrededor
de una
mesa más
bien
pequeña
Castro,
su
mujer,
Dalia,
su hijo,
Antonio;
Randy
Alonso,
una
figura
importante
de los
medios
estatales
y Julia
Sweig,
la amiga
que
llevé
conmigo
para
asegurarme,
entre
otras
cosas,
de no
decir
algo
demasiado
estúpido
(integra
el
Consejo
de
Relaciones
Exteriores).
En un
primer
momento,
lo que
me
interesó
fue ver
cómo
comía
Fidel.
Fue,
precisamente,
una
combinación
de
problemas
digestivos
lo que
conspiró
al punto
de
matarlo
y por
eso
pensé en
hacer un
poco de
Kremlinología
gastrointestinal
y
observar
atentamente
qué
ingería
(para
que
conste,
ingirió
pequeñas
cantidades
de
pescado
y
ensalada
y un
trozo de
pan
bastante
grande
empapado
en
aceite
de
oliva,
además
de una
copa de
vino
tinto).
Pero
durante
la
conversación
en
general
animada
(acabábamos
de pasar
tres
horas
hablando
sobre
Irán y
Oriente
Medio)
le
pregunté
si creía
que
valía la
pena
exportar
el
modelo
cubano.
“El
modelo
cubano
ya ni
siquiera
funciona
para
nosotros”,
dijo.
Me
pareció
la madre
de los
momentos
de
revelación.
¿El
líder de
la
Revolución
acababa
de
decir,
en
esencia,
“Eso es
así.
Pierda
cuidado”?
Le pedí
a Julia
que me
hiciera
una
interpretación
de esta
sorprendente
declaración.
Ella
dijo:
“No
estaba
rechazando
las
ideas de
la
Revolución.
Yo lo
tomé
como un
reconocimiento
de que
en ‘el
modelo
cubano’
el
Estado
tiene un
papel
demasiado
grande
en la
vida
económica
del
país”.
Julia
señaló
que uno
de los
efectos
de ese
sentimiento
podría
ser
generar
un
espacio
para que
su
hermano,
Raúl,
que
ahora es
presidente,
lleve a
cabo las
reformas
necesarias
que
seguramente
serán
resistidas
por los
comunistas
ortodoxos
dentro
del
Partido
y la
burocracia.
Raúl
Castro
ya está
aflojando
la
fuerza
del
Estado
en la
economía.
Hace
poco
anunció,
de
hecho,
que
ahora
pueden
operar
empresas
pequeñas
y que
los
inversores
extranjeros
podrían
de aquí
en más
comprar
propiedades
inmobiliarias
cubanas.
Lo
gracioso
de este
nuevo
anuncio,
por
supuesto,
es que
los
estadounidenses
no
pueden
invertir
en Cuba,
no
debido a
la
política
cubana,
sino a
la
política
estadounidense.
En otras
palabras,
Cuba
está
empezando
a
adoptar
el tipo
de ideas
económicas
que
Estados
Unidos
le viene
pidiendo
desde
hace
tiempo
que
adopte,
pero los
estadounidenses
no
pueden
participar
en el
experimento
de libre
mercado
por la
política
de
embargo
hipócrita
y
estúpidamente
autodestructiva
de
nuestro
gobierno.
Lo
lamentaremos,
por
supuesto,
cuando
los
cubanos
se
asocien
con los
europeos
y los
brasileños
para
comprar
todos
sus
mejores
hoteles.
Pero
esto es
una
digresión.
Hacia el
final de
este
almuerzo
largo y
relajado,
Fidel
nos
demostró
que
realmente
estaba
semi-retirado.
El día
siguiente
era
lunes,
cuando
se
supone
que los
máximos
líderes
están
ocupados
manejando
sin la
ayuda de
nadie
sus
economías,
encarcelando
a
disidentes
y cosas
por el
estilo.
Pero la
agenda
de Fidel
era
abierta.
Nos
preguntó:
“¿Les
gustaría
ir al
acuario
conmigo
a ver el
espectáculo
con
delfines?”
No
estaba
seguro
de
haberle
entendido
bien.
Esto me
pasó
muchas
veces
durante
mi
visita.
“¿El
espectáculo
con
delfines?”
“Los
delfines
son
animales
muy
inteligentes”,
dijo
Castro.
Señalé
que
teníamos
una
reunión
programada
para la
mañana
siguiente,
con
Adela
Dworin,
presidente
de la
comunidad
judía de
Cuba.
“Que
venga”,
dijo
Fidel.
Alguien
en la
mesa
mencionó
que el
acuario
estaba
cerrado
los
lunes.
Fidel
dijo:
“Mañana
estará
abierto”.
Y así
fue. A
la
mañana
siguiente,
temprano,
después
de pasar
a buscar
a Adela
por la
sinagoga,
nos
encontramos
con
Fidel en
la
escalinata
de la
casa de
los
delfines.
Él le
dio un
beso a
Dworin,
no por
casualidad
frente a
las
cámaras
(otro
mensaje
para
Ahmadinejad,
quizá).
Entramos
todos
juntos
en una
habitación
grande,
con luz
azulada,
que da a
un
enorme
acuario
de
delfines
cercado
con
vidrio.
Fidel
explicó,
largamente,
que el
espectáculo
con
delfines
del
Acuario
de La
Habana
era el
mejor
del
mundo,
“totalmente
único”,
de
hecho,
porque
es un
espectáculo
submarino.
Tres
buzos
humanos
se meten
en el
agua,
sin
equipo
de aire,
y llevan
a cabo
intrincadas
acrobacias
con los
delfines.
“¿Le
gustan
los
delfines?”
me
preguntó
Fidel.
“Me
encantan
los
delfines”,
dije.
Fidel
llamó a
Guillermo
García,
el
director
del
acuario
(todos
los
empleados
del
acuario
se
presentaron
a
trabajar
como
corresponde
“voluntariamente”,
me
dijeron)
y le
dijo que
se
sentara
con
nosotros.
“Goldberg”,
dijo
Fidel,
“Hágale
preguntas
sobre
los
delfines”.
“¿Qué
clase de
preguntas?”
pregunté.
“Usted
es
periodista,
haga
buenas
preguntas”,
dijo y
él mismo
se
interrumpió.
“De
todas
maneras,
no sabe
mucho de
delfines”,
dijo,
señalando
a
García.
“En
realidad
es
físico
nuclear”.
“¿Cierto?”
pregunté.
“Sí”,
dijo
García,
como
disculpándose.
“¿Por
qué está
dirigiendo
un
acuario?”
pregunté.
“Lo
pusimos
aquí
para
mantenerlo
alejado
de
fabricar
bombas
nucleares”,
dijo
Fidel y
se echó
a reír.
“En
Cuba,
utilizaríamos
la
energía
nuclear
sólo con
fines
pacíficos”,
dijo
García
con
honestidad.
“No
pensé
que
estaba
en
Irán”,
respondí.
Fidel
señaló
una
alfombra
pequeña
debajo
de la
silla
plegable
que
transportan
para él
sus
guardaespaldas.
“¡Es
persa!”
dijo, y
volvió a
reírse.
Luego
dijo,
“Goldberg,
hágale
sus
preguntas
sobre
los
delfines”.
Ahora
en la
encrucijada,
me volví
hacia
García y
le
pregunté:
“¿Cuánto
pesan
los
delfines?”
“Entre
100 y
150
kilos”,
dijo.
“¿Cómo
adiestran
a los
delfines
para
hacer lo
que
hacen?”
pregunté.
“Esa
es una
buena
pregunta”,
dijo
Fidel.
García
llamó a
una
veterinaria
del
acuario
para que
le
ayudaran
a
responder
la
pregunta.
Su
nombre
es
Celia. A
los
pocos
minutos,
Antonio
Castro
me dijo
el
apellido:
Guevara.
“¿Es
hija del
Che?”
pregunté.
“Sí”,
dijo.
“¿Y
es
veterinaria
de
delfines?”
“Me
ocupo de
los
habitantes
del
acuario”,
dijo.
“Al
Che le
gustaban
mucho
los
animales”,
acotó
Antonio
Castro.
Estaba
por
empezar
el
espectáculo.
Se
atenuaron
las
luces y
entraron
al agua
los
buzos.
Sin
describirlo
demasiado
a fondo,
diré que
una vez
más,
para mi
gran
sorpresa,
volví a
coincidir
con
Fidel:
el
acuario
en La
Habana
presenta
un
espectáculo
con
delfines
fantástico,
el mejor
que he
visto en
mi vida
y como
padre de
tres
hijos,
he visto
montones.
También
diré
esto:
nunca he
visto a
nadie
disfrutar
tanto de
un
espectáculo
con
delfines
como
disfrutó
ése
Fidel
Castro.
Traducción
de
Cristina
Sardoy