Este acápite integra el Capítulo III del valioso y original libro titulado:

El Primer Papa Peronista, Argentino, Americano y Jesuita

 Por Víctor E. Lapegna  (Bs. As., mayo 2013) Ver INDICE y Libro Completo al final de este acápite.

 

Causas de los choques del kirchnero-cristinismo con Bergoglio

Aquí y en todo el mundo, ahora y siempre, la inevitable relación entre el Estado y la Iglesia Católica implica coincidencias y tensiones que pueden traducirse en equilibrio y armonía o derivar en conflictos.

Sin incurrir en la pretensión de adentrarnos en la compleja cuestión de los vínculos entre la “ciudad terrena” y la “ciudad celestial”, diremos sí que en la historia de su relación con el Estado en la Argentina y en el mundo, la Iglesia Católica tuvo períodos en los que incurrió en dos desviaciones diferentes y antitéticas respecto del sano principio que Jesucristo sintetizó en aquello de “dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”: el césaro-papismo y el aislamiento del mundo.

El césaro-papismo, que atribuye a la Iglesia Católica la potestad de tener preeminencia en el Estado, prosperó en Europa y la cuenca del Mediterráneo a partir del siglo III de la era cristiana con la conversión del romano emperador Constantino (entre otros cambios profundos sancionó el Edicto de Milán que puso fin a la persecución a los cristianos, y promovió el concilio de Nicea que puso fin a la herejía arriana que negaba la condición divina de Jesucristo, etc.) y la decisión del emperador Teodosio de hacer del cristianismo la religión oficial del Imperio Romano y se extendió hasta el siglo XV, con el ocaso del Medioevo, la revolución industrial de la que emergió el capitalismo y el surgimiento de la llamada modernidad jalonado por tres “revoluciones”: la inglesa de 1650, la americana de 1777 y la francesa de 1789.

Acerca de los vínculos con la religión de estas dos últimas revoluciones, citamos al historiador católico Paul Johnson: “La diferencia esencial entre la revolución norteamericana y la revolución francesa es que la primera, en sus orígenes, fue un acontecimiento religioso, mientras que la segunda fue un acontecimiento antirreligioso. Ese hecho habría de moldear a la revolución norteamericana de principio a fin y sería un factor determinante de la naturaleza del Estado independiente al que daría el ser”[1].

Uno de los efectos de la hondura y extensión de los cambios globales dados en el tránsito del medioevo a la era moderna, fue que entre el papado de Benedicto XIV (1740-1758) y el de León XIII (1878-1903), la jerarquía católica pareció entrar en un estado de perplejidad que la condujo a quedar atada al viejo régimen, rechazar la separación de los Estados de la Iglesia y tender a aislarse de las novedades del mundo. Sin detenernos a considerar aquí sus luces y sus sombras, los diez papas que reinaron en esos 238 años tuvieron en común haber sido todos italianos y casi todos de familias nobles y quien volvió a relacionar a la Iglesia con el mundo moderno, aceptó la separación entre Iglesia y Estado y con su encíclica Rerum Novarum (Las Cosas Nuevas) de 1891 puso las bases de la actual Doctrina Social de la Iglesia, fue León XIII, también italiano pero plebeyo, quien a lo largo de un cuarto de siglo manejó con sabiduría y firmeza el timón de la Barca de Cristo.

Esa promoción de una relación diferenciada pero armónica entre Estado e Iglesia de León XIII, con las variantes de cada caso, fue continuada por el Magisterio de los papas que lo sucedieron a lo largo del siglo XX, se consolidó en el Concilio Vaticano II y fue ahondada por las enseñanzas de los Papas posconciliares.

La contratara de esos desvíos de la Iglesia, que oscilaron entre la postulación de un Estado confesional y un solipsismo que la aislaba del mundo, fueron desvíos estatales complementarios cuyas dos caras fueron un clericalismo que pretendía restaurar al catolicismo como religión de Estado y un laicismo agnóstico y relativista que pretende privatizar la religión y reducirla al plano individual.

A propósito de este tema, el teólogo y pensador alemán Romano Guardini, cuya obra “El Señor” es una de las favoritas del papa Francisco, señala lo siguiente: “Estado e Iglesia se encuentran el uno enfrente a la otra, en una relación de recíprocas concordancias y la idea que los rige es aquella de una gran unidad: la jerarquía. Entre Iglesia y Estado se desarrollan indudables tensiones que determinan toda la historia. Pero la disputa entre Pontífice y Emperador asume un sentido mucho más profundo de lo que aparece a primera vista; en ella más que una contienda de poder político exterior, se halla en cuestión la unidad y el orden de la existencia”.[2]

Ese otro gran teólogo alemán que llegó a ser el papa Benedicto XVI, cuando era el obispo Joseph Ratzinger criticó la tendencia de quienes quieren privatizar a la religión y a Dios situándolos fuera del Estado en los siguientes términos: "Un estado que, por principios, se proclame agnóstico respecto de Dios y de la religión y que fundamente  el derecho nada más que  sobre la opinión de la mayoría, tiende desde adentro a reducirse al nivel de una asociación para delinquir", a lo que añadía que “donde Dios es excluido, entra en su lugar la ley de la organización criminal, no importa si ello sucede en forma desvergonzada o atenuada".[3]

Por su parte, nuestro compañero y amigo Jorge Castro - que no es teólogo ni alemán-, en un libro tan pequeño como valioso[4], puntualiza lo siguiente: “No hay evangelización posible, promoción de la palabra y la esperanza cristiana, si esta no se inserta en una sociedad específica, dotada de un carácter histórico intransferible, en la que han sido identificados los rasgos fundamentales que hacen a su identidad como pueblo y como Nación. Este es el mensaje de Mateo Ricci en China y del cardenal Jaime Ortega en Cuba: un mensaje pastoral ahistórico y apolítico es un contrasentido”. Y añade: “Por eso, lo esencial es saber cuales son los rasgos específicos de la sociedad argentina en la segunda década del siglo XXI”. Por ser el argentino Bergoglio, el papa Francisco sabe bien eso que es esencial saber, añadimos nosotros.

Es en el marco de estas consideraciones acerca de las complejas relaciones Estado-Iglesia Católica en general que procuraremos ayudar a entender y explicar la animadversión de Néstor y Cristina Kirchner para con Bergoglio cuando era arzobispo de Buenos Aires, cardenal primado de la Argentina y presidente de la Conferencia Episcopal y que desde el 2005 les llevó a romper con la tradicional asistencia del presidente de la Nación al Te Deum del 25 de mayo que se celebra en la Catedral Metropolitana y congelar el diálogo institucional con quien era la mayor autoridad de la Iglesia en la Argentina y ahora es la mayor autoridad de la Iglesia en el mundo.

Por una parte, en el modo de establecer sus vínculos con los otros durante sus diez años de ejercicio consecutivo de la Presidencia de la Nación, Néstor y Cristina Kirchner dieron sobradas pruebas de no tener ninguna disposición a practicar el diálogo, en especial si los otros no estaban dispuestos a decirles que sí a todo y a adoptar una obediencia obsecuente a sus decisiones y una coincidencia acrítica con sus ideas.

En contraste con esa actitud egocéntrica y cerrada de los Kirchner, Bergoglio es fiel a su condición de hombre de Iglesia y como tal está abierto a la escucha de la palabra de Dios, que viene desde arriba y de la voz del pueblo, que llega desde abajo.

Esa doble escucha se hace diálogo a través de la proclamación de la Palabra de Dios mediante el anuncio del Evangelio y la difusión del Kerygma y también de la voz profética que dice la verdad sobre la realidad del mundo y del pueblo que surge de aquella doble escucha, haciendo oír ambas elocuciones a tiempo y a destiempo.

Por lo demás, el elogio de la pobreza en cuanto virtud y la denuncia de su escandalosa dimensión entre nosotros que hacía Bergoglio en sus homilías en conformidad con las enseñanzas de Cristo y el Magisterio de su Iglesia y que reiteró desde la Cátedra de Pedro al expresar su deseo de una Iglesia pobre y para los pobres, era intolerable para los Kirchner en dos sentidos.

El más nítido es que la autorizada e incontenible voz de la Iglesia mostraba la contradicción entre el alto nivel del crecimiento económico y el bajo nivel de la superación estructural de la pobreza, que signó la última década de la Argentina.

 El otro sentido, menos evidente, reside en que la pobreza cristiana da cuenta de nuestra esencialidad ontológica al recordar a los seres humanos – a cada ser humano – que todos somos pobres por no ser dueños de nuestra vida en tanto no tenemos dominio sobre su duración ni sobre su futuro. Nuestra verdadera pobreza deviene de la perenne inseguridad dada por nuestra condición de mortales y la verdadera riqueza es la Redención que nos donó Cristo, la que nos permite no rendirnos a lo contingente, de lo que nuestra vida terrena forma parte.

Esa frágil pobreza ontológica impuesta a todas las personas por nuestra condición de mortales, pone en cuestión la voluntad irrealizable de perennidad en el poder que caracteriza al matrimonio gobernante y ahora se manifiesta, entre otros síntomas, en el intento de re-reelección de la presidente y la reafirmación de esa pobreza/riqueza esenciales de la condición humana, incomoda la desmedida ambición de continuidad en el poder de los Kirchner ya que delata la incapacidad que ambos para aceptar en plenitud su pobre condición de mortales.

Sólo Dios sabe si Néstor llegó a superar esa incapacidad a la hora inesperada de su muerte y oramos para que así haya sido. Pero las constantes invocaciones de su viuda a “Él” – como si pronunciar su nombre estuviera vedado como lo estaba para el pueblo judío nombrar a Dios – nos llevan a suponer que no termina de resignarse a aceptar que ella y su esposo no se eximen de la pobreza de ser mortales y que, como advierte el refrán popular, “la mortaja no tiene bolsillos” (que, según recordó el papa Francisco, le era dicho por su abuela)  y tampoco puede portar ninguno de los atributos del poder terreno.

Por lo demás, el método kirchnerista para construir poder cayó en la tentación de contraponer, dividir, polarizar e insultar y en el procedimiento de acumular las tintas acusatorias sobre chivos emisarios a los que responsabilizar por los males de la comunidad.

Un talante que no podía menos que chocar con quien estaba y está mandado a unir en tanto es un líder religioso y religión viene de re-ligar, volver a unir lo que está fracturado, dividido, enfrentado y también exhorta a asumir las propias responsabilidades, como lo muestra el sacramente de la reconciliación (confesión).

A ello se añade que el kirchnerismo buscó un sustento cultural e ideológico para su régimen en el engagement con los “progresistas” de este tiempo, que expresan a actores y consignas derivadas de una ética de las costumbres que reflejan su tránsito de los mesianismos ideológicos al relativismo hedonista que se diferencia de sus predecesores de décadas anteriores, cuyo compromiso principal era con actores y consignas políticas y sociales.

Esa reconversión del “progresismo”, al menos en parte, es un intento de superación de la profunda crisis en la que esa corriente entró a partir de 1990 con la desaparición de la Unión Soviética y el colapso del socialismo real, que sumió en la perplejidad y el desconcierto a quienes, de un modo u otro, adherían al marxismo, esa weltanschauung que dominó el siglo XX y cuyos efectos en la vida de quienes padecieron el poder de esos constructos utópicos dieron razón al poeta alemán Novalis cuando escribió: “Cada vez que el hombre quiso edificar el Paraíso en la tierra, lo que hizo fue instalar el Infierno”.

 Al respecto S.S. Benedicto XVI, en su discurso pronunciado en la asamblea de Aparecida (Brasil) de la Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM), decía lo siguiente: "Tanto el capitalismo como el marxismo prometieron encontrar el camino para la creación de estructuras justas y afirmaron que éstas, una vez establecidas, funcionarían por sí mismas; afirmaron que no sólo no habrían tenido necesidad de una precedente moralidad individual, sino que ellas fomentarían la moralidad común. Y esta promesa ideológica se ha demostrado que es falsa. Los hechos lo ponen de manifiesto. El sistema marxista, donde ha gobernado, no sólo ha dejado una triste herencia de destrucciones económicas y ecológicas, sino también una dolorosa destrucción del espíritu. Y lo mismo vemos también en Occidente, donde crece constantemente la distancia entre pobres y ricos y se produce una inquietante degradación de la dignidad personal con la droga, el alcohol y los sutiles espejismos de felicidad."

En cuanto al clima espiritual que suscitó la crisis del racionalismo en general y de las ideologías en especial, es descripto por el beato Juan Pablo II  en su encíclica "Fe y Razón"[5] en estos términos: “Como consecuencia de la crisis del racionalismo, ha cobrado entidad el nihilismo. Como filosofía de la nada, logra tener un cierto atractivo entre nuestros contemporáneos”.

Agregaba el Santo Padre en esa encíclica que “en la interpretación nihilista la existencia es sólo una oportunidad para sensaciones y experiencias en las que tiene primacía lo efímero. El nihilismo está en el origen de la difundida mentalidad según la cual no se debe asumir ningún compromiso definitivo, ya que todo es fugaz y provisional”.

Como señala Jorge Castro, “la gran disyuntiva de nuestra época es entre el secularismo radical de la sociedad de la técnica, por un lado, y la pregunta por Dios, por el otro”[6] y a nuestro ver, las manifestaciones vernáculas de ese “progresismo” posmoderno padecen de ese secularismo raigal, enfermedad cultural y espiritual de dimensión pandémica que abarca al mundo globalizado de hoy, de la que algunos de cuyos síntomas son los siguientes:

·        La creciente tendencia a que los vínculos de las personas con la realidad en general y en especial con las otras personas sean menos permanentes y profundos y más efímeros y superficiales, entre cuyos efectos destaca el debilitamiento de la familia.

·        La percepción distorsionada del tiempo causada por la dificultad humanas para aprehender en su interioridad el ritmo acelerado de los cambios exteriores, en especial los generados por las fenomenales transformaciones suscitadas por la ciencia y la tecnología.

·        La creciente renuencia a asumir las responsabilidades individuales que son propias de la vida (por dar apenas un ejemplo, es perceptible que muchas familias buscan desentenderse de la educación de los hijos y delegarla por completo en las instituciones escolares o en la televisión).

·        El extendido hedonismo que induce a rechazar al sufrimiento, un componente inevitable de la experiencia vital que dista de ser inútil.

 ·        El ocaso del sentido trascendente de la vida, que reinstaló con agudeza un miedo enfermizo a la muerte entre cuyos efectos indirectos está el rechazo de los ancianos – tal vez porque son testigos incómodos de la inevitabilidad del camino humano hacia una muerte terrenal que en ellos está más cercana – y el culto a la juventud, entre cuyas manifestaciones más frívolas pueden citarse la creciente recurrencia a la cirugía estética o la vestimenta “informal” que tienden a adoptar los adultos, imitando a los jóvenes.  

·        El deterioro de la identidad personal y la adopción de un modo de vida cotidiana menos humano que padecen muchos de los que migraron desde el campo y desde ciudades pequeñas y medianas a las megalópolis contemporáneas, acerca de lo cual Samuel P. Huntington afirma que "a nivel individual, las migraciones de personas hacia ciudades, escenarios sociales y ocupaciones desconocidas, destruyen los vínculos locales tradicionales, generan sentimientos de alienación y provocan crisis de identidad para las que la religión, con frecuencia, ofrece una respuesta”.

Esta crisis cultural que fue anticipada por el sociólogo estadounidense Daniel Bell en un libro que publicó en 1982[7] del que, siguiendo con la tendencia a apoyarnos en ideas y palabras de otros, reproducimos aquí tres párrafos.

El beato Juan Pablo II supo sintetizar el proceso que estamos considerando al decir lo siguiente: “En numerosos países, después de la caída de las ideologías que ligaban la política a una concepción del mundo, un riesgo no menos grave aparece hoy: el riesgo de la alianza entre la democracia y el relativismo ético”.

En el caso específico de la última década de la Argentina de los K, esa “alianza entre la democracia y el relativismo ético” no se fundó en la adhesión de quienes llegaron al gobierno en 2003 a los presupuestos ideológicos del “progresismo”, sino en el uso instintivo, pragmático y oportunista de las tesis gramscianas acerca del peso de la hegemonía cultural y la construcción de sentido común para la acumulación de poder.

Néstor Kirchner, que había accedido a la Presidencia con apenas el 22 por ciento de los votos, necesitaba de un discurso ideológico que contribuyera a dotarlo de legitimidad y le hiciera ganar cierto apoyo en un segmento significativo de la clase media urbana - que es la que forma opinión pública- para así disponer del espacio que le permitiera acumular poder para sí a través de la doble vía de convertir al Partido Justicialista en Partido del Estado bajo su control personal y consolidar un capitalismo de cómplices, con un manejo personal y centralizado de los recursos públicos.

Su instinto de animal político le permitió comprender que la mejor relación costo-beneficio para esa operación estaba en la captación del “progresismo”, espacio que estaba vacante y desencantado después del brutal fracaso del Frente Amplio en la Alianza que, a través de Carlos “Chacho Álvarez” entre otros, gobernó con la UCR y Fernando De la Rúa en la fugaz y fracasada gestión que fue de 1999 al 2001.

Entre los principales ingredientes que hicieron pasar por “progresista” al relato oficial estuvo haber concedido la condición de historia oficial y monocorde a la versión “montonera” de los años de plomo, basando en ella la política gubernamental de “derechos humanos” y el aval dado al giro al relativismo hedonista de la izquierda neomarxista, que sustituyó a las mayorías compuestas por obreros, campesinos y estudiantes de ayer por las minorías que integran homosexuales, drogadictos, feministas, indigenistas, etc. y a trocar las consignas que antaño postulaban el poder popular y la liberación nacional y social por las que hogaño proponen el matrimonio entre personas del mismo sexo, el aborto libre y otras similares.

Fue así que Néstor Kirchner pudo sacar “chapa” de progresista con actitudes como, entre otras, bajar la foto del general Videla en el Colegio Militar, avalar la persecución a integrantes de las Fuerzas Armadas y de Seguridad que hubieran tenido alguna actuación entre 1976 y 1983 o apoyar la llamada ley de matrimonio igualitario con el único voto que emitió después de ser electo diputado en 2009.

Con esos y otros gestos que no tenían para él costo significativo alguno justificó ante la clase media progresista su capitalismo de cómplices basado en una matriz productiva de empleos de poca calidad, baja productividad y competitividad y escaso valor agregado relativo de los bienes y servicios producidos; su política social de asistencialismo clientelista que no sacó a los pobres de la pobreza sino que, en el mejor de los casos, alivió sus carencias materiales a cambio de vulnerar aún más su dignidad y su política institucional que hizo tabla rasa de las normas constitucionales que establecen la forma representativa, republicana y federal de gobierno.

En otros términos, el espacio de poder que los Kirchner brindaron a quienes representan a nuestro sedicente progresismo posmoderno, entre otros, Hebe de Bonafini y Estela Carlotto, Carta Abierto y La Cámpora, entidades de homosexuales y abortistas; les habilitó para aliarse con dirigentes que ese mismo progresismo considera reaccionarios (por ejemplo los llamados “barones del conurbano” o el gobernador de Formosa), a favorecer la minería a cielo abierto y en general a la primarización de la economía argentina, a imponer un régimen autoritario de gobierno, a apañar y beneficiarse de una desmesurada corrupción y a acumular una importante fortuna personal desde el ejercicio del poder político, sin por eso perder del todo su imagen de “progresistas”.

  Esa tolerancia de la opinión pública ante la incoherencia entre los dichos “progresistas” y los hechos “reaccionarios” del kirchnerismo, encontró justificación en la  administración económica prolija y eficiente que mantuvo hasta 2006 el equipo que conducía Roberto Lavagna, que generó una situación de creciente prosperidad material, sobre todo en comparación con la crisis del 2001.

Pero en ese cielo despejado de credibilidad que la buena parte de la opinión pública concedía al relato de los K acerca de sí mismos y de sus supuestas virtudes “nacionales y populares”, a partir de 2004 tronó una voz disonante que tenía el efecto incómodo de un rayo de tormenta: la del arzobispo de Buenos Aires, presidente de la Conferencia Episcopal y cardenal primado de la Argentina, Jorge Mario Bergoglio.

Para colmo de males esa voz “políticamente incorrecta” se hacía oír en la homilía de la misa de Te Deum que se oficia los 25 de mayo en la Catedral Metropolitana con la presencia de los más destacados funcionarios de gobierno, comenzando por el presidente de la Nación, lo que la hacía estentórea y quien la emitía no aceptaba ningún condicionamiento a su contenido ni era posible réplica alguna en el mismo acto.

En otros términos, a los Kirchner les resultaba inaceptable tener que someterse a escuchar y que se escuchara la palabra cargada de verdad y autoridad de la Iglesia expresada por quien era su vocero – al que no podían reemplazar, censurar, comprar o acallar – que cuestionaba su relato edulcorado de la realidad y se permitía llamar al pan, pan y al vino, vino.

¿Pero que fue lo que dijo monseñor Bergoglio en sus homilías de los Te Deum de 2004 y 2005 que tanto molestó a los Kirchner? Para elucidarlo reproducimos aquí algunos de los párrafos de esas alocuciones que pudieron irritar a los K.

A estas homilías debe añadirse que, en los susceptibles oídos del kirchnero-cristinismo, sonaban a críticas a sus políticas la enunciación de los principios de la Iglesia que el episcopado argentino reivindicó en estos años a través de documentos que, en todos los casos, fueron impulsados o al menos avalados por monseñor Bergoglio. Sirve, entonces, reproducir partes de algunos de esos documentos del episcopado argentino.

Comenzamos por citar algunos párrafos del documento titulado Creemos en Jesucristo, Señor de la historia, que emitió la Conferencia Episcopal en el Adviento de 2012.

En 2007, la Comisión Permanente del Episcopado emitió una declaración en la que señalaba los siguientes desafíos que consideraba los más significativos entre los que nos comprometen como ciudadanos.

a)      La vida: es un don de Dios y el primero de los derechos humanos que debemos respetar. Corresponde que la preservemos desde el momento de la concepción y cuidemos su existencia y dignidad hasta su fin natural;

b)      La familia: fundada en el matrimonio entre varón y mujer, es la célula básica de la sociedad y la primera responsable de la educación de los hijos. Debemos fortalecer sus derechos y promover la educación de los jóvenes en el verdadero sentido del amor y en el compromiso social;

c)      El bien común: es el bien de todos los hombres y de todo el hombre. Debemos ponerlo por sobre los bienes particulares y sectoriales. Su primacía sustenta y fortalece los tres poderes del Estado, cuya autonomía, real y auténtica, se hace imprescindible para el ejercicio de la democracia. Dicho bien común se afianza cuando la autoridad sanciona leyes justas y vela por su acatamiento. También el ciudadano está obligado en conciencia a cumplirlas, salvo que se opongan a la ley natural;

d)      La inclusión: debemos priorizar medidas que garanticen y aceleren la inclusión de todos los ciudadanos. La pobreza y la inequidad, no obstante el crecimiento económico y los esfuerzos realizados, siguen siendo problemas fundamentales. Toda gestión social, política y económica debe estar orientada al logro de una mayor equidad, que permita a todos la participación en los bienes espirituales, culturales y materiales;

e)      El federalismo: tenemos que promover el verdadero federalismo, que supone el fortalecimiento institucional de las Provincias, con su necesaria y justa autonomía respecto del poder central. Los poderes del Estado se ennoblecen cuando consolidan la estructura federal y republicana del País;

f)        Políticas de Estado: la experiencia nos ha enseñado que una sociedad no crece necesariamente cuando lo hace su economía, sino sobre todo cuando madura en su capacidad de diálogo y en su habilidad para gestar consensos que se traduzcan en políticas de Estado, que orienten hacia un proyecto común de Nación. Este sigue siendo un fuerte desafío para nuestra democracia.

Por fin, ya en 2003 y en el documento Navegar Mar Adentro, los obispos presididos por Bergoglio presentaban estas dramáticas advertencias:

Es evidente que las citas de las homilías de Bergoglio y de los documentos episcopales en los que el actual papa Francisco tuvo intervención aquí transcriptas bien pudieron ser leídas como críticas a su gestión por parte de gobernantes tan poco abiertos a escuchar otras voces como los Kirchner.

Pero nos parece que esas palabras eclesiales son un sayo que también va la medida de los dirigentes políticos de la oposición quienes, por lo general, prefirieron apropiarse de ellas para arrojarlas al gobierno antes que hacerse cargo de sus propias responsabilidades por los males que esos pronunciamientos denuncian.


[1] Paul Johnson, Estados Unidos, la historia, Javier Vergara Editor, 2001.

[2] Romano Guardini, El Ocaso de la Edad Moderna, Ediciones Cristiandad, 1981

[3] Joseph Ratzinger, Iglesia y Modernidad, Ediciones Paulinas, 1987

[4] Jorge Castro, Dios en la Plaza Pública, Ágape, 2012

[5] Juan Pablo II, Fides et ratio, Ediciones Paulinas, 1998

[6] Jorge Castro, Ob. Cit.

[7] Bell, Daniel, Las Contradicciones Culturales del Capitalismo, Alianza, 1982

 

Libro Completo:

El Primer Papa Peronista, Argentino, Americano y Jesuita

 Por Víctor E. Lapegna  (Bs. As., mayo 2013)

INDICE

I. INTRODUCCIÓN

II. LA NOVEDAD DEL PAPA PERONISTA

III. LA NOVEDAD DEL PAPA ARGENTINO

·        Aportes de la Iglesia Católica a la Argentina

·        Cura, arzobispo o papa, Bergoglio es uno y el mismo

·        Causas de los choques del kirchnero-cristinismo con Bergoglio

IV. LA NOVEDAD DEL PAPA AMERICANO

·        ¿Por qué fue elegido ahora un papa americano?

·        La estructura institucional de la Iglesia Católica

·        La nueva evangelización en Europa

·        La nueva evangelización en el África subsahariana

·        La nueva evangelización en Asia

·        La nueva evangelización en y desde América

V. LA NOVEDAD DEL PAPA JESUITA

·        Franciscanos y dominicos en la reforma católica y la nueva evangelización

·        Los jesuitas, militantes de Dios y caballería del Papa

·        El generalato del padre Arrupe en la Compañía de Jesús

·        La turbulenta década de 1970

·        Cambios en la Universidad del Salvador y en la Compañía de Jesús

·        El Movimiento de Sacerdotes por el Tercer Mundo

·        La “teología de la liberación” ideológica y la evangélica “teología popular argentina”

VI. CONCLUSIONES

ANEXO I: La Nación Por Construir (por Monseñor Jorge M Bergoglio)

ANEXO II: Síntesis de textos del papa Francisco

  I. INTRODUCCIÓN

Dios no cesa de sorprendernos y volvió a hacerlo al inspirar a los cardenales que al elegir nuevo Papa optaron por Jorge Mario Bergoglio, el primer peronista, argentino, americano y jesuita que se hace cargo del timón de la Iglesia de Cristo, una y la misma en todos los tiempos.

Es obvio e indiscutible que Francisco es el primer papa argentino, americano y jesuita de la historia de nuestra Iglesia y lo que aquí hacemos es exponer el significado que percibimos en esas novedades.

Pero no es obvio y menos aún indiscutible decir de Bergoglio que es también el primer papa peronista, hipótesis que muchos pueden considerar indebida, irreverente o escandalosa, lo que amerita que dediquemos el primer capítulo de este texto a tratar de explicarla.

Antes de entrar en el análisis de las novedades que trajo consigo el nuevo papa, en esta introducción quisimos anotar algunas observaciones acerca del sentido que atribuimos a la dimisión de Benedicto XVI, también bastante novedosa dado que la anterior renuncia de un papa se produjo hace unos 600 años.

Intuimos que en el tránsito de Ratzinger a Bergoglio puede estar la búsqueda de respuestas a un interrogante esencial para nuestra Iglesia y para la humanidad toda, que se corresponde con el cambio de época que estamos viviendo, uno de cuyos signos es la llamada globalización.

Esa pregunta es como hacer que la Verdad del Evangelio, siendo como es universal y eterna, llegue a contener en sí a todas las verdades nacionales y contingentes de las diversas culturas populares en las que se encarna.

El otro lado del mismo interrogante es como esa Verdad universal y eterna del Evangelio llega sin recortes ni distorsiones a todas las diversas culturas de los pueblos-naciones, de modo que pueda ser reconocida y asumida en toda su plenitud por todos (¿por muchos?).

En esta perspectiva la renuncia de Benedicto XVI  puede ser vista como el canto del cisne de una Iglesia centrada en Europa - que por eso no llegaba a ser en verdad “católica” -  dado que el papa Ratzinger llevó esa concepción eurocéntrica a su punto más alto y profundo y tal vez desde ahí tomó conciencia de que la vocación y aptitud de universalidad de esa perspectiva ya había dado de sí todo lo que podía dar.

Ese agotamiento de la Iglesia eurocentrada era anunciada por el entonces cardenal Joseph Ratzinger en una conferencia dada en 1999 en la Universidad de la Sorbona, cuando señalaba: “A principios de este siglo, Ernst Troeltsch formuló filosófica y teológicamente el retiro al interior del cristianismo con relación a su pretensión universal original, que sólo podía fundarse sobre su pretensión de verdad. Se convenció de que las culturas son insuperables y de que la religión está ligada a las culturas. El cristianismo no es más que la parte del rostro de Dios que está vuelta hacia Europa”.

Añadía “que la fuerza que transformó al cristianismo en una religión mundial consistió en su síntesis entre razón, fe y vida: esta síntesis precisamente halla en las palabras “religio vera” una expresión abreviada. Se impone aún más la pregunta: ¿por qué esta síntesis no convence hoy? ¿Por qué la racionalidad y el cristianismo se consideran, más aún, contradictorios y hasta excluyentes? ¿Qué cambió en la racionalidad, qué cambió en el cristianismo para que así sea?”

Ratzinger presentaba ahí otro interrogante esencial: “La pretensión del cristianismo de ser la “religio vera” ¿está rebasada por el progreso de la racionalidad? ¿Es indispensable rebajar el nivel de su pretensión e insertarla en la visión neoplatónica o budista o hindú de la verdad y del símbolo? ¿Conformarse, como lo propuso Troeltsch, con mostrar del rostro de Dios la parte que mira hacia los europeos? ¿Debe darse inclusive un paso más que Troeltsch, que consideraba todavía al cristianismo como la religión adaptada a Europa, tomando en cuenta que hoy en día la propia Europa duda de que esté adaptada? Esta es hoy la pregunta verdadera que deben enfrentar la Iglesia y la teología”.

Concluía que “todas las crisis que observamos ahora dentro del cristianismo sólo radican de manera muy secundaria en problemas institucionales. Los problemas de instituciones y de personas en la Iglesia se desprenden al cabo de esta pregunta y de su peso inmenso”.

Quien era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe también expuso la hipótesis del agotamiento de Europa en otra conferencia pronunciada en el Senado de Italia el 13 de mayo de 2004, al decir lo siguiente: “el mundo de valores de Europa, su cultura y su fe, aquello sobre lo que se basa su identidad, ha llegado al final y está saliendo del escenario; da la impresión de que ha llegado la hora de los sistemas de valores de otros mundos, de la América precolombina, del Islam, de la mística asiática”.

Desde esa perspectiva convocaba a que Europa, en tanto expresión de Occidente, busque en su interioridad la recuperación del sentido religioso perdido, al advertir que “para las culturas del mundo, la profanidad absoluta que se ha ido formando en Occidente es algo profundamente extraño. Están convencidas que un mundo sin Dios no tiene futuro. Por lo tanto, justamente la multiculturalidad nos llama a entrar nuevamente en nosotros mismos”.

Cierto es que no hay ninguna referencia explícita a ese agotamiento del eurocentrismo eclesial en el texto de la renuncia de Benedicto XVI, presentada el 12 de febrero de 2013, donde el Santo Padre decía: “Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”.

Agregaba luego: “Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando. Sin embargo, en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado”.

Este papa sabio y amable no explicitó en el texto de su dimisión cuales eran las “rápidas transformaciones” a las que está sujeto el mundo de hoy o las “cuestiones de gran relieve para la vida de la fe” que lo sacuden y hacen que “para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio”, además de la oración y el sufrimiento, sea “necesario también el vigor, tanto del cuerpo como del espíritu”.

 

 Por nuestra parte nos permitimos suponer que, sin mengua de que la disminución de su vigor corporal y espiritual hayan sido los motivos esenciales de su renuncia, también pudo haber inducido a que Benedicto XVI tomara esa determinación su percepción de la necesidad de que la Iglesia pasara a ser conducida por alguien que viera al mundo con una mirada nueva y distinta, ya no europea.

Si esta presunción nuestra tuviera alguna relación con la realidad, el hecho que se haya venido a buscar al nuevo papa a este lugar de América situado en el “fin del mundo” podría abrir la posibilidad de que todo pase a ser visto desde Roma con una perspectiva diferente de la de los papas que, durante muchos siglos, observaron todo conforme a la cultura de ese “centro del mundo” que era Europa, posibilidad que alienta nuestra esperanza en que el advenimiento del papa Francisco sea un paso en el camino que lleve a que nuestra Iglesia alcance en plenitud su dimensión católica.

Sin embargo, reconocemos que esa interpretación nuestra acerca del tránsito del papado “europeísta” de Benedicto XVI al “americanista” de Francisco, no parece coincidir con la opinión mucho más autorizada del cardenal Gianfranco Ravasi, presidente del Pontificio Consejo para la Cultura de la Santa Sede, que en declaraciones que hizo al sitio Vatican Insider dijo que, “pese a ser Francisco un Papa muy extranjero, ha subrayado con fuerza que es obispo de Roma. En el futuro será indispensable pensar en un Papa europeo o italiano por una razón simple: la cuna de la catolicidad es europea y esta cultura no es una cosa marginal como podría ser la cristiandad asiática o la cultura católica africana, que es aún minoritaria y secundaria. Es el gran patrimonio. No se puede archivar toda la filosofía y toda la teología de dos milenios que el Occidente, sobre todo Europa, ha creado. En este sentido se debe recordar que el Papa es ciertamente universal pero no cesa de tener como su base la cultura europea. ¡Imagínense si tuviésemos que construir la teología de la Iglesia desde las corrientes africanas o latinoamericanas! De hecho Bergoglio estudió en Alemania, un gran autor europeo como Romano Guardini. Por lo tanto es un aspecto que no se puede olvidar”.

Dicho eso, el cardenal Ravasi admitía que en la elección del nuevo papa incidió “un elemento innegable: el reconocimiento que, a pesar de todos sus problemas, la cristiandad latinoamericana es significativa a nivel cuantitativo y cualitativo porque es una comunidad muy vivaz, creativa. Los católicos de esa región se convierten en ejemplo para nosotros los europeos, que estamos bloqueados por la secularización pero carecemos de grandes estímulos. Las nuestras parecen comunidades cansadas, desde el punto de vista religioso, mientras aquellas son mucho más reactivas. Esto más allá de la persona de Bergoglio que no era particularmente conocida”.

Compartimos la valorización del prelado acerca de las virtudes de la cultura europea y sería una necedad insostenible negar o subestimar sus esenciales aportes a la Iglesia y a toda la humanidad, muchos de los cuales mantienen lozanía y vigencia.

También debe convenirse con el cardenal Ravasi en que “la cristiandad asiática” es “una cosa marginal” ya que en ese continente, habitado por algo más de 4.100 millones de personas, los católicos son hoy apenas unos 130 millones.

Pero esa situación de marginalidad que es la realidad del catolicismo en el Asia de hoy, no es ajena al resultado de la llamada “controversia sobre los ritos” suscitada en el siglo XVII por las críticas de sectores de la curia romana a los métodos de evangelización en China de los jesuitas guiados por el padre Matteo Ricci, que terminaron siendo condenados por Roma.

Diríamos que esas aguas trajeron estos lodos, pese a que esa condena fue levantada a mediados del siglo pasado y la Iglesia reconoce hoy en el misionero jesuita al apóstol de China.

Así, en 2010 y en ocasión de cumplirse 400 años de la muerte del padre Ricci, el papa Benedicto XVI dijo de él que “es un caso singular de feliz síntesis entre el anuncio del Evangelio y el diálogo con la cultura y el pueblo al que se lleva, un ejemplo de equilibrio entre claridad doctrinal y prudente acción pastoral".

Vale señalar que quienes criticaron e hicieron que se condenaran los métodos de evangelización del padre Ricci y sus hermanos jesuitas, en buena medida se basaban en identificar al catolicismo con la cultura europea. De ahí que nos parezca errada la postura que hoy parece asumir el cardenal Ravasi al afirmar que el Papa debe “tener como su base la cultura europea” ya que ayer esa noción contribuyó a que hoy, en palabras del mismo prelado, “la cristiandad asiática” sea “una cosa marginal”.

Es cierto también que, dado que los católicos son apenas el 19% de la población de África, puede decirse que “la cultura católica africana es aún minoritaria y secundaria”, según la expresión del presidente del Pontificio Consejo para la Cultura de la Santa Sede.

Pero hay que decir también que si la misión evangelizadora de la Iglesia Católica en ese continente fue algo tardía y no tan intensa como hubiera sido de desear, se debió en parte a las concepciones eurocéntricas que prevalecieron en Roma y a una excesiva tolerancia para con las políticas de dominación que llevaron a cabo en África potencias europeas católicas, como Francia y Bélgica.

De ahí que supongamos que el papa Francisco, por ser jesuita, tiene asumido el método de inculturación del Evangelio en las particulares culturas de los pueblos del mundo que caracterizó a la espléndida acción misionera de la Compañía de Jesús y que por ser americano y argentino su papado ha de expresar la cultura mestiza propia de esa identidad, que a la vez es y no es europea.  

Esa suposición esperanzada se apoya en diversos datos que tratamos de mostrar aquí y también se manifiesta en el manuscrito que, poco antes de que el cónclave lo eligiera papa, Bergoglio le entregó al cardenal cubano Jaime Ortega, donde decía entre otras cosas lo siguiente:

“Evangelizar supone en la Iglesia la parresía de salir de sí misma. La Iglesia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no solo las geográficas, sino también las periferias existenciales: las del misterio del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria”.

“Cuando la Iglesia no sale de sí misma para evangelizar deviene autorreferencial y entonces se enferma (cfr. La mujer encorvada sobre sí misma del Evangelio). Los males que, a lo largo del tiempo, se dan en las instituciones eclesiales tienen raíz de autorreferencialidad, una suerte de narcisismo teológico. En el Apocalipsis Jesús dice que está a la puerta y llama. Evidentemente el texto se refiere a que golpea desde fuera la puerta para entrar... Pero pienso en las veces en que Jesús golpea desde dentro para que le dejemos salir. La Iglesia autorreferencial pretende a Jesucristo dentro de sí y no lo deja salir”.

  

“La Iglesia, cuando es autorreferencial, sin darse cuenta, cree que tiene luz propia; deja de ser el mysterium lunae y da lugar a ese mal tan grave que es la mundanidad espiritual (Según De Lubac, el peor mal que puede sobrevenir a la Iglesia). Ese vivir para darse gloria los unos a otros”.

“Simplificando; hay dos imágenes de Iglesia: la Iglesia evangelizadora que sale de sí; la Dei Verbum religiose audiens et fidenter proclamans, o la Iglesia mundana que vive en sí, de sí, para sí. Esto debe dar luz a los posibles cambios y reformas que haya que hacer para la salvación de las almas”.

“Pensando en el próximo Papa: un hombre que, desde la contemplación de Jesucristo y desde la adoración a Jesucristo ayude a la Iglesia a salir de sí hacia las periferias existenciales, que la ayude a ser la madre fecunda que vive de la dulce y confortadora alegría de la evangelizar".

Ese llamado del nuevo papa a que la Iglesia deje de estar situada en un centro confortable para ir a las periferias, se compadece con la evolución que se viene dando en el mundo, en la que el centro tiende a tornarse en periferia y la periferia en centro.

Así lo indica, al menos, la realidad económica mundial de los últimos años, que muestra como los llamados países emergentes que eran tenidos por periféricos, en especial los de Asia y América Latina, registran una dinámica y unos niveles de crecimiento que contrasta con las crisis y el estancamiento relativo de los países tenidos por centrales y más desarrollados.  

También conviene subrayar que las novedades que trajo consigo el nuevo papa se complementan con los fuertes rasgos de continuidad que unen a Francisco con sus antecesores en general y con Juan Pablo II y Benedicto XVI en particular.

Un ejemplo de esa continuidad entre los tres últimos Sumos Pontífices es su testimonio común - expresado en cada caso conforme al específico modo de ser de cada uno – que se da en la coherencia entre dichos y hechos o, por decirlo de otra forma, entre las palabras que predicaron y predican y los actos que realizaron y realizan. Esa virtud compartida por Wojtyla, Ratzinger y Bergoglio, que les es reconocida aún por sus críticos más acerbos, resalta más en esta época en la que tantos dirigentes abusan de “caretear”, esto es, de decir una cosa y hacer otra.

Además de ese compartido testimonio de coherencia, ciertas semejanzas entre el papa Ratzinger y el papa Bergoglio nos evocan las que G. K. Chesterton percibió entre santo Tomás de Aquino y san Francisco de Asís, descriptas en su breve pero espléndida biografía del autor de la Suma Teológica en estos términos: “(…) san Francisco, a pesar de todo su amor por los animales, nos salvó de ser budistas y santo Tomás, a pesar de todo su amor por la filosofía griega, de ser platónicos. Pero quizás resulte mejor decir esta verdad en su forma más simple: ambos reafirmaron la encarnación trayendo de nuevo a Dios a la Tierra”.

El escritor inglés – quien estaba dotado de un gran talento para exponer en forma clara y amena temas complejos y profundos, por lo que leerlo es un modo placentero y hasta divertido de aprender cuestiones trascendentes y esenciales - explica que el amor de san Francisco a la entera Creación estaba en las antípodas de la mera contemplación pasiva a la que tiende la filosofía oriental y que, además de ser activo, su amor a todos los seres no le impedía hacer una clara distinción entre el Creador y su obra.

 

Mutatis mutandi, el actual papa, que eligió llamarse Francisco para reafirmar la opción preferencial de la Iglesia por los pobres, postula y practica hacia ellos un amor activo, que se diferencia con claridad de aquellos que pretenden hacer de esa opción, una ideología.

Así, en su homilía de una misa reciente en la que participaron empleados de los Museos Vaticanos y del Pontificio Colegio Portugués, dijo el papa Bergoglio: “Pensemos en aquel momento  de la Magdalena, cuando lava los pies de Jesús con el nardo, tan caro. Es un momento religioso, un momento de agradecimiento, un momento de amor. Y él (Judas Iscariote) se aleja y hace una crítica amarga: ´¡Pero esto lo podríamos usar para los pobres!´. Esta es la primera referencia que yo he encontrado en el Evangelio de la pobreza como ideología. El ideólogo no sabe qué es el amor, porque no sabe darse”.

En el mismo sentido, en un posterior discurso dirigido a los embajadores ante la Santa Sede de Kirguistán, Antigua y Barbuda, el Gran Ducado de Luxemburgo y Botswana, el papa Francisco dijo: “animo a los expertos financieros y a los líderes gubernamentales de sus países a considerar las palabras de San Juan Crisóstomo: "No compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles sus vidas. No son nuestros los bienes que poseemos, sino suyos". También subrayó: “El Papa ama a todos, ricos y pobres; pero el Papa tiene la obligación, en nombre de Cristo, de recordar que los ricos deben ayudar a los pobres, respetarlos, promoverlos. El Papa insta a la solidaridad desinteresada y a un retorno de la ética en favor del hombre en la realidad económica y financiera”.

Lo dicho: si Chesterton afirmaba que el santo de Asís nos instó a amar a todo lo creado y “nos salvó de ser budistas”, podríamos nosotros decir que el papa Francisco nos convoca a amar a los pobres y nos salva de ser “ideólogos de la pobreza”.

En cuanto a la afirmación de Chesterton acerca de que santo Tomás nos salvó “de ser platónicos”, alude al firme realismo del pensamiento teológico y filosófico del Aquinate. Para decirlo con sus palabras, siempre mejores que las nuestras: “santo Tomás fue un gran hombre que reconcilió a la religión con la razón, que amplificó ésta por la vía de la ciencia experimental, que insistió en que los sentidos eran ventanas del alma y en que la razón tenía el derecho divino de alimentarse con hechos y que incumbía a la fe digerir el alimento del más duro y más práctico de los filósofos paganos” (Aristotéles).

También aquí mutatis mutandi, percibimos que Joseph Ratzinger, antes y después de ser el papa Benedicto XVI y al igual que santo Tomás de Aquino, se dedicó con talento extraordinario a tratar de recuperar y volver a dotar de sentido y verdad ala fuerza que transformó al cristianismo en una religión mundial (que) consistió en su síntesis entre razón, fe y vida”.

 

 II. LA NOVEDAD DEL PAPA PERONISTA

El 17 de octubre de 1945, cuando nació el peronismo, Jorge Mario Bergoglio tenía 8 años; el 24 de febrero de 1946, cuando Juan Domingo Perón fue electo presidente por primera vez, hacía poco que había cumplido los 9 y el 16 de setiembre de 1955, al producirse el golpe de Estado que derrocó a Perón era un muchacho de 18 años.

Criado en un hogar simpatizante del peronismo, buena parte de la infancia y toda la adolescencia de Bergoglio coincidió con las dos primeras Presidencias de Perón, con lo que fue uno de los niños que eran los “únicos privilegiados”.

Al menos parte de su escuela primaria la cursó en el colegio Don Bosco de los salesianos en el cual, según me consta en forma personal y directa, hasta 1955 había un clima de franca simpatía hacia el peronismo.

Egresó como técnico químico de la Escuela “Hipólito Yrigoyen” de Educación Técnica, rama de la enseñanza media creada y promovida por los dos primeros gobiernos de Perón, hacia el que manifestó su adhesión, aún cuando eso le valió censuras del director de la escuela.

Aunque su ingreso al seminario se produjo en 1957, cuando estaban aún frescas las cicatrices de las heridas que en 1955 se abrieron en la relación entre el peronismo y la Iglesia, su ordenación sacerdotal recién tuvo lugar en 1969 (el proceso de formación de los jesuitas es más extenso que el de otros religiosos), que fue el año de los estallidos populares que se denominaron “rosariazo” y “cordobazo”.

Los primeros años de Bergoglio en el sacerdocio fueron los de una época en la que en el mundo, en América Latina y en la Argentina se extendió un clima cultural signado por la creciente tendencia de los jóvenes a asumir un compromiso político absorbente y radical, en muchos casos hacia opciones revolucionarias influenciadas por las versiones “castro-guevaristas” y “maoístas” de la ideología marxista.

También en los círculos de militancia católica de aquellos años, movilizados por el espíritu renovador que suscitó el Concilio Vaticano II, no faltaron quienes quedaron bajo cierta hegemonía intelectual y política del marxismo que, en gran medida, tiñó el desarrollo de la teología de la liberación, de las comunidades de base, de la así llamada “iglesia popular” y las corrientes de “cristianos para el socialismo”, proceso que llevó a que jóvenes católicos optaran por la lucha armada, como en el caso epigramático del sacerdote colombiano Camilo Torres.

En la Argentina, ese clima de época obró sobre el telón de fondo del peronismo que, entre otros muchos elementos, tenía la condición de ser la identidad política de la mayoría de los trabajadores y de los pobres, la impronta de ser una ideología y una doctrina arraigada en la Doctrina Social de la Iglesia que rechazaba a la vez al liberalismo y el marxismo, la aceptación por parte de sus miembros de que el general Perón era su único conductor y era la bete noir de los poderes económicos establecidos y de los gobiernos ilegítimos o ilegales, civiles o militares que se venían sucediendo desde 1955.

Dada su trayectoria vital y el notorio interés de Bergoglio por la cultura – que incluye las realidades políticas, sociales y económicas - de su país y de su pueblo, es evidente que el peronismo no podía serle indiferente ya que, conforme a un juicio de realidad que no a un juicio de valor, era y es un componente central e insoslayable en la vida cultural de la Argentina y de los argentinos.

Existen testimonios que dan cuenta que en las polémicas que se dieron en el seno del Movimiento de Sacerdotes por el Tercer Mundo, Bergoglio estuvo entre quienes, al asumir la opción preferencial por los pobres y la promoción de cambios profundos pero pacíficos, se identificaron con la mayoría del pueblo que adhería a las propuestas de Perón y del peronismo y se opusieron a quienes postulaban una lectura del Evangelio en clave marxista y proponían la legitimación e incluso el protagonismo en el recurso de la violencia y la lucha armada.

Esa fue también la postura que mantuvo en su actuación como Provincial de los jesuitas entre 1973 y 1979, la que adoptó durante su envío a una parroquia de Córdoba, cuando fue obispo auxiliar de monseñor Antonio Quarracino en la Arquidiócesis de Buenos Aires, en el ejercicio del Arzobispado, de la presidencia de la Conferencia Episcopal Argentina y de su condición de cardenal primado de la Argentina y ha de ser la que lo inspire ahora, en el Papado.

Esa fidelidad con su identidad cultural se vincula a aquella virtud que Francisco comparte con Juan Pablo II y Benedicto XVI, sus más cercanos predecesores en el trono de Pedro a la que antes hicimos referencia: el testimonio de coherencia entre lo que predica y lo que se vive.

De ahí que la identidad peronista de Bergoglio deba ser entendida en clave cultural y no en un sectorial marco partidario o una estrecha especulación electoral, ya que en sus 44 años de servicio sacerdotal el actual Papa probó siempre tener muy claro que su misión evangélica, en conformidad con las enseñanzas de Jesucristo que él asumió en plenitud, está dirigida a todos, sin distinciones de ningún orden y esa amplitud pastoral se expande a todo el orbe desde que es el Papa Francisco.

En consecuencia, decir de Bergoglio que es un peronista cultural no implica reducir o parcializar la dimensión universal que pasó a tener su pensamiento y su acción al alcanzar la condición de Vicario de Cristo, en tanto se comparta nuestra lectura de la relación que existe entre peronismo e Iglesia Católica.

Para fundamentar la dimensión del peronismo cultural que vemos en la identidad del actual Papa, hemos de citar a monseñor Lucio Gera, eminente teólogo argentino que iluminó con sus ideas a la Iglesia y ayudó a la formación y discernimiento de religiosos tan destacados como Bergoglio y de laicos tan poco destacados como yo.

Explica Gera que el pueblo-nación es una comunidad de hombres reunidos en base a la participación de una misma cultura que, históricamente, concretan su cultura en una determinada voluntad o decisión política. A la cultura, tal como la entendemos aquí, es inherente un momento político. Pueblo-nación es, a nuestro parecer, un concepto esencialmente cultural-político[1].

Esa determinación política de la cultura popular se verifica en la apropiación que de la filosofía peronista hizo para sí una gran parte del pueblo argentino, de la que podría  decirse lo que la encíclica Evangelii Nuntiandi dice de la religiosidad popular al indicar que, aunque es vivida preferentemente por los “pobres y sencillos”, abarca a todos los sectores sociales, sin reduccionismos clasistas que le son explícitamente ajenos.

La condición popular de la filosofía justicialista se constata, por una parte, en su origen[2] como extracción de una razón superior que es el saber popular y por otra en su destino, ya que vuelve al pueblo transformada por Perón y la experiencia política y de gobierno del Justicialismo.

Cabe consignar que esa naturaleza del peronismo y su especial encarnación en los sectores sociales más humildes, puede haber incidido en la confusión de aquellos analistas y estudiosos del Justicialismo que, llevados por una irrefrenable tendencia a las generalizaciones simplistas, le atribuyen la falaz condición de ser una expresión más del populismo latinoamericano.

Mucho podría decirse acerca de las raíces cristianas del Justicialismo, por caso lo afirmado por Perón en un discurso del 10 de abril de 1948, en el que reconocía que sus actos de reivindicación social se basaban en el pensamiento social católico en estos términos: "siempre he deseado inspirarme en las enseñanzas de Cristo. Lo destaco porque al igual que no todos los que se llaman demócratas lo son en efecto, no todos los que se llaman católicos se inspiran en las doctrinas cristianas. Nuestra religión es una religión de humildad, de renunciamiento, de exaltación de los valores espirituales por encima de los materiales. Es la religión de los pobres, de los que sienten hambre y sed de justicia, de los desheredados".

O lo que escribía Eva Perón, en su “Historia del Peronismo” de 1950: “nosotros los peronistas concebimos el cristianismo práctico y no teórico. Por eso, nosotros hemos creado una doctrina que es práctica y no teórica. Yo muchas veces me he dicho, viendo la grandeza extraordinaria de la doctrina de Perón: ¿Cómo no va a ser maravillosa si es nada menos que una idea de Dios realizada por un hombre? ¿Y en qué reside? En realizarla como Dios la quiso. Y en eso reside su grandeza: realizarla con los humildes y entre los humildes”.

Por nuestra parte escribimos respecto de la relación peronismo- Iglesia en un documento que publicamos en abril de 1999, al cumplirse 50 años del discurso de Perón en el Congreso de Filosofía de Mendoza (“La Comunidad Organizada”), al que titulamos “La filosofía de Perón: una profecía de valor actual”, dedicado a analizar la 14ª de las 20 Verdades del peronismo, en la que se define que el Justicialismo es “una nueva filosofía de la vida simple, práctica, popular, profundamente cristiana y profundamente humanista”.

Decíamos ahí que la condición profundamente cristiana de la filosofía  justicialista se puede comprobar en la naturaleza profética que signa a la obra política y de gobierno y al despliegue del pensamiento de Perón, expresado en La Comunidad Organizada y en otros textos y discursos[3].

 

Asumimos como cierto que “la ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna, el drama de nuestro tiempo, como lo fue también en otras épocas”[4] y es perceptible que el pensamiento y la acción del Justicialismo es una búsqueda de superación de esa cesura al asumir la inserción en nuestra cultura de la doctrina social de la Iglesia, que “se desarrolló a partir del siglo XIX, cuando se produce el encuentro entre el Evangelio y la sociedad industrial moderna, sus nuevas estructuras para la producción de bienes de consumo, su nueva concepción de la sociedad, del Estado y de la autoridad, sus nuevas formas de trabajo y de propiedad”[5].

De esa búsqueda de un camino creativo de reencuentro entre Evangelio y cultura desplegada por Perón y el Justicialismo, puede decirse que se caracterizó por “la fidelidad a la propia identidad cultural, que se recrea constantemente por su carácter histórico y por su apertura universal y que aporta a reconciliar tradición y modernidad, sin caer en tradicionalismos nostálgicos o arcaizantes ni en modernizaciones miméticas y dependientes.” [6]

En cuanto a la referencia que hicimos a la condición profética de esa ínseris cultural y del desarrollo práctico de la doctrina social de la Iglesia llevada a cabo por Perón y el Justicialismo, aludimos a que ya en las décadas de 1940 y 1950 anticipó muchos de los conceptos que se fueron incorporando a esa doctrina  años después, a partir del Concilio Vaticano II y de los documentos del Magisterio que le sucedieron.

Es posible constatar esa condición profética en ideas expresadas en La Comunidad Organizada y otros textos y discursos de Perón y de Eva Perón, así como en la práctica del Justicialismo y compararlas con conceptos contenidos en documentos eclesiales posteriores como, entre otros, Gaudium et spes, Populorum progressio, Evangelii nuntiandi, Libertatis conscientia, Laborem excercens, Sollicitudo rei socialis, Christifideles laici, Centesimus annus, Veritatis splendor, Fides et ratio y Ecclesia in America.

En el último de los documentos mencionados, Juan Pablo II afirmaba que “ante los graves problemas de orden social que, con características diversas, existen en toda América, el católico sabe que puede encontrar en la doctrina social de la Iglesia la respuesta de la que partir para buscar soluciones concretas”[7].

Es lo que hizo Perón, que en su condición de católico reflexivo sabía que podía partir de la doctrina social de la Iglesia para elaborar soluciones concretas a los problemas que planteaba la evolución de su tiempo.

Pero sabía también que para indagar y discernir respuestas evangélicas y apropiadas a las demandas de su tiempo, no bastaba con conocer los documentos que por entonces expresaban los avances alcanzados en la doctrina social de la Iglesia, como las encíclicas Rerum e novarum (1891) o Quadragesimo anno (1931). Además, era necesario bucear en la experiencia concreta del pueblo argentino, que estaba llamado a ser el destinatario y el artífice de esas respuestas.

 

Perón supo hacerlo y aprehendió el corpus de su doctrina y de su práctica gubernamental y política de una lectura fiel de esa razón superior que es el deseo popular. Siguiendo aquel viejo axioma que reza vox populi vox Dei, Perón escuchó la voz del pueblo[8] y también unió su razón a los principios de la doctrina social de la Iglesia y de la filosofía clásica, devolviendo así al pueblo con claridad lo que de él había recibido con cierta confusión.

Por lo demás, vale detenerse en la singular y notable aptitud y la calidad profética mostrada por Perón y el Justicialismo respecto de la delicada y difícil relación entre Iglesia y mundo, que requiere de un especial talento para comprender y manejar la posibilidad de armonía de lo diverso.

Vale señalar que la relación Iglesia - mundo es una de las dimensiones de la relación entre Dios y el hombre en tanto realidades diferentes, que tiñe a toda la historia humana y constituye el núcleo de lo religioso (en el sentido de re - ligar, volver a unir a Dios y el hombre).

En Juan 17, 15 a 18; Jesús dice al Padre del Pueblo de Dios: “No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del mal/  Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo/ Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad / Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo [9]”. 

Después del Concilio Vaticano II y especialmente a partir de Evangelii Nuntiandi y de las asambleas episcopales latinoamericanas de Medellin y Puebla, se tendió a establecer una visión integrada del orden teologal y el orden temporal mediante la búsqueda de una armonía de lo diverso que se resuelve en la unidad de la fe en Dios y la responsabilidad por la historia humana, que se da en el plano subjetivo del creyente y que en lo atinente a la misión de la Iglesia se expresa en la unidad entre evangelización y promoción humana.

De esa compleja relación decía el cardenal Eduardo Pironio: “se dan, sin embargo, también en América Latina riesgos de una superficial identificación entre evangelización y promoción humana, reduciendo la liberación al ámbito  de lo puramente socio-económico y político (...). Existe el peligro de vaciar lo específico del mensaje evangélico, de lo auténticamente original del cristianismo. Se quiere secularizar el cristianismo, nos decía Pablo VI a los obispos latinoamericanos en Bogotá (...)”[10].

Perón no incurrió en el secularismo (desviación de la secularidad) que pretende reducir la evangelización y la misión de la Iglesia a la promoción humana material, cuya contracara es la otra forma de secularismo, que es la que quiere encerrar a Dios en la interioridad individual y privada y sacarlo por completo del mundo.

En su pensamiento y su acción política y de gobierno, Perón también evitó el clericalismo en el que incurrieron ciertos movimientos políticos de identidad cristiana de Europa, por caso el partido Popular italiano de Luigi Sturzo, que derivó luego en la Democracia Cristiana de Alcide De Gásperi. Este comportamiento suscitó la malquerencia hacia el peronismo de parte de algunos sectores eclesiásticos que sintieron que las acciones de los gobiernos peronistas, de Evita y de la Fundación Eva Perón en materia de promoción humana material eran, al menos en parte, una suerte de “competencia desleal” con las que ellos venían realizando en ese campo.

Por otra parte, el rechazo de Perón a ceder a cualquier forma de clericalismo llevó a que lo enfrentaran sectores de laicos clericales que pretendían tener el “monopolio” de la doctrina social así cómo del pensamiento y la acción de inspiración socialcristiana y que se postulaban como “voceros autorizados” de la jerarquía eclesial en el campo político.

Por lo demás, algunos de los cristianos que se acercaron al peronismo desde la década de 1960 superando el trágico desencuentro de 1954-55 que dañó tanto a la Iglesia como al Justicialismo, incurrieron en una equívoca identificación de la fe con el compromiso político y de la evangelización con la promoción humana, al compás de las corrientes de la teología de la liberación que tendían a convertirla en una teología de la secularización y que tanta fuerza e influencia llegó a ejercer en América Latina.

Pero es igualmente cierto que laicos y sacerdotes identificados con el justicialismo tuvieron un rol muy importante en el discernimiento que condujo a una visión más madura y efectivamente cristiana de la relación entre Iglesia  y mundo, entre fe y política, entre evangelización y promoción humana y que se expresó, entre otros signos, en la Asamblea de Puebla del CELAM y en la encíclica Evangelii nuntiandi.

A nuestro juicio, con su pensamiento y su acción, Perón mostró un modo de vivir la fe cristiana en el mundo que evitó el riesgo de reducirla al mero compromiso político y social, sin derivar por ello a una actitud ausente del cristiano y de la Iglesia en el tramo de la historia humana concreta que nos toca vivir.

Por lo demás, la náusea existencialista, la angustia hedeggeriana o el nihilismo nitzcheano a los que hacía crítica referencia Perón en La Comunidad Organizada parecen volver hoy a campear por sus fueros en vastos espacios de la conciencia humana.

“Dios ha muerto, Marx también y yo no me siento nada bien” decía una pintada en el Mayo francés de 1968 y esa descripción adquiere una nueva vigencia para muchos habitantes de este tiempo, sumidos en la perplejidad que les suscita un presente que no terminan de comprender ni de aceptar y un futuro que no llegan a soñar.

El peronismo cultural de Bergoglio

Vale tener en cuenta que, en el debate suscitado por la asunción del papa Francisco, intervienen algunos de los que en 1973 vivieron la derrota política y cultural que les impusieron Perón y el pueblo, cuando ellos intentaron hacer del peronismo y de Perón lo que no eran ni querían ser, quienes encontraron en el kirchnerismo una inesperada reivindicación política y cultural que les permitía volver a estar en la Plaza de Mayo de las que cuarenta años atrás habían sido echados.

Un caso es el de Horacio González, empleado público e intelectual orgánico del partido del Estado que es la caricatura en la que devino el Partido Justicialista en el régimen kirchnerista, quien advierte el riesgo de que el testimonio del nuevo Papa reavive en el alma popular argentina la naturaleza “profundamente cristiana y profundamente humanista“ del peronismo, tan distante del “socialismo del siglo XXI”, lo que podría hacer fracasar la maniobra gramsciana por la hegemonía cultural y moral que vienen desplegando entre nosotros con algún éxito en la última década.

Sucede que uno de los ámbitos en los que el entrismo marxista en el peronismo fue derrotado hace 40 años fue el del Movimiento de Sacerdotes por el Tercer Mundo, en el que primaron quienes elaboraron una teología popular en clave conciliar, adhirieron al peronismo y rechazaron la lucha armada.

Como se dijo antes, entre ellos estuvo el padre Jorge Bergoglio y son aquellas acciones de entonces las que, en gran medida, suscitan hoy las calumnias de viudos y viudas de la Unión Soviética devenidos en kirchnero-cristinistas, como Horacio Verbitsky.

Aunque nos parece inevitable que el pensamiento y la acción papal de Francisco se vean influidos por el peronismo cultural del padre Bergoglio, tenemos la certeza que el Santo Padre está situado muy por encima de los rencores mediocres que lo cuestionan por su identidad de peronista cultural y así como ya exhortó desde la cátedra de Pedro que ocupa a no confundir a la Iglesia Católica con una Organización No Gubernamental piadosa, de igual modo sabrá armonizar su condición de pastor universal con la cultura específica que lo identifica.

A propósito de ello coincidimos con Guzmán Carriquiry, subsecretario del Consejo Pontificio para los Laicos y secretario del CELAM, cuando señala que “la Iglesia no tiene una finalidad política, no tiene una vocación de poder. No tiene como referencia de sí la conquista o el sostén de un poder político. La salvación del hombre no es fruto de la política (y cuando la política pretende ser salvífica no hace más que generar infiernos). Desde el “dad al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios”, la Iglesia no sólo ha desacralizado sino también relativizado la política”.

Pero el mismo añade que “esto no quiere decir que la Iglesia pueda desinteresarse de la vida pública de las naciones, que no abrace la totalidad de las dimensiones de la existencia y convivencia humanas - entre las cuales la política es dimensión fundamental y englobante -, que no esté ella misma implicada en la vida y destino de las naciones, que no nutra un interés profundo por el bien de la comunidad política, cuya alma es la justicia. Si bien la misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social sino de orden religioso, precisamente de esta misma misión religiosa derivan funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la ley divina; o como dirá después la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi: “entre evangelización y promoción humana -desarrollo, liberación- existen, en efecto, vínculos profundos”, de orden antropológico, teológico y de caridad”.

Así como mencionamos el rencor y la preocupación inicial que suscitó en el oficialismo la elección como Papa de ese arzobispo al que consideraban jefe de la oposición, también diremos que nos parece mezquina y pobre la actitud de algunos políticos de esa oposición que ahora pareciera que quieren ser rentistas del Papa y aprovechar en su beneficio el prestigio y la adhesión popular que suscitó el Santo Padre.

 

Esa actitud prebendaria respecto del nuevo Papa de cierta dirigencia política de la oposición puede configurar una desviación clerical de parte de quienes, como supo señalar un documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe cuando la presidía el entonces cardenal Joseph Ratzinger, “no pueden abdicar de la participación en la política, o sea las múltiples y variadas actividades económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinadas a promover orgánica e institucionalmente el bien común”.

Tales fueron las enseñanzas del Concilio Vaticano II al poner en resalto la dignidad y el protagonismo de los fieles laicos, a los que se les confía especialmente “gestionar y ordenar los asuntos temporales según Dios”.

Diez años después del Concilio, la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi volvía a poner el acento en esa “forma singular de evangelización” confiada a los laicos “en el corazón del mundo y al frente de las más variadas tareas temporales”, orientación ratificada y ampliada por Christofideles Laici.

Antes del Concilio y de los documentos del Magisterio mencionados, entre nosotros Juan y Eva Perón fueron ejemplos paradigmáticos del cabal cumplimiento de la misión evangelizadora de los dirigentes laicos.

A propósito de ello vale citar lo que dijera en 1953 monseñor Antonio Caggiano, por entonces arzobispo de Rosario: “Es un hecho innegable que la masa obrera, en este período de la actual revolución, ha modificado visiblemente sus rumbos. Ha visto llegar mejoras sociales reales pronto y bien. Ha vuelta a enarbolar con cariño su bandera argentina, y se ha convencido de que puede ser obrerista y sindicalista sin ser socialista y sin ser comunista, debo añadir, sin renegar de sus tradiciones y sentimientos religiosos.”

De ahí concluía: “Pero si vemos lo defectuoso (del peronismo), ¿por qué no vemos lo bueno, lo que con tanto afán hemos deseado y buscado, una mejor distribución de los bienes, un mayor respeto de los derechos del obrero, una distribución más justa de la tierra a la masa campesina, un acceso de la masa obrera a los estudios superiores del aprendizaje y mejores salarios? Eso es una conquista.”

Además, en el tantas veces criticado “personalismo” expresado en la firme adhesión de los justicialistas a Perón puede rastrearse cierto vínculo con el “personalismo” cristiano ya que, como enseña Benedicto XVI en su encíclica Deus caritas est, “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o por una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona que da nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”.

   

III. LA NOVEDAD DEL PAPA ARGENTINO

Para intentar discernir los significados implícitos en la novedad de que el nuevo papa sea nuestro compatriota Jorge Mario Bergoglio pedimos ser librados de caer en la tentación del reduccionismo solipsista y autorreferencial con que, a menudo, los argentinos nos permitimos juzgar hechos de esta trascendencia.

Una versión vulgar de esa mirada estrecha es la de quienes apelan al lugar común de destacar los logros individuales de dimensión mundial alcanzados por argentinos (a Máxima Zorreguieta, Leonel Messi o Diego Maradona agregan ahora a Bergoglio) y contrastarlos con nuestros fracasos colectivos.

Ese tópico, además de su insignificancia, implica suponer que Bergoglio fue ungido al papado por ser argentino, que es lo que dejó entrever el cristinista gobernador de Río Negro, Alberto Wereltinek al escribir en Twitter: “No sé qué aporte ha hecho la Iglesia argentina para que lo hayan nombrado Papa”.

Es obvio que el cónclave de cardenales no eligió al sucesor de Benedicto XVI considerando una escala de aportes y merecimientos de las iglesias de cada país en la que la de la Argentina ocupara el primer lugar y por eso el designado debía ser su máximo representante.

Como fuere, al valorar a quienes incurren en esas lecturas chauvinistas, simplistas y erróneas de la novedad del papa argentino corresponde tomar ejemplo de la inconmensurable magnanimidad hacia sus victimarios que nos diera Jesucristo en el Gólgota y, parafraseando sus palabras, decir de ellos: “Perdónalos Señor, no saben lo que dicen”.

No obstante lo precedente, admito que comparto la enorme alegría y orgullo que sentimos el 90 por ciento de los argentinos por la entronización de nuestro compatriota como nuevo Papa, sentimiento que abarcó a católicos y no católicos, a creyentes y no creyentes e incluso a muchos que despotrican contra la Iglesia y los curas.

Alegría y orgullo que son expresivos, entre otras pulsiones, del patriotismo de la mayoría de quienes formamos parte de nuestro pueblo y que también se manifestó en alegría y orgullo en 1978 cuando nuestra selección ganó el campeonato mundial de fútbol, en 1982 por la recuperación de las Malvinas y en 1983 con la restauración de la democracia, más allá de las grandes diferencias que distinguen a cada una de esas circunstancias.

Así como hoy hay argentinos que, pese a estar enojados con la Iglesia y los curas, se alegran y enorgullecen porque un compatriota sea papa, muchos fuimos los que celebramos en 1978, 1982 y 1983 siendo opositores a Videla, Galtieri o Alfonsín, ya que esa postura no nos impedía festejar los éxitos de la Argentina, puesto que para nosotros primero está la Patria.

En contraste, quienes tomaron distancia de todos esos festejos populares y los despreciaron con ínfulas de infundada superioridad – Horacio Verbitsky es un ejemplo paradigmático – con esa actitud revelan que no se alegran por esos logros argentinos debido a que no sienten el amor a la Patria que anima al pueblo.

De ahí que, aunque se cuelguen de mayorías ajenas, son siempre minorías y para decirlo con palabras de Bergoglio, “no hay que hacerle caso a aquellos que pretenden destilar la realidad en ideas, ya que no nos sirven los intelectuales sin talento ni los eticistas sin bondad, sino que hay que apelar a lo hondo de nuestra dignidad como pueblo, apelar a nuestra sabiduría, apelar a nuestras reservas culturales”.

Por otra parte, la alegría y orgullo patrióticos suscitados por el papa argentino no tiene porque verse como una manifestación de nacionalismo estrecho ya que, como supo decir Charles Peguy, “el nacionalismo es al patriotismo lo que la superstición a la religión”.

Aportes de la Iglesia Católica a la Argentina

Atendiendo a la ignorancia que confesó el gobernador rionegrino en su frase precitada acerca de los muchos y valiosos aportes que hizo la Iglesia Católica a nuestra patria y a nuestro pueblo, conviene recordarlos sin incurrir en la errónea postura de priorizar las intervenciones políticas eclesiales ya que, de ese modo, mas que valorar el testimonio de Cristo por medio de su Cuerpo que es la Iglesia, ésta quedaría considerada sólo como institución de poder mundano.

En el mismo sentido vale reafirmar que el cometido fundamental de la Iglesia es dirigir la mirada del hombre hacia el misterio de Dios, orientar su conciencia y guiar la experiencia humana en ese sentido, ayudando a todos los hombres a tener familiaridad con la profundidad de la Redención que se realiza en Jesucristo.

En palabras de Pablo VI, “evangelizar es la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda; es su servicio original, insustituible, dado a todos los hombres, de todos los tiempos y lugares”.

Un gran aporte para conocer mejor nuestra realidad lo brindó el sacerdote salesiano y puntilloso historiador Cayetano Bruno, quien a partir de 1947 publicó 23 libros dedicados a la historia argentina en general y a la historia de la Iglesia Católica en nuestro país en particular, entre los que destaca “La Argentina nació católica”, donde describe con amplitud y obstinado rigor el aporte de la Iglesia al decurso de nuestra patria, desde sus orígenes hasta la sanción de la Constitución de 1853. Ahí puede constatarse la marca decisiva e indeleble que el catolicismo puso en la formación de nuestra nacionalidad en todos los planos – lo propio acaeció en el resto de Iberoamérica según veremos al considerar la novedad americana del Papa – a través del testimonio evangelizador dado por la Iglesia de la Argentina.

Por su parte, nuestro recordado y querido monseñor Gerardo Farell, en su obra “Iglesia y Pueblo en Argentina”[11], documentó y expuso con verdad, bondad y belleza lo que aquí nosotros apenas esbozaremos con mucha menos hondura y calidad. El mismo autor ofrece la síntesis de aquel texto en su aporte a un libro dedicado a dar justo homenaje al también querido y recordado monseñor Lucio Gera[12], al que tituló Lucio Gera y la Recepción Pastoral del Concilio Vaticano II en la Argentina.

Una aproximación a esa realidad permite distinguir varias etapas o facetas en el camino recorrido por el Pueblo de Dios en nuestra patria.

La primera va desde el siglo XVI hasta mediados del siglo XIX, cuando tuvimos una Iglesia hispano-criolla que, a través del clero secular y ordinario (sobre todo jesuitas, franciscanos y dominicos) y del laicado, proporcionó las bases y fundamentos del nacimiento de la Argentina y tuvo una activa y protagónica participación en la guerra de la independencia y las guerras civiles de ese período, en las que en gran medida se desangró por el aporte de la vida de sus miembros al surgimiento de la patria.

En el enfrentamiento interno que, en una simplificación, podría describirse como las luchas entre unitarios y federales, el grueso de la Iglesia se volcó hacia los segundos y por mencionar sólo una muestra de ello, el lema que estaba inscripto en las banderas que levantaban las montoneras de Juan Facundo Quiroga era “Religión o Muerte”.

Desde mediados del siglo XIX, sobre los restos de aquella Iglesia hispano-criolla, se reconstruyó una Iglesia italianizada que mucho contribuyó a consolidar la organización nacional, a ocupar de modo efectivo nuestro territorio y a construir una nueva matriz del pueblo al acompañar y proteger el mestizaje entre nuestra población original, nacida de la cruza de españoles y aborígenes, con quienes protagonizaron una gigantesca ola inmigratoria, proceso en el que tuvieron un rol destacado los salesianos[13].

A partir de la segunda mitad del siglo XIX esa Iglesia sufrió el embate laicista y anticlerical de la masonería liberal establecida en el poder, que tendía a identificarla con la “barbarie” a la que contraponía la “civilización” que se proponía construir y una de las consecuencias de esa disputa fue el alejamiento de los hombres de las prácticas religiosas, que en buena medida quedaron reducidas a mujeres, niños y jóvenes.

Esa situación comenzó a cambiar desde el primer tercio del siglo XX, cuando se produjo cierta decadencia cultural del laicismo, en la que incidieron las migraciones a los centros urbanos de quienes venían desde la Argentina profunda, que portaban y aportaban al clima cultural la experiencia vital de un catolicismo popular y también la acción catequística, educativa y de solidaridad y asistencia social de la Iglesia, que se canalizó a través del amplio despliegue de la acción parroquial y de organizaciones como Acción Católica, las Ligas de Padres y de Madres de Familia, los Círculos de Obreros Católicos fundados por el padre Federico Grote a inicios del siglo XX y de cuya dirección se hizo cargo monseñor Miguel D´Andrea o los Cursos de Cultura Católica.

Uno de los signos de esa transformación fue el fervor y la participación popular con que se vivió el Congreso Eucarístico Internacional que se realizó en Buenos Aires en 1934, presidido por el entonces secretario de Estado del Vaticano, cardenal Eugenio Pacelli (poco después Pío XII), entre cuyas actividades se destacó una multitudinaria misa de hombres que se celebró en torno del Monumento de los Españoles, uno de los signos del fuerte reavivamiento de la religiosidad popular que se produjo por entonces.

Fue en este período de la historia de las relaciones entre la Iglesia Católica, el Estado y la política en la Argentina cuando surgieron y se desplegaron muchas de las modalidades que marcarían las identidades y diferencias, las armonías y los conflictos que hubo y hay en los vínculos entre el catolicismo institucional y el peronismo, cuestión tratada en una abundante y diversa bibliografía[14]

No hemos de extendernos aquí en exponer nuestra interpretación acerca del doloroso y evitable conflicto que en 1955 enfrentó al gobierno peronista y la jerarquía católica, de sus causas y efectos y de las responsabilidades por su estallido compartidar por las cúpulas del peronismo y de la Iglesia, al que podría aplicarse lo que dijo Talleyrand de cierto crimen de Estado: “peor que un pecado, fue un error”.

Quien esté interesado en ahondar en el tema, además de la bibliografía ya citada, puede encontrar nuevos y valiosos elementos de análisis en las conclusiones del Concilio Plenario del Episcopado Argentino que deliberó en Buenos Aires en 1953, que se publicaron recién en 1957 y pasaron casi del todo desapercibidas por el conflicto Iglesia-Estado de 1954/55 y la novedad del Concilio Vaticano II.

Sí diremos de este tema que no consideramos pertinente, por no ajustarse a la verdad, la equiparación que algunos quieren hacer de aquellos episodios de 1955 y las disputas del régimen kirchnerista con monseñor Bergoglio y la Iglesia desde 2004/2005.

Por fin, en las décadas de 1960 y 1970 la vida eclesial en la Argentina estuvo signada por el turbulento y complejo proceso de asimilación e incorporación a nuestra realidad de los aportes del Concilio Vaticano II, un proceso que venía anunciado, entre otros signos, por los debates que se daban en los encuentros de la Juventud Obrera Católica (JOC) buena parte de los cuales giraban en torno de la identidad del catolicismo argentino.

Entre los hitos claves de la asunción del Concilio entre nosotros destacan el documento de la Asamblea del Episcopado de 1966 titulado Declaración pastoral: La Iglesia en el período posconciliar, la llamada Declaración de San Miguel de 1969 que expuso el aporte de la Iglesia argentina a la Conferencia del CELAM de Medellín, el Plan Pastoral que elaboró la Comisión Episcopal de Pastoral (COEPAL) que fue aprobado y puesto en marcha en 1977 y por fin, el rico y vigente documento Iglesia y Comunidad Nacional, dado por la Asamblea Plenaria del episcopado de 1981.

No queremos omitir el hecho de que en todos y cada uno de esos hitos tuvo una intervención decisiva monseñor Lucio Gera, cuyos ricos aportes teológicos desde una firme y honda identidad americana y argentina, contribuyeron no poco a las convicciones del hoy papa Bergoglio.

Después de 1983 y restaurada la democracia, destacan entre otros documentos del Episcopado las Líneas Pastorales para la Nueva Evangelización de 1990 y los producidos a partir de 1998, cuando monseñor Bergoglio se hizo cargo del Arzobispado de Buenos Aires, como por ejemplo Navegar Mar Adentro, de 2003.

Quisimos hacer este breve racconto de los hitos que jalonan el caminar de la Iglesia en la Argentina por cuanto todas esas luces y sombras, de un modo u otro, están presentes en el modo de ser, de creer, de pensar, de sentir y de actuar del nuevo papa, aunque más no fuere por el hecho que 44 de sus 76 años de vida transcurrieron en esta Iglesia que es la nuestra.

Cura, arzobispo o papa, Bergoglio es uno y el mismo

Nos parece evidente que ser argentino forma una parte profunda e inevitable de la identidad cultural y espiritual de Bergoglio y que ese componente de su identidad incidió e incide en el modo personal de ejercicio de su misión, sea como sacerdote, arzobispo o papa.

Para intentar discernir el sentido de la argentinidad en la identidad personal de quien ahora es el papa Francisco, es plausible acudir al auxilio del testimonio de su vida y su palabra.

Dado que los hitos de su vida vienen siendo difundidos en todos los medios del país y del mundo contagiados de la llamada “Fransciscomanía”, omitiremos reiterar aquí las anécdotas que dan cuenta de la austeridad y perseverancia en el servicio a Dios y a los otros – en especial a los pobres y excluidos – de los que dio reiterado testimonio el ahora papa Francisco y antes padre Jorge.

Queremos sí remarcar que la coherencia entre los dichos y hechos que jalonan ese testimonio vital, dota de credibilidad y autoridad a las palabras con las que el padre arzobispo supo expresar sus ideas y mociones acerca de esta patria y de este pueblo.

Puesto que además de argentino, es un porteño del barrio de Flores, Bergoglio podría hacer suyo lo escrito por Carlos Guido y Spano cuando afirmaba “Que me importan los desaires con que me trate la suerte / Argentino hasta la muerte / He nacido en Buenos Aires” y desde esa condición uno de los aspectos destacados de su testimonio de ideas y actos estuvo vinculado a los complejos y diversos desafíos que se plantean a la Iglesia para cumplir con su misión evangelizadora en las grandes ciudades de hoy.

A este respecto, el padre Carlos Galli, colaborador y consejero de Bergoglio en diversas instancias tales como la elaboración del documento que surgió de la asamblea del CELAM en Aparecida, aborda el análisis de esos desafíos en su reciente libro Dios Vive en la Ciudad.

Por fin, una excelente recopilación de las ideas y mociones de nuestro actual Santo Padre acerca de la Argentina y los argentinos fue elaborada en 2005 por el Departamento de Pastoral Social de la Arquidiócesis de Buenos Aires que dirige el padre Carlos Accaputo y difundida con el título “La Nación por construir: utopía, pensamiento, compromiso”.

Por considerar que la riqueza y vigencia de las ideas ahí contenidas iluminan y ayudan a entender la argentinidad del actual Papa con densidad y rigor, creímos que adjuntar el texto completo de ese material a esta nota era una mejor opción que intentar una exégesis del mismo.

Causas de los choques del kirchnero-cristinismo con Bergoglio

Aquí y en todo el mundo, ahora y siempre, la inevitable relación entre el Estado y la Iglesia Católica implica coincidencias y tensiones que pueden traducirse en equilibrio y armonía o derivar en conflictos.

Sin incurrir en la pretensión de adentrarnos en la compleja cuestión de los vínculos entre la “ciudad terrena” y la “ciudad celestial”, diremos sí que en la historia de su relación con el Estado en la Argentina y en el mundo, la Iglesia Católica tuvo períodos en los que incurrió en dos desviaciones diferentes y antitéticas respecto del sano principio que Jesucristo sintetizó en aquello de “dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”: el césaro-papismo y el aislamiento del mundo.

El césaro-papismo, que atribuye a la Iglesia Católica la potestad de tener preeminencia en el Estado, prosperó en Europa y la cuenca del Mediterráneo a partir del siglo III de la era cristiana con la conversión del romano emperador Constantino (entre otros cambios profundos sancionó el Edicto de Milán que puso fin a la persecución a los cristianos, y promovió el concilio de Nicea que puso fin a la herejía arriana que negaba la condición divina de Jesucristo, etc.) y la decisión del emperador Teodosio de hacer del cristianismo la religión oficial del Imperio Romano y se extendió hasta el siglo XV, con el ocaso del Medioevo, la revolución industrial de la que emergió el capitalismo y el surgimiento de la llamada modernidad jalonado por tres “revoluciones”: la inglesa de 1650, la americana de 1777 y la francesa de 1789.

Acerca de los vínculos con la religión de estas dos últimas revoluciones, citamos al historiador católico Paul Johnson: “La diferencia esencial entre la revolución norteamericana y la revolución francesa es que la primera, en sus orígenes, fue un acontecimiento religioso, mientras que la segunda fue un acontecimiento antirreligioso. Ese hecho habría de moldear a la revolución norteamericana de principio a fin y sería un factor determinante de la naturaleza del Estado independiente al que daría el ser”[15].

Uno de los efectos de la hondura y extensión de los cambios globales dados en el tránsito del medioevo a la era moderna, fue que entre el papado de Benedicto XIV (1740-1758) y el de León XIII (1878-1903), la jerarquía católica pareció entrar en un estado de perplejidad que la condujo a quedar atada al viejo régimen, rechazar la separación de los Estados de la Iglesia y tender a aislarse de las novedades del mundo. Sin detenernos a considerar aquí sus luces y sus sombras, los diez papas que reinaron en esos 238 años tuvieron en común haber sido todos italianos y casi todos de familias nobles y quien volvió a relacionar a la Iglesia con el mundo moderno, aceptó la separación entre Iglesia y Estado y con su encíclica Rerum Novarum (Las Cosas Nuevas) de 1891 puso las bases de la actual Doctrina Social de la Iglesia, fue León XIII, también italiano pero plebeyo, quien a lo largo de un cuarto de siglo manejó con sabiduría y firmeza el timón de la Barca de Cristo.

Esa promoción de una relación diferenciada pero armónica entre Estado e Iglesia de León XIII, con las variantes de cada caso, fue continuada por el Magisterio de los papas que lo sucedieron a lo largo del siglo XX, se consolidó en el Concilio Vaticano II y fue ahondada por las enseñanzas de los Papas posconciliares.

La contratara de esos desvíos de la Iglesia, que oscilaron entre la postulación de un Estado confesional y un solipsismo que la aislaba del mundo, fueron desvíos estatales complementarios cuyas dos caras fueron un clericalismo que pretendía restaurar al catolicismo como religión de Estado y un laicismo agnóstico y relativista que pretende privatizar la religión y reducirla al plano individual.

A propósito de este tema, el teólogo y pensador alemán Romano Guardini, cuya obra “El Señor” es una de las favoritas del papa Francisco, señala lo siguiente: “Estado e Iglesia se encuentran el uno enfrente a la otra, en una relación de recíprocas concordancias y la idea que los rige es aquella de una gran unidad: la jerarquía. Entre Iglesia y Estado se desarrollan indudables tensiones que determinan toda la historia. Pero la disputa entre Pontífice y Emperador asume un sentido mucho más profundo de lo que aparece a primera vista; en ella más que una contienda de poder político exterior, se halla en cuestión la unidad y el orden de la existencia”.[16]

Ese otro gran teólogo alemán que llegó a ser el papa Benedicto XVI, cuando era el obispo Joseph Ratzinger criticó la tendencia de quienes quieren privatizar a la religión y a Dios situándolos fuera del Estado en los siguientes términos: "Un estado que, por principios, se proclame agnóstico respecto de Dios y de la religión y que fundamente  el derecho nada más que  sobre la opinión de la mayoría, tiende desde adentro a reducirse al nivel de una asociación para delinquir", a lo que añadía que “donde Dios es excluido, entra en su lugar la ley de la organización criminal, no importa si ello sucede en forma desvergonzada o atenuada".[17]

Por su parte, nuestro compañero y amigo Jorge Castro - que no es teólogo ni alemán-, en un libro tan pequeño como valioso[18], puntualiza lo siguiente: “No hay evangelización posible, promoción de la palabra y la esperanza cristiana, si esta no se inserta en una sociedad específica, dotada de un carácter histórico intransferible, en la que han sido identificados los rasgos fundamentales que hacen a su identidad como pueblo y como Nación. Este es el mensaje de Mateo Ricci en China y del cardenal Jaime Ortega en Cuba: un mensaje pastoral ahistórico y apolítico es un contrasentido”. Y añade: “Por eso, lo esencial es saber cuales son los rasgos específicos de la sociedad argentina en la segunda década del siglo XXI”. Por ser el argentino Bergoglio, el papa Francisco sabe bien eso que es esencial saber, añadimos nosotros.

Es en el marco de estas consideraciones acerca de las complejas relaciones Estado-Iglesia Católica en general que procuraremos ayudar a entender y explicar la animadversión de Néstor y Cristina Kirchner para con Bergoglio cuando era arzobispo de Buenos Aires, cardenal primado de la Argentina y presidente de la Conferencia Episcopal y que desde el 2005 les llevó a romper con la tradicional asistencia del presidente de la Nación al Te Deum del 25 de mayo que se celebra en la Catedral Metropolitana y congelar el diálogo institucional con quien era la mayor autoridad de la Iglesia en la Argentina y ahora es la mayor autoridad de la Iglesia en el mundo.

Por una parte, en el modo de establecer sus vínculos con los otros durante sus diez años de ejercicio consecutivo de la Presidencia de la Nación, Néstor y Cristina Kirchner dieron sobradas pruebas de no tener ninguna disposición a practicar el diálogo, en especial si los otros no estaban dispuestos a decirles que sí a todo y a adoptar una obediencia obsecuente a sus decisiones y una coincidencia acrítica con sus ideas.

En contraste con esa actitud egocéntrica y cerrada de los Kirchner, Bergoglio es fiel a su condición de hombre de Iglesia y como tal está abierto a la escucha de la palabra de Dios, que viene desde arriba y de la voz del pueblo, que llega desde abajo.

Esa doble escucha se hace diálogo a través de la proclamación de la Palabra de Dios mediante el anuncio del Evangelio y la difusión del Kerygma y también de la voz profética que dice la verdad sobre la realidad del mundo y del pueblo que surge de aquella doble escucha, haciendo oír ambas elocuciones a tiempo y a destiempo.

Por lo demás, el elogio de la pobreza en cuanto virtud y la denuncia de su escandalosa dimensión entre nosotros que hacía Bergoglio en sus homilías en conformidad con las enseñanzas de Cristo y el Magisterio de su Iglesia y que reiteró desde la Cátedra de Pedro al expresar su deseo de una Iglesia pobre y para los pobres, era intolerable para los Kirchner en dos sentidos.

El más nítido es que la autorizada e incontenible voz de la Iglesia mostraba la contradicción entre el alto nivel del crecimiento económico y el bajo nivel de la superación estructural de la pobreza, que signó la última década de la Argentina.

 

 El otro sentido, menos evidente, reside en que la pobreza cristiana da cuenta de nuestra esencialidad ontológica al recordar a los seres humanos – a cada ser humano – que todos somos pobres por no ser dueños de nuestra vida en tanto no tenemos dominio sobre su duración ni sobre su futuro. Nuestra verdadera pobreza deviene de la perenne inseguridad dada por nuestra condición de mortales y la verdadera riqueza es la Redención que nos donó Cristo, la que nos permite no rendirnos a lo contingente, de lo que nuestra vida terrena forma parte.

Esa frágil pobreza ontológica impuesta a todas las personas por nuestra condición de mortales, pone en cuestión la voluntad irrealizable de perennidad en el poder que caracteriza al matrimonio gobernante y ahora se manifiesta, entre otros síntomas, en el intento de re-reelección de la presidente y la reafirmación de esa pobreza/riqueza esenciales de la condición humana, incomoda la desmedida ambición de continuidad en el poder de los Kirchner ya que delata la incapacidad que ambos para aceptar en plenitud su pobre condición de mortales.

Sólo Dios sabe si Néstor llegó a superar esa incapacidad a la hora inesperada de su muerte y oramos para que así haya sido. Pero las constantes invocaciones de su viuda a “Él” – como si pronunciar su nombre estuviera vedado como lo estaba para el pueblo judío nombrar a Dios – nos llevan a suponer que no termina de resignarse a aceptar que ella y su esposo no se eximen de la pobreza de ser mortales y que, como advierte el refrán popular, “la mortaja no tiene bolsillos” (que, según recordó el papa Francisco, le era dicho por su abuela)  y tampoco puede portar ninguno de los atributos del poder terreno.

Por lo demás, el método kirchnerista para construir poder cayó en la tentación de contraponer, dividir, polarizar e insultar y en el procedimiento de acumular las tintas acusatorias sobre chivos emisarios a los que responsabilizar por los males de la comunidad.

Un talante que no podía menos que chocar con quien estaba y está mandado a unir en tanto es un líder religioso y religión viene de re-ligar, volver a unir lo que está fracturado, dividido, enfrentado y también exhorta a asumir las propias responsabilidades, como lo muestra el sacramente de la reconciliación (confesión).

A ello se añade que el kirchnerismo buscó un sustento cultural e ideológico para su régimen en el engagement con los “progresistas” de este tiempo, que expresan a actores y consignas derivadas de una ética de las costumbres que reflejan su tránsito de los mesianismos ideológicos al relativismo hedonista que se diferencia de sus predecesores de décadas anteriores, cuyo compromiso principal era con actores y consignas políticas y sociales.

Esa reconversión del “progresismo”, al menos en parte, es un intento de superación de la profunda crisis en la que esa corriente entró a partir de 1990 con la desaparición de la Unión Soviética y el colapso del socialismo real, que sumió en la perplejidad y el desconcierto a quienes, de un modo u otro, adherían al marxismo, esa weltanschauung que dominó el siglo XX y cuyos efectos en la vida de quienes padecieron el poder de esos constructos utópicos dieron razón al poeta alemán Novalis cuando escribió: “Cada vez que el hombre quiso edificar el Paraíso en la tierra, lo que hizo fue instalar el Infierno”.

 

 Al respecto S.S. Benedicto XVI, en su discurso pronunciado en la asamblea de Aparecida (Brasil) de la Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM), decía lo siguiente: "Tanto el capitalismo como el marxismo prometieron encontrar el camino para la creación de estructuras justas y afirmaron que éstas, una vez establecidas, funcionarían por sí mismas; afirmaron que no sólo no habrían tenido necesidad de una precedente moralidad individual, sino que ellas fomentarían la moralidad común. Y esta promesa ideológica se ha demostrado que es falsa. Los hechos lo ponen de manifiesto. El sistema marxista, donde ha gobernado, no sólo ha dejado una triste herencia de destrucciones económicas y ecológicas, sino también una dolorosa destrucción del espíritu. Y lo mismo vemos también en Occidente, donde crece constantemente la distancia entre pobres y ricos y se produce una inquietante degradación de la dignidad personal con la droga, el alcohol y los sutiles espejismos de felicidad."

En cuanto al clima espiritual que suscitó la crisis del racionalismo en general y de las ideologías en especial, es descripto por el beato Juan Pablo II  en su encíclica "Fe y Razón"[19] en estos términos: “Como consecuencia de la crisis del racionalismo, ha cobrado entidad el nihilismo. Como filosofía de la nada, logra tener un cierto atractivo entre nuestros contemporáneos”.

Agregaba el Santo Padre en esa encíclica que “en la interpretación nihilista la existencia es sólo una oportunidad para sensaciones y experiencias en las que tiene primacía lo efímero. El nihilismo está en el origen de la difundida mentalidad según la cual no se debe asumir ningún compromiso definitivo, ya que todo es fugaz y provisional”.

Como señala Jorge Castro, “la gran disyuntiva de nuestra época es entre el secularismo radical de la sociedad de la técnica, por un lado, y la pregunta por Dios, por el otro”[20] y a nuestro ver, las manifestaciones vernáculas de ese “progresismo” posmoderno padecen de ese secularismo raigal, enfermedad cultural y espiritual de dimensión pandémica que abarca al mundo globalizado de hoy, de la que algunos de cuyos síntomas son los siguientes:

·        La creciente tendencia a que los vínculos de las personas con la realidad en general y en especial con las otras personas sean menos permanentes y profundos y más efímeros y superficiales, entre cuyos efectos destaca el debilitamiento de la familia.

·        La percepción distorsionada del tiempo causada por la dificultad humanas para aprehender en su interioridad el ritmo acelerado de los cambios exteriores, en especial los generados por las fenomenales transformaciones suscitadas por la ciencia y la tecnología.

·        La creciente renuencia a asumir las responsabilidades individuales que son propias de la vida (por dar apenas un ejemplo, es perceptible que muchas familias buscan desentenderse de la educación de los hijos y delegarla por completo en las instituciones escolares o en la televisión).

·        El extendido hedonismo que induce a rechazar al sufrimiento, un componente inevitable de la experiencia vital que dista de ser inútil.

 ·        El ocaso del sentido trascendente de la vida, que reinstaló con agudeza un miedo enfermizo a la muerte entre cuyos efectos indirectos está el rechazo de los ancianos – tal vez porque son testigos incómodos de la inevitabilidad del camino humano hacia una muerte terrenal que en ellos está más cercana – y el culto a la juventud, entre cuyas manifestaciones más frívolas pueden citarse la creciente recurrencia a la cirugía estética o la vestimenta “informal” que tienden a adoptar los adultos, imitando a los jóvenes.  

·        El deterioro de la identidad personal y la adopción de un modo de vida cotidiana menos humano que padecen muchos de los que migraron desde el campo y desde ciudades pequeñas y medianas a las megalópolis contemporáneas, acerca de lo cual Samuel P. Huntington afirma que "a nivel individual, las migraciones de personas hacia ciudades, escenarios sociales y ocupaciones desconocidas, destruyen los vínculos locales tradicionales, generan sentimientos de alienación y provocan crisis de identidad para las que la religión, con frecuencia, ofrece una respuesta”.

Esta crisis cultural que fue anticipada por el sociólogo estadounidense Daniel Bell en un libro que publicó en 1982[21] del que, siguiendo con la tendencia a apoyarnos en ideas y palabras de otros, reproducimos aquí tres párrafos.

El beato Juan Pablo II supo sintetizar el proceso que estamos considerando al decir lo siguiente: “En numerosos países, después de la caída de las ideologías que ligaban la política a una concepción del mundo, un riesgo no menos grave aparece hoy: el riesgo de la alianza entre la democracia y el relativismo ético”.

En el caso específico de la última década de la Argentina de los K, esa “alianza entre la democracia y el relativismo ético” no se fundó en la adhesión de quienes llegaron al gobierno en 2003 a los presupuestos ideológicos del “progresismo”, sino en el uso instintivo, pragmático y oportunista de las tesis gramscianas acerca del peso de la hegemonía cultural y la construcción de sentido común para la acumulación de poder.

Néstor Kirchner, que había accedido a la Presidencia con apenas el 22 por ciento de los votos, necesitaba de un discurso ideológico que contribuyera a dotarlo de legitimidad y le hiciera ganar cierto apoyo en un segmento significativo de la clase media urbana - que es la que forma opinión pública- para así disponer del espacio que le permitiera acumular poder para sí a través de la doble vía de convertir al Partido Justicialista en Partido del Estado bajo su control personal y consolidar un capitalismo de cómplices, con un manejo personal y centralizado de los recursos públicos.

Su instinto de animal político le permitió comprender que la mejor relación costo-beneficio para esa operación estaba en la captación del “progresismo”, espacio que estaba vacante y desencantado después del brutal fracaso del Frente Amplio en la Alianza que, a través de Carlos “Chacho Álvarez” entre otros, gobernó con la UCR y Fernando De la Rúa en la fugaz y fracasada gestión que fue de 1999 al 2001.

Entre los principales ingredientes que hicieron pasar por “progresista” al relato oficial estuvo haber concedido la condición de historia oficial y monocorde a la versión “montonera” de los años de plomo, basando en ella la política gubernamental de “derechos humanos” y el aval dado al giro al relativismo hedonista de la izquierda neomarxista, que sustituyó a las mayorías compuestas por obreros, campesinos y estudiantes de ayer por las minorías que integran homosexuales, drogadictos, feministas, indigenistas, etc. y a trocar las consignas que antaño postulaban el poder popular y la liberación nacional y social por las que hogaño proponen el matrimonio entre personas del mismo sexo, el aborto libre y otras similares.

Fue así que Néstor Kirchner pudo sacar “chapa” de progresista con actitudes como, entre otras, bajar la foto del general Videla en el Colegio Militar, avalar la persecución a integrantes de las Fuerzas Armadas y de Seguridad que hubieran tenido alguna actuación entre 1976 y 1983 o apoyar la llamada ley de matrimonio igualitario con el único voto que emitió después de ser electo diputado en 2009.

Con esos y otros gestos que no tenían para él costo significativo alguno justificó ante la clase media progresista su capitalismo de cómplices basado en una matriz productiva de empleos de poca calidad, baja productividad y competitividad y escaso valor agregado relativo de los bienes y servicios producidos; su política social de asistencialismo clientelista que no sacó a los pobres de la pobreza sino que, en el mejor de los casos, alivió sus carencias materiales a cambio de vulnerar aún más su dignidad y su política institucional que hizo tabla rasa de las normas constitucionales que establecen la forma representativa, republicana y federal de gobierno.

En otros términos, el espacio de poder que los Kirchner brindaron a quienes representan a nuestro sedicente progresismo posmoderno, entre otros, Hebe de Bonafini y Estela Carlotto, Carta Abierto y La Cámpora, entidades de homosexuales y abortistas; les habilitó para aliarse con dirigentes que ese mismo progresismo considera reaccionarios (por ejemplo los llamados “barones del conurbano” o el gobernador de Formosa), a favorecer la minería a cielo abierto y en general a la primarización de la economía argentina, a imponer un régimen autoritario de gobierno, a apañar y beneficiarse de una desmesurada corrupción y a acumular una importante fortuna personal desde el ejercicio del poder político, sin por eso perder del todo su imagen de “progresistas”.

 

 Esa tolerancia de la opinión pública ante la incoherencia entre los dichos “progresistas” y los hechos “reaccionarios” del kirchnerismo, encontró justificación en la  administración económica prolija y eficiente que mantuvo hasta 2006 el equipo que conducía Roberto Lavagna, que generó una situación de creciente prosperidad material, sobre todo en comparación con la crisis del 2001.

Pero en ese cielo despejado de credibilidad que la buena parte de la opinión pública concedía al relato de los K acerca de sí mismos y de sus supuestas virtudes “nacionales y populares”, a partir de 2004 tronó una voz disonante que tenía el efecto incómodo de un rayo de tormenta: la del arzobispo de Buenos Aires, presidente de la Conferencia Episcopal y cardenal primado de la Argentina, Jorge Mario Bergoglio.

Para colmo de males esa voz “políticamente incorrecta” se hacía oír en la homilía de la misa de Te Deum que se oficia los 25 de mayo en la Catedral Metropolitana con la presencia de los más destacados funcionarios de gobierno, comenzando por el presidente de la Nación, lo que la hacía estentórea y quien la emitía no aceptaba ningún condicionamiento a su contenido ni era posible réplica alguna en el mismo acto.

En otros términos, a los Kirchner les resultaba inaceptable tener que someterse a escuchar y que se escuchara la palabra cargada de verdad y autoridad de la Iglesia expresada por quien era su vocero – al que no podían reemplazar, censurar, comprar o acallar – que cuestionaba su relato edulcorado de la realidad y se permitía llamar al pan, pan y al vino, vino.

¿Pero que fue lo que dijo monseñor Bergoglio en sus homilías de los Te Deum de 2004 y 2005 que tanto molestó a los Kirchner? Para elucidarlo reproducimos aquí algunos de los párrafos de esas alocuciones que pudieron irritar a los K.

A estas homilías debe añadirse que, en los susceptibles oídos del kirchnero-cristinismo, sonaban a críticas a sus políticas la enunciación de los principios de la Iglesia que el episcopado argentino reivindicó en estos años a través de documentos que, en todos los casos, fueron impulsados o al menos avalados por monseñor Bergoglio. Sirve, entonces, reproducir partes de algunos de esos documentos del episcopado argentino.

Comenzamos por citar algunos párrafos del documento titulado Creemos en Jesucristo, Señor de la historia, que emitió la Conferencia Episcopal en el Adviento de 2012.

En 2007, la Comisión Permanente del Episcopado emitió una declaración en la que señalaba los siguientes desafíos que consideraba los más significativos entre los que nos comprometen como ciudadanos.

a)      La vida: es un don de Dios y el primero de los derechos humanos que debemos respetar. Corresponde que la preservemos desde el momento de la concepción y cuidemos su existencia y dignidad hasta su fin natural;

b)      La familia: fundada en el matrimonio entre varón y mujer, es la célula básica de la sociedad y la primera responsable de la educación de los hijos. Debemos fortalecer sus derechos y promover la educación de los jóvenes en el verdadero sentido del amor y en el compromiso social;

c)      El bien común: es el bien de todos los hombres y de todo el hombre. Debemos ponerlo por sobre los bienes particulares y sectoriales. Su primacía sustenta y fortalece los tres poderes del Estado, cuya autonomía, real y auténtica, se hace imprescindible para el ejercicio de la democracia. Dicho bien común se afianza cuando la autoridad sanciona leyes justas y vela por su acatamiento. También el ciudadano está obligado en conciencia a cumplirlas, salvo que se opongan a la ley natural;

d)      La inclusión: debemos priorizar medidas que garanticen y aceleren la inclusión de todos los ciudadanos. La pobreza y la inequidad, no obstante el crecimiento económico y los esfuerzos realizados, siguen siendo problemas fundamentales. Toda gestión social, política y económica debe estar orientada al logro de una mayor equidad, que permita a todos la participación en los bienes espirituales, culturales y materiales;

e)      El federalismo: tenemos que promover el verdadero federalismo, que supone el fortalecimiento institucional de las Provincias, con su necesaria y justa autonomía respecto del poder central. Los poderes del Estado se ennoblecen cuando consolidan la estructura federal y republicana del País;

f)        Políticas de Estado: la experiencia nos ha enseñado que una sociedad no crece necesariamente cuando lo hace su economía, sino sobre todo cuando madura en su capacidad de diálogo y en su habilidad para gestar consensos que se traduzcan en políticas de Estado, que orienten hacia un proyecto común de Nación. Este sigue siendo un fuerte desafío para nuestra democracia.

Por fin, ya en 2003 y en el documento Navegar Mar Adentro, los obispos presididos por Bergoglio presentaban estas dramáticas advertencias:

Es evidente que las citas de las homilías de Bergoglio y de los documentos episcopales en los que el actual papa Francisco tuvo intervención aquí transcriptas bien pudieron ser leídas como críticas a su gestión por parte de gobernantes tan poco abiertos a escuchar otras voces como los Kirchner.

Pero nos parece que esas palabras eclesiales son un sayo que también va la medida de los dirigentes políticos de la oposición quienes, por lo general, prefirieron apropiarse de ellas para arrojarlas al gobierno antes que hacerse cargo de sus propias responsabilidades por los males que esos pronunciamientos denuncian.

  

La “Franciscomanía” y los medios de comunicación

Por último, pero no por eso menos importante, la llamada “Franciscomanía” contagió a los medios de comunicación social del mundo y de la Argentina y eso merece ser analizado.

Nuestra primera observación es que resulta auspicioso que renuncia de Benedicto XVI, la elección de Francisco y lo dicho y hecho por el nuevo papa en sus primeros días como Vicario de Cristo hayan ocupado en los mass-media locales – también en los internacionales - un espacio de amplitud inusitada respecto al que suelen dedicar los medios a la Iglesia Católica ya que esa cobertura ha de responder al interés que esos asuntos suscitan en vastas audiencias.

Por lo demás, por encima de la banal superficialidad y la enciclopédica ignorancia de buena parte de los comentarios, reportajes, declaraciones y opiniones que los actores de los medios locales dedicaron al tema, algunos testimonios de personas anónimas mostraron la potencia de la religiosidad popular y ciertos gestos del papa mostrados en directo dieron testimonio elocuente del amor de Dios percibido por su pueblo, sin que el obstáculo de quienes obran de intermediarios en el circuito comunicacional llegara a interferir esa percepción.

Claro que, conforme al paradigma según el cual solo venden las malas noticias, los poderes mediáticos prestaron desmedida atención a heridas y falencias de la Iglesia Católica – por ejemplo, los casos de sacerdotes pedófilos o las “internas” en la curia vaticana – y difundieron las calumniosas acusaciones de Verbitsky para enturbiar la limpidez del proceso del tránsito de Ratzinger a Bergoglio.

También diremos que desde muchos de los medios se pretendió fijar la agenda del nuevo papa al jerarquizar asuntos que para el catolicismo no son prioritarios y menos aún urgentes, tales como la comunión de los divorciados o el celibato sacerdotal y hasta insinuaron que Francisco debía revisar principios dogmáticos de la Iglesia como la defensa de la vida (de la que deriva la condena del aborto y la eutanasia) o de la familia basada en el matrimonio de hombre y mujer (que explica el rechazo al llamado matrimonio entre homosexuales).

Esas posiciones derivan de que muchos de los actores decisivos del poder mediático, aquí y en todo el mundo, adhieren y difunden la ideología de relativismo hedonista dominante en las actuales sociedades del consumo y el espectáculo, erigida en un nuevo y verdadero “opio del pueblo” que distrae, confunde y banaliza la conciencia y la experiencia de lo humano, censura y ofusca los interrogantes irreprimibles de la persona sobre el origen, sentido y destino de la vida, exacerba los deseos al punto de que llegan a confundirse con necesidades y promueve la ordenación de toda la vida personal y colectiva en el seguimiento de ídolos del poder, del dinero, del éxito, del placer efímero.

Pero ya no el soplo, sino el tsunami del Espíritu Santo que estamos viviendo hace unos días, vino a confirmar que en la Argentina lo mejor que tenemos es el pueblo del papa Francisco, que justifica al documento Navegar Mar Adentro, dado por los obispos que presidía monseñor Bergoglio en 2003, en cuanto dice: “A pesar del desgaste social, en nuestra patria subsisten reservas de valores fundamentales: la lucha por la vida desde la concepción hasta la muerte natural, la defensa de la dignidad humana, el aprecio por la libertad, la constancia y preocupación por los reclamos ante la justicia, el esfuerzo por educar bien a los hijos, el aprecio por la familia, la amistad y los afectos, el sentido de la fiesta y el ingenio popular que no baja los brazos para resolver solidariamente situaciones difíciles en la vida cotidiana”.

IV. LA NOVEDAD DEL PAPA AMERICANO

Alguien dijo que el descubrimiento de América fue el tercer hecho más importante de la historia de la humanidad, sólo superado por la Creación y por la venida, muerte y resurrección de Jesucristo, ya que desde el 12 de octubre de 1492 el mundo quedó completado con el encuentro entre Cristóbal Colón y esta América que, hasta entonces, no existía para el resto del planeta y tampoco para sí misma.

Que la real integración de la ecumene fuera asaz tardía puede justificar que hayan pasado desde entonces más de cinco siglos para que nuestra Iglesia católica se diera un papa americano, novedad que nos suscita dos preguntas: ¿Porqué ahora un papa americano y porque, entre los americanos, Bergoglio?

¿Por qué fue elegido ahora un papa americano?

Desde que el emperador Teodosio hizo del cristianismo la religión oficial de Roma en el siglo IV y hasta la renuncia de Benedicto XVI, un punto de vista y un tono euro-céntricos estuvieron presentes en el pensamiento y la acción, en la mirada y la voz con los que las jerarquías y estructuras de la Iglesia Católica obraban en el mundo, lo miraban y le hablaban.

Esa tendencia euro-céntrica del catolicismo correspondió con la incidencia determinante de Europa en el despliegue de la cultura occidental en ese período de 16 siglos, que incluye los 500 años transcurridos desde que la integración de América completó al mundo.

Fue así que las raíces judeo-greco-latinas reinterpretadas por el cristianismo fueron la fuente principal de las diversas etapas de la evolución que condujeron a la llamada modernidad, impulsada por las revoluciones inglesa de 1640, americana de 1777 y francesa de 1789, las que se continuaron con las revoluciones y guerras de la independencia iberoamericana de comienzos del 1800 en un proceso en el que la incorporación de América, entre otros muchos y esenciales efectos, condujo a que el eje geopolítico, geoeconómico y geocultural de la humanidad, pasara de la cuenca del mar Mediterráneo a la del océano Atlántico.

En el encuentro entre la Europa que era España y los 13,4 millones de personas que vivían en América en 1492[22], una cita en la que coexistieron luces deslumbrantes y sombras ennegrecidas, fue decisivo el catolicismo que portaban los españoles llegados a estas tierras, quienes se conocieron – en el sentido bíblico del término – con las mujeres que encontraron aquí, dando así origen a los pueblos mestizos en lo genético y lo cultural que habitamos este continente.

Acerca de la creación de América por el genio hispánico, dice bien nuestro compañero y amigo Alejandro Pandra en su libro citado que fue ese “el proceso más relevante de expansión territorial en la historia universal, si se piensa en la carencia de hombres y de medios, en los riesgos y en la desmesurada y peculiar geografía”.

Y agrega: “Por primera vez una voluntad unitaria. Frente a la pluralidad cultural y política, la variedad de razas, religiones, lenguas y estados amerindios, los españoles postulan un solo rey, una sola fe, un solo Señor. Por primera vez una conciencia espacial continental (sustentada también en el extraordinario aporte tecnológico que significaron el barco y el caballo, o sea pasar de la velocidad de cinco kilómetros por hora a la de cincuenta kilómetros por hora) vino a hacer una Nueva España en el nuevo mundo. (…) Un mundo que conoció muchos horrores pero ignoró el más grave de todos: negarle una justificación, un sentido, un sitio – así fuere el último de la escala social – a cualquier hombre. Un orden universal, católico como el que se admira en los coros, templos y poemas”.

Por nuestra parte recordaremos que los diversos pueblos aborígenes que habitaban estas tierras a la llegada de los españoles, lejos de estar integrados en el continente, constituían unidades autónomas y solipsistas en cuanto se concebían a sí mismas como el entero universo.

En otros términos, los incas y los aztecas – por citar las dos culturas más desarrolladas – eran completos desconocidos entre sí y lo propio sucedía, poco más o menos, con todas y cada de las restantes tribus y comunidades indígenas, las que sólo a partir de su encuentro con los españoles y su evangelización y colonización se hicieron pueblo y construyeron en nuestra América una nación- continente con una fe, un idioma y un rey.

Podría decirse que así como la Iglesia Católica fue protagonista central de “La irrupción de América en la historia”[23] – para usar el título de un texto indispensable de Amelia Podetti – cinco siglos después, con la elección del papa Bergoglio, advino la irrupción de América al tope de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana.

A nuestro ver, en el medio siglo que va de la segunda mitad del siglo XX a hoy, se pueden diferenciar tres etapas en las que los aportes del papado a la Iglesia y a la humanidad estuvieron teñidos de una concepción euro-céntrica, que pareciera haber agotado lo que podía dar de sí en el último de esos períodos.

La primera se extiende entre 1958 y 1978, en la que los italianos Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo I timonearon la Iglesia de Cristo. Fueron esos años turbulentos y difíciles, con el telón de fondo constante de la llamada Guerra Fría - que también se libró en batallas tan calientes y sangrientas como la de Vietnam-, en los que se derrumbó el sistema de dominación europea sobre países de Asia, África y América Latina y durante los cuales, sobre todo a partir de la década de 1960, se produjeron transformaciones esenciales de la cultura, entre cuyas consecuencias estuvo el colapso de las ideologías que signaron el siglo XX. Esos papas, entre otros muchos dones, nos dejaron enseñanzas claves y vigentes en encíclicas como Humana Vitae, Pacem in Terris, Ecclesiam Suam, Populorum Progressio o Mater et Magistra y el esencial aporte del tesoro del Concilio Vaticano II, cuyas riquezas aún no terminan de ser asumidas y aplicadas en plenitud por los católicos del mundo. 

Una segunda etapa comienza en 1978 y se extiende hasta el 2005, que fue el período en el que el Sumo Pontífice fue el Beato Juan Pablo II. Entre los esenciales aportes que el papa polaco dejó a la Iglesia y al mundo destaca su aporte a la finalización de la larga y cruenta Guerra Fría merced a su rol esencial en el colapso del sistema opresivo de la Unión Soviética y de los regimenes dominantes en los países europeos que estaban sometidos a Moscú. Resalta también su contribución a un desarrollo sustantivo del Magisterio papal a través de encíclicas y documentos[24] que, entre otras virtudes, son imprescindibles para entender la evolución de la humanidad en el tránsito del siglo XX al siglo XXI, período en el que se transitó de la sociedad industrial a la sociedad del conocimiento y en el que el sistema de poder mundial pasó del bipolarismo al unipolarismo global. Por último, pero no por eso menos importante, ofreció el testimonio de vivir hasta el fin el Evangelio que predicaba, por lo que mereció con holgura que se dijera de él aquello de “Juan Pablo Segundo / te quiere todo el mundo”. 

La tercera etapa es protagonizada por el alemán Benedicto XVI, quien llegó al papado cuando la humanidad transita hacia una nueva era de la sociedad del conocimiento y la globalización, se pasa del sistema de poder unipolar al sistema multipolar y el eje geopolítico, geoeconómico y geocultural del orbe se traslada del océano Atlántico al Pacífico, debido a la impetuosa emergencia de potencias asiáticas, entre las que destacan la República Popular China y la India.

Los grandes aportes que hizo Joseph Ratzinger antes y después de ser Benedicto XVI al avance de la reconciliación entre el Evangelio y el mundo a través de la proclamación de la verdad mediante la armonía entre fe y razón, configuran una plataforma en la que su sucesor ha de apoyarse con firmeza para continuar con nuevos ímpetus en ese rumbo[25].

A propósito de ello, nuestro compañero y amigo Miguel Ángel Iribarne, en la conferencia que diera el pasado 6 de marzo en el Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI), donde expuso una aproximación al legado del papa Ratzinger, decía: “el interlocutor al cual Benedicto XVI dirige conscientemente su propuesta es el hombre que habita la sociedad mundial, desarrollada aceleradamente de manera simultánea con la maduración intelectual y de la producción teológica de Joseph Ratzinger. Esta sociedad mundial es la obra consumada de la razón instrumental, de carácter científico-tecnológico, prevalente, más que en ningún otro ámbito histórico-cultural, en la civilización occidental de los últimos siglos”.

 

Por fin, Iribarne puntualizaba que “esta civilización que ofrece semejantes perspectivas, es –en cuanto producto de la mera razón instrumental-  estructuralmente impotente para proponer una respuesta a la demanda de sentido, imposible de desarraigar del corazón humano”.

Como lo expresamos en la Introducción, creemos que el agotamiento físico y espiritual de Benedicto XVI[26] que suscitó su dimisión, facilitó los cambios en la continuidad que necesitaba la Iglesia y expresó su consciencia acerca del agotamiento del punto de vista y el tono euro-céntrico con los que Roma venía mirando y hablando al mundo y así, tras de los cinco papas europeos que timonearon la Iglesia entre 1958 y 2013, llegó el tiempo de aquel al que fueron a buscar al “fin del mundo”.

¿Que aporta el hecho de que el nuevo papa sea americano de cara a los principales desafíos que debe afrontar la Iglesia en este tiempo?

El primero y principal de esos desafíos puede que sea la brecha abierta entre Evangelio y cultura en todo el mundo que, según lo señaló Pablo VI en Evangelii Nuntiandi y lo ratificaron los Pontífices que lo sucedieron, es “el drama de nuestro tiempo”.

Contribuye también a discernir la respuesta a la pregunta arriba planteada la siguiente cita de Jorge Castro, quien dice que el principal conflicto “es hoy entre  fe y secularismo, el terreno en disputa se refiere a los fundamentos –o su carencia – de la sociedad mundial surgida de la post crisis global de 2008/2009. Este es el contenido de la política planetaria en el siglo XXI en la que lo que está en juego no es el poder, sino los valores”[27].

Es similar el punto de vista de George Weigel, teólogo laico norteamericano que, en referencia al cónclave que eligió al papa Francisco, dijo: “En un ambiente cultural hostil, la Iglesia debe proponer el Evangelio con vigor, y vivirlo de un modo radical. Ambas tareas requieren, entre otras cosas, una profunda reforma de la cultura y de la praxis de la curia romana. La cuestión esencial para la Iglesia hoy es la pregunta fundamental que plantea el Evangelio: "Cuando el Hijo del Hombre vuelva, ¿encontrará aún fe sobre la tierra?". Si entendemos que esta pregunta es prioritaria, entonces se hace mucho más clara la urgencia de un fervor misionero de evangelización y de poner en orden el gobierno central de la Iglesia”.

  

Por su parte, en su exhortación apostólica Iglesia en América dada tras el Sínodo de Obispos dedicado a nuestro continente en enero de 1999, el beato Juan Pablo II explicó: “La tarea fundamental a la que Jesús envía a sus discípulos es el anuncio de la Buena Nueva, es decir, la evangelización (cf. Mc 16, 15-18). De ahí que, evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. La singularidad y novedad de la situación en la que el mundo y la Iglesia se encuentran a las puertas del Tercer milenio y las exigencias que de ello se derivan, hacen que la misión evangelizadora requiera hoy un programa también nuevo que puede definirse en su conjunto como nueva evangelización”.

El mismo el papa Wojtyla, en su discurso de 1983 al CELAM reunido en Haití, exhortaba a que esa evangelización fuera “nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión”, llamado que estuvo dirigido primero a las Iglesias de América Latina para extenderse luego a las todo el mundo, a propósito del cual, en la homilía que diera en Santo Domingo el 12 de octubre de 1984, precisaba que “no se trata de re-evangelizar prescindiendo de lo que ya se hizo, sino de una evangelización que continúe y complete la obra de los primeros evangelizadores”.

A su vez Benedicto XVI volvió a impulsar esa intuición renovadora de su predecesor con dos pasos importantes: el 21 de septiembre de 2010 creó el Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización y luego resolvió que la Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos de octubre de 2012 reflexionara acerca de La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana.

En el motu proprio con el que constituyó el dicasterio para promover la nueva evangelización, el papa Ratzinger indicaba que la misión del anuncio de la Buena Nueva “ha asumido en la historia formas y modalidades siempre nuevas según los lugares, las situaciones y los momentos históricos” y agregaba que “en nuestro tiempo, uno de sus rasgos singulares ha sido afrontar el fenómeno del alejamiento de la fe, que se ha ido manifestando progresivamente en sociedades y culturas que desde hace siglos estaban impregnadas del Evangelio”.

Explicitando que sobre todo aludía a Europa y citando la exhortación postsinodal Christifideles laici, añadía ahí el Papa: “Enteros países y naciones, en los que en un tiempo la religión y la vida cristiana fueron florecientes y capaces de dar origen a comunidades de fe viva y operativa, están ahora sometidos a dura prueba e incluso alguna que otra vez son radicalmente transformados por el continuo difundirse del indiferentismo, del laicismo y del ateísmo. Se trata, en concreto, de países y naciones del llamado primer mundo, en el que el bienestar económico y el consumismo —si bien entremezclado con espantosas situaciones de pobreza y miseria— inspiran y sostienen una existencia vivida como si Dios no existiera".

Así como reconocemos justa y necesaria una nueva evangelización de los países de Europa como la postulada por Benedicto XVI en la cita precedente, entendemos que una prioridad acuciante es que esa evangelización, “nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión”, sepa llegar a las nuevas potencias emergentes, por ejemplo China e India.

En tal sentido nos permitimos decir que la nueva evangelización debería desplegarse en formas y contenidos que contemplen tres situaciones coetáneas y diferentes: la de los países más afectados por el relativismo y el secularismo, la de otros donde todavía se conservan vivas las tradiciones de piedad y religiosidad popular cristiana y la de aquellos en los que el mensaje evangélico aún no llegó a ser difundido y conocido.

Antes de esbozar una descripción de esas situaciones diferenciadas, creímos útil aportar una somera descripción de la magnitud que tiene la estructura institucional de nuestra Iglesia, cuya conducción pasó a ejercer un americano.

La estructura institucional de la Iglesia Católica

En la homilía que diera en la misa matutina en la Domus Sanctae Marthae, el miércoles 24 de abril, el papa Francisco dijo: “Cuando la Iglesia quiere vanagloriarse de su cantidad y crea organizaciones y oficinas y se torna un poco burocrática, la Iglesia pierde su principal substancia y corre el peligro de transformarse en una ONG. Y la Iglesia no es una ONG. Es una historia de amor. Pero están los del IOR. Perdonadme, ¡eh! Todo es necesario, las oficinas son necesarias, ¡de acuerdo! Pero son necesarias hasta un cierto punto, como ayuda a esta historia de amor. Pero cuando la organización está en primer lugar, el amor desaparece y la Iglesia, pobrecilla, se convierte en una ONG. Y este no es el camino”.

Compartimos la precisión del Santo Padre con la que sale al cruce de la tendencia descripta por la sociología que constata que en todas las grandes instituciones suele darse una distorsión por la cual sus miembros, en especial sus dirigentes, tienden a privilegiar objetivos endógenos que benefician a la misma organización, por encima de los objetivos exógenos que le dieron origen.

Así sucede, por ejemplo, en las grandes fuerzas policiales que tienden a poner la defensa de los intereses de la institución y de sus miembros por encima del servicio a la ley y a la comunidad que fue el motivo de la creación del cuerpo. O en instituciones políticas y algunos grandes sindicatos, que privilegian los intereses de sus dirigentes por sobre los de sus representados.

La Iglesia católica no está exenta de esa suerte de burocratización oligárquica que hace que las instituciones se alejen de su sentido esencial y bien hace el papa Francisco en alertar sobre ese comportamiento que, so capa de querer fortalecerlas, lleva a debilitar a las organizaciones que incurren en él.

Hecha esta necesaria precisión, diremos también que a nuestro juicio la participación voluntaria de las personas en organizaciones comunitarias es una de las condiciones necesarias para el efectivo ejercicio de la libertad. Si esto es válido para el pueblo secular, entendemos que también lo es para el Pueblo de Dios que tiene a Jesucristo por cabeza, en la medida en que la organización de los fieles sea un medio que ayude a realizar la “historia de amor” que es la Iglesia y no se torne en un fin en sí mismo, según la adecuada observación que hizo el papa en la homilía que citamos más arriba.

Sin perder de vista ese orden jerárquico, puede decirse que, considerada según su estructura institucional, la Iglesia Católica  es la más grande, unificada y estable organización libre de los pueblos del mundo, compuesta por personas que nos integramos a ella por libre voluntad, compartimos una fe y un credo común, contamos con un cuerpo de conducción de dedicación completa (papa, obispos, sacerdotes), quienes dirigen con autoridad reconocida y según reglas preestablecidas y acatadas, un sistema vertical y centralizado está presente en todos los países del mundo, con un despliegue territorial capilar en cada uno de ellos.

 

Algunas cifras ayudan a mensurar la dimensión de la estructura institucional y un primer dato es que, según cifras de la agencia FIDES, ese Pueblo de Dios en el que el nuevo Vicario de Cristo es el americano Francisco lo integramos unos 1.200 millones de personas equivalentes al 17,46% de la población mundial.

Conforme a la misma fuente, el número de católicos aumentó entre 2009 y 2010 en todo el mundo, con incrementos en África (0,21%), América (0,07%), Asia (0,06%) y Oceanía (0,03%) que superan la disminución en Europa (0,01%).

El mayor número de católicos estamos en América (586 millones, equivalentes al 65% de la población total del continente), seguido de Europa (285 millones y 39%), Oceanía (9,5 millones y 26% del total de habitantes), África (186 millones y 19%) y Asia (130 millones y 1% de la población total).

Hay 23 países del mundo cuya población católica supera los 10 millones de personas y ellos son Brasil (126 millones), México (98 millones), Estados Unidos (75 millones), Filipinas (74 millones), Francia (54 millones), Italia (48 millones), España (44 millones), Colombia (42 millones), Argentina (37 millones), República Democrática del Congo (35 millones), Polonia (34 millones), Venezuela (27 millones), Alemania (25 millones), Perú (24 millones), Nigeria (23 millones), India (19 millones), Uganda (15 millones), Canadá (14 millones), Ecuador (13 millones), Chile (11 millones), Tanzania (11 millones), Kenia (10 millones) y China (10 millones). 

El estudio de FIDES acerca de la dimensión de la Iglesia Católica en el mundo indica que hay un total de 412.236 sacerdotes católicos y su número aumentó en el lapso considerado en Asia (+1.695), África (+761), Oceanía (+52) y América (+40) y disminuyó en Europa (- 905), de lo que resulta que el promedio mundial es de un sacerdote católico por cada 13.000 habitantes y por cada 2.900 fieles.

Esa estructura institucional eclesial incluye 2.966 circunscripciones con 5.104 obispos, 39.564 diáconos permanentes, 721.935 religiosas y 54.665 religiosos no sacerdotes, 335.502 misioneros laicos, 3.160.628 catequistas, 118.990 seminaristas mayores, diocesanos y religiosos, 102.308 seminaristas menores, diocesanos y religiosos.

En el campo de la instrucción y la educación la Iglesia administra en el mundo 70.544 escuelas pre-primarias con 6.478.627 alumnos; 92.847 escuelas primarias para 31.151.170 alumnos; 43.591 institutos secundarios con 17.793.559 alumnos, 2.304.171 alumnos de las escuelas superiores y 3.338.455 estudiantes universitarios.

Por fin, los institutos de beneficencia y asistencia administrados en el mundo por la Iglesia comprenden: 5.305 hospitales con mayor presencia en América (1.694) y África (1.150); 18.179 dispensarios, la mayor parte en América (5.762), África (5.312) y Asia (3.884); 547 leproserías distribuidas principalmente en Asia (285) y África (198); 17.223 casas para ancianos, enfermos crónicos y minusválidos la mayor parte en Europa (8.021) y América (5.650); 9.882 orfanatos de los que casi un tercio están en Asia (3.606); 11.379 jardines de infancia; 15.327 consultorios matrimoniales distribuidos en gran parte en América y (6.472); 34.331 centros de educación o reeducación social y 9.391 instituciones de otros tipos, la mayor parte en América (3.564) y Europa (3.159).

Cabe destacar que, sobre todo desde el Concilio Vaticano II, la Iglesia de Roma viene poniendo un énfasis y un esfuerzo espacial en la búsqueda de la reconciliación y reunificación de todos quienes nos reconocemos discípulos de Cristo, lo que se apoya en sólidos fundamentos teológicos, pero también se funda en el hecho que los cristianos no católicos son en el mundo alrededor de 1.025 millones de personas (un 14,7% de la población mundial).

Por tanto, los cristianos católicos y no católicos sumamos unos 2.225 millones de personas, lo que representa aproximadamente el 32% de la población total del planeta.

En cuanto al Islam, según cifras de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), sus fieles son en el mundo unos 1.700 millones de personas, lo que equivale aproximadamente al 26% de la población mundial.

Es significativo que la cantidad proporcional de musulmanes por continente sea casi exactamente inversa a la de los católicos, ya que alrededor del 69% de ellos residen en Asia, el 27% en África, el 3% en Europa y el 1% restante en América y Oceanía. Si se deja de lado la situación que plantea la aún irresuelta incorporación plena de Turquía a la Unión Europea, creemos que la todavía baja proporción de musulmanes en Europa aconseja relativizar ciertas voces alarmistas que advierten de una supuesta “islamización” de ese continente.

Los diez países con mayor cantidad de musulmanes y su proporción respecto de la población total son los siguientes: Indonesia (196 millones de personas y 95% de los habitantes totales), Pakistán (137 millones y 97%), Bangladesh (115 millones y 85%), India (108 millones y 14%), Irak (97 millones y 97%), Irán (64 millones y 99%), Turquía (61 millones y 99%), Egipto (52 millones y 94%) y Nigeria (40 millones y 75%).

Otros países grandes, medianos y pequeños en los que la fe islámica abarca a casi toda la población son Afganistán (23 millones y 100%), Arabia Saudita (20 millones y 100%), Argelia (29 millones y 99%), Azerbaijan (7 millones y 94%), Bahrein (600 mil y 100%), Djibuti (400 mil y 95%), Emiratos Árabes Unidos (2,9 millones y 96%), Gambia (1 millón y 91%), Franja de Gaza (911 mil y 98,7%), Guinea (7 millones y 95%), Jordania (4 millones y 95%), Kuwait (1,7 millones y 97%), Libia (5,5 millones y 100 %), Mauritania (2,7 millones y 100%), Marruecos (29 millones y 97%), Níger (8,3 millones y 91%), Omán (2,2 millones y 100%), Qatar (550 mil y 100%), Senegal (8,6 millones y 95%), Somalia (9,6 millones y 100%), Siria (14 millones y 90%), Túnez (8,8 millones y 98%) y Yemen (13,3 millones y 99%)

Por otra parte, en buena medida debido al colapso de las cosmovisiones ideológicas, se verifica en los últimos años el incremento de tendencias islámicas fundamentalistas que reclaman que las leyes y normas de vida esenciales del Corán deban ser seguidas por todas las personas, sean o no musulmanas en algunos países en los que el Islam (sea en su versión sunita o en la chiita) es religión de Estado.

Un ejemplo notable de ese fenómeno es la decadencia de las corrientes laicas del “socialismo nacional” árabe que desde las décadas de 1950 y 1960 accedieron al poder en Egipto a través del “nasserismo” y en Siria e Irak a través de las respectivas versiones del partido Baas y ahora son desplazados en el consenso popular por los Hermanos Musulmanes.

En cuanto a nuestros hermanos mayores en la fe, según la Agencia Judía Mundial, los judíos del mundo son hoy alrededor de 13,3 millones de personas (0,2% de la población del mundo), de las cuales alrededor del 40% reside en Israel y el 60% en el resto del planeta.

De estos casi la mitad residen en América, alrededor del 12% en Europa y proporciones menores en Oceanía y África y según cifras de 2006, los países con mayor proporción de judíos son Israel, Estados Unidos, Francia, Canadá, Reino Unido, Rusia, Argentina, Alemania, Brasil y Australia.

Resulta entonces que las tres grandes religiones monoteístas reúnen a aproximadamente el 60% de los habitantes del planeta, a lo que se añaden unos 516 millones de personas (13,4% de la población del mundo) que residen casi todos en la India y profesan alguna variante del hinduismo y unos 1.200 millones de personas son budistas (un 5,7% de la población mundial) y residen sobre todo en China, Japón y otros países asiáticos, con lo que casi el 80% de quienes vivimos en la Tierra somos religiosos y unos 1.380 millones de personas (alrededor de un 20% de los habitantes del mundo) profesan otras religiones o ninguna.

Estos datos cuantitativos, a nuestro ver, indican que la religiosidad fue, es y seguirá siendo inherente a la condición humana.

Por fin, nos interesa subrayar ciertas características del cristianismo en general y en particular del catolicismo, que marcan ciertas diferencias respecto de las otras dos grandes religiones monoteístas, del hinduismo y del budismo.

Entre esas características está que, conforme a las enseñanzas del propio Jesucristo, la profesión de la fe cristiana es una decisión personal, voluntaria y libre y así tienden a asumirlo cada vez más el catolicismo y también las iglesias cristianas no católicas.

Esa profesión de fe que no puede imponerse a nadie, se resume en el mandamiento que propone amar al Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo por sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo, lo que es posible por nuestra fe en Cristo quien, siendo Dios, por su infinito amor, se hizo hombre, murió para salvarnos, resucitó y está con nosotros hasta su Parusía, en el fin de los tiempos.

En palabras de Joseph Ratzinger, “Dios es persona. Es un Yo que sale al encuentro de un Tú. (…) La fe (cristiana) no dice creo en algo, sino creo en Ti”. Tras mencionar esa definición, añade Castro: “El personalismo de la fe surge de la doctrina de la Encarnación, que es el núcleo de la fe cristiana. Más aún, la Encarnación es la fe cristiana”. En esta esencia personalista hay cierta diferencia del modo de vivir la fe del catolicismo respecto del de las otras dos grandes religiones monoteístas, del hinduismo y del budismo.

Por fin, ninguna de las otras religiones (incluyendo al cristianismo no católico) tiene la estructura institucional del catolicismo que quedó descripta en este subtítulo, al menos en términos de su organización unificada con una autoridad central (el Papa), el vasto sistema de autoridades subsidiarias (obispos, sacerdotes, etc.) y el despliegue de su presencia territorial universal, sobre todo a través de las diócesis y parroquias.

La nueva evangelización en Europa

Los países de Europa occidental con la más numerosa población católica (Francia, Italia, España y Alemania, sobre todo del Sur) son también los que registran una más intensa penetración del relativismo y el secularismo en su cultura.

Así parecen confirmarlo encuestas recientes del Pew Research Center según las cuales un 42% de los alemanes consideran que la religión es importante en sus vidas, proporción que desciende al 30% entre los españoles, al 25% entre los italianos y al 15% entre los franceses. La misma fuente da cuenta de que el 40% de los católicos alemanes y españoles rezan a diario, lo que también hacen el 30% de los españoles y el 17% entre los franceses. La investigación también indica que entre 2009 y 2011 la proporción de católicos que dicen asistir a misa cada semana descendió del 31% al 24% en España, del 23% al 16% en Alemania y del 10% al 9% en Francia, sin que haya datos disponibles respecto de Italia.

No obstante, aún en esos países son perceptibles algunas señales alentadoras de una fe vital, entre las que pueden mencionarse las recientes movilizaciones masivas impulsadas por los católicos franceses contra el llamado “matrimonio igualitario”, la multitudinaria y entusiasta participación que hubo en las Jornadas Mundiales de Juventud de España y Alemania y la cariñosa recepción que encontraron en ellas Juan Pablo II y Benedicto XVI o el acercamiento a la Iglesia Católica de sacerdotes y fieles británicos de la iglesia Anglicana, algunos tan notorios como ex primer ministro británico, Tony Blair.

También debe decirse que los principios y valores del catolicismo parecen seguir inspirando la vida cotidiana de gran parte de quienes habitan en el campo, las pequeñas ciudades y las aldeas del interior de Francia, Italia, España y el sur de Alemania, aunque ellos representen porcentajes menores respecto de la población de las ciudades grandes y medianas de esos países.

Por fin, la religiosidad católica parece seguir animando en gran medida la cultura popular de Irlanda, Portugal y Austria, así como de países europeos que se liberaron del régimen comunista después de 1990, tales como Polonia, Hungría, Croacia, Eslovaquia, Eslovenia, Lituania, Bosnia-Herzegovina y República Checa.

Cierto es que fue de la España que era Europa desde donde, a partir de fines del siglo XV, vinieron a estas tierras los apóstoles y santos que hicieron América y la hicieron cristiana. No lo es menos que Matteo Ricci o San Francisco Javier – entre muchos otros – en el siglo XVI partieron de su Europa natal para llevar el mensaje del Evangelio a países asiáticos como China, India, Japón, Vietnam o Filipinas.

Pero el humus cultural que caracteriza hoy a los países europeos no parece el de entonces ni tener la hondura suficiente para alimentar vocaciones misioneras de la magnitud de las que se vuelven a necesitar en este tiempo.

Parece entonces evidente que países europeos como Francia, Italia, España y Alemania, de donde procedieron la mayoría de los papas y las autoridades de la Iglesia de Roma (con un claro predominio de los italianos), dado que ya no viven el tiempo en el que en ellos “la religión y la vida cristiana fueron florecientes y capaces de dar origen a comunidades de fe viva y operativa”, no eran donde se podía encontrar a quien fuera capaz de conducir a la Iglesia Católica para afrontar con éxito el conflicto “entre  fe y secularismo” en un “ambiente cultural hostil”, recuperar “un fervor misionero de evangelización y poner en orden el gobierno central de la Iglesia”.

La nueva evangelización en el África subsahariana

Si Europa tiende a dejar de ser el eje de la Iglesia que fue desde el siglo IV, una situación del todo diferente en la del África subsahariana, región situada al sur del Magreb y que abarca alrededor del 85% de la superficie total del continente, donde datos cuantitativos y cualitativos dan cuenta del fuerte avance del catolicismo, merced a la intensa y efectiva acción misionera desplegada en ese continente.

En 1910 se estimaba que los católicos de África subsahariana eran apenas 1 millón, en 1957 unos 20 millones, en 1997 se hablaba de 109 millones, en el 2.000 de 123 millones y hoy suman unos 186 millones de personas, que representan casi el 25% de la población de esa porción del continente, proporción que entre 2009 y 2010 registró el mayor crecimiento del mundo (+0,21% de un año al otro) y la República Democrática del Congo, Nigeria, Uganda, Tanzania y Kenia integran la lista de 23 países con una población católica de más de 10 millones de personas.

Además del mencionado número de católicos, el Pew Research Center estima que los cristianos no católicos del África subsahariana son hoy unos 142 millones de personas.

Aunque el desarrollo del cristianismo entre los pueblos de esta región durante muchos años fue obstaculizado porque se lo identificaba con las potencias esclavistas europeas (sobre todo Gran Bretaña y Francia, aunque también Bélgica, Portugal, Alemania y Holanda), a partir de 1957, cuando la independencia de Ghana inició el proceso de liberación del dominio europeo de todos los países africanos, la adhesión a ese proceso por parte de la mayoría de los religiosos que misionaban en África facilitó la expansión de la fe católica y la acogida favorable al mensaje esperanzador de un Evangelio que reconoce y valora la dignidad de todos, sin hacer acepción de personas.

Miguel Angel Ayuso Guixot, en una ponencia a las Primeras Jornadas sobre las Persecuciones Religiosas en el Mundo Contemporáneo que reprodujo la revista Arbil en su portal de Internet, recuerda que “en 1945 el misionero franciscano belga P. Plácido Tempels (1906-1977) publicó el libro La Filosofía Bantú”, obra clave para la toma de conciencia africana. En él, sin recurrir a los conceptos clásicos de la filosofía occidental, se afirmaba que la evangelización debería empezar por la aceptación de los valores espirituales de África y no con la implantación de una civilización cristiana compacta, importada de Europa

Dado que la mayor parte de las comunidades de esta región africana profesaban religiones animistas[28], nos permitimos suponer que, asumiendo el mensaje profético del Padre Tempels, quienes les llevaron el mensaje evangélico buscaron hacerlo sin cercenar ni deformar el kerygma que es su esencia, pero a la vez respetando y valorando las cosmogonías autóctonas de fuerte carga panteísta, que informaban una cultura popular de componentes arcaicos.

Esa inculturación armónica del Evangelio en el terreno del animismo pudo verse facilitada por el carácter teándrico[29] del humanismo cristiano, que brinda una plataforma apta para resignificar, en clave católica, esas creencias. En cierta medida eso fue ya lo que hicieron los primeros cristianos con las religiones paganas de Grecia y Roma y quienes en América supieron armonizar el Evangelio con las creencias de los pueblos originarios de nuestro continente. También puede decirse que ese procedimiento aplicado con éxito por los apóstoles católicos en el África subsahariana, recupera el método al que apelaron el jesuita Matteo Ricci y otros misioneros para su eficaz obra evangelizadora, claro que llevada a cabo en Asia y en el siglo XVI.

Nuestra hipótesis de interpretación coincide con lo expresado por el Sínodo de Obispos de África de 1994, en cuanto consideraba a "la inculturación como una prioridad y una urgencia en la vida de las Iglesias particulares para que el Evangelio arraigue realmente en África; una exigencia de la evangelización; un camino hacia una plena evangelización; uno de los desafíos mayores para el continente a las puertas del tercer milenio".

Cabe señalar que en esta región de África, según cifras del Pew Research Center, hay unos 242 millones de musulmanes que son alrededor del 30% de la población total.

No obstante ese fuerte desarrollo del Islam en la región, conviene tener en cuenta que así como sus vínculos con las potencias esclavistas europeas fue un obstáculo para la expansión del cristianismo, lo propio acaeció con el Islam en razón de que en la cultura de los musulmanes magrebíes hay una fuerte inclinación a considerar seres inferiores a los africanos negros y someterlos a una esclavitud tan cruel como la de los europeos blancos y “cristianos”.

Lo expuesto hasta aquí indica que en el caso de África no parece que el relativismo y el secularismo sean los principales obstáculos o los desafíos esenciales que ahí debe afrontar la nueva evangelización.

Por fin, sin mengua de la promisoria realidad de la Iglesia Católica en África de la que aquí trazamos apenas un superficial esbozo, nos permitimos la audacia de considerar que su prioridad sigue siendo la expansión y consolidación de la acción misionera ad intra de la región en una experiencia que, sin dudas, configura un rico aporte a la Iglesia universal aún cuando todavía no venga de ahí un primer papa.

La nueva evangelización en Asia

Con sus 4.140 millones de habitantes Asia es el continente más poblado y ahí reside casi el 60% de los 7.000 millones de personas que somos en el planeta. A la vez, según cifras del Pew Research Center, los católicos de Asia son alrededor de 130,5 millones, algo menos del 11% de los católicos del mundo y apenas un 1,86% de la población total del continente.

A ellos parecen dirigidas estas palabras del Evangelio: “No temas, pequeño rebaño; porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino” (Lc 12,32).

Acerca del significado de Asia en la nueva evangelización, en un discurso a la Federación de las Conferencias Episcopales de Asia dado en Manila el 15 de enero de 1995, el Beato Juan Pablo II decía: “la nueva evangelización exige el anuncio del Evangelio al hombre moderno con la conciencia de que, igual que durante el primer milenio cristiano la Cruz fue plantada en Europa y durante el segundo en América y en África, así durante el tercer milenio se recogerá una gran mies de fe en el vasto y vital continente asiático”.

El mismo papa Wojtyla, en su carta apostólica Novo Millennio Ineunte, trazaba una hoja de ruta esencial para avanzar en ese recorrido misionero: “Muchas cosas serán necesarias para el camino histórico de la Iglesia también en este nuevo siglo; pero si faltara el amor (agapé), todo sería inútil. Nos lo recuerda el apóstol Pablo en su Himno al amor: aunque habláramos las lenguas de los hombres y los ángeles, y tuviéramos una fe “que mueve las montañas”, si faltamos al amor, todo sería “nada” (1 Co 13,2). El amor es verdaderamente el corazón de la Iglesia”, dado que Dios es amor.

Al considerar la realidad asiática conviene hacer una breve distinción entre las situaciones diferentes que vive la Iglesia Católica en algunos de los países de ese continente.

Por caso, Filipinas es la nación que tiene el mayor número y la más alta proporción de católicos, lo que bien puede ser consecuencia de que fue colonia española hasta 1898 (el nombre del país alude a Felipe II) y vivió una experiencia evangelizadora similar a la de América.

Un dato que da cuenta del peso del catolicismo filipino es que antes del último cónclave los pronósticos de los medios incluían entre los “papables” al cardenal Luis Antonio Tagle, actual arzobispo de Manila.

Corea del Sur registra una fuerte expansión del catolicismo, en especial desde que Juan Pablo II en 1984 canonizó a 103 mártires coreanos muertos en el siglo XIX. Aunque los 5,4 millones de católicos coreanos son apenas el 10,3% de la población, tiene una de las más altas de conversión, estimándose que cada año se bautizan en la fe católica unos 150 mil adultos.  

En Vietnam, donde dirigentes católicos en el pasado cercano llegaron a tener una presencia significativa en la vida pública, la acción misionera de la Iglesia dejó hondas huellas como la del jesuita francés Alexandre de Rhodes, quien en el siglo XVI creó un sistema de escritura del vietnamita oral basado en el alfabeto romano, que se aplica hasta hoy. El régimen de gobierno establecido tras la cruenta guerra civil, unificó el país, está desplegando esfuerzos en la perspectiva de reconciliar al pueblo en el que los católicos suman unos 6 millones de personas (alrededor del 7% de la población) y explora iniciativas de acercamiento a la Santa Sede, con la que aún no mantiene relaciones diplomáticas.

Japón, importante territorio de las misiones del siglo XVI en las que descolló San Francisco Javier, sólo hay 1,5 millones de católicos quienes representan menos del 1% de la población total del país. Un dato llamativo es el de Taro Aso, ex primer ministro y actual viceprimer ministro japonés, un católico cuya familia proviene de la isla de Kyushu (que recibió la primera evangelización cristiana del país), goza de una alta imagen positiva por su honestidad, virtud no muy habitual entre la clase política japonesa, en la que abundan los casos de corrupción.

Pero en este continente la atención principal no puede menos que dirigirse hacia China e India, los dos gigantes asiáticos donde viven unos 2.600 millones de personas, quienes representan casi el 63% de la población asiática total y alrededor de un 37% de los habitantes del mundo.

En China, sobre 1.350 millones de habitantes, se calcula que hay alrededor de 12 millones de católicos los que representan algo menos del 0,1% de la población total, cifras estas que deben ser tomadas con pinzas dado que existen severas restricciones para la recopilación de datos certeros acerca de la vida religiosa en el país.

La persecución y represión que en la República Popular China sufrieron los católicos de parte del Estado que se proclama ateo llevó a la cárcel y a la muerte a no pocos sacerdotes y obispos y, según algunas versiones, aún hoy hay 18 obispos y 19 sacerdotes en prisión o desaparecidos. Además, las relaciones diplomáticas entre la República Popular China y la Santa Sede están cortadas desde 1951 y pese al manifiesto deseo de Juan Pablo II de visitar China, esa voluntad no pudo concretarse.

A propósito de ello, en recientes declaraciones referidas a la consagración de S.S. Francisco de la portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores chino, Hua Chunying, dijo: "esperamos que bajo el liderazgo del nuevo Papa, el Vaticano pueda acercarse a China y cree las condiciones para la mejora de las relaciones bilaterales".

 

 También reiteró los principales condiciones que plantea el gobierno de Beijing para la normalización de las relaciones bilaterales, entre las que está el reclamo de que la Santa Sede "reconozca al Gobierno chino como tal y que Taiwán es una parte inalienable de China"  ya que hoy el Vaticano es el único país europeo que reconoce a la isla taiwanesa como Estado y que la Santa Sede "no debe interferir en los asuntos internos de China", en alusión al nombramiento de obispos en ese país.

Sucede que el régimen comunista que tomó el poder en 1949, siguiendo el modelo de lo hecho por el Partido Comunista de la Unión Soviética con la Iglesia Ortodoxa Rusa, en 1957 creó una “Iglesia Católica” oficial controlada por una denominada Asociación Patriótica de los Católicos Chinos, que depende del gobierno ejercido por el Partido Comunista Chino, que coexiste con una Iglesia Católica clandestina, integrada en plenitud a la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, que reconoce “in toto” la autoridad papal.

La Iglesia oficial, para ordenar obispos, busca antes el consentimiento del gobierno chino que el del Papa y esa cuestión de los nombramientos episcopales se aprecia desde Roma como uno de los problemas más delicados en las relaciones de la Santa Sede con las autoridades del Estado y del gobierno chinos.

La situación es compleja dado que la amplia mayoría de los obispos ordenados según las disposiciones que rigen a la Asociación Patriótica de los Católicos Chinos pidieron y obtuvieron su integración con el Papa y están en plena comunión con Roma. Otros, en cambio, debido a las presiones del poder político tienen aún dificultades para llegar a la plena comunión con el Papa y con la Iglesia universal.

En cuanto a la Iglesia clandestina, es perseguida y vive condiciones muy difíciles, siendo incierto el número de sacerdotes y obispos que la integran. A propósito de ello, el cardenal John Tong Hon, partícipe del último cónclave y nuevo obispo de Hong Kong, al asumir en la sede episcopal, afirmó que “la situación actual en China está muy lejos del ideal”.

También remarcó que "en los últimos años resulta cada vez más claro que los obispos ordenados sin aprobación del Romano Pontífice no son aceptados ni por el clero ni por los fieles" y expresó su esperanza en que "el gobierno vea la conveniencia de normalizar la situación, aunque elementos 'conservadores' dentro de la Iglesia oficial oponen resistencia por obvios motivos de interés".

La postura de la Santa Sede con Juan Pablo II y Benedicto XVI y que ha de continuar el nuevo papa, buscó favorecer el diálogo y la unidad entre las dos comunidades católicas de China y a hacer ver al gobierno comunista que la independencia de la Iglesia católica y la potestad papal para ordenar obispos no significa inmiscuirse en la vida política del país, a la vez que subrayó y agradeció la firme fidelidad de la iglesia clandestina y destacó la importancia del respeto a la libertad religiosa. Bueno sería que en el papado de Francisco se avance hacia normalizar las relaciones bilaterales encontrando modos de armonizar las condiciones que pone para ello Beijing (que Roma reconozca la política de una sola China y rompa sus relaciones con Taiwán y que el gobierno chino intervenga en el nombramiento de los obispos) y las de la Santa Sede (que los católicos chinos tengan libertad para practicar el culto y relacionarse con el Vaticano sin interdicciones del gobierno y que el Papa pueda elegir libremente a los obispos).

  

Menciono aquí la experiencia personal que viví en 2000, cuando tuve la ocasión de asistir a sendas misas de la iglesia “oficial” y la “clandestina” en Hong Kong y Shanghai. En las dos era el único occidental en el oficio y amen del amor y la cordialidad que me hicieron sentir mis hermanos en la fe chinos, en ambas ceremonias percibí como nunca antes o después en todas las otras misas a las que asistí en el resto del mundo, lo que significa ser católico, esto es integrar una Iglesia que es universal.

Además de las expuestas situaciones, formales pero importantes, en el despliegue de la nueva evangelización en China han de considerarse los grandes cambios que se vienen registrando ahí desde 1978, transformación que como toda obra humana generó luces y sombras.

Entre las primeras destacan los logros extraordinarios del pueblo y el gobierno chinos que protagonizaron la que puede ser considerada la mayor revolución económica en la historia de la humanidad, en tanto nunca antes una población tan grande como la china, en apenas 35 años, experimentó un progreso económico-social y una mejora tan esencial en sus condiciones materiales de vida.

Esos cambios condujeron a que la economía china haya dejado de ser socialista para convertirse en una economía mayoritariamente capitalista con fuerte intervención estatal, lo que se hizo a través de un proceso gradual, paulatino, planificado y sin rupturas en el que se liberalizaron progresivamente los precios, se permitió la propiedad privada de empresas, en una primera fase en las surgidas de una fenomenal inversión extranjera y luego en las de empresarios privados chinos, que tienen un papel cada vez mayor en la actividad económica del país. Esas reformas económicas produjeron un formidable ascenso social que llevó a que, en los últimos 30 años, 663 millones de personas salieron de la pobreza y se incorporaron a la clase media y que los pobres en China, que en 1981 eran el 84% de la población, sean ahora el 13%.

Aunque ese proceso de cambios no alteró el control total del Partido Comunista sobre el poder político, sí posibilitó que el pueblo chino dejara de padecer el miedo constante a los sobresaltos y las campañas políticas que caracterizaron el período de conducción de Mao, que se extendió entre 1949 a 1977 e incluyó circunstancias tan traumáticas como las del período del llamado Gran Salto Adelante que condujo a que entre 1958 y 1962 decenas de millones de personas, sobre todo en el ámbito rural, murieran de hambre y a la que siguió la denominada Revolución Cultural, que entre 1966 y 1976 instauró una situación de caos, desorden y violencia social y política, que tuvo como víctimas principales, aunque no únicas, a los intelectuales y dirigentes del país.

En contraste con esas experiencias, en el ciclo iniciado en 1978 y que se extiende hasta hoy, la conducción del Partido Comunista Chino tuvo características que suscitan un consenso popular mayoritario, entre las que destacan las siguientes: estableció un sistema de relevos en los cargos dirigentes claves del Partido y del Estado pacífico y ordenado que funciona según plazos y procedimientos dispuestos y conocidos de antemano, fundamentó en la meritocracia la promoción de los dirigentes y tendió a que el poder tuviera un creciente carácter colectivo.

La legitimidad y reconocida autoridad de los gobernantes chinos en gran parte deriva de los grandes éxitos económicos y sociales alcanzados en los últimos 35 años, pero también de haber sabido mantener y fortalecer la unidad nacional, valor esencial en la cultura social y política china, consciente de los riesgos cariocinéticos que supone la diversidad de culturas que caracteriza a quienes habitan en las diferentes regiones de su inmenso territorio.

Además, el pueblo chino valora que la dirigencia del Partido Comunista, al restaurar la unidad nacional bajo su conducción, pudo ejercer en plenitud la soberanía nacional y poner fin a las agresiones externas que habían dañado los derechos y el fuerte orgullo nacional durante los siglos XIX y XX y llevar a que China sea protagonista central del sistema de poder mundial, como lo es hoy. 

Pero la autoridad que tiene en el pueblo la clase gobernante china – la que en mucho reproduce a la eficiente burocracia estatal de los mandarines de las grandes dinastías imperiales – puede verse socavada debido al creciente divorcio entre la política y el poder y una cosmovisión que le de sustento y legitimidad moral.

Sucede que, con todos sus muchos errores y horrores, el marxismo-leninismo-maoísmo era una ideología de sostén que daba sentido de trascendencia a los actos cotidianos del pueblo chino que adhería a él y le permitía afrontar esfuerzos tan gigantescos como la primera guerra civil con el Kuomintang, la Larga Marcha, la guerra contra la ocupación japonesa, la segunda guerra civil con el Kuomintang y después del triunfo revolucionario de 1949, superar experiencias tan duras como el Gran Salto Adelante, la Revolución Cultural o la muerte de Mao.

Esa fe en una ideología de la que Octavio Paz supo decir que era “una creencia que se cree ciencia”, era el sustento por el que el pueblo chino asumía la consigna del PCCh que le proponía “vida austera y trabajo sacrificado” y vivía conforme a ella con la certeza de que así aportaba al avance hacia fines superiores y trascendentes que llevaban a pasar “del reino de la necesidad al reino de la libertad”.

Esa ideología maoísta, ersatz de una religiosidad auténtica, en la que el pueblo chino encontraba el imprescindible sentido trascendente de la vida, ha de haber comenzado a resquebrajarse en las consciencias desde que las reformas económicas y sociales, cuyos méritos ya señalamos, establecieron un sistema capitalista cuya incompatibilidad con aquella ideología no llega a ser disimulada porque se lo llame “socialismo de mercado”.

Este modo específico de manifestación en China del divorcio entre fe y vida o entre el poder y la política y una cosmovisión que les de sustento, puede que deje insatisfecha la necesidad humana de dotar de un sentido trascendente a los actos cotidianos.

Ante ese riesgo de socavamiento de la legitimidad del poder del PCCh, parece plausible que se intente restaurar una cosmovisión alternativa al marxismo-leninismo-maoísmo, por caso a través de una suerte de sincretismo que recupere componentes que podríamos llamar folklóricos de aquella ideología revolucionaria, combinados con dosis mayores de nacionalismo y de valores procedentes del confucianismo, que están en la médula de las tradiciones seculares de la cultura china y tiñeron siempre la versión autóctona del comunismo que encarnó Mao. 

Sin entrar a considerar aquí los alcances y contenidos de las diferencias que pueden existir entre facciones internas en la cúpula del PCCH en torno a cuestiones ideológicas, acerca del rumbo económico-social a seguir o sus disputas por espacios de poder que, aunque hayan estado presentes, parecen haberse saldado en orden en el XVIII Congreso partidario de octubre de 2012, creímos adecuarlo mencionarlos por su incidencia en la elaboración y aplicación de los planes pastorales de nueva evangelización en este gigantesco país.

  

En cuanto a la posición del papado respecto del proceso chino, en una carta dirigida al gobierno y al pueblo chinos Benedicto XVI resaltaba los méritos de las transformaciones concretadas desde 1978 en los siguientes términos: “la Iglesia católica observa con respeto este sorprendente impulso y esta clarividente proyección de iniciativas y brinda con discreción su propia contribución a la promoción y a la defensa de la persona humana, de sus valores, su espiritualidad y su vocación trascendente. La Iglesia se interesa particularmente por valores y objetivos que son de fundamental importancia también para la China moderna: la solidaridad, la paz, la justicia social, el gobierno inteligente del fenómeno de la globalización”.

Pero también advertía que “la tensión hacia el deseado y necesario desarrollo económico y social, y la búsqueda de modernidad coinciden con dos fenómenos diferentes y contrapuestos, pero que se han de valorar igualmente con prudencia y con espíritu apostólico positivo. Por una parte se advierte, especialmente entre los jóvenes, un creciente interés por la dimensión espiritual y trascendente de la persona humana, con el consiguiente interés por la religión, particularmente por el cristianismo. Por otra, también se ve en China la tendencia al materialismo y al hedonismo, que desde las grandes ciudades se están difundiendo dentro del país”.

Un punto de apoyo de la evangelización en China que el papa Ratzinger subrayaba en la ya citada carta es que “la familia ocupa un lugar muy importante en las culturas de Asia y, como subrayaron los Padres sinodales, los valores familiares como el respeto filial, el amor y el cuidado de los ancianos y los enfermos, el amor a los pequeños y la armonía, son tenidos en gran estima en todas las culturas y tradiciones religiosas de ese continente. Los valores mencionados forman parte del relevante contexto cultural chino, pero tampoco faltan en vuestra tierra fuerzas que influyen negativamente y de diversas maneras en la familia. Por eso la Iglesia en China, consciente de que el bien de la sociedad y de ella misma está estrechamente relacionado con el bien de la familia, ha de sentir de un modo más vivo y urgente su misión de proclamar a todos el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia, asegurando su plena vitalidad”.

Por fin, el 24 de mayo, la fiesta litúrgica de María Auxiliadora que es venerada con devoción en el santuario mariano de Sheshan, en Shanghai, es una buena ocasión para que los católicos de todo el mundo nos unamos en oración con la Iglesia en China.

Para terminar esta mirada a vuelo de pájaro sobre la nueva evangelización en el escenario asiático, nos internamos en una breve consideración acerca de la situación de la India, que con 1.240 millones de habitantes, es el otro gigante asiático.

El cristianismo en la India, según la tradición, se remonta a la predicación del apóstol Santo Tomás (el de “ver para creer” primero y “Señor mío y Dios mío” después) y actualmente los católicos indios son unos 19 millones de personas que representan apenas alrededor de un 1,53% de la población total del país y la Iglesia tiene 122 diócesis, 8.600  sacerdotes diocesanos, 6.500 sacerdotes religiosos, 64.700 religiosas, 7.366 seminaristas diocesanos y 7. 082 seminaristas religiosos. Además del rito latino, que comenzó en la India con los portugueses en el siglo XVI hay otros dos grupos rituales: la Iglesia católica Siro-Malabar, con 21 diócesis y 3 millones de fieles; y la Iglesia Siro-Malankar, unida a Roma en 1930, con tres diócesis y 300.000 fieles.

Otros cultos religiosos o semireligiosos en la India son el hinduismo (unos 1.050 millones de personas que equivalen al 80,5% de la población), el islamismo (108 millones de personas que son el 8,8% del total de habitantes) y el budismo (unos 7,5 millones de personas equivalentes al 0,6% de la población).

Desde inicios de la década de 1990 la India siguió un camino de reformas tendiente a establecer una economía de mercado y similar al que venía recorriendo China desde 1984, bien que adaptado a las características específicas de un país que, por la magnitud de su población, es la mayor democracia del mundo.

En los casi 30 años transcurridos desde estonces y de resultas de esas transformaciones, el crecimiento anual promedio del Producto Bruto Interno (PBI) de la India pasó del 3% al 8%.

La agricultura, que emplea a dos tercios de la fuerza laboral y contribuye con un tercio de PBI de la India, tuvo un crecimiento estable y el incremento de las reservas de grano permitió que el país pasara a ser exportador de granos y otros productos agrícolas.

Merced a fuertes tasas de inversión externa e interna se registró también un gran desarrollo de sectores industriales claves, entre ellos la informática, la electrónica, la maquinaria industrial y agrícola, químicos y petroquímicos, fertilizantes, material para el envasado y el procesamiento de alimentos, etc.

Desde que se inició el programa de reforma económica, el comercio exterior tuvo un crecimiento anual promedio de alrededor de un 8%, mejoraron las cuentas corrientes de la balanza de pagos, hubo una caída en la inflación por debajo del promedio histórico, alzas en la tasa nacional de ahorro y una sensible reducción del déficit fiscal.

Uno de los efectos más destacables de esa mejora de la realidad económica fue que la población de la India situada bajo la línea de pobreza que en 1994 era el 35% del total de habitantes, se había reducido al 25% en 2007, tras lo cual volvió a crecer – en parte por efectos de la crisis del 2008 – hasta el nivel actual de alrededor del 29%.

Alrededor de un 16% de esas personas situadas en la pobreza pertenecen a los descastados, “intocables” o dalit, que son aquellos que están situados en el último escalón del sistema de estratificación social establecido por el hinduismo y que aún tiene vigencia, que determina que las personas, conforme al grupo en el que nacieron, estarán situadas de por vida en cuatro castas principales: los sacerdotes y estudiosos llamados brahmanes, los políticos y guerreros o chatrias, los comerciantes y artesanos o vaisias y los sudras que son siervos, obreros y campesinos. Los excluidos y condenados a la miseria son los mencionados dalit.

Aunque la Constitución de la India prohíbe la discriminación de los dalit y esa disposición tiende a ser cumplida en las grandes ciudades, los “intocables” siguen segregados y en la peor  miseria en las aldeas y campos, que es donde reside alrededor del 80% de la población de la India.

La Iglesia católica en India no hace distinción entre castas y su acción misionera y evangélica ayuda a elevar la autoestima de los dalit al guiarlos a asumir la dignidad que les confiere el ser hijos de Dios, lo que explica que aproximadamente un 60% de los católicos del país sean dalit o intocables y que haya incluso seis obispos de esa extracción social.

Pero, aunque es lamentable, también permite entender que la Iglesia y su acción evangélica sean consideradas peligrosas por los sectores numerosos y también poderosos que reivindican la estratificación social india.

Ese es el caso del fundamentalismo hindú, expresado en partidos de derecha que promueven un nacionalismo duro y llaman a combatir a las religiones “extranjeras”, como el islamismo y sobre todo el cristianismo.

Fue así que en 2008 extremistas hindúes llevaron a cabo ataques salvajes y no provocados sobre pueblos cristianos en Orissa, dejando el trágico saldo de unas 70 muertes, cientos de desaparecidos, miles de refugiados y casas, iglesias e instituciones educativas destruidas.

A propósito de esos y otros ataques, el cardenal Oswald Gracias, presidente de la Conferencia Episcopal de la India, expresó su preocupación por el surgir de la realidad de las “dos Indias”: una rica y otra compuesta pobre y marginada y un crecimiento de la intolerancia religiosa que, a juicio del prelado, representa una oportunidad y un desafío para la Iglesia. "Cuando la Iglesia lucha contra las injusticias del sistema, libera a las personas y trabaja sin descanso para aliviar su dolor, representa una amenaza para los grupos extremistas que reaccionan con atentados y violencia. Sin embargo, fortalecida por el Evangelio, continuará sirviendo al prójimo", agregó el purpurado.

"La vitalidad del Evangelio y la Iglesia católica en la India -continuó explicando- ha llevado a una notable transformación social de los marginados, de los más pobres entre los pobres, los dalits (grupo humano más bajo en la india) y las niñas y las mujeres del país. A través de nuestra misión, las personas son conscientes de sus derechos y sus deberes. Gracias a nuestros servicios educativos, la gente sabe analizar críticamente las limitaciones que sufre. Y todos los incidentes anti-cristianos, contra el clero, fieles o instituciones, sólo sirven para fortalecer nuestra fe y mejorar nuestro compromiso. Nos insta a asegurarnos que todas las personas, sin discriminación de casta, credo, idioma u origen étnico, sean más plenamente humanos".

Pese a las dificultades, la Iglesia sigue creciendo en la India y un caso paradigmático es el del nordeste del país, vasta región compuesta de siete estados fronterizos con Bhután, China y Birmania, que es donde más aumentó el número de católicos en los últimos años. Ahí la Iglesia católica, que no tenía un solo bautizado antes de 1979, cuenta ahora con un 20% del millón de habitantes de Arunachal Pradesh, con una media de diez mil bautismos de adultos cada año.

Aunque esta región no está tan marcada por el sistema de castas, afronta conflictos interétnicos ya que está habitada por un mosaico de pueblos y grupos étnicos existen resentimientos y animosidad que la Iglesia atenúa al promover la dignidad y el crecimiento de todas las personas, sean o no católicas, mediante la labor que realiza a través de escuelas, dispensarios y acciones de desarrollo. La evangelización atiende y respeta la cultura de las tribus, entre cuyos valores destacan una gran exigencia de honestidad y un sentido comunitario muy desarrollado que cuestiona e interpela a la corrupción y el individualismo crecientes en la India de hoy.

La noción de que la nueva evangelización debe poner foco en Asia se funda, entre otros factores, porque la evolución del proceso histórico ha llevado a que hoy los países asiáticos en general y China y la India en particular, tienden a ocupar un creciente espacio en el sistema mundial y ese protagonismo, en buena medida, se basa en el hecho de que 6 de cada 10 habitantes del planeta viven en ese continente.

A nuestro ver, entre los muchos y complejos desafíos que debe afrontar nuestra Iglesia para desplegar esa misión en Asia, no es menor el de saber y poder armonizar la verdad universal del Evangelio con el respeto y reconocimiento de los valores y tradiciones de las seculares culturas de los pueblos asiáticos, que fueron despreciados y agredidos por las potencias extranjeras, en especial europeas, que hasta no hace mucho impusieron a esos pueblos y países su dominio por la fuerza.

Por un lado es cierto que, como afirmó el Beato Juan Pablo II, la Iglesia “no puede sustraerse a la perenne misión de llevar el Evangelio a cuantos —y son millones de hombres y mujeres— no conocen todavía a Cristo Redentor del hombre. Esta es la responsabilidad más específicamente misionera que Jesús ha confiado y diariamente vuelve a confiar a su Iglesia”.

Pero no es menos cierto que, dada la ley de la encarnación que reintroduce la Palabra de Dios en la historia mediante Jesús de Nazaret, la fe sólo se da inculturada y la mayor universalidad que es la Buena Noticia de salvación ofrecida a todos, se manifiesta a través de lo más particular, el hombre Jesús y sus circunstancias de pueblo, familia, mentalidad, lengua, educación, vecinos.

La nueva evangelización en y desde América

A ya dicho antes acerca de América y la evangelización, añadimos aquí lo que escribió el entonces arzobispo de Buenos Aires, cardenal Jorge Mario Bergoglio, en su prólogo al libro “Una apuesta por América Latina” (Editorial Sudamericana, 2005) de Guzmán Carriquiry: “En las próximas dos décadas América Latina se jugará el protagonismo en las grandes batallas que se perfilan en el siglo XXI y su lugar en el nuevo orden mundial en ciernes” y agregaba que “el destino de los pueblos latinoamericanos y el destino de la catolicidad estén íntimamente vinculados, al menos para este siglo XXI” ya que “aquí se da un germen de nueva creación en un mundo desgarrado”.

Añadía ahí el ahora papa Francisco que la región ha “de recorrer las vías de la integración hacia la configuración de la Unión Sudamericana y la Patria Grande Latinoamericana” y que, “sobre esta vía maestra y además por ser "extremo Occidente", por católica, por región emergente y por constituir como una "clase media" entre las naciones en el orden mundial, América Latina puede y tiene que confrontarse, desde sus propios intereses e ideales, con las exigencias y retos de la globalización y los nuevos escenarios de la dramática convivencia mundial”.

Bergoglio también destacaba “la singularidad católica latinoamericana, que arraiga en su evangelización constituyente, se manifiesta aún en los muy altos porcentajes de bautizados, es tradición viva de sus pueblos, alimenta su sabiduría ante la vida, permea toda la realidad, y llega a constituir -al comienzo del tercer milenio- casi el 50% de los católicos de todo el mundo”.

Por fin, el actual papa planteaba que “estamos llamados a una nueva evangelización para que Cristo se haga más carne en la vida de las personas, de las familias y de los pueblos” que podrá así desatar “su potencia de unidad, de caridad que alimenta toda auténtica solidaridad, de crecimiento en humanidad, de liberación y esperanza”.

Dado que en América aún se conservan vivas las tradiciones de piedad y religiosidad popular cristiana y que aquí residimos casi la mitad de los católicos del mundo (que duplicamos el número de los que viven en Europa), se justifica decir que el nuestro es “el continente de la esperanza”.

Al respecto, en su exhortación apostólica postsinodal Ecclesia en America, el beato Juan Pablo II afirmó: “Ya que en América la piedad popular es expresión de la inculturación de la fe católica y muchas de sus manifestaciones han asumido formas religiosas autóctonas, es oportuno destacar la posibilidad de sacar de ellas, con clarividente prudencia, indicaciones válidas para una mayor inculturación del Evangelio”.

En un reportaje que se le hiciera en enero de 1999 cuando viajaba a México y que fue difundido por Radio Vaticana, Juan Pablo II se refirió a las transformaciones vividas en América en los últimos 20 años diciendo que “la evolución también se manifiesta en este Sínodo americano, con todas las Américas juntas, el Norte, el Centro y el Sur, desde Alaska hasta Tierra del Fuego. Fue la primera vez que se hizo un Sínodo panamericano. Algunos razonan con las categorías tradicionales de la contraposición entre Norte y Sur, Norteamericano y Latinoamericano, Norte rico y Sur pobre. Estas contradicciones parecen superadas por todos los obispos de América, que han trabajado juntos y han dado a América del Norte y del Sur, una dimensión cristiana común”.

Esta idea se ratifica en el numeral 5 de Iglesia en América, donde el Papa explica que quiso “que la Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos dedicara sus reflexiones a América como una realidad única” y aclara que al usar la palabra América en singular “quería expresar no sólo la unidad ya existente bajo ciertos aspectos, sino también aquel vínculo más estrecho al que aspiran los pueblos del Continente y que la Iglesia desea favorecer, dentro del campo de su propia misión dirigida a promover la comunión de todos en el Señor”.

Vale entonces recuperar las “indicaciones válidas” para la nueva evangelización de hoy que ofrece esa “inculturación de la fe católica” con el idioma, las tradiciones y los valores que hacían a la vida de los pueblos autóctonos de estas tierras y que fue el signo predominante de la evangelización en América y tuvo entre sus ejemplos destacados la experiencia de las misiones jesuíticas.

Esa fortaleza de la catolicidad en América conviene matizarla y asumir que también aquí hay una fuerte incidencia cultural del relativismo y del secularismo, sobre todo en las grandes ciudades, tanto de América del Norte (Estados Unidos y Canadá), cuanto de América Latina.

Al respecto insertamos una última cita del mencionado prólogo del entonces cardenal Bergoglio al libro mencionado de Guzmán Carriquiry: “La solidez de la cultura de los pueblos americanos está amenazada y debilitada fundamentalmente por dos corrientes del pensamiento débil. Una, que podríamos llamar la concepción imperial de la globalización: se la concibe como una esfera perfecta, pulida. Todos los pueblos se fusionan en una uniformidad que anula la tensión entre las particularidades. Benson previó esto en su famosa novela El Señor del mundo. Esta globalización constituye el totalitarismo más peligroso de la posmodernidad. La verdadera globalización hay que concebirla no como una esfera sino como un poliedro: las facetas (la idiosincrasia de los pueblos) conservan su identidad y particularidad, pero se unen tensionadas armoniosamente buscando el bien común. La otra corriente amenazante es la que, en jerga cotidiana, podríamos llamar el "progresismo adolescente": una suerte de entusiasmo por el progreso que se agota en las mediaciones, abortando la posibilidad de un progreso sensato y fundante relacionado con las raíces de los pueblos. Este "progresismo adolescente" configura el colonialismo cultural de los imperios y tiene relación con una concepción de la laicidad del Estado que más bien es laicismo militante”.

También percibimos que la Iglesia Católica en América, tal vez debido a la solidez de su estructura y en algunos casos a su gran predominio respecto de otras confesiones religiosas, suele caer en cierto conformismo, al que se puede aplicar una frase certera de Charles Péguy: “peor que el pecado es la costumbre”.

 

Aludimos a la actitud de quienes esperan en los templos a que acudan a ellos los feligreses para “despacharles” una nueva dosis de la mercadería religiosa que esos “clientes” ya habían comprado, contraria al mandato de Cristo de salir de dos en dos a recorrer todos los caminos para anunciar la Buena Nueva y su alusión a la fiesta con la que en el Cielo se celebra por cada pecador que se convierte.

Péguy, a quien Urs von Balthazar situaba en una posición eminente por su condición de poeta-teólogo, afirmaba que esa molicie de la costumbre - presente en la Iglesia Católica de Francia en la primera década del siglo pasado - desvirtuaba el acontecimiento cristiano al soslayar la experiencia de la “precariedad”, que asume la dependencia permanente del Misterio.

Contra esa actitud Péguy proponía permanecer en la precariedad (“precario” significa algo que se obtiene por preces, por súplicas), es decir, recomenzar siempre, no considerar nada como adquirido para siempre, vivir en un constante imprevisto y esperar el acontecimiento del ser, ya que la precariedad es la condición existencial humana más real.

Si se considera que la precariedad y un presente cargado de imprevistos, en grados y formas diversas, son habituales en la experiencia vital cotidiana de todos los pueblos latinoamericanos, esa actitud eclesial que se recuesta en la costumbre marcha a contramano de las características de la vida popular e incumple la misión de salir a evangelizar que Jesús encomendó a su Iglesia.

Creemos que lo dicho hasta aquí puede en algo ayudar a discernir los motivos que llevaron a que en el cónclave se eligiera a un papa americano, decisión que implica un alto compromiso para todos los católicos de este continente ya que, como advierte el Evangelio, a quien se le dio mucho, se le reclamará mucho” (Lc 12, 48)

¿Por qué, entre los americanos fue elegido Bergoglio?

Las especulaciones periodísticas sobre “papables” en el último cónclave mencionaban a diez candidatos de América si se incluye a Bergoglio, de quien los pocos que lo mencionaban decía que sus posibilidades de ser elegido eran escasas.

Los otros nueve candidatos que en esos pronósticos aparecían por encima de él eran Otilio Scherer, Cláudio Hummes y Joao Braz de Aviz (Brasil), Sean O´Malley, Timothy Dolan y Donald Wuerl (Estados Unidos), Marc Oullet (Canadá), Óscar Rodríguez Maradiaga (Honduras) y Leonardo Sandri (Argentina).

Sin desmerecer las virtudes de esos nueve prelados - con los que se verificó aquello de quien entra al cónclave como papa suele salir como cardenal - sentimos que al inspirar a los 115 cardenales que integran el cónclave a que hicieran la elección que hicieron, el Espíritu Santo realimentó en el mundo la capacidad de sorpresa, cualidad de los niños que Jesús quería que los adultos no perdiéramos, expresión de la aptitud humana de maravillarnos por las obras cotidianas de la Creación y estímulo en la búsqueda de la verdad, del bien y de la belleza.

A propósito de esa elección conviene citar lo dicho por Guzmán Carriquiry, rioplatense que reside y trabaja en la Santa Sede desde hace unos 40 años y hace otro tanto que tiene trato frecuente y amistoso con Bergoglio, en un reportaje que le hiciera la revista Credere.

 

Explicaba ahí quien es subsecretario del Pontificio Consejo para los Laicos y secretario de la Comisión Pontificia para América Latina: “Ha sido escogido un argentino, un latinoamericano, ciudadano y propulsor de nuestra ‘patria grande’. Con la elección del Arzobispo de Buenos Aires, América Latina - región cada vez más emergente en la escena mundial- ha dado a la Iglesia Universal lo mejor de sí misma, ha restituido al centro del cristianismo el tesoro de la tradición católica que le llegó hace 5 siglos a través de la primera evangelización de los misioneros europeos, profundamente inculturada en la historia y en la vida de nuestros pueblos.

En el mismo reportaje Carriquiry añadía que “Si en nuestras naciones hay actualmente un sano y legítimo orgullo por este hecho, las Iglesias de América Latina deben demostrarse dignas del puesto en el que las ha colocado la Providencia. Una exigencia que se puede plasmar en dos campos, entre otros: la misión continental y la solicitud apostólica universal”.

Por fin, hacía ahí estas observaciones dignas de ser tenidas en cuenta y comentadas: “Buenos Aires, la gran Diócesis de la que (Bergoglio) fue Arzobispo hasta hace pocos días, es una ciudad cosmopolita gigantesca, la más atenta a las corrientes del pensamiento europeo, con la mayor densidad intelectual y cultural de América Latina. Ha sido también teatro de uno de los más grandes movimientos nacionales y populares de inspiración cristiana. Hay, por una parte, un enraizamiento del cristianismo en el pueblo, y por otra se manifiesta en pleno el proceso de secularización típico de Occidente”.

Una señal del cosmopolitismo de Buenos Aires que menciona Carriquiry es que la mayoría de quienes vivimos en esta gran ciudad somos hijos, nietos o  biznietos de inmigrantes, sobre todo europeos y en su mayoría italianos y españoles, quienes llegaron aquí en tal magnitud que en 1914 la mitad de la población de la ciudad la componían extranjeros.

El peso determinante de la inmigración en nuestra formación como pueblo, justifica que se dijera que la Argentina es un crisol de razas y una virtud no poco encomiable es que aquí convivimos en plena fraternidad la mayoría católica, los cristianos no católicos, una extensa comunidad judía y una no menos extensa comunidad de origen árabe, entre la que no pocos son musulmanes. En su condición de arzobispo de Buenos Aires, Bergoglio fue protagonista y animador de un rico diálogo interreligioso entre esas comunidades, cuya coexistencia más que pacífica, fraternal, es un resultado laudable de aquel cosmopolitismo y un ejemplo a tener en cuenta en la vida internacional.

Es cierto también que, en buena medida debido al carácter aluvional que tuvo la formación del pueblo argentino tal como es hoy por el gran peso de la inmigración, aquí se le prestó y aún se le presta una atención a veces excesiva a “las corrientes del pensamiento europeo”, actitud que contribuyó a dotar a la vida intelectual y cultural de Buenos Aires y de otras grandes ciudades de la Argentina de una sofisticación diferente de la que existía en las ciudades de otros países latinoamericanos, lo que conlleva virtudes y defectos.

Un defecto de ese cosmopolitismo europeizante es que una gran proporción de los actores de esa vida intelectual y cultural argentina sabían y saben más acerca de París, Londres, Roma, Madrid o Berlín que de Río de Janeiro, Santiago de Chile, Lima, Bogotá, Caracas, México o Nueva York e incluso llegan a ignorar la realidad de su propio país interior y profundo.

De resultas de ello sus reflexiones, debates y obras, si pueden tener la riqueza del cosmopolitismo europeizante, también se empobrecen por su habitual desapego respecto de su entorno nacional y continental de pertenencia.  

Debemos decir que ese cosmopolitismo de sesgo europeísta de la vida intelectual y cultural de Buenos Aires se atenuó en sus virtudes y defectos de resultas de que esta ciudad, recuerda Carriquiry,”ha sido también teatro de uno de los más grandes movimientos nacionales y populares de inspiración cristiana” que es el peronismo.

Aquel cosmopolitismo se atenuó en sus defectos merced a que los actores del pensamiento que prepararon ese movimiento nacional y popular de inspiración cristiana nacido en esta ciudad el 17 de octubre de 1945 y quienes adherimos a él desde entonces y hasta hoy, mal o bien buscamos entender y expresar a la Argentina, la región y el mundo desde una perspectiva nacional y latinoamericana.

Admitimos que entre los seguidores de Perón - quien mantuvo una constante actitud de atención interesada en la realidad del mundo y de sus corrientes de pensamiento - hubo quienes negaron las virtudes del cosmopolitismo argentino y desde una perspectiva aldeana o solipsista quisieron hacer del peronismo un pensamiento por completo autónomo, con lo que lo empobrecían.

Pero otros pensadores peronistas - comenzando por el propio Perón que fue por lejos, el mejor – sin desconocer o subestimar el aporte del pensamiento europeo, buscamos reinterpretarlo en clave nacional y continental y ese peronismo cultural de dimensión cosmopolita forma parte del acerbo del pensamiento del nuevo papa, como intentamos explicarlo en la primera parte de este trabajo.

Como lo señala Carriquiry, al igual que en otros países latinoamericanos, en la Argentina ”hay, por una parte, un enraizamiento del cristianismo en el pueblo y por otra se manifiesta en pleno el proceso de secularización típico de Occidente”.

Entre las manifestaciones de la religiosidad popular argentina destacan las expresiones de fe que son las peregrinaciones marianas, en las que millones de personas de toda edad y condición marchan a los santuarios de las diversas advocaciones de la Virgen María que hay en nuestro país (Luján, San Nicolás, Itatí, del Valle, etc.).

Es también perceptible en la cultura social argentina, sobre todo en las grandes ciudades y en los sectores sociales medios y altos que son los formadores de la opinión pública, una creciente incidencia del secularismo que niega toda referencia a lo trascendente e invade tanto la vida cotidiana de las personas cuanto la vida pública, con una concepción en la cual Dios, de hecho, está ausente en todo o en parte de la existencia y la consciencia humana.

Si Estados Unidos es el espacio del máximo despliegue de la razón instrumental entre cuyas consecuencias están el peso cultural del secularismo y el relativismo, la Argentina es escenario de la convivencia y el equilibrio inestable entre esa tendencia y la religiosidad popular, que es uno de sus antídotos.

De ahí que la experiencia acumulada en este escenario por Bergoglio puede contribuir a enriquecer la mirada de la Iglesia universal al complementar la visión cultural europea, que pone foco en el secularismo, con la de esta porción de América que registra las riquezas que Dios despliega entre nosotros en la vida cristiana de los pueblos en general y de los pobres en especial.

 

Como se decía en el documento de Puebla de la CELAM, “en el ámbito de la piedad popular la Iglesia cumple con su imperativo de universalidad” (Puebla, 449) y dado que restaurar el vínculo entre Evangelio y cultura - cuya ruptura es el drama de nuestro tiempo – requiere, entre otras condiciones, saber discernir los signos de la época que se hacen presentes y descifrables en los acontecimientos propios del pueblo o que a él afectan, el llamado del papa Francisco a que los sacerdotes sean “pastores con olor a ovejas” puede marcar un cambio de perspectiva de la acción de la Iglesia en la nueva evangelización que la lleve de ser una misión al pueblo a ser un pueblo en misión. 

En relación a esta cuestión, el papa Bergoglio conoce bien el llamado Documento de San Miguel del Episcopado argentino, dado en 1969 en la perspectiva de la aplicación de lo resuelto por el CELAM en su reunión de Medellín del año anterior, donde se decía: “la acción de la Iglesia no debe ser solamente orientada hacia el pueblo, sino también, y principalmente, desde el pueblo mismo  y esto supone:

·        amar al pueblo, compenetrarse con él y comprenderlo;

·        confiar en su capacidad de creación y en su fuerza de transformación;

·        ayudarlo a expresarse y a organizarse;

·        escucharlo, captar y entender sus expresiones aunque respondan a culturas de grado distinto;

·        conocer sus “gozos y esperanzas, angustias y dolores” (Gaudium et Spes) sus necesidades y valores; conocer especialmente lo que quiere y desea de la Iglesia y de sus ministros;

·        discernir en todo ello lo que debe ser corregido o purificado, lo que tiene una vigencia presente pero sólo transitoria, lo que contiene valores permanentes y gérmenes de futuro;

·        no separarse de él, adelantándose a sus reales deseos y decisiones;

·        no transferirle problemáticas, actitudes, normas o valores que le son ajenos y extraños, especialmente cuando ellos le quiten o debiliten sus razones de vivir y sus razones de esperar”.

Para que la nueva evangelización sea en verdad la tarea de un pueblo en misión, se impone que los fieles laicos seamos actores protagónicos de ella, sobre todo a través del testimonio de nuestra fe en la vida diaria, expresada en que sepamos promover orgánica e institucionalmente el bien común en nuestra participación en múltiples y variadas actividades del quehacer económico, social, político y cultural.

La evidencia de este aserto surge del hecho de que sobre los 1.200 millones de católicos del mundo, los consagrados (obispos, sacerdotes, religiosas, religiosas y seminaristas) suman apenas algo más de 1 millón, que son demasiado pocos jornaleros para recoger una cosecha que reúne más de 6 mil millones de personas.

La invitación a una participación activa y protagónica de los laicos en la vida de la Iglesia en general y en especial en la misión evangelizadora que le es esencial a través del testimonio de su fe en la vida social, económica y política, se expuso en muchos y diversos documentos del Magisterio, entre los que podemos citar Christifideles Laici.

En relación con ello volvemos a citar conceptos de Guzmán Carriquiry vertidos en su intervención en el segundo Congreso Iberoamericano Católicos y Vida Pública que se realizara en la Universidad Santo Tomás de Chile.

 

Decía ahí que para muchos católicos laicos “el bautismo ha quedado sepultado bajo una capa de olvido, indiferencia e ignorancia religiosa, en la distracción y el descuido y es muy frecuente también la tendencia a las vidas paralelas, fragmentadas, parcializadas, en las que la familia, la educación, el trabajo, las diversiones, la política y la religión ocupan como compartimentos separados y escasamente comunicados”.

Añadía Carriquiry que “se cae así en el ritualismo en el que lo religioso se reduce a episódicos y a veces esporádicos gestos rituales y devocionales, en el espiritualismo que evapora al cristianismo en un vago sentimiento religioso, en el pietismo que es una forma de piedad cristiana amenazada de subjetivismo sin arraigo en la objetividad sacramental y magisterial de la Iglesia y en el moralismo que reduce la fe en Cristo salvador a ciertas reglas y comportamientos morales”.

Para que los laicos católicos sepamos y podamos dar el servicio a la nueva evangelización al que estamos comprometidos por el bautismo, es preciso que volvamos a vivir nuestra fe como un encuentro sorprendente y fascinante con la persona de Cristo, que abraza y convierte toda nuestra vida.

Una de las contradicciones a superar en América y en el mundo para que se verifique esa conversión de los fieles laicos desde una fe proclamada a una fe vivida, es la que deriva del cisma entre élites católicas ilustradas en cuyas consciencias y acciones se percibe la influencia del secularismo relativista y las grandes mayorías del catolicismo popular en las que pervive la fidelidad a los principios tradicionales, en muchos casos propios del derecho natural, que reivindica la Iglesia.

Esa contradicción se hace evidente en el comportamiento asumido por importantes actores políticos en toda América y en Europa, que adoptan posturas de defensa débiles, cuando no contrarias a los principios de la Doctrina Social de la Iglesia, en temas esenciales como la defensa de la vida y la familia, agredidas por leyes que autorizan el aborto o promueven la distorsión del matrimonio entre varón y mujer.

Paradójicamente, el derrumbe del comunismo y la victoria del capitalismo liberal que marcaron el colapso de los ateísmos mesiánicos que habían tenido en el marxismo su vértice ideológico y en el socialismo real los primeros Estados confesionalmente ateos de la historia, suscitaron una crisis del sentido trascendente de la vida que sufre sobre todo la cultura occidental, volcada a un hedonismo agnóstico y relativista al que la creciente influencia de los medios de comunicación masiva, sobre todo la televisión, convierten en un ateísmo libertino de masas .

Ante ese escenario nos sentidos animados por la esperanza en que el ejemplo del testimonio vital del papa Francisco pueda contribuir a superar ese escenario y a que se produzca en nosotros, los fieles laicos, esa metanoia que convierta a nuestra fe proclamada, en una fe vivida.

A propósito de ello, el eco universal que suscitó la manifestación del anhelo del papa Francisco de “una Iglesia pobre y para los pobres” nos recordó la tantas veces citada frase del semiólogo católico canadiense Marshall Mc Luhan: “el medio es el mensaje”. Sucede que el elogio de la pobreza en tanto virtud y la opción preferencial por los pobres forma parte del Magisterio católico desde los tiempos de Jesús y estuvo reiterado con frecuencia en expresiones públicas de los predecesores de Francisco en el Pontificado. Creemos, por tanto, que el impacto especial que esa declaración causó en la opinión pública mundial no se debe a que sea novedosa ni tampoco a su contenido mismo, sino a la cualidad del probado testimonio de coherencia entre las palabras y los actos de quien la dijo. 

V. LA NOVEDAD DEL PAPA JESUITA

Además de ser el primer peronista, el primer argentino y el primer americano que accede al papado, Jorge Mario Bergoglio es también el primer sacerdote de la Compañía de Jesús que sucede a San Pedro en la larga historia de la Iglesia Católica.

Dados los muchos y valiosos servicios que los jesuitas dieron a la humanidad, a la Iglesia y al Sumo Pontífice en los casi cinco siglos de existencia de la orden, vale preguntarse porque recién ahora accede al Papado uno de los discípulos de san Ignacio de Loyola.

James Martin, un  sacerdote jesuita estadounidense que es editor de la revista America y autor del libro The  Jesuit Guide to (Almost) Everything (La guía jesuita para casi  todo), da cuenta de dos motivos al tratar de explicar esa circunstancia.

Uno es que la  mayoría de los cardenales que eligen al Papa provienen de las filas del clero diocesano, cuya experiencia en la vida sacerdotal es distinta de la de los sacerdotes ordinarios, como los jesuitas, franciscanos o dominicos entre otros. Ni mejor, ni peor. Diferente. Eso explicaría que en la historia reciente no haya habido muchos papas  procedentes de órdenes religiosas y ninguno jesuita, ya que los cardenales que se reúnen en el cónclave naturalmente tienden a elegir a alguien de su "mundo" sacerdotal, que no es el de los ordinarios.

El segundo de los motivos propuestos por el padre Martin (S.J.) para explicar que nunca antes un hijo de san Ignacio de Loyola accediera al Papado, alude a los recelos que suscitarían los miembros de esa orden en influyentes círculos del Vaticano, en parte debido a las mencionadas diferencias que existen entre la vida religiosa de los jesuitas y la de los otros sacerdotes y también porque la labor jesuítica, en muchos casos, se cumple allende las fronteras geográficas, culturales y sociales habituales y de ello se derivan actitudes que podrían ser vistas como excesivamente audaces ya que, como decía un viejo jesuita, "cuando trabajas en los  límites, a veces los rebasas".

A propósito, un chiste contado a menudo en ámbitos católicos podría contribuir a explicar las reticencias hacia los jesuitas que el p. Martin (S.J.) percibe en el Vaticano. Dice ese chascarrillo que hay tres cosas que el Papa no sabe: cuantas monjas hay, cuanta plata tienen los salesianos y que piensan los jesuitas.

Sospecho que la referencia que se hace en la broma a la naturaleza inescrutable del pensamiento jesuita, procede de la leyenda acerca del falaz “maquiavelismo” (versión deformada del pensamiento político realista del autor de “El Príncipe”) que se atribuye a los miembros de la Compañía de Jesús, mito forjado por el racionalismo y la masonería, que desde el siglo XVIII y hasta hoy encuentra eco en buena parte de la opinión pública ilustrada de Occidente, en especial la de Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y España.

Por fin, vale mencionar que Bergoglio es un jesuita que al ser consagrado papa, elige llamarse como el fundador de los franciscanos y cuyo pensamiento reconoce y asume las enseñanzas de Santo Tomás de Aquino, ilustre dominico. De tal modo, el nuevo papa parece reunir en sí los carismas de esas tres grandes órdenes que fueron protagonistas centrales de la reforma católica y de la nueva evangelización a partir del siglo XIII, a lo que se añade que tiene la útil y rica experiencia propia del clero diocesano o seglar que desarrolló en sus labores sacerdotales en varias parroquias y también en sus tareas de obispo auxiliar primero y luego arzobispo de la Arquidiócesis de Buenos Aires que implicaron que fuera pastor de sus casi 200  parroquias.

Franciscanos y dominicos en la reforma católica y la nueva evangelización

A partir de 1209 y hasta hoy, san Francisco de Asís y sus discípulos marcharon por el mundo deseando a todos paz y bien y apoyados en su carismático testimonio de pobreza supieron exaltar las maravillas de la Creación y del amor de Dios.

Desde 1216, santo Domingo de Guzmán y sus discípulos de la Orden de los Predicadores o dominicos se dedican a alabar, bendecir y predicar a Dios y cumplen una misión evangelizadora que renovó la valentía del pensamiento y supo conjugar la fe con la cultura.

Si la pobreza fue el carisma más reconocido de los franciscanos, no faltaron entre ellos sabios  doctores de la Iglesia como san Buenaventura, ilustres filósofos como el beato Juan Duns Scoto y destacados científicos como Guillermo de Ockham o Luca Pacioli, matemático y padre de la contabilidad moderna. También hicieron un aporte decisivo a la evangelización de América de lo que es alto ejemplo san Francisco Solano, apóstol del Perú al que se llamó con justicia taumaturgo del Nuevo Mundo. San Juan Bosco, el fundador de la orden de los salesianos, fue terciario franciscano seglar y hay ilustres franciscanos entre los santos modernos como el polaco Maximiliano Kolbe, quien entregó su vida en el campo de la muerte de Auschwitz para salvar a un prisionero judío o el místico italiano san Pío de Pietrelcina, quien era fraile capuchino.

A su vez, la sabiduría en la búsqueda y proclamación de la verdad fue un destacado carisma de los dominicos que dieron a la Iglesia y a la humanidad sabios de la dimensión de san Alberto Magno, santo Tomás de Aquino, Meister Eckart, Vicente Ferrer y de integrantes de la Escuela de Salamanca como Francisco de Vitoria, Tomás de Mercado o Domingo de Soto. Además los dominicos tuvieron una destacadísima labor en la evangelización de América cumplida, entre otros, por Bartolomé de las Casas, Antonio de Montesinos, Pedro de Córdoba, san Luis Beltrán, san Martín de Porres o santa Rosa de Lima. Por fin, teólogos dominicos como Yves Congar tuvieron una participación importante en el Concilio Vaticano II.

Como dijo Benedicto XVI en la audiencia general del 13 de enero de 2010, los santos fundadores de esas dos órdenes, a las que se las llama mendicantes dado que recurren con humildad al apoyo económico de la gente para vivir el voto de pobreza y cumplir su misión evangelizadora, “tuvieron la capacidad de leer con inteligencia los signos de los tiempos, intuyendo los desafíos que debía afrontar la Iglesia de su época”, que es hoy una de las interpelaciones que se le plantean al papa Francisco.

Recordaba el Santo Padre que en el siglo XIII se había desarrollado “una Iglesia rica en propiedades y también inmóvil” ante lo cual “los franciscanos y los dominicos, en la estela de sus fundadores, mostraron que era posible vivir la pobreza evangélica, la verdad del Evangelio como tal, sin separarse de la Iglesia; mostraron que la Iglesia sigue siendo el lugar verdadero, auténtico del Evangelio y de la Escritura”, alusión que ilumina el sentido de la “Iglesia pobre y para los pobres” que anhela el nuevo papa.

Mencionaba que “eran muy numerosos los fieles que se reunían en las iglesias y en lugares al aire libre para escuchar la predicación” de franciscanos y dominicos ya que entonces y hoy, “el mundo escucha de buen grado a los maestros, cuando son también testigos. Esta es una lección que no hay que olvidar nunca en la obra de difusión del Evangelio: ser los primeros en vivir aquello que se anuncia, ser espejo de la caridad divina”.

 

A tono con esa condición de testigos que supieron tener franciscanos y dominicos, la claridad y coherencia del testimonio sacerdotal y vital de Bergoglio es una de sus más notorias virtudes y una de las causas de la “Franciscomanía”, nombre dado a la vasta adhesión popular que recibe el nuevo papa.

Benedicto XVI evocaba también en ese discurso una enseñanza de las dos órdenes que tiene especial vigencia en este tiempo de creciente urbanización en todo el mundo, al decir que “franciscanos y dominicos se convirtieron en animadores espirituales de la ciudad medieval. Con gran intuición, pusieron en marcha una estrategia pastoral adaptada a las transformaciones de la sociedad y dado que muchas personas se trasladaban del campo a las ciudades, ya no colocaron sus conventos en zonas rurales, sino en las urbanas”.

Además, los franciscanos y dominicos abandonaron el principio de estabilidad del monaquismo medieval y decidieron ser Iglesia itinerante, con lo que la gente no tenía que ir a ellos sino que eran ellos los que iban a la gente y si hasta entonces los pastores inspiraban respeto y acaso temor, los mendicantes suscitaron la admiración y el amor de los fieles.

Se podría aplicar a ellos la expresión del papa Bergoglio en cuanto eran “pastores con olor a ovejas”, que iban a la búsqueda del rebaño y les predicaban a todos, no para forzar sino para convencer y motivar a la virtud, a la vuelta al Evangelio.

Por lo demás, la convocatoria S. S. Francisco a la Iglesia para que salga a evangelizar a las calles que se traduce en la expresión citada, la planteaba ya cuando era arzobispo de Buenos Aires y su última manifestación pública está en la carta que el Santo Padre envió a la Conferencia Episcopal Argentina, donde dice: “Una Iglesia que no sale, a la corta o a la larga, se enferma en la atmósfera viciada de su encierro. Es verdad también que a una Iglesia que sale le puede pasar lo que a cualquier persona que salga a la calle: tener un accidente. Ante esta alternativa, les quiero decir francamente que prefiero mil veces una Iglesia accidentada que una Iglesia enferma”.

Los jesuitas, militantes de Dios y caballería del Papa

Si Bergoglio decidió llamarse Francisco en alusión al santo de Asís, si en su formación y concepción del mundo hay una marca muy fuerte de ese ilustre dominico que fue santo Tomás de Aquino y si tuvo la experiencia de vida parroquial del clero diocesano o secular; sus carismas sacerdotales específicos devienen de su condición de jesuita, por lo cual entendemos que recordar algunas de las características de la Compañía de Jesús puede ayudar a discernir algunas de las características del nuevo Pontífice.

Creada por el vasco san Ignacio de Loyola, en 1540 nació la Compañía de Jesús o Societas Jesu [SJ], orden religiosa a la que algunos llaman “la caballería del Papa” porque suele hacerse cargo de misiones en las fronteras geográficas y culturales, que tuvo fuerte influencia en la reforma católica, la evangelización de América y Asia y la evolución de la Iglesia y amplió la senda que desde el siglo XIII venían recorriendo franciscanos y dominicos.

El fundador de la orden, quiso que los jesuitas estuviesen siempre preparados para ser enviados con la mayor celeridad allí donde fueran requeridos por la misión de la Iglesia, según el lema de la Compañía que prescribe que toda su acción se dirige “Ad maiorem Dei gloriam” (“A la mayor gloria de Dios”).

 

De ahí que los jesuitas agreguen a los tres votos normativos del orden sacro (obediencia, pobreza y castidad) un cuarto voto de obediencia al Papa que algunos identificaban con la expresión perinde ad cadaver (en cuanto a obedecer “como un cadáver”), pero que en verdad se expresa en la fórmula “Militar para Dios bajo la bandera de la cruz y servir sólo al Señor y a la Iglesia, su Esposa, bajo el Romano Pontífice, Vicario de Cristo en la tierra”.

Los jesuitas se identifican con el lema de san Ignacio que propone “buscar y encontrar a Dios en todas las cosas”, lo que se traduce en una espiritualidad vinculada a la vida que invita a los que la siguen a levantar la mirada hacia Dios y también a la globalidad, pero sin perder de vista a los hombres y a lo concreto y cercano, lo que implica pensar y obrar con gran dinamismo al estar siempre atentos a los nuevos retos y tratar de responder a ellos.

Su espiritualidad encuentra sustento en los Ejercicios Espirituales creados por san Ignacio de Loyola, que en una descripción suscita puede decirse que consisten en un retiro silencioso de un mes, dedicado a la búsqueda de un encuentro personal con Jesucristo mediante la meditación y la oración, a los cuales Bergoglio, al igual que todos los jesuitas maduros, ha de haber seguido al menos dos veces.

Esa espiritualidad jesuítica observa, entre otros, los siguientes principios:

Por lo demás, en la Encarnación se encuentra el fundamento de la modalidad evangelizadora de los jesuitas que armonizó el mensaje universal y trascendente de la Buena Noticia de Cristo con las características específicas y contingentes de las culturas de los pueblos autóctonos, sobre todo en América y Asia.

En efecto, en su honda y excelsa didáctica, Dios se nos quiso manifestar y salvarnos mediante el supremo acto de amor por el que la persona del Hijo se hizo hombre en plenitud y supo y quiso adaptarse a la particular y contingente realidad de la Judea que gobernaba Poncio Pilato, vivir conforme a la cultura de ese tiempo y lugar en el que eligió ser en el mundo y hablar en arameo que era el idioma del pueblo, no en el de los poderosos que era el latín, en el de los sabios que era el griego o en el de los sacerdotes que era el hebreo.[30]

 

Parece evidente que si eso fue lo que hizo quien es la Encarnación del Logos universal y eterno, sus discípulos, conforme a su mandato, debemos saber y querer llevar la verdad universal y eterna de su Palabra de Vida y Salvación a todos los pueblos del mundo, respetando y adaptándonos a sus particulares y contingentes culturas, que es lo que buscaron hacer los evangelizadores jesuitas, sobre todo en Asia y América.

Por caso, en China el jesuita Matteo Ricci (1552-1610) fue el principal promotor de una evangelización que respetó las costumbres y las tradiciones seculares de ese pueblo y apoyado en su sólida formación lingüística y sus estudios sobre la cultura local, sostuvo que había hondas concordancias entre confucianismo y cristianismo.

Así fue que Ricci buscó un modo de armonizar los ritos de los antepasados y el culto a las familias de la cultura china con los ritos cristianos y se propuso aceptar esas tradiciones, a menos que fueran explícitamente contrarias al cristianismo.

Sus posiciones suscitaron la llamada “controversia sobre los ritos”, en la que influyentes sectores de la Iglesia – incluso dentro la propia orden jesuita - cuestionaron los principios de la evangelización de Ricci desde una visión eurocéntrica y que quedó saldada en 1704, cuando Clemente XI ratificó la condena de los ritos chinos

Fue también el caso de la labor evangelizadora de los jesuitas en nuestra América, como se destaca en una reciente nota que nuestro compañero y amigo Pandra publicó en su valiosa Agenda de Reflexión (Cfr. www.agendadereflexión.com.ar), donde recuerda que “las reducciones de indios iniciadas por franciscanos pero que los jesuitas llevarán al más alto grado de desarrollo entre 1585 y 1767 en nuestro territorio, constituyen el último capítulo de la epopeya de la conquista de América”.

Añade ahí que “lo primero que hicieron los jesuitas fue aprender en profundidad el guaraní y el quechua, idiomas sin ninguna relación lingüística con los que conocían. Y no fue un mero enseñar a recitar oraciones y el catecismo. Había que transmitir también un universo de categorías metafísicas con ejemplos groseros y consentir que se interpolaran a la teogonía cristiana elementos íntegros de la leyenda indígena. Pero esos padrecitos corajudos creían en esos hombres, les hablaban no a su alelada fantasía sino de corazón a corazón. Espíritu de sacrificio, gran capacidad de adaptación, ínfula y potencia daban a su vida y a su prédica esos misioneros -insistimos, verdaderos cuadros- que se sabían portadores de la Verdad y la Fuerza”.

Señala también que “sobre todo en el gran Chaco hasta el Guayrá -donde alcanzó a instalar más de cincuenta poblaciones- la compañía ignaciana, en su doble carácter de milicia y misión, realizará el ideal de conquistar sin soldados, aunque con un coraje y heroísmo tan grandes como los de Cortés y Pizarro. Son cuadros preparados para organizar tanto la vida civil como la espiritual de unos ciento cincuenta mil guaraníes. Correspondería que los argentinos supiéramos que debemos a la Compañía de Jesús nuestra apertura al viento del pensamiento y la civilización occidental y nuestra iniciación en la aventura del espíritu”.

 

 Así como la labor evangelizadora del jesuita Ricci se detuvo por la llamada controversia de los ritos, Pandra menciona que las misiones de los jesuitas en América, ”debieron soportar no sólo el salvaje acoso del enemigo externo y las penurias habituales de las pestes, sino también los permanentes conflictos con los regidores y funcionarios de Asunción… ¡y sus obispos!”.

En 1773, más de dos siglos después de su creación, la Compañía de Jesús fue suprimida por Clement XIV, quien cedió a las presiones de los monarcas europeos del llamado “despotismo ilustrado” - sobre todo de los Borbones que reinaban en España y Francia y de la Corona de Portugal - quienes se sentían cuestionados por los jesuitas dados su firme papismo, su actividad intelectual, su vasta presencia en los ámbitos educativos, su influencia política y sobre todo sus ricas experiencias de evangelización popular y democrática, de las que fueron ejemplo luminoso las misiones y reducciones jesuíticas de América, creadoras de unas riquezas de las que los padres jesuitas no consentían que fueran despojados quienes las producían.

Por lo demás, ni aún sus muchos y enconados enemigos negaron o  pusieron en duda que los jesuitas cumplen en forma estricta sus votos de pobreza y los ahora tan difundidos ejemplos del modo de vida austero del nuevo papa dan cuenta de ello.

El padre Martin (SJ) al que mencionamos más arriba, recordaba que se supone que los jesuitas “no debemos ser trepadores” y mencionaba que los integrantes de la orden hacen “una promesa inusual, que hasta donde sé es única entre las órdenes  religiosas, consistente en no ambicionar ni buscar un alto cargo”, atribuida a que san Ignacio estaba  indignado por la ambición en el clero de la que fue testigo en su tiempo.

No obstante, el p. Martin dice que “san Ignacio de Loyola aprobaría que uno de sus hijos no solo sirva al pontífice romano, sino que lo sea. Yo ciertamente lo apruebo”.

Como fuere, tras la “travesía en el desierto” de cuarenta años que siguieron a su disolución, la Compañía de Jesús fue restaurada por Pío VII mediante su bula "Solicitudo omnium ecclesiarum", dada el 7 de agosto de 1814 por pedido de jesuitas que habían seguido sus labores en Rusia tras la disolución y cuando el Pontífice volvió a Roma, tras haber sido prisionero de Napoleón en Francia.

Esa restauración, de la que en 2014 se celebrará el bicentenario con un papa jesuita, se produjo en el marco de los efectos que habían tenido en la evolución del mundo la revolución francesa, las guerras de independencia de Estados Unidos y de la América Hispánica, la revolución industrial y las guerras napoleónicas y en ese contexto el renacimiento de los jesuitas puede ser visto como una respuesta de la Santa Sede al desafío que representaban la masonería y los liberales, que por entonces aparecían como los principales enemigos de la Iglesia.

De hecho, en el siglo y medio que pasó desde la restauración de la Compañía hasta los prolegómenos del Concilio Vaticano II, los portavoces de la modernidad acusaron a los jesuitas de ser la expresión paradigmática del catolicismo reaccionario, dada su radicalidad en la defensa de las potestades papales, la solidez y el despliegue de su prédica ortodoxa en favor de las tradiciones de la Iglesia y su papel central en la educación y formación de jóvenes conforme a esas tradiciones en los muchos institutos y universidades que tenían a su cargo en todo el mundo.

 

Y, desde el último tercio del siglo XIX hasta la primera mitad del siglo XX, al ataque contra los jesuitas que venían llevando a cabo liberales y masones se sumaron los marxistas, quienes imputaban a los discípulos de san Ignacio de Loyola por ser destacados traficantes del “opio de los pueblos”, que es lo que socialistas y comunistas consideraban que era la religión.

El generalato del padre Arrupe en la Compañía de Jesús

Esa visión acerca de los jesuitas se modificó en los tiempos de cambios tormentosos que se vivieron desde los albores del Concilio Vaticano II hasta la década de 1980, años de debate y reflexión en los que la Compañía de Jesús fue conducida por el vasco Pedro Arrupe desde que en 1965 fue elegido Prepósito General de la orden y hasta 1981, cuando Juan Pablo II dispuso una virtual intervención de la Societas Jesu.

Ahondar el análisis de ese complejo período histórico en la vida de la orden está más allá de nuestra capacidad por lo que sólo hemos de trazar algunas líneas gruesas sobre ese proceso que puedan ayudar a entender la novedad de la elección del primer papa jesuita de la historia.

El padre Arrupe ingresó en la Compañía de Jesús en 1927 y tras su ordenación en 1938 fue destinado a Japón, misión que él había solicitado, donde en agosto de 1945 y siendo maestro de novicios cerca de Hiroshima, es testigo de la explosión de la bomba atómica. Permaneció en Japón donde fue Provincial de la orden hasta el 22 de mayo de 1965, cuando Arrupe fue elegido 28º General de la Compañía de Jesús, sucediendo al belga Johann Baptist Janssens (1889-1964), quien había dirigido la Compañía desde 1942. En una ajustada elección Arrupe fue elegido en la tercera ronda sobre Pablo Dezza, anterior rector de la Pontificia Universidad Gregoriana, que era el candidato del “ala conservadora”.

Durante los diez y seis años en los que ejerció en plenitud el generalato de la Compañía, Arrupe impulsó cambios tendientes a afrontar los tiempos azarosos y renovadores en los que entraban la humanidad y la Iglesia después del Concilio Vaticano II y esas transformaciones suscitaron controversias e incomprensiones que, según lo mencionaba él mismo, llegaron a que se dijera de su generalato que “un vasco (san Ignacio de Loyola) había fundado los Jesuitas y otro vasco (Pedro Arrupe) los iba a destruir”.

Sin embargo, percibimos que ciertos derroteros marcados por el padre Arrupe a los que algunos juzgaron ajenos a la espiritualidad ignaciana y la tradición de la Iglesia, en verdad fueron expresivos de su sabia lectura de los signos de los tiempos, hecha a la luz de la recuperación de los carismas que hicieron que los jesuitas fueran protagonistas centrales de la reforma católica entre los siglos XVI y XVIII.

A nuestro ver ese es el caso de sus discernimientos acerca de la visión cristiana de la pobreza y la justicia y su defensa de la inculturación de la Verdad eterna del Evangelio, aportes a la vez nuevos y tradicionales  promovidos por el pensamiento y la acción del padre Arrupe.

Ambos aportes se plasmaron en decisiones adoptadas por la 32ª Congregación General de la Compañía de Jesús, que sesionó en Roma entre el 1 de diciembre de 1974 y el 7 de marzo 1975 y había sido convocada por el padre Arrupe el 8 de septiembre de 1973, en la que él mismo consideraba la decisión más importante de su generalato.

 

El numeral 2 del Decreto 4, sancionado en esa Congregación dice que “la misión de la Compañía de Jesús hoy es el servicio de la fe, del que la promoción de la justicia constituye una exigencia absoluta, en cuanto forma parte de la reconciliación de los hombres exigida para la reconciliación de ellos mismos con Dios” y en el se resume la visión de Arrupe acerca de la inescindible relación que debe existir entre el servicio a la fe cristiana y la lucha por la justicia, en una efectiva opción preferencial por los pobres.

Por un lado esa propuesta remite a la ejemplar pobreza que caracterizó a los jesuitas desde sus orígenes y antes a los franciscanos y dominicos, ordenes mendicantes cuyo testimonio tanto aportó al reavivamiento de la fe popular y a la imprescindible renovación de una Iglesia que pecaba de simonía[31] y de una desmedida ambición de poder secular. Evoca también la armonía entre fe y justicia que los jesuitas supieron establecer en sus misiones y reducciones de América. Y por fin da cuenta de la atención misericorde con la que el general de los jesuitas quería que se saliera al cruce de la escandalosa injusticia y la indigna opresión que signaba la vida de tantos pobres en todo el mundo y en especial en América Latina.

El padre Arrupe, inspirado en la rica experiencia del modo jesuita de evangelización en Asia y América y con visión profética, impulsó el encuentro amistoso y fructífero de las culturas con el que se anticipó en mucho a salir al cruce del actual concepto de “choque de culturas” y fue quien introdujo en la Iglesia católica el concepto de inculturación. Así, la Congregación General 32 también aprobó un breve decreto sobre “Inculturación de la fe y la vida cristiana” y encomendó a Arrupe un desarrollo más amplio del tema, lo que cumplió en su “Carta sobre inculturación” del 14 de mayo 1978, en la que proponía la siguiente definición: “Inculturación es la encarnación de la vida y mensaje cristianos en un área cultural concreta y de tal manera que esa experiencia no sólo llegue a expresarse con los elementos propios de la cultura en cuestión (lo que no sería más que una adaptación superficial), sino que se convierta en el principio inspirador, normativo y unificador que transforme y re-cree esa cultura, originando así ‘una nueva creación’”.

En su concepción la inculturación se asienta en la Encarnación en tanto al hacerse hombre en su Hijo, Dios se aventura en este mundo, en su historia y en una determinada cultura. En definitiva, Jesucristo mismo es el modelo de inculturación. Si el movimiento de la encarnación va de arriba hacia abajo, de la omnipotencia divina a la impotencia humana de un niño; la inculturación, según su orientación fundamental, debe ir “hacia abajo”, no puede aspirar al poder sino conducir a servir a los necesitados. Resulta así que, en Arrupe, inculturación, compromiso por la fe y la justicia y opción por los pobres son realidades hermanas

Además el padre Arrupe, con su testimonio de vida, probó su amor por la Iglesia que expresó en su voluntad de impulsarla hacia adelante, pero también en su firme observancia de la obediencia jesuítica que le llevó a asumir siempre un humilde y profundo sometimiento.

Reconocidas las muchas y grandes virtudes del padre Arrupe y su meritorio desempeño en el Priorato de la orden, cabe aceptar que hubo jesuitas que no supieron mantener el equilibrio y la armonía que adornaban los derroteros que él marcó a la Compañía de Jesús y que incurrieron en desvíos y comportamientos imprudentes, por caso al pretender impulsar la promoción de la justicia por medios violentos que contradecían aquel fin o hacerlo sin prestar la atención debida al servicio de la fe.

También creemos que hubo algunos de sus discípulos que tendieron a desdibujar e incluso a distorsionar la Verdad Universal y Trascendente del Evangelio, so capa de su encarnación en una cultura específica e inmanente.

En cuanto al diálogo con el ateísmo en general – tarea que Pablo VI encomendara a la Compañía de Jesús en 1965 – y en particular con el marxismo, hubo jesuitas que llegaron a tomar por válidos principios y conceptos del materialismo histórico y el materialismo dialéctico que son contrarios al cristianismo y a incurrir en un sincretismo cristiano-marxista que pretendía desconocer las incompatibilidades raigales entrambas cosmovisiones, expresado, por caso, en ciertas versiones de la teología de la liberación.

Esa afinidad con el marxismo se solapó con la actitud general de los jesuitas durante el generalato del padre Arrupe respecto de los países socialistas, sobre los que no parecieron poner un énfasis en la promoción de la justicia que fuera equivalente al que desplegaron en los países capitalistas en general y en los de América Latina en particular, siendo que los pueblos sometidos al régimen socialista padecían una opresión y unas situaciones de injusticia iguales o peores a las que se registraban en Occidente, con el agregado de que las persecuciones a las que ahí estaban sometidos los católicos procedían de sistemas que hacían del ateísmo militante un principio de Estado.

Por lo demás, no pocos jesuitas participaron de movimientos revolucionarios que eran sostenidos por el gobierno cubano y a través de él por la Unión Soviética, sobre todo en países latinoamericanos y centroamericanos – son los casos, entre otros, de El Salvador, Nicaragua y Guatemala – y algunos destacados integrantes de la orden fueron aliados y hasta promotores de movimientos de opinión de matriz soviética.

Ante estos y otros casos conflictivos diferentes – por ejemplo, el del jesuita y antropólogo francés Teilhard de Chardin, que en las décadas de 1960 y 1970 fue muy criticado desde sectores eclesiales, en especial por sus posiciones afines con la teoría evolucionista – hay quienes imputaban al padre Arrupe haber adoptado posiciones de tolerancia excesiva.

El general de los jesuitas solía responder a esas críticas diciendo: “No quiero defender indiscriminadamente todo error que los jesuitas podamos cometer; pero el mayor error sería el temor a cometer errores, hasta el punto de renunciar simplemente a la acción”[32].

Aunque no disponemos de información que nos permita confirmar o desmentir la hipótesis, consignamos que hubo quienes tendieron a exculpar al padre Arrupe de los presuntos errores y desvíos que pudieron darse en la Compañía de Jesús durante su generalato y atribuir la mayor responsabilidad por ellos a quienes fueron sus principales asistentes generales: los padres jesuitas Vincent O’Keefe y Jean Ives Calvez.

Por otra parte y dentro de una tendencia que se registró en todas las órdenes y no sólo en la Compañía de Jesús,, en el último medio siglo se observó un marcado descenso en el número de jesuitas.

Así en 1965, cuando el padre Arrupe se hizo cargo del Priorato de la Compañía, había en el mundo 36.038 jesuitas. Diez años después, al tiempo de la la 32ª Congregación General, habían dejado la orden 6.602 (más del 18%) y la cantidad total de jesuitas se había reducido a 29.436.

En 1983, año de asunción de Peter Hans Kolvenbach que sucedió a Arrupe en el generalato, el número había bajado a 25.952 y el descenso continuó hasta el 2013, cuando los miembros de la Compañía en el mundo eran 17.287, menos de la mitad de los que había en 1965.

Cada uno de los cuatro papas que hubo desde 1965 a 2013 (Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II y Benedicto XVI) mantuvieron relaciones diferenciables con la Compañía de Jesús.

Pablo VI, no obstante sus reiteradas muestras de afecto y consideración hacia el padre Arrupe, siguió de cerca los acontecimientos en la Compañía de Jesús y sus principales intervenciones en la vida de ésta, producidas en torno de la reunión de la 32ª Congregación general, se centraron sobre todo en dos puntos: el cuarto voto y el compromiso de promoción de la justicia en le mundo.

Respecto del cuarto voto solemne de disponibilidad y obediencia a la Iglesia a través del Papa, que sólo hacen los religiosos profesos, en la orden se consideraba la posibilidad de extenderlo a todos los jesuitas, pero Pablo VI entendió que esta innovación afectaba a la constitución esencial del Instituto e incluso podría diluir la eficacia del voto y desvirtuar su sentido, por lo que se opuso a la iniciativa. Así, en una carta dirigida al padre Arrupe, el Santo Padre advertía que “no se puede introducir novedad alguna con respecto al cuarto voto. Como supremo tutor y garante de la Formula Instituti y como Pastor universal de la Iglesia, no podemos permitir que sufra la menor quiebra este punto, que constituye uno de los fundamentos de la Compañía de Jesús”.

En cuanto a la promoción de la justicia, Pablo VI recordó a los jesuitas sus palabras al clausurar el Sínodo de los Obispos de 1974, donde dijo que no se debía “exaltar más de lo justo la promoción del hombre y su progreso social” conforme a lo cual les pidió dieran prioridad al anuncio de la fe, lo que valía “especialmente para la Compañía de Jesús, fundada con una finalidad espiritual y sobrenatural, que es y debe ser un instituto sacerdotal, no secular”. También les recordaba que la misión del sacerdote es inspirar a los laicos católicos que tienen protagonismo en la promoción de la justicia y “no deben confundirse los papeles de cada uno”.

Esa mirada crítica hacia ciertos comportamientos de la Compañía de Jesús por parte de la Santa Sede se acentuó a partir del 16 de octubre de 1978, fecha en la que el cardenal Karol Wojtyla pasó a ser el papa Juan Pablo II, quien desde entonces tuvo un papel destacado en el proceso que, al cabo de algo más de una década, condujo al colapso del socialismo real. El papa polaco parecía compartir el recelo de algunos sectores del Vaticano respecto del compromiso de algunos jesuitas en movimientos de izquierda latinoamericanos y las críticas que algunos de sus teólogos y de centros de formación hacían respecto de algunas enseñanzas de la Iglesia.

George Weigel incluyó una crónica detallada acerca de esa difícil relación del nuevo papa con la Compañía de Jesús en su autorizada biografía del beato Juan Pablo II a la que tituló “Testigo de Esperanza”, publicada por Plaza y Janes en 2000, parte de la cual reproducimos aquí.

 

“El 11 de diciembre de 1978, el general de la Compañía, padre Pedro Arrupe, tuvo su primera audiencia con Juan Pablo II para jurar obediencia al nuevo Papa en representación de la orden. Diez meses más tarde, en la asamblea de presidentes de la Conferencia Jesuita (que se reunían una vez al año para acometer un análisis internacional de la Compañía), Juan Pablo se dirigió al grupo por invitación del padre Arrupe. El mensaje fue categórico, y sorprendió a los oyentes. Juan Pablo dijo que el escaso tiempo de que disponían le impedía enumerar todo lo positivo que estaba haciendo la Compañía. No obstante, Juan Pablo fue al grano: «Deseo deciros que habéis sido motivo de preocupación para mis predecesores, y que lo sois para el Papa que os habla.» Por si no bastara con tan rotundo desafío, el Papa envió al padre Arrupe unas palabras críticas destinadas a ser leídas a la jefatura jesuita por Juan Pablo I, cuya muerte lo había impedido. Dijo que estaba de acuerdo con todo”.

“Según las constituciones de la Compañía, el padre Arrupe tenía la obligación de convocar una congregación general, órgano legislativo supremo de la Compañía y único cuerpo con poder para aceptar o rechazar su dimisión. Arrupe se lo explicó a Juan Pablo el 18 de abril de 1980, en audiencia privada. El padre O’Keefe había tenido por costumbre acompañar al general a las audiencias papales, pero en aquella ocasión se quedó fuera de la sala donde hablaban el Papa y el general. Juan Pablo manifestó su sorpresa por que el proceso de dimisión hubiera llegado tan lejos, y preguntó a Arrupe qué papel desempeñaba el Papa en todo ello, suponiendo que desempeñara alguno. Arrupe le explicó que las constituciones de la Compañía no le atribuían ninguno, aunque la práctica consistiera en consultar al Papa cada vez que se hacían planes para una congregación general. A continuación, el Papa preguntó al padre Arrupe qué pensaba hacer si él, Juan Pablo, se mostraba contrario a la dimisión. Arrupe contestó que el Papa era su superior. Juan Pablo dio fin a la audiencia diciendo que reflexionaría sobre el problema y que le escribiría una carta. A las dos semanas, el 1 de mayo, Juan Pablo pidió por carta al padre Arrupe que no dimitiera ni convocara una congregación general, por el bien de la Compañía y el de la Iglesia. Añadió que a su regreso de África entablarían un diálogo para resolver el problema. Los asistentes generales de Arrupe interpretaron que por fin conseguirían su reunión con el Papa, pero se demostró que no era ésa la idea de Juan Pablo”.

“Los dos hombres volvieron a reunirse el 13 de abril de 1981. Juan Pablo dijo al general que estaba preocupado por lo que pudiera hacer una congregación general sin Arrupe como superior. La trigésima tercera congregación general propuesta se habría reunido para aceptar la dimisión de Arrupe, elegir a su sucesor -las apuestas favorecían al padre O’Keefe o al padre Jean Yves Calvez, el asistente general francés- y seguir con el tema que escogiese”.

“El 7 de agosto, de regreso de un viaje a Filipinas, el padre Arrupe sufrió un derrame en el Aeropuerto Internacional Leonardo da Vinci, de Roma, y lo llevaron al hospital Salvator Mundi. Se le diagnosticó bloqueo de la arteria carótida con efectos sobre el hemisferio izquierdo del cerebro y el lado derecho del cuerpo. El padre O’Keefe administró la unción de los enfermos a su general, envió telegramas a los provinciales jesuitas para informarlos de la enfermedad de Arrupe y llamó al cardenal Casaroli para comunicarle la situación. Casaroli pidió ver a Arrupe, pero O’Keefe le contestó que los médicos habían dicho que había que ahorrarle impresiones fuertes por temor a otro derrame.El 10 de agosto, tres de los asistentes generales fueron a Salvator Mundi a consultar a los médicos. Una vez informados de que el padre Arrupe entendía lo que le decían y podía tomar decisiones, fueron a su habitación y le preguntaron si deseaba nombrar a un general vicario con plenos poderes para dirigir la Compañía durante su enfermedad. Arrupe hizo un gesto de asentimiento. «¿Tiene a alguien pensado?», le preguntaron. Arrupe señaló al padre O’Keefe. Acto seguido, el cardenal Casaroli y los provinciales jesuitas fueron informados de que el padre Arrupe había nombrado general vicario al padre O’Keefe mientras durase su enfermedad, de acuerdo con el artículo 787 de las constituciones de la Compañía de Jesús”.

“El 6 de octubre, hallándose reunido el padre O’Keefe, el secretario de Arrupe entró a decir que había llamado el cardenal Casaroli para pedir ver a Arrupe, el cual había sido dado de alta del hospital y se alojaba en la enfermería de la casa general de la Compañía. O’Keefe preguntó si el cardenal también había pedido hablar con el general vicario. El secretario respondió: «No, no necesariamente». O’Keefe ordenó que lo avisaran en cuanto llegase el cardenal Casaroli, e interceptó al secretario de Estado en la enfermería antes de que pudiera entrar en la habitación del padre Arrupe. Casaroli expresó su voluntad de hablar en privado con Arrupe. O’Keefe aguardó al otro lado de la puerta cerrada. Después de unos quince minutos Casaroli hizo entrar a O’Keefe. El cardenal no entendía lo que decía Arrupe. O’Keefe escuchó atentamente, al tiempo que se fijaba en unos documentos puestos sobre una mesita, y explicó a Casaroli lo que pedía Arrupe: que él, O’Keefe, organizara un encuentro entre el cardenal y el padre Paolo Dezza. O’Keefe dijo que lo haría, dejó a Casaroli en una sala de la planta baja, llamó a Dezza y volvió a la enfermería. Arrupe señaló los documentos de la mesita y pidió a O’Keefe que se los leyera. Era la carta en que Juan Pablo II nombraba «delegado personal» a Dezza (a dos meses de cumplir ochenta años) para que dirigiera la Compañía hasta nuevo aviso, con el padre Giuseppe Pittau, antiguo rector de la Universidad Sophia de Tokio y provincial jesuita en Japón, como coadjutor o suplente”.

“El gobierno regular de la Compañía de Jesús quedaba suspendido, y no se preveía la convocatoria inmediata de la trigésima tercera congregación general. O’Keefe quedó «atónito», y preguntó a Arrupe: «¿En qué posición le parece a usted que queda este general vicario?» «No lo sé -repuso Arrupe-. Vaya a ver al padre Dezza.» O’Keefe fue a ver a los demás asistentes generales, y por la tarde se entrevistó con el padre Dezza, que estaba informado de la llegada de la misiva papal. La cuestión inmediata era cómo informar a la Compañía. El generalato jesuita y el Vaticano acordaron que se retuviera la noticia hasta finales de octubre, ya que para entonces se habría informado privadamente a los jesuitas de todo el mundo. Durante la cuarta semana de octubre apareció la noticia en un periódico español; la prensa italiana se hizo eco, y el padre Dezza aceptó la propuesta de O’Keefe de que se levantara el secreto. Fue el mayor impacto relacionado con los jesuitas desde que en 1773 el papa Clemente XIV suprimiera la Compañía”.

“La intervención papal enfureció a quienes, satisfechos con la labor del padre Arrupe al frente de la Compañía, deseaban verla retomada por su sucesor. De todos modos, la afirmación de que todo nacía de un malentendido general sobre lo ocurrido en la trigésima segunda congregación general no resulta convincente. Los años posteriores al Concilio Vaticano II coincidían con una crisis en la vida de las órdenes religiosas, y si bien es posible que Juan Pablo no considerara peores que otros a los jesuitas, sí creía que su influencia era tan grande que se imponía un período de reflexión. Dijo a los padres Dezza y Pittau que no habría intervenido de no haber tenido en muy alto concepto el carisma excepcional de la Compañía, y su capacidad de contribuir a una puesta en práctica real del Vaticano II. La intervención fue una terapia de choque encaminada a romper con una tónica de enfrentamiento dentro de la Compañía y entre ésta y las máximas autoridades de la Iglesia, creando condiciones para una relación de mayor confianza. Es evidente que Juan Pablo II no creía posible alcanzar ese objetivo en una trigésima tercera congregación general encabezada por el padre O’Keefe. Que este último y los demás asistentes principales del padre Arrupe no juzgaban necesario un cambio tan drástico se deduce de la insistencia con que se esforzaron por conseguir el beneplácito papal a una trigésima tercera congregación general, mientras las riendas del poder aún estaban en las mismas manos en que lo habían estado durante años (las suyas). La diferencia de planteamiento en el análisis de la situación exigía un remedio excepcional, y eso fue lo que aplicó Juan Pablo bajo la forma de una intervención personal en el gobierno de la Compañía”.

Hasta aquí la crónica de Weigel. Cabe recordar que cuando esto sucedía el padre Bergoglio ya había dejado de ser Provincial de los jesuitas y también subrayar que el padre Arrupe y todos los jesuitas reaccionaron con dolor, pero también con ejemplar y completa obediencia a lo decidido por el Romano Pontífice.

El 3 de setiembre de 1983, reunida por fin la 33ª Congregación General de la Compañía de Jesús, ante la cual presentó su renuncia el padre Arrupe en cuyo reemplazo fue elegido 29º Superior General el lingüista holandés Peter Hans Kolvenbach, cuyo primer gesto fue abrazar a Arrupe a quien le dijo: "Ya no le llamaré a usted padre General, pero le seguiré llamando padre".

Las relaciones cordiales entre los jesuitas y la Santa Sede se restablecieron durante el pontificado de Benedicto XVI y entre los ejemplos de esa reconciliación puede mencionarse que el padre Federico Lombardi (S.J.) reemplazó en la función de portavoz del Santo Padre al Joaquín Navarro Valls, laico del Opus Dei o que el también jesuita arzobispo español Luis Ladaria fuera designado secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, a la que Joseph Ratzinger dirigió hasta que fue elegido papa.

En febrero de 2008, al recibir en audiencia a los miembros de la Congregación General de la Compañía de Jesús que eligió al sacerdote español Alfredo Nicolás como general de orden, Benedicto XVI les dirigió un discurso del que citamos algunos párrafos.

Decía el papa a los jesuitas que “la Iglesia tiene necesidad urgente de personas de fe sólida y profunda, de cultura seria y de sensibilidad humana y social genuina, de religiosos y sacerdotes que dediquen su vida a estar en estas fronteras para testimoniar y ayudar a comprender que existe una armonía profunda entre fe y razón, entre espíritu evangélico, sed de justicia y empeño por la paz”.

Según el obispo de Roma, la Compañía, “fiel a su mejor tradición, debe seguir formando con gran atención a sus miembros en la ciencia y en la virtud, sin conformarse con la mediocridad porque la tarea de la confrontación y del diálogo con los contextos sociales y culturales muy diversos y las mentalidades diferentes del mundo de hoy es una de las más difíciles y costosas”.

Recordaba el Santo Padre que “también hoy hay una "caridad de la verdad y en la verdad", una "caridad intelectual" que ejercer, para iluminar las inteligencias y conjugar la fe con la cultura. El empeño puesto por los Franciscanos y los Dominicos en las universidades medievales es una invitación, queridos fieles, a hacerse presentes en los lugares de elaboración del saber, para proponer, con respeto y convicción, la luz del Evangelio sobre las cuestiones fundamentales que afectan al hombre, su dignidad, su destino eterno”.

 

 El Papa alentó a los jesuitas a “seguir y a renovar” su misión entre los pobres y con los pobres, precisando que “para nosotros, la elección de los pobres no es ideológica, sino que nace del Evangelio” y por eso, además de “esforzarse por comprender y combatir las causas estructurales” de las situaciones de injusticia y de pobreza, también “es necesario combatir hasta en el mismo corazón del ser humano las raíces profundas del mal, el pecado que lo separa de Dios, sin olvidarse de atender las necesidades más urgentes en el espíritu de la caridad de Cristo”.

La turbulenta década de 1970

En la vida de Bergoglio en la Compañía de Jesús, una década clave fue la que transcurrió entre 1969 y 1979, años que fueron, respectivamente, el de su ordenación sacerdotal y el de la finalización de su responsabilidad como Provincial de los jesuitas en la Argentina, misión que había asumido en 1973.

Si esos diez años fueron importantes en la historia personal del actual papa y de algún modo inciden hoy en su pensamiento y en su acción, también lo fueron en la historia de la Iglesia Católica, de la Compañía de Jesús y de la Argentina - ámbitos de pertenencia de Bergoglio - dado que lo sucedido en esa década, de alguna forma, se manifiesta en el presente.

En el vasto mundo de la Iglesia, esa década estuvo signada por un intenso debate acerca de los caminos más adecuados para adoptar los cambios surgidos del Concilio Vaticano II que había deliberado entre 1962 y 1965, proceso al que la prensa italiana, siempre atenta al acontecer católico, llamó “aggiornamento” (“actualización” o “puesta al día”).

También fue por entonces cuando el periodismo acudió a una categorización para describir a los sectores que protagonizaban las polémicas que se daban y en cierta medida se siguen dando en la Iglesia, a los que les puso las etiquetas de “conservadores” y “progresistas”, falacia simplista que, pese a ser tal, se sigue usando aún hoy.

Cabe recordar que entre 1969 y 1973 la Argentina vivió bajo un poder de facto que era la continuidad de los gobiernos civiles y militares que se sucedieron desde 1955 - cuando un golpe de Estado derrocó al gobierno constitucional y democrático que presidía Juan Perón – todos ellos ilegítimos e ilegales en tanto se apoyaban en la proscripción y persecución de la que era la identidad política mayoritaria del pueblo y el destierro forzado de su líder.

Esos cuatro primeros años de la década que estamos considerando comenzaron en 1969, que además de ser el año del ordenamiento sacerdotal de Bergoglio, también fue el del estallido de masivos alzamientos populares contra el gobierno militar, entre los que destacaron el “rosariazo” y el “cordobazo” y a los que siguieron las intensas y extensas acciones violentas de organizaciones político-militares que se declaraban peronistas o marxistas. En 1972 se produjo el retorno de Perón a la Argentina después de 18 años de exilio obligado y el 11 de marzo de 1973 se realizaron unas elecciones en las que el peronismo, por primera vez desde 1955, pudo participar casi en plenitud y en las que una neta mayoría popular eligió al gobierno justicialista que asumió el 25 de mayo de 1973. 

Fue en ese marco turbulento que el 31 de julio de 1973 el padre Arrupe designó al R.P. Jorge Mario Bergoglio (S.J.) Provincial de la Compañía de Jesús en la Argentina y las circunstancias de la vida nacional en el sexenio en el que desempeñó esa función se pueden separar en dos mitades.

La primera transcurrió en el marco de gobiernos peronistas que accedieron al poder en elecciones incuestionables y se extendió desde su designación al frente de los jesuitas en la Argentina hasta el derrocamiento de María Estela Martínez de Perón, quien era la presidente constitucional, legal y legítima, elegida en setiembre de 1973. La segunda mitad comenzó con el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 que impuso una feroz dictadura y se extendió hasta 1979, cuando Bergoglio dejó de ser Provincial.

En el primer período el escenario argentino estuvo signado por los enfrentamientos internos que se dieron en el peronismo gobernante entre sectores ortodoxos mayoritarios de ese movimiento, leales a la conducción de Perón y grupos minoritarios, pero muy activos y violentos de la llamada “tendencia revolucionaria”, quienes acusaban a Perón de “reaccionario”, postulaban una interpretación del peronismo en clave marxista y tenían su núcleo de conducción en la organización político-militar Montoneros.

Durante el gobierno constitucional que presidía Perón desde setiembre, cuando ganó una nuevas elecciones con el 62 por ciento de los votos, Montoneros y sus aliados abiertamente marxistas del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), no cesaron en su acción violenta que incluyó sangrientos ataques a unidades militares.

En esa escalada, el 25 de setiembre de 1973 integrantes de Montoneros asesinaron a José Ignacio Rucci, secretario general de la Confederación General del Trabajo (CGT), en brutal represalia por la renuncia a la Presidencia de la Nación que le habían impuesto a Héctor Cámpora amplios sectores internos del Justicialismo avalados por el propio Perón, por cuestionarle su excesiva subordinación a la “tendencia revolucionaria”, dimisión que se concretó apenas 18 días antes de la designación de Bergoglio como Provincial de los jesuitas.

En esta primera fase del sexenio que estamos analizando y sin que los enfrentamientos internos en el peronismo hubieran terminado de resolverse en plenitud, el 1 de junio de 1974 advino la muerte del general Juan Perón mientras ejercía su tercer mandato presidencial y cuya conducción era reconocida por la mayoría del pueblo argentino desde 1945.

Ese pueblo sencillo que constituía el núcleo principal del Justicialismo, se replegó en sus ámbitos de vida y de trabajo, donde afrontó el clima de orfandad en el que sentía que había quedado con la desaparición de quien había sido ser su líder y conductor reconocido.

Los dirigentes y cuadros del peronismo que se mantuvieron leales a Perón – comenzando por su viuda y vicepresidente de la Nación quien, conforme a lo establecido en las prescripciones constitucionales y legales, lo sucedió en la Primera Magistratura – debieron seguir gobernando la Argentina en un escenario de graves dificultades, con el vacío de liderazgo y pensamiento estratégico que implicó la muerte de Perón, que no pudieron superar mediante la organización institucional y democrática del movimiento peronista.

Los dirigentes de la llamada “tendencia revolucionaria” del peronismo, por su parte, acentuaron su ofensiva político-militar contra el gobierno constitucional, ya sin la restricción que les imponía antes la autorizada presencia de Perón al frente del mismo.

 

 Se fue ahondando así una crisis de gobernabilidad aprovechada por los sectores civiles y militares opuestos al peronismo para concretar el asalto violento al poder que derrocó al gobierno democrático y constitucional que presidía la viuda de Perón y a partir del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 se entronizó  en el país una feroz dictadura que detentó el poder hasta 1983 y enmarcó la segunda etapa de la gestión del padre Bergoglio al frente de la Provincia argentina de la Compañía de Jesús, que se extendería hasta 1979.

En la segunda etapa que abarcó el último trienio en sus funciones, el Provincial de la orden supo conducir a la Compañía en la Argentina en un repliegue que acompañó al del pueblo fiel, que en gran proporción era el pueblo peronista y vivía el duelo por la muerte de Perón a la vez que buscaba asimilar la derrota que significó el golpe de Estado de 1976 que, mutatis mutandi, reiteraba la que había implicado el golpe de setiembre de 1955.

Ese comportamiento fue también el que siguió la mayoría de la Iglesia en nuestro país, orientación que puede ser entendida afín a la orientación pastoral que el Episcopado planteara ya en 1969 en el Documento de San Miguel, donde se postulaba que “la acción de la Iglesia no debe ser solamente orientada hacia el pueblo sino también y, principalmente, desde el pueblo mismo".

Además, ese repliegue hacia el sí mismo de la mayoría del pueblo argentino ante el golpe de Estado y la dictadura se ajustaba a la conocida máxima de Perón que aconseja que entre el tiempo y la sangre se debe elegir el tiempo y se sustentaba en la esperanza certera de que, como dice una cantata popular, “el pueblo es la vida eterna”.

Dado que, según lo explicaba Perón, “hay una razón superior en el deseo popular”, que la Iglesia católica en general y la Compañía de Jesús en particular acompañaran ese repliegue popular, además de justo y necesario, fue razonable.

Esa conducta popular y eclesial sabia y prudente contrastó con el vanguardismo militarista de los dirigentes Montoneros que, aislados del pueblo que les había dado la espalda, lanzaron la propuesta aventurera de acentuar su lucha armada contra la dictadura, instando a sus seguidores a matar y sobre todo a morir, conforme una línea de pensamiento y acción que, además de imprudente, probó ser del todo equivocada e inconducente para alcanzar los discutibles objetivos que decían defender.

Cambios en la Universidad del Salvador y en la Compañía de Jesús

El 27 de agosto de 1974 el padre Bergoglio (s.j.) en su condición de Provincial de los jesuitas en la Argentina y en respuesta a una solicitud del Concejo de Laicos de la Universidad del Salvador, dio a conocer un documento al que tituló “Historia y Cambio - Vieja y nueva Universidad del Salvador, su continuidad en el espíritu Jesuita”.

Exponía ahí los presupuestos sobre los cuales se apoyaban las transformaciones impulsadas por el Provincial en esa casa de altos estudios, que era la principal institución de un eje de la labor pastoral de la Compañía de Jesús en nuestro país, que era el ejercicio del apostolado educativo.

En el texto daba los fundamentos del proceso llevado a cabo durante el segundo semestre de 1973 y todo 1974 por el cual la Provincia Argentina de la Compañía de Jesús confió la conducción de la Universidad del Salvador, que había creado la Orden, a una Asociación Civil integrada por laicos.

 

En ese documento el padre Bergoglio planteaba que, para que la nueva Universidad del Salvador pudiera cambiar y a la vez ser fiel a sí misma, se debían seguir los siguientes tres principios o rasgos salientes: lucha contra el ateísmo, avance mediante el retorno a las fuentes y universalismo a través de las diferencias.

Al tiempo que afirmaba que “la Nueva Universidad del Salvador será una Universidad fundada en la Fe, es decir, crítica e innovadora”, advertía que la lucha contra el ateísmo “no se diferencia de la crítica trascendente al mundo contemporáneo. En esta tarea, el mayor aporte obtenido por el pensamiento trascendente proviene de su antagonista ateo. (…) El renacimiento religioso que aguarda el mundo volverá a lo esencial de sí mismo, atravesando el ineludible tamiz crítico del ateísmo moderno; así alcanzará su mayor triunfo ante el más temible de sus adversarios, al incorporar a su seno lo mejor y lo más válido que éste posee”.

Esta reflexión anticipaba en quince años lo que sucedió desde que en 1989/90 se produjo el colapso del socialismo, al verificarse que el renacimiento religioso está vinculado al derrumbe del marxismo que era el último supérstite de los grandes discursos o ideologías generados por los movimientos revolucionarios de los siglos XVIII, XIX y XX y daba sentido a la existencia de millones de personas, fuera que adhirieran a ellos o que los combatieran.

Como supo decir con verdad el filósofo italiano Augusto del Noce en polémica con el socialista liberal Norberto Bobbio: “la historia contemporánea, insertada en el marco más amplio de la historia mundial, no puede ser entendida más que como la historia de la realización del marxismo, de su total éxito y al mismo tiempo de su quiebra no menos total. Las mismas posiciones que ha asumido el mundo occidental a lo largo de las últimas décadas, no pueden ser comprendidas más que como contragolpes en relación al marxismo”[33].

Volvemos al documento del p. Bergoglio de 1974 donde añadía que “el nuestro es un pueblo fiel; un pueblo creyente. Esa es su fuerza. Esa Fe popular ha sido -y es- despreciada por la soberbia ilustrada que, en su ceguera, la ha calificado sucesivamente de credulidad y alienación. Pero la Fe de nuestro pueblo es más profunda que sus críticos. Y así muestra que su cristianismo no es un formalismo teórico y superficial, sino una práctica concreta y cotidiana, de amor y solidaridad. Para él, Jesucristo no es sólo un Dios, sino Aquel que dejó el amor entre los hombres. Y éste, como lo saben en el fondo de su alma los más fríos escépticos, es la única fuente de los cambios profundos, el único sustento de una revolución por la justicia y la paz”.

Respecto del avance como retorno a las fuentes explicaba que “el futuro se alcanza profundizando el camino recorrido. Es un proceso de vuelta a los orígenes, o mejor dicho, de afirmación de las diferencias. El cambio, por eso, no consiste en la imitación servil de modelos ajenos o en el abandono de lo propio, sino en la continuidad crítica de los movimientos populares del signo nacional, protagonistas esenciales de la Argentina moderna”.

En este texto de 1974 el actual papa Francisco postulaba un universalismo que armonizara las diferencias al recordar que “desde los comienzos de su historia, la Compañía de Jesús comprende y respeta las diferencias históricas, culturales y psicológicas que confieren su sello intransferible a los pueblos de la tierra. Empujada por el espíritu evangélico de su fundador, afirma desde sus inicios el contenido universalista de su acción”

Añadía que “una es la verdad de Cristo, pero múltiples e intransferibles sus manifestaciones históricas y humanas. Sólo en el juego diverso de lo creado se muestra la verdad encarnada. La Compañía es fundacionalmente universalista; y por ello contraria a los internacionalismos homogeneizantes que, por "la razón" o por la fuerza, niegan a los pueblos el derecho a ser ellos mismos”.

Por fin afirmaba que “cuando en este momento de su trayectoria varias veces centenaria, enfatiza el apostolado social, dirigiéndose al encuentro con los agentes de cambio -los pueblos- no hace más que retornar a su sentido originario, criticando con inusitada valentía sus desviaciones históricas. Concibiendo el apostolado social como la inmersión religiosa en la vida de los pueblos, la Compañía afirma prácticamente, que sólo a partir de esa concreción es factible la construcción de una sociedad más humana, es posible "hacer la Justicia". Y es allí, en los pueblos -personas estructuradas por antonomasia- que la Iglesia reconoce y reafirma -y dentro de la Compañía- su sentido de disciplina y su concepto de organización.

Si citamos con amplitud ese documento fue, entre otros motivos, porque precedió en unos nueve meses el inicio de las sesiones de la 32ª Congregación General de la Compañía de Jesús pero su contenido parece anticipar que el “el servicio de la fe y promoción de la justicia” configuran la misión esencial de los jesuitas, que es lo que ahí se estableció. Y además propone realizar esa misión según la orientación del decreto sobre “Inculturación de la fe y la vida cristiana”, que recién fue dado en esa misma 32ª Congregación General que sesionó desde diciembre de 1974 hasta marzo de 1975.

Esa anticipación nos permite suponer que el entonces Provincial y quienes le acompañaban en su pensamiento y acción, ya estaba presente que la misión del “servicio de la fe y promoción de la justicia” sólo podía realizarse en la realidad cultural, social y política específica de la Argentina, entre cuyos rasgos insoslayables está la identidad peronista mayoritaria del pueblo humilde que, en su conciencia histórica, tiene memoria de haber vivido una promoción de la justicia asentada en el servicio de la fe.

De ahí que el entonces Provincial de los jesuitas resolviera afrontar en la Universidad del Salvador el desafío de la influencia creciente que venía teniendo en ella un sector de laicos y religiosos que adherían a una variante desviada de la Teología de la Liberación, tributaria del marxismo como ideología y partidaria de la violencia como método de lucha.

En el despliegue de ese difícil y duro debate, el hoy papa Francisco contó con la asistencia de unos jóvenes profesionales y académicos que, además de laicos comprometidos con la Iglesia, eran militantes de organizaciones de cuadros del peronismo ortodoxo (entre las que destacaba la llamada “Guardia de Hierro”) y también acompañaban a Perón en su enfrentamiento a la ofensiva de Montoneros.

En 1979, mientras en Roma se vivían los desencuentros entre el p. Arrupe y Juan Pablo II de los que arriba dimos cuenta, el p. Bergoglio (s.j.) cesa en sus funciones de Provincial de la Compañía de Jesús en la Argentina. Entre 1980 y 1986, fue rector del Colegio Máximo y de la Facultad de Filosofía y Teología de la Compañía y párroco de la parroquia del Patriarca San José, en la diócesis de San Miguel.

En marzo de 1986, se trasladó a Alemania para concluir su tesis doctoral tras lo cual sus superiores lo destinaron al colegio de El Salvador y después a la iglesia de la Compañía de Jesús en la ciudad de Córdoba, como director espiritual y confesor.

Ahí lo iría a buscar el querido y recordado cardenal Antonio Quarracino, por entonces Arzobispo de Buenos Aires y primado de la Argentina, por cuya iniciativa el beato Juan Pablo II el 20 de mayo de 1992 lo nombró obispo titular de Auca y auxiliar de Buenos Aires.

El 27 de junio del mismo año recibió en la catedral porteña la ordenación episcopal de manos del cardenal Quarracino, del entonces Nuncio Apostólico en la Argentina, monseñor Ubaldo Calabresi y de quien era obispo de Mercedes-Luján, monseñor Emilio Ogñénovich. El 13 de junio de 1997 fue nombrado arzobispo coadjutor de Buenos Aires, y el 28 de febrero de 1998, a la muerte del cardenal Quarracino, arzobispo de Buenos Aires por sucesión. Los hechos que jalonaron los quince años del ministerio del cardenal Bergoglio en el Arzobispado de Buenos Aires hasta su elección en el último cónclave son más conocidos, merced a la bienvenida difusión de su labor pastoral que suscitó la denominada “Franciscomanía”.

El Movimiento de Sacerdotes por el Tercer Mundo

Entre 1969 y 1973, como lo mencionamos en la primera parte de este texto, el padre Bergoglio participó del debate que se dio en el Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo entre quienes eran simpatizantes del marxismo y proponían la lucha armada y quienes planteaban adherir al peronismo y rechazaban la opción de la violencia, entre los cuales estaban, por sólo mencionar dos ejemplos, el propio Bergoglio y el padre Carlos Mugica, quien reconocía estar dispuesto a morir por el Evangelio y los pobres, pero no a matar por esa ni por ninguna otra causa.

En el Movimiento de Sacerdotes por el Tercer Mundo (MSTM), el padre Mugica – que, junto con el padre Jorge Vernazza, había acompañado a Perón en su regreso a la Argentina el 20 de junio de 1973 - fue uno de los más activos y conocidos promotores de la adhesión del MSTM al peronismo y de acompañar al pueblo humilde en su lealtad a la conducción de Perón.

Esa posición de Mugica, compartida por la mayor parte de los sacerdotes que integraban o simpatizaban con el MSTM, lo llevó a polemizar también con Mario Firmenich y quienes lo acompañaban en la conducción de Montoneros y de la Juventud Peronista por ellos orientada, que criticaban a Perón por conservador y continuaban la acción armada.

En un artículo periodístico que entregó al diario La Opinión poco antes del 11 de mayo de 1974, cuando fue asesinado luego de haber celebrado misa en la parroquia San Francisco Solano del padre Vernazza en el barrio de Mataderos, el padre Mugica escribía: “el pueblo se ha podido expresar libremente, se ha dado sus legítimas autoridades. La elección de aquella vía (la armada), entonces, procede de grupos ultra minoritarios, políticamente desesperados y en abierta contradicción con el actual sentir y la expresa voluntad del pueblo”.

Conviene recordar que el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo (MSTM) había nacido en 1967 a partir de la adhesión que encontró en el clero local el Manifiesto de 18 Obispos del Tercer Mundo, orientados por el obispo de Recife (Brasil), monseñor Helder Camara, que no firmaba ningún obispo de nuestro país.

 

 El texto de ese Manifiesto lo difundió aquí el padre Miguel Ramondetti, a quien se lo había hecho llegar Alberto Devoto que era a la sazón  obispo de Goya (Corrientes) y la distribución de ese documento suscitó la adhesión al mismo por parte de unos 300 sacerdotes que a partir de entonces constituyeron el MSTM, entre los que estaban Lucio Gera y los jesuitas Alberto Sily y Fabian Boasso, cuya labor teológica iba a  influir no poco en el decurso del pensamiento eclesial en nuestro país.

La difusión local del Manifiesto episcopal y el surgimiento del MSTM coincidió con las tareas de preparación de la Segunda Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM) que se reunió en Medellín (Colombia) en 1968 y en la que participaron como expertos algunos miembros del MSTM como Gera, Sily y Mateo Perdía.

Las intensas polémicas suscitadas en el seno de la Iglesia por las posiciones públicas que asumía el MSTM indujo a que, en abril de 1971, el obispo adjutor de la Arquidiócesis de Buenos Aires, monseñor Juan Carlos Aramburu, promoviera seis jornadas para considerar las posiciones del Movimiento en encuentros organizados con la forma de disputatio[34], en los que fue fiscal el padre Julio Meinville y defensor el padre Jorge Vernazza.

En esas jornadas hubo exposiciones de los padres Meinville y Vernazza, discusiones generales, presentaciones teóricas de especialistas, redacción de proposiciones de acuerdo entre las partes e invitación al voto sobre las proposiciones logradas en el consenso.

El padre Rafael Tello fue quien cumplió el rol de moderador y sintetizador de los debates que terminaron absolviendo al MSTM y desechando la moción de condena eclesiástica de los fiscales.

La descripción del desarrollo y del resultado de aquella disputatio que aquí esbozamos, da cuenta del talante democrático con el que la jerarquía eclesiástica abordó la espinosa cuestión de la presencia pública del MSTM, aunque monseñor Aramburu fuera acusado de “conservador” por las corrientes eclesiales más radicalizadas, imputación que acentuaban respecto del cardenal Antonio Caggiano, por entonces arzobispo de Buenos Aires, pese a que en la década de 1950, cuando era arzobispo de Rosario, no había ocultado sus simpatías por el peronismo.

Lo cierto es que el MSTM y en general la vertiente política de la pastoral que en esos años aplicó el Episcopado argentino en base a las elaboraciones de la teología popular a cuyo desarrollo analizaremos más adelante, no podían sustraerse a la creciente incidencia del movimiento peronista que en esos años se veía fortalecido por la incorporación al mismo de muchos jóvenes de clase media que, en no pocos casos, habían crecido en hogares antiperonistas y/o procedían de tendencias estudiantiles socialcristianas y de izquierda.

La atracción del peronismo para los hombres de Iglesia interpelados por la realidad social y esos sectores juveniles, se explica por cuanto seguía siendo la identidad política de la mayoría del pueblo, en especial de los trabajadores y los más humildes y se diferenciaba de las corrientes secularizadoras basadas en las cosmovisiones liberal y marxista, así como de las tendencias reaccionarias y clericales que postulaban una extemporánea restauración de la "cristiandad" y se negaban a aceptar los cambios que advinieron con el Concilio Vaticano II.

Es comprensible que frente a la dictadura militar por entonces gobernante y a las flagrantes injusticias económicas y sociales, la opción que parecía más coherente fuera el peronismo, cuyo ideario de justicia social, soberanía política popular e independencia económica se apoyaba en la doctrina social de la Iglesia, mostraba la fortaleza de su masividad y organización y representaba la alternativa más plausible para cifrar esperanzas de liberación política y social, que eran las que se respiraban en el aire de la época.

“Teología de la liberación” ideológica y “teología popular argentina” evangélica

El proceso vivido en la Argentina entre 1969 y 1979 al que antes hicimos referencia se produjo en el clima de cambio de época que se vivía por entonces en el mundo, enmarcado por la llamada Guerra Fría que se libraba desde fines de la década de 1940 y en la que se enfrentaban dos bloques hegemonizados por Estados Unidos y la Unión Soviética, que en esa década ingresó en una denominada “coexistencia pacífica” la que estableció una correlación de fuerzas que parecía favorable a Moscú, según lo indicaban, entre otros, los siguientes síntomas que sólo mencionamos:

 

 Acerca de este período, monseñor Carmelo Giaquinta decía lo siguiente: “En la década de 1960 algunos hechos sacudieron a la Argentina: la prisión de Frondizi en 1962, el golpe militar de 1966, la guerrilla en Tucumán. En el plano latinoamericano: la involución de la revolución de Castro hacia un régimen marxista, la crisis de los misiles en Cuba, la guerrilla en Colombia con el padre Camilo Torres, el régimen militar brasileño instalado en 1964. En el plano internacional: el fin del colonialismo en África, las invasiones rusas a Checoslovaquia y Polonia, la derrota de Estados Unidos en Vietnam.”

Es en ese contexto que en la Iglesia de los países de América Latina, desde mediados de los años ´60 y sobre todo en la década de 1970, hubo movimientos expresivos de aquel cambio de época que incluyeron la formulación de la que pasó a denominarse teología de la liberación, algunas de cuyas corrientes tendieron a interpretaciones sesgadas y equívocas de las transformaciones que produjo ad intra ecclesia el Concilio Vaticano II.

En la elaboración de esa versión de la teología de la liberación participaron, entre otros, Gustavo Gutiérrez en Perú, Leonardo Boff y Fray Betto en Brasil, el jesuita catalán Jon Sobrino en El Salvador, el también jesuita Juan Luis Segundo en Uruguay y también argentinos como los filósofos y escritores laicos Conrado Eggers Lan y Enrique Dussel y el sacerdote y profesor de filosofía Rubén Dri.

Esta corriente apeló a una hermenéutica tomada de la cosmovisión marxista y también de la psicología freudiana, interpretó de forma sesgada la opción preferencial por los pobres y la redención de los oprimidos - presentes desde siempre en el cristianismo – al identificar al “pobre” con las “clases explotadas” del materialismo histórico, tendió a reducir la Salvación a un cambio de las estructuras económicas, sociales y políticas para establecer la justicia en el mundo a través del socialismo, mostró a Jesucristo como un líder revolucionario desdibujando su dimensión divina y propuso una mirada estrecha de la Iglesia como Pueblo de Dios al reducirlo a los límites del “pueblo oprimido que lucha su liberación”.

Para intentar una consideración crítica de esa versión de la teología de la liberación, nos apoyamos en la Instrucción Sobre Algunos Aspectos de la Teología de la Liberación, dada por la Congregación para la Doctrina de la Fe en 1984 con la firma del cardenal Joseph Ratzinger, por entonces Prefecto de la Congregación que fue luego el papa Benedicto XVI, la que fue expresamente aprobada por el beato Juan Pablo II, quien dispuso su publicación y difusión.

La Instrucción, según sus propios términos, está dedicada a analizar “producciones de la corriente del pensamiento que, bajo el nombre de teología de la liberación proponen una interpretación innovadora del contenido de la fe y de la existencia cristiana que se aparta gravemente de la fe de la Iglesia, aún más, que constituye la negación práctica de la misma”

El documento magisterial reconocía que esa teología de la liberación fue suscitada por “el escándalo de irritantes desigualdades entre ricos y pobres que ya no se toleran, sea que se trate de desigualdades entre países ricos y países pobres o entre estratos sociales en el interior de un mismo territorio nacional”.

Pero también advertía que, “con frecuencia la aspiración a la justicia se encuentra acaparada por ideologías que ocultan o pervierten el sentido de la misma, proponiendo a la lucha de los pueblos para su liberación fines opuestos a la verdadera finalidad de la vida humana, y predicando caminos de acción que implican el recurso sistemático a la violencia, contrarios a una ética respetuosa de las personas”.

Admitía que, “tomada en sí misma, la aspiración a la liberación no puede dejar de encontrar un eco amplio y fraternal en el corazón y en el espíritu de los cristianos” y que “en consonancia con esta aspiración, ha nacido el movimiento teológico y pastoral conocido con el nombre de teología de la liberación, en primer lugar en los países de América Latina, marcados por la herencia religiosa y cultural del cristianismo, y luego en otras regiones del Tercer Mundo, como también en ciertos ambientes de los países industrializados”.

El documento distinguía la existencia de “una auténtica teología de la liberación, que está enraizada en la Palabra de Dios, debidamente interpretada”, por lo que consideraba que, “desde un punto de vista descriptivo, conviene hablar de las teologías de la liberación, ya que la expresión encubre posiciones teológicas, o a veces también ideológicas, no solamente diferentes, sino también a menudo incompatibles entre sí”.

De ahí que la Instrucción planteara que “la interpretación de los signos de los tiempos a la luz del Evangelio exige que se descubra el sentido de la aspiración profunda de los pueblos a la justicia, pero igualmente que se examine, con un discernimiento crítico, las expresiones, teóricas y prácticas, que son datos de esta aspiración”.

Amen de ratificar la validez de una “Iglesia de los pobres” que, sin excluir a los demás, opta con preferencia por “los pobres, según todas las formas de miseria humana, ya que ellos son los preferidos de Dios”, la Instrucción reivindica la necesidad de “la toma de conciencia de las exigencias de la pobreza evangélica en nuestro tiempo por parte de la Iglesia  –como comunión y como institución – así como por parte de sus miembros”.

Pero observa que esa corriente de la teología de la liberación incorpora “préstamos no criticados de la ideología marxista y el recurso a las tesis de una hermenéutica bíblica dominada por el racionalismo”, (que) “son la raíz de la nueva interpretación, que viene a corromper lo que tenía de auténtico el generoso compromiso inicial en favor de los pobres”.

Resulta de ello una “amalgama ruinosa entre el pobre de la Escritura y el proletariado de Marx (en la que) el sentido cristiano del pobre se pervierte y el combate por los derechos de los pobres se transforma en combate de clase en la perspectiva ideológica de la lucha de clases (y) la Iglesia de los pobres significa así una Iglesia de clase, que ha tomado conciencia de las necesidades de la lucha revolucionaria como etapa hacia la liberación y que celebra esta liberación en su liturgia”.

La Instrucción precisaba que “no se puede tampoco localizar el mal principal y únicamente en las estructuras económicas, sociales o políticas, como si todos los otros males se derivasen, como de su causa, de estas estructuras, de suerte que la creación de un hombre nuevo dependiera de la instauración de estructuras económicas y sociopolíticas diferentes”.

Se reconocía en el documento que estamos citando que “ciertamente hay estructuras inicuas y generadoras de iniquidades, que es preciso tener la valentía de cambiar”, pero en tanto “frutos de la acción del hombre, las estructuras, buenas o malas son consecuencias antes de ser causas” y la verdadera “raíz del mal reside en las personas libres y responsables, que deben ser convertidas por la gracia de Jesucristo, para vivir y actuar como criaturas nuevas, en el amor al prójimo, la búsqueda eficaz de la justicia, del dominio de sí y del ejercicio de las virtudes”.

 

En las décadas de 1960 y 1970, cuando se formuló esta versión de la teología de la liberación, ya era cierto que “la urgencia de reformas radicales de las estructuras que producen la miseria y constituyen ellas mismas formas de violencia no puede hacer perder de vista que la fuente de las injusticias está en el corazón de los hombres” y lo seguía siendo en 1984, cuando esa versión fue criticada por el Magisterio eclesial a través de la Instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

Pero esa verdad fue aún más evidente a partir de la década de 1990, cuando se produjo el colapso del socialismo real en la Unión Soviética y en los países del Este europeo dependientes de Moscú y avanzó la transformación del régimen chino.

Ahí se comprobó que las “reformas radicales de las estructuras” que se habían producido en esos países y en otros (por caso, en Cuba), lejos de haber puesto fin a las injusticias que impulsaron las revoluciones, las agravaron, confirmando aquello de que “cada vez que el hombre quiso establecer el Paraíso en la tierra, lo que resultó fue el Infierno” 

Sucede que, como se marca en la Instrucción, “cuando se pone como primer imperativo la revolución radical de las relaciones sociales y se cuestiona la búsqueda de la perfección personal, se entra en el camino de la negación del sentido de la persona y de su trascendencia y se arruina la ética y su fundamento, que es el carácter absoluto de la distinción entre el bien y el mal”.

En el mismo sentido, se ratifica que “solamente recurriendo a las capacidades éticas de la persona y a la perpetua necesidad de conversión interior se obtendrán los cambios sociales que estarán verdaderamente al servicio del hombre pues, a medida que los hombres conscientes del sentido de su responsabilidad colaboran libremente, con su iniciativa y solidaridad en los cambios necesarios, crecerán en humanidad. La inversión entre moralidad y estructuras conlleva una antropología materialista incompatible con la verdad del hombre”.

El documento hace una observación análoga respecto a la expresión Iglesia del pueblo al decir que “las teologías de la liberación de las que hablamos, entienden por Iglesia del pueblo una Iglesia de clase, la Iglesia del pueblo oprimido que hay que concientizar en vista de la lucha liberadora organizada”

Por fin, el documento que venimos citando precisa que “la llamada de atención contra las graves desviaciones de ciertas teologías de la liberación de ninguna manera debe ser interpretada como una aprobación, aun indirecta, dada a quienes contribuyen al mantenimiento de la miseria de los pueblos, a quienes se aprovechan de ella, a quienes se resignan o a quienes deja indiferentes esta miseria, ya que la Iglesia, guiada por el Evangelio de la Misericordia y por el amor al hombre, escucha el clamor por la justicia y quiere responder a él con todas sus fuerzas”.

Lo cierto es que en esos años y al calor de esas ideas, no pocos sacerdotes se sumaron a la acción armada de grupos revolucionarios latinoamericanos por considerar que la violencia subversiva, desde un punto de vista cristiano, era una tentación, pero no un pecado.

Un ejemplo paradigmático de esa opción fue el del sacerdote y sociólogo colombiano Camilo Torres, quien se sumó al denominado Ejército de Liberación Nacional (ELN) y murió en combate el 15 febrero de 1966, siendo incorporado al panteón de los héroes revolucionarios latinoamericanos en cuyo podio fue situado el argentino-cubano Ernesto “Che” Guevara, tras su muerte en Bolivia acaecida el 8 de octubre de 1967.

Después de 1973 y tras haber sufrido fuertes derrotas, los restos del ELN se replegaron hacia zonas montañosas y se reorganizaron bajo la dirección del sacerdote español Manuel Pérez Martínez, quien había llegado a Colombia a fines de 1969, junto con Domingo Laín y José Antonio Jiménez, curas también, todos imbuidos de la admiración que Camilo Torres despertó en muchos jóvenes sacerdotes del mundo y seguidores de la teología de la liberación.

Por lo demás, en la Instrucción que citamos con profusión se llamaba a los pastores para que “con audacia y valentía, con clarividencia y prudencia, con celo y fuerza de ánimo, con amor a los pobres hasta el sacrificio” consideren “tarea prioritaria el responder a esta llamada” y a que “todos los sacerdotes, religiosos y laicos que, escuchando el clamor por la justicia, quieran trabajar en la evangelización y en la promoción humana, lo hagan en comunión con sus obispos y con la Iglesia, cada uno en la línea de su específica vocación eclesial”.

Un llamado al que se había anticipado la “teología del pueblo”, o “teología popular argentina”, que en buena medida se gestó en la labor llevada a cabo desde 1966 por la Comisión Episcopal de Pastoral (COEPAL), establecida por los obispos argentinos para promover la aplicación del Concilio Vaticano II en nuestro país a la que integraron obispos, sacerdotes y religiosas, entre los que estaban Lucio Gera, Rafael Tello, Gerardo Farrell, Carmelo Giaquinta, Eduardo Pironio y Alberto Sily.

Entre otros textos que nos ayudaron a conocer mejor la génesis de la teología popular argentina, mencionaremos “Perspectivas Eclesiológicas de la Teología del Pueblo en la Argentina” del padre Juan Carlos Scannone (SJ), “Teología de la historia: en busca de sentido” del padre Fernando Boasso (SJ), “Puebla: Proceso y Tensiones” y La Iglesia en la historia de Latinoamérica” de Alberto Methol Ferré e Iglesia y pueblo en la Argentina” de monseñor Gerardo Farrell.

Las reflexiones de la COEPAL en general y en particular las de Gera y Tello, contribuyeron a elaborar una teología a la vez ortodoxa y renovadora, después denominada “teología popular argentina” que, ante las mismas interpelaciones, construyó un discernimiento en lo esencial diferente al que proponía la versión de la “teología de la liberación” criticada por la Instrucción, dado que, sin desconocer la existencia de estructuras de opresión e injusticia, esta corriente difiere de la otra en cuanto esta establece una noción reduccionista del pueblo, al identificarlo con las “clases oprimida por el sistema capitalista” y tiende a trasladar ese reduccionismo al concepto de "Iglesia popular".

Esta corriente teológica argentina encontró especial inspiración, entre otros documentos magisteriales, en las constituciones conciliares Gaudium et Spes y  Lumen Gentium desde las cuales abordó como temas esenciales la relación Iglesia- mundo a través de los vínculos entre el Pueblo de Dios y los pueblos en la evangelización de las culturas, la religiosidad y la sabiduría populares y la pastoral popular de la Iglesia en sus vertientes religiosa y política.

El esfuerzo interpretativo que llevaban a cabo quienes estaban construyendo lo que llegó a ser la teología popular argentina se nutrió también del aporte de diversas fuentes que, en aquellos años y desde perspectivas diferenciadas de las cosmovisiones liberal y marxista, buscaban indagar acerca de nuestra identidad nacional y latinoamericana.

  

Entre los laicos ese era el caso de Amelia Podetti, Gonzalo Cárdenas o Justino O´Farrell que fueron algunos de los integrantes de las llamadas Cátedras Nacionales de la Universidad Nacional de Buenos Aires; de Rodolfo Kush y sus trascendentes elaboraciones de antropología cultural; de Vicente Sierra, José María Rosa, Arturo Jauretche, Ernesto Palacio, Marcelo Sánchez Sorondo y los hermanos Irazusta que fueron algunos de los animadores del llamado “revisionismo histórico” y de poetas, novelistas y ensayistas, entre otros, Leopoldo Marechal, Carlos Mastronardi, Ricardo Molinari, Graciela Maturo y José María Castiñeira de Dios. Otros aportes procedieron de escritos de sacerdotes como el historiador salesiano Cayetano Bruno y el ensayista jesuita Leonardo Castellani.

Algunas de las principales diferencias de esta con otras vertientes de la teología latinoamericana se apoyan en sus discernimientos acerca de cuatro categorías esenciales: pueblo, cultura, pobre y religiosidad popular.

La noción de “pueblo”, sobre todo en referencia al pueblo secular pero también al Pueblo de Dios, es construida desde una perspectiva que lo reconoce sujeto de una historia (memoria, conciencia y proyecto histórico) y una cultura comunes y lo aproxima al concepto de “nación”, entendida a partir de una determinada cultura y no sólo ni tanto desde el territorio o el Estado.

Se trata de la nación-pueblo concebida como un éthos (núcleo ético de valores compartidos) que configura un estilo común de vida (una modalidad particular y específica de relacionarse con el mundo, consigo mismo, con los otros hombres y con Dios) y se expresa en instituciones y modo de organización de la convivencia comunitaria. 

A diferencia de lo que se verifica en otros países latinoamericanos, en la formación de la cultura de la nación-pueblo en la Argentina tuvieron un peso e influencia decisiva los inmigrantes europeos (sobre todo italianos y españoles) quienes, entre el último tercio del siglo XIX y el primero del siglo XX, llegaron a representar la mitad de la población y cuya integración aparejó la formación de un pueblo argentino nuevo y diferente del que había sido hasta el arribo de esa fenomenal ola inmigratoria.

Así lo reconoce monseñor Gera, quien era nacido en Italia, al destacar lo siguiente: “En mí ha jugado mucho la experiencia inmigratoria, una experiencia de solidaridad, envidia, recelo… Esa gente que venía y peleaba por su vida, su supervivencia, con toda la pasionalidad y la dramaticidad… En mí creo que hay mucho de eso. El inmigrante está obligado a preguntarse por su identidad –qué soy, en definitiva– y a elegir una identidad. Y nosotros elegíamos una identidad en las extracciones populares de nuestra gente y no en la oligarquía”. Como tantos argentinos que somos hijos o nietos de italianos que llegaban a esta tierra “per fare l´América” y en buena medida la hicieron, también en la identidad del italo-argentino Bergoglio están presentes los componentes de la cultura inmigrante de los que da cuenta Gera.

En suma y en síntesis, como lo dijo en 1969 el Documento de San Miguel del Episcopado argentino, "la Iglesia ha de discernir acerca de su acción liberadora o salvífica desde la perspectiva del pueblo y de sus intereses dado que, por ser éste sujeto y agente de la historia humana vinculada íntimamente a la historia de la Salvación, los signos de los tiempos se hacen presentes y descifrables en los acontecimientos propios de ese mismo pueblo o que a él lo afectan" y "por lo tanto la acción de la Iglesia no debe ser solamente orientada hacia el pueblo sino también y, principalmente, desde el pueblo mismo".

Gera nos dejó una frase que nos parece iluminadora respecto del despliegue de esa acción eclesial desde el pueblo: “Yo creo que el modo fundamental de conocer a un pueblo y el estilo de vida de un pueblo es el amor. En esto soy sumamente agustiniano. ¿Quién conoce más al chico, al hijo; la psicóloga, la psicopedagoga, o la mamá?“.

Esta corriente teológica, en su lectura de los signos de los tiempos y sin desdeñar los aportes de la sociología y la economía, recurre sobre todo a la reflexión filosófica y a los saberes propios de la historia y la antropología, lo que implica una diferencia epistemológica con la “teología de la liberación” teñida por la influencia del marxismo, en cuyas elaboraciones el peso decisivo recae en las ciencias sociales y en especial en la sociología.

Cabe añadir que el énfasis de la teología popular en el discernimiento de la cultura en la que viven las personas y se manifiesta Dios es una de las vías para evitar el desvío antropocéntrico de la “teología de la liberación” promarxista, a la vez que afirma su fidelidad a las enseñanzas del Concilio Vaticano II que, contra algunas interpretaciones sesgadas, no implicó un giro del teocentrismo al antropocentrismo.

Como señala el padre Tello “la Iglesia no se ha desviado hacia el hombre. Se vuelve hacia el hombre porque sabe que Dios lo ha creado y lo ha querido para sí. Pues el hombre, todo hombre y cada hombre, ha sido llamado por Dios a la unión con Cristo y a la vida eterna. Esta es la vocación suprema del hombre, que es una sola, y divina”.

Interpretación que comparte el beato Juan Pablo II en su encíclica Dives in Misericordia, donde dice: “Cuanto más se centre en el hombre la misión desarrollada por la Iglesia; cuanto más sea, por decirlo así, antropocéntrica, tanto más debe corroborarse y realizarse teocéntricamente, esto es, orientarse al Padre en Cristo Jesús. Mientras las diversas corrientes del pasado y presente del pensamiento humano han sido y siguen siendo propensas a dividir e incluso contraponer el teocentrismo y el antropocentrismo, la Iglesia en cambio, siguiendo a Cristo, trata de unirlas en la historia del hombre de manera orgánica y profunda. Este es también uno de los principios fundamentales, y quizás el más importante, del Magisterio del último Concilio”.

De ahí que, en palabras del padre Tello, “volverse al hombre concreto implica también volverse hacia el pueblo comunidad personal. Pues el hombre concreto, persona, es un ser social existente históricamente, en un medio histórico determinado, en una comunidad humana con un ‘estilo de vida’ y un ‘sistema de valores’ dados, es decir con una cultura”.

Una actitud distintiva de esa teología popular argentina al discernir la condición humana, la relación entre el hombre y Dios y la tensión Dios/mundo, conforme a una característica propia del éthos católico, fue tomar clara opción por armonizar y re-ligar realidades diferentes e incluso conflictivas mediante el “y”, sin ceder a las tendencias que elegían acentuar la confrontación y la división con el “o”.

Un ejemplo de esa actitud lo brinda esta definición del padre Tello: “¿Qué es el hombre, concreto, históricamente existente? Es por cierto un ser individual, personal, pero no es eso sólo: por naturaleza es un ser social, que vive con otros, en un pueblo que es también una comunidad natural: hombre concreto, históricamente existente es la persona y el pueblo. Si inquirimos cuál de ellos es primero vemos que según en cierto orden es primero la persona y según otro lo es el pueblo pues en él nace, crece y se desarrolla la persona”.

 

El énfasis con el que la teología popular argentina asumió el tradicional principio cristiano de la opción preferencial por los pobres, aunque tenga coincidencias con la reivindicación que de esa misma opción se hace en la “teología de la liberación” pro-marxista, también establece respecto de ella netas diferenciaciones.

Por caso, el padre Tello decía de los pobres que son “murientes” en un grado más intenso que las personas que no sufren las carencias de todo tipo que ellos padecen, pero también insistía en que la pastoral no está destinada en primer lugar a hacer muchas cosas, sino a convocar en la Iglesia para Dios a todos los murientes, con el único propósito de amarlos como Él los ama. Y al reclamar que la Iglesia convoque a todos da cuenta de que, como ya dijimos antes en este texto, todos y cada uno de los seres humanos somos pobres en tanto que murientes y por ende no somos dueños de nuestra vida y no podemos decidir cuando empieza ni cuando termina.

Reconocer esa frágil pobreza ontológica impuesta a todas las personas por nuestra condición de mortales que sólo ha de terminar con la Parusía, lejos está de excluir el compromiso que impone a la conciencia humana la interpelación ineludible del escándalo de la pobreza cotidiana y concreta en la que sobreviven millones de hermanos.

Antes bien, lo que hace es ahondar ese compromiso en la medida en que lo sitúa en la perspectiva del himno al amor que nos dejó san Pablo en su Primera Carta a los Corintios donde nos dice: “Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada sirve. El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no actúa con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra con la injusticia sino que se regocija con la verdad. El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasa nunca".

Un compromiso que se tradujo en la incidencia de la pastoral inspirada en la “teología popular argentina” en un cada vez mayor acercamiento y presencia cotidiana de sacerdotes, religiosas y laicos en el pueblo pobre, sencillo y trabajador, los movimientos sociales en los que se organizaba y que de él surgían y en su religiosidad popular.

Esa presencia cercana de una Iglesia no sólo hacia los pobres, sino en y desde los pobres, por usar la expresión del papa Francisco, se encarnó en pastores “con olor a oveja” y generó un mutuo conocimiento humano y teologal que enriqueció la lectura profética de la historia y la situación del pueblo secular, así como del Pueblo de Dios y de la interrelación entre ambos, a partir de una comprensión de fe y de convivencia.

Como se indicó antes, en esta corriente teológica argentina, junto con las categorías de "pueblo", "cultura" y "pobre", tiene especial relevancia la categoría de "religiosidad popular", ya que la religión tiene un rol central en la cultura que se estructura alrededor de la pregunta esencial acerca del sentido de la vida y de la muerte que se plantea en la convivencia de la comunidad popular, que en la forma específica y particular en la que se expresa en la Argentina pone especial énfasis en la piedad popular católica, en especial mariana.

Por todo lo antedicho, las diferencias entre una y otra de las corrientes teológicas que describimos no residían en la “opción preferencial por los pobres”, que ambas reivindican, sino en sus distintas concepciones acerca de quienes son los pobres, como y porque lo son y respecto del modo diverso de optar en forma preferencial con ellos o por ellos. 

Una primera etapa de gestación de esa “teología popular argentina” finalizó con hechos como la clausura de la actividad de la COEPAL en 1973 debido a cambios en la orientación de la conducción de la Conferencia Episcopal Argentina, los conflictos internos en el peronismo que siguieron al retorno de Perón y luego su muerte y, por fin, el golpe militar de 1976.

Se abrió a partir de entonces una nueva etapa en el desarrollo de la teología popular marcada por el Sínodo de 1974, la recepción de Evangelii Nuntiandi en 1975, la preparación de la Conferencia de Puebla de 1979 en la cual trabajaron como expertos, entre otros, Gera y el pastoralista chileno Joaquín Alliende (quien comulgaba con muchos de los planteos de la que él denominó "escuela argentina") y el post-Puebla.

Un elocuente gesto simbólico de la influencia de Gera en la formación del actual papa fue que el cardenal Jorge Mario Bergoglio (SJ), cuando era Arzobispo de Buenos Aires - la iglesia particular a la que Lucio siempre perteneció - dispuso que sus restos fueran sepultados en la cripta de la Catedral de Buenos Aires.

      

VI. CONCLUSIONES

La mayor parte de los muchos artículos periodísticos alusivos al papa Francisco que se publicaron desde su elección tienden a coincidir en que los desafíos esenciales que debe afrontar el nuevo Sumo Pontífice son los escándalos entre los que destacan los casos de pedofilia, el poder excesivo de la llamada “curia romana” en la Santa Sede y la reforma del Instituto de Obras Religiosas (IOR), mal llamado “Banco Vaticano”.

Acerca de la primera cuestión se produjeron ya actitudes indicativas de la decisión del papa Bergoglio de mantener y profundizar la firme actitud de su antecesor en cuanto a no tolerar ninguna actitud complaciente hacia todo miembro de la Iglesia que incurra en comportamientos escandalosos.

En relación al poder e influencia de la denominada curia romana, el nuevo Pontífice también tuvo gestos y tomo resoluciones de alta significación. Entre los primeros, amen de su vestimenta y ornamentos, cabe mencionar la elección de seguir viviendo en la residencia Santa Marta, el hospedaje de eclesiásticos donde reside desde la noche anterior a su elección el 13 de marzo y no ocupar el departamento de diez habitaciones acondicionado para él en el Palacio Vaticano. Ese gesto no es menor habida cuenta que así el papa se permite un contacto más directo con la gente y se sustrae de los filtros y barreras edilicios y humanos que se le impondrían en Palacio. Otro gesto elocuente fue que Francisco haya privilegiado su condición de obispo de Roma, con lo que subraya su condición de primus inter pares, lo cual, entre otras reacciones, mereció el beneplácito de Bartolomé, patriarca de Constantinopla, quien aprovecho el afectuoso encuentro que tuvo con el nuevo papa para destacar que al privilegiar esa identidad, Francisco facilita el diálogo tendiente a la reunificación entre ambas sedes eclesiales.

En cuanto a las resoluciones, es de notar que Francisco formó un grupo de trabajo integrado por ocho cardenales, que funcionará a la manera de un gabinete papal, cuyo coordinador será el arzobispo de Tegucigalpa (México), Óscar Rodríguez Maradiaga, un salesiano que fue presidente del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) y también lo integran el arzobispo emérito de Santiago de Chile, Francisco Javier Errázuriz; el arzobispo de Munich (Alemania), Reinhard Marx, quien preside la Comisión de los Episcopados de Europa; el obispo de Kinshasa (República Democrática del Congo), Laurent Monsengwo Pasinya, presidente del Simposio de Conferencias Episcopales de África y Madagascar; el arzobispo de Bombay (India), Oswald Gracias, que preside la Federación de Conferencias de Obispos de Asia; el arzobispo de Sidney (Australia), George Pell, quien representa a Oceanía; Giuseppe Bertello, presidente de la Gobernación del Estado de la Ciudad del Vaticano y de la Comisión Pontificia para la Ciudad del Vaticano y el obispo de Albano (Italia), Marcello Semeraro, quien será el secretario del grupo.

A ese consejo el papa le asignó la misión de abordar todos los temas de gobierno de la Iglesia universal, lo que incluye “estudiar un proyecto de reforma de la constitución apostólica Pastor Bonus sobre la curia romana” que ha de estar ultimado antes de octubre y es presumible que tienda a reducir el número de departamentos de la Santa Sede y facilitar el acceso de sus titulares al papa sin el cuello de botella de la Secretaría de Estado, que promueva una mayor colegialidad y una más firme actitud de servicio a las diócesis.

  

En cuanto al IOR o “banco Vaticano”, su director, el suizo René Brülhart, el 7 de mayo firmó un acuerdo con Jennifer Shasky Calvery, directora del FinCEN (Financial Crimes Enforcement Network), organismo del Departamento del Tesoro de Estados Unidos que se ocupa de prevenir y combatir el lavado de dinero y el financiamiento del terrorismo. Las partes convinieron que el acuerdo demuestra el compromiso del Vaticano para convertirse en un socio creíble a nivel internacional en cuanto al intercambio de información en contra de los crímenes financieros. La decisión muestra que la operatoria del organismo financiero de la Santa Sede busca establecer niveles de transparencia que dejen atrás las sospechas y luchas internas que lo pusieron en tela de juicio.

Sin desconocer que esos tres asuntos son importantes y ameritan las respuestas que les está dando Francisco, a la hora de definir los desafíos esenciales que se le presentan hoy al Santo Padre hemos de reiterar parte de la cita que hiciéramos al principio de este texto de la conferencia que el cardenal Ratzinger  diera en 1999 en la Universidad de la Sorbona, donde advertía que “todas las crisis que observamos ahora dentro del cristianismo sólo radican de manera muy secundaria en problemas institucionales”.

Quien fue después Benedicto XVI decía ahí que la pregunta esencial que se le plantea en este tiempo a la Iglesia católica es porqué perdió fuerza de convicción la síntesis de razón, fe y vida del cristianismo, situación que condujo a “la profanidad absoluta que se ha ido formando en Occidente”.

Un interrogante que, si bien se mira, formula con otras palabras la cuestión planteada en Evangeli Nuntiandi por Pablo VI: “la ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna, el drama de nuestro tiempo, como lo fue también en otras épocas”.

Conviene recordar que en el diccionario se encuentran tres acepciones de “profano” aplicables a esa característica que se viene dando en la cultura de Occidente: “Que no es sagrado ni sirve a usos sagrados, sino puramente secular / Ignorante, no entendido en cierta materia / Libertino o muy dado a las cosas del mundo”.

Entre las muestras ominosas de esa “profanidad absoluta” que signa al avance de la cultura relativista en este tiempo y también puede ser considerada una forma de ignorancia y libertinaje, está la desacralización de la vida expresada en iniciativas favorables a legalizar el aborto en sus diversas formas, el consumo de drogas hoy prohibidas, la eutanasia y el “matrimonio” de personas del mismo sexo, que desnaturaliza la institución familiar.

Lo que nos parece más escandaloso no es tanto el agravio a la vida humana implícito en esas iniciativas. Al fin y al cabo, la acción del partidario de la muerte se hizo presente en la historia desde el pecado original. Nos resulta más escandaloso que hoy el poder pueda proclamar en forma explícita y abierta iniciativas que reniegan de la verdad y de la vida y que esas propuestas sean compartidas y avaladas por tantas buenas personas en todo el mundo.

Es cierto que, en el siglo XX, las ideologías que establecieron Estados criminales en la Unión Soviética y Alemania encontraron la adhesión de muchos millones de buenas personas. Pero no lo es menos que ni Stalin ni Hitler se pudieron permitir exaltar como parte de sus programas a los crímenes masivos que cometieron en sus campos de exterminio.

 

De ahí que aún hoy los neo-nazis intenten negar la evidencia del Holocausto o que los neo-stalinistas no cesen en sus maniobras para ocultar el horror de los Gulag y Katyn e incluso creemos que la gran mayoría de quienes adhirieron al nacional-socialismo o al marxismo-leninismo no se atreverían a dar un apoyo expreso a los genocidios cometidos por sus líderes.

Es que, como decía el filósofo Teodoro Haecker: “El diablo no dice (lo cual sería verdad): Yo soy el camino del error, la mentira y la muerte. No, la mentira usa la máscara de la verdad”. De ahí que nos impacte escuchar la mentira desenmascarada en proclamas explícitas que defienden a la muerte y que a tantos les resultan convincentes.

Una cultura que avala a quienes proponen que causar la muerte a débiles e indefensos debe ser legal – lo que equivale a decir que es bueno – o pretenden que se tenga por natural y normal a lo que no lo es en desmedro de lo que sí lo es, está muy enferma y requiere ser sanada.

Como lo plantea el reciente “Cuarto informe sobre la Doctrina social de la Iglesia en el mundo” del Observatorio Cardenal Van Thuân que preside el arzobispo de Trieste, Giampaolo Crepaldi, “al desvincular a la cultura de la naturaleza, la técnica ha hecho posible ser madre sin ser mujer, ser padre sin ser hombre, ser hombre aun siendo mujer y ser mujer aun siendo hombre, ser padre o madre sin saber de quien y ser hijo sin saber que de que madre o de que padre”. Pero no todo lo posible es bueno, verdadero y aceptable.

Añade ese informe que “la nueva ideología de género es un nuevo colonialismo del occidente sobre el resto del mundo, que influye en todos los aspectos de la sociedad y que pretende reconstruirla sobre bases antinaturales”.

También señala que “los poderes públicos abdican de su rol de tutelar la moralidad pública de la sociedad, se abstienen de promover una visión relacionada a la ley moral natural, se limitan a registrar ciertos deseos ciudadanos y confirmarlos como derechos y aceptan un completo pluralismo de comportamientos éticos, con lo que se retiran de la ética sin poder recuperar después tal dimensión en otros campos de la vida social, porque ha perdido su importancia en los campos fundamentales”.

En la biología la distorsión del orden natural, que se basa la unión armónica de lo diverso, es causa de muerte. Por caso, si los distintos órganos que se integran en el cuerpo no cumplieran su función propia, específica y natural conforme al orden preestablecido, advendría la muerte. Por otro lado, la multiplicación de células iguales es el cáncer y la muerte, en tanto que la multiplicación de células diferenciadas es el embrión y la vida.

Al igual que en la biología, en la sociedad existe un orden natural cuya distorsión es causal de muerte y, aunque sea un lugar común, vale recordar que la célula básica de toda sociedad es la familia, cuyos integrantes son diferentes y tienen distintos roles en una organización expresiva de la unidad de lo diverso.

Es evidente que en las últimas décadas, los adelantos de la ciencia y la técnica se solaparon con una evolución acelerada que produjo hondos cambios en la realidad y alteró los habituales paisajes de la conciencia, debilitando el sentido de la finalidad y la norma, mutaciones asumidas por la Iglesia que admite que “las condiciones de vida del hombre moderno se han transformado de tal modo que el Concilio Vaticano II no duda en hablar de una nueva era de la historia humana”, según lo dicho en Gaudium et Spes.

Por su parte, padre Ernesto López Rosas S.J. – cuyas ideas influyeron en el pensamiento del padre Bergoglio-  destaca que “si bien la verdad es perenne, es innegable que su formulación por decirlo así, o mejor, su concepción, responde a una vida -realidad- y la vida necesariamente es cambio” con lo que la expresión de la verdad debe adaptarse a las transformaciones vitales y a las idiosincrasias culturales de los pueblos.

De ahí que creamos que el desafío esencial que se le presenta al papa Francisco sea guiar a la Iglesia y a toda la humanidad hacia su reconciliación con un orden natural basado en la armonía de lo diverso, que defienda la vida y sane la enfermedad cultural cuya etiología bosquejamos antes y poder exponer esa verdad de modo convincente.

Diremos, por fin, que al nuevo obispo de Roma vinieron a buscarlo hasta este país del fin del mundo y a los argentinos nos alegró que así haya sido y, aunque físicamente se haya ido de aquí, sobran las señales indicativas de que permanece junto a nosotros. Menciono sólo un ejemplo que no encontré mencionado en ningún comentario periodístico. En mayo un tema central en la agenda pública de los argentinos fue el proyecto de reforma del Poder Judicial que promovió y logró sancionar el oficialismo. Pues bien, para este mes de mayo la intención general del apostolado de la oración del Papa es: "Que quienes administran la justicia actúen siempre con integridad y recta conciencia". ¿Alguien duda que con esa intención se alude a la actualidad argentina?

 Como fuere, es posible que nuestra alegría nacional, al menos en parte, encubra o exprese una ilusión colectiva que se alimenta de esta anomalía: el papa es un argentino del barrio de Flores que toma mate y gusta del tango. Si es verdad eso, que hasta el 13 de marzo era impensable, tal vez algunos de los sueños de nuestra comunidad que hasta ahora parecían imposibles, puedan hacerse realidad.

Por ejemplo, que la mayoría de quienes habitamos en este suelo dejemos de vivir mal, pese a que aquí existen todas las condiciones para que podamos vivir bien. O que los argentinos nos tratemos como si fuéramos amigos, por el sólo hecho de que somos prójimos, compatriotas.

Yo sé que no es más que una ilusión y creo que, un rincón del alma, todos lo sabemos. Pero también creo que sería bueno si la “Franciscomanía” contuviera al menos semillas de esa ilusión.

Porque, como me recordó un cura amigo en un mensaje de texto, William Shakespeare decía que "somos del mismo material del que se tejen los sueños, nuestra pequeña vida está rodeada de sueños". Y tal vez el poeta estaba en lo cierto. Si la elección del papa Francisco nos dio a los argentinos la alegría de que, al menos por un rato, hayamos podido ilusionarnos con la posibilidad de que se torne realidad el material de los sueños con el que estamos hechos, dimos un paso.

Queda pendiente, claro, todo el arduo trabajo necesario para convertir a la ilusión en esperanza y a la esperanza en hechos. Una tarea que demanda que nos esforcemos como si todo dependiera de nosotros, sabiendo que todo depende de Dios.

Por fin, ante las novedades del papa peronista, argentino, americano y jesuita evocamos la hagiografía de san Francisco, en la que se cuenta que un día en el que oraba en la parroquia de San Damiano de Asís, el santo oyó la voz de Jesús que desde el crucifijo le pedía: “Repara mi Iglesia que está en peligro de derrumbarse, restaura mi casa… ¡Francisco, ve y renueva mi Iglesia!”. Oramos a Dios por nuestro papa Francisco, para que lo ayude a realizar esa obra restauradora de nuestra Tierra, de nuestra Iglesia y de nuestra Patria, que todas son nuestra casa.

Para terminar reproducimos los versos del poema titulado “Don Pancho” que un anónimo autor argentino destinó al nuevo papa y que nos llegaron a través de algún generoso internauta.

Más criollo que mate amargo

es Don “Pancho” el nuevo Papa,

 un criollo que se destaca

 por su tranquear por el fango,

no hace abuso de su rango

 y actúa con humildad,

siempre va con la verdad

predicando con guapeza,

que hay que mirar con nobleza

al que vive en orfandad.

                                                                                 

Gaucho lindo de mi suelo

 hoy el mundo te venera,

y mi tierra gaucha espera

poder levantar su vuelo,

 yo veo aclararse el cielo

por la luz de un nuevo día,

que unirá a la Patria mía

 sin agravios ni rencores,

 manteniendo los valores

 que nos sobran a porfía.

  Si Dios nos mando este lazo

habrá que saber tirarlo,

de nada vale colgarlo

 y seguir en el fracaso,

 Don “Pancho” será el abrazo

 que unirá a los argentinos,

 siempre que el mismo camino

caminemos como hermanos,

y apretemos nuestras manos

sellando un nuevo destino.

  

ANEXO I

LA NACIÓN POR CONSTRUIR: UTOPÍA-PENSAMIENTO-COMPROMISO

Prólogo

El presente trabajo surge en el contexto de la preparación de la VIII Jornada de Pastoral Social, organizada por el Departamento de Pastoral Social de la Arquidiócesis de Buenos Aires, bajo el lema: “La Nación por construir: utopía, pensamiento, compromiso”.

En los últimos años, la Pastoral Social de Buenos Aires, de manera coincidente con el espíritu de diversas declaraciones del Episcopado Argentino, ha venido proponiendo en sus Jornadas anuales, como centro de su reflexión, el tema de la Nación. En ellas, desde un enfoque multidisciplinario y con la participación de diversos actores que hacen a la vida intelectual, política y social, tanto nacional como de la Ciudad de Buenos Aires, se brinda un rico espacio de encuentro y diálogo para todos aquellos que sienten este imperativo de construir la Nación.

Desde esta preocupación común, surgió esta iniciativa de prestar un servicio para esa tarea, