Soy consciente de que, al afrontar este tema, como decía
un paisano, me estoy metiendo en “camisa de once varas”. El tema de las
uniones entre personas del mismo sexo es, como expreso en el título de
este artículo, una cuestión espinosa (y las espinas pueden siempre herir
a quienes las tocan). Sobre todo últimamente, y ante el intento que se
produjo en la ciudad de Buenos Aires de equiparar una unión homosexual
con un matrimonio civil, este tema se ha vuelto más candente aún.
Por otra parte, pareciera que, en la cultura occidental,
la equiparación de las uniones homosexuales con los matrimonios
heterosexuales no sólo va ganando lugar en los diarios, en los programas
de radio y televisión, y demás medios de comunicación social; sino que,
además, se percibe una especie de presión de grupos o personas que
quieren “instalar” este asunto en la opinión pública. Incluso, dentro de
la Iglesia Católica, aparecen grupos o personas que opinan que la
comunidad eclesial debería revisar su doctrina sobre este particular (de
hecho, existen ya otras confesiones cristianas en las que las uniones
homosexuales son “bendecidas” por sus ministros). Tales grupos o
personas, de modo frecuentemente intransigente, y a veces sin suficiente
conocimiento de cuál es la verdadera opinión de la Iglesia sobre la
homosexualidad, califican de “intolerante” a la Iglesia, a sus pastores
y a sus miembros laicos por no pensar como ellos creen que debería
pensarse.
En algunas ocasiones, se estigmatiza a la Iglesia,
cuando, en su seno, se produce un “escándalo” de tipo sexual semejante a
los actos que ciertos sectores de opinión pretenden que sean reconocidos
como perfectamente lícitos y normales. ¿No es ésta una actitud un poco
hipócrita? Me pregunto, por ejemplo, ¿no es hipocresía condenar, en los
clérigos, lo que teóricamente estaría bien en otras personas? En este
punto, creo que, al menos, la Iglesia no puede ser calificada de
hipócrita. Que existen casos de conductas homosexuales en el seno de la
Iglesia (entre los laicos o entre los clérigos) es innegable, la misma
Iglesia lo ha reconocido sin tapujos. Pero la Iglesia, que ve como
objetivamente anormales los actos homosexuales, asume la valentía de
separar, del ministerio sacerdotal o episcopal, a aquellas personas de
las cuales se comprueba que actúan de este modo.
Por mi parte, quiero dejar en claro que escribo las
presentes reflexiones movido por un profundo amor a la Iglesia y a su
doctrina, y por un sincero respeto a las personas homosexuales; a
algunas de las cuales he debido acompañar en mi ministerio sacerdotal,
escuchando sus problemas, consolando sus dolores y tratando de
indicarles un camino de santidad.
No obstante, debo confesar que, al escribir sobre este
tema, lo hago con cierto temor; el temor de ser “estigmatizado” por
quienes piensan de forma distinta de la mía. Temor de ser “condenado”
por los nuevos “inquisidores”; por aquellas personas que condenan el
fanatismo y la intransigencia de tiempos pasados y hoy actúan con una
intransigencia análoga. Es curioso ver que muchos críticos de la
Inquisición, hoy, adoptan posturas que se acercan bastante a las
inquisitoriales; nunca entendí, por ejemplo, que por el hecho de que la
Iglesia piense y opine de una forma diferente de la propia, se crea
tener el derecho de insultar, de “tirar tachos de pintura” contra una
catedral o cosas semejantes. ¿No podríamos llamar a estas acciones la
“intolerancia” de los autoproclamados “tolerantes”?
Por eso, lector, quiero pedirte hacia mi persona y hacia
mis opiniones una actitud de verdadera comprensión y respeto, que si
querés discrepes conmigo, pero, por favor, tratame con consideración y
tolerancia. Aceptá que alguien piense distinto que vos y concedele la
libertad de decir lo que piensa; de otro modo, estarías negando a los
católicos los derechos que pedís para vos mismo; y eso sería
discriminatorio de tu parte, eso sería convertirte en alguien
intransigente e intolerante.
Algunas aclaraciones
Creo que, para abordar el tema de las “uniones
homosexuales”, es necesario primero encarar la cuestión de cuál es la
visión de la Iglesia sobre las personas homosexuales y sobre la
homosexualidad en sí misma (lo primero no puede comprenderse bien, si no
se tiene en cuenta lo segundo). La Iglesia distingue entre tres
realidades diferentes: las personas homosexuales, los actos homosexuales
y la llamada “cultura gay”.
A las personas con tendencias homosexuales o que
practican actos homosexuales la Iglesia las considera, ante todo y sobre
todo, PERSONAS, como seres preciosos, creados por Dios, llamados a vivir
en santidad y, por lo tanto, con un destino final que es el Cielo. En
este sentido, para la Iglesia, todos sus hijos y todos los seres
humanos, hétero u homosexuales, son seres dignos de ser amados y
respetados; son personas hacia las cuales la Iglesia se acerca como
Madre y les ofrece un camino de felicidad en Cristo. Por eso, NADIE, sea
cual sea su orientación sexual, debería sentirse excluido de la Iglesia
(si es bautizado) y debería saber que lo invita a formar parte de ella,
si aún no es cristiano. De hecho, en 1975 y en 1986, han salido dos
importantes documentos eclesiales que tratan específicamente el tema de
la homosexualidad y que proponen líneas para la “atención pastoral a las
personas homosexuales” (si la Iglesia “desechase” o “estigmatizase” a
las personas homosexuales, no se molestaría en elaborar una pastoral
para ellas).
Los “actos homosexuales”, en cambio, reciben una
valoración distinta. La Iglesia, apoyada en la razón iluminada por la
fe, sostiene que los actos homosexuales son “objetivamente
desordenados”, y también las “inclinaciones homosexuales”, que, en sí
mismas, no constituyen pecado, son concebidas como desordenadas. Todos
nosotros manifestamos “tendencias desordenadas”. ¿Quién de nosotros no
sintió, en alguna ocasión, el deseo de hacer algo que sabe que está mal?
¿No existen muchas personas que, a veces, sienten deseos de criticar o
de quedarse con algo que no es suyo, o mil ejemplos más que podrían
ponerse? Si bien el hecho de “sentir deseos de hacer algo malo” no es en
sí mismo un pecado, esa misma tendencia es desordenada –porque “tiende”
hacia algo que está mal– ¿no te parece que afirmar esto es absolutamente
lógico?
Creo no ser tonto, y sé que alguien me replicará: “¿pero
cómo puede usted atreverse a comparar el robo con un acto homosexual?
¡Claro que robar es malo! ¿Pero quién dijo que hacer un “acto de amor”
es malo?”. Lo primero que debo responder –y te vuelvo a pedir que seas
tolerante con mis opiniones aunque no coincidas con ellas–, es que, para
la Iglesia, los actos homosexuales son “objetivamente” desordenados.
Recalco lo de “objetivamente”, porque la Iglesia siempre distingue, en
el actuar humano, entre un aspecto “objetivo” y otro “subjetivo”. Algo
puede ser objetivamente malo (por ejemplo, robar), pero, para quién
ignorase completamente que robar es malo o para quien fuese cleptómano,
“subjetivamente”, no podríamos hablar de robo. Hay condicionamientos que
pueden hacer que un acto malo se convierta en menos malo, o incluso, no
sea moralmente culpable. No obstante, tampoco debemos olvidar que,
también, ciertas circunstancias pueden volver más grave un acto malo;
por ejemplo, robar es, en sí mismo, algo siempre desordenado. Pero… ¿Es
lo mismo robar comida para no morirse de hambre que robar por codicia?
¿Es lo mismo robar un caramelo que robar a un jubilado? Robar por
hambre, propiamente hablando, no es robar, es tomar lo necesario para no
morir; robar por codicia, en cambio, está muy mal. Robar un caramelo
puede ser la travesura de un chico; robar a un jubilado o a un
trabajador es un crimen horrible.
No quiero escabullirme del tema principal que es
responder a la pregunta: ¿qué tiene de malo un acto homosexual? Como
comenté más arriba, la Iglesia (pastores y fieles) respondemos guiados
por “la razón iluminada por la fe”.
Creo que, para contemplar un valle, no hay nada mejor que
mirarlo desde la cúspide de una montaña. Del mismo modo, supongo que el
uso de una potencialidad humana sólo puede evaluarse correctamente
mirándola desde la plenitud de su belleza; que, para nosotros los
creyentes, se logra cuando la contemplamos desde la voluntad de Dios.
Entonces, en este artículo, deberíamos preguntarnos: ¿para qué creo Dios
la sexualidad humana?
89 comentario(s)
Fr. Ricardo (5) el 06/05/2010 a las 10.39 hs. escribió:
A todas las he tratado con caridad. Muchas me han hecho saber que vivían
grandes tristezas, que debían someterse a cosas humillantes (creeme, no
te miento). A todas traté de ayudarlas a vivir la santidad que es la
mejor forma de ser humanos.
Lo mismo deseo para vos. La iglesia es tu madre, Cristo es tu redentor,
más de lo que pueda amarte cualquier persona en este mundo, te ama el
Señor. Sus ministros estamos para servirte a vos y a todas las personas;
puede que te topés con algún cura homofóbico (perdonalo), pero los
sacerdotes estamos para aydarte sin en algún momento sentís que
necesitas ayuda. Por mi parte, rezo por vos, pido a Dios que te ayude a
ser pleno en el Amor de Cristo.
Con sincero afecto.
Fr. Ricardo (4) el 06/05/2010 a las 10.38 hs. escribió:
Respecto al amor al prójimo que Jesús claramente nos "regaló", es
indiscutible que a todos debemos amar, pero no a todos de la misma
manera. Porque prójimo son también nuestras madres o hermanos, lo son
los ancianos y los enfermos. No me dirás que con todos ellos tengo que
tener relaciones genitales para mostrarles mi amor.
Respecto al comentario del difunto Card. Quarracino, debo decirte que me
dolió mucho. Primero porque lo conocí personalmente y era un hombre
sumamente cálido y cercano. Yo lo he visto personalmente abrazar con
ternura a chicos discapacidados que chorreaban mocos y frenar a un
guarda espalda que los quería alejar en medio de un procesión. Como otra
persona te comentó antes, la frase de "la isla", tal vez un poco
desafortunada, fue totalmente sacada de contexto y tegiversada. El
Cardenal la dijo en un contexto en que grupos de personas homosexuales
pedían "todo propio": "televisión gay", "hoteles gay", etc. etc.
entonces, el Cardenal habló de un territorio gay... Pero sé que no lo
hizo con la intención de ofender a nadie. Segunda razón de dolor, y
perdoname si te lo digo. Ni de la persona más perversa del mundo podría
pensar que "esté retorciéndose en su tumba", no Jeremías,
definitivamente no podemos decir que esa frase te haya brotado del amor.
No puedo prolongar más este comentario, pero quiero que sepas que en mis
21 años de ministerio sacerdotal (incluso en el extranjero) he
acompañado a muchas personas homosexuales.
Visión cristiana de la
sexualidad humana
Uniones homosexuales - parte II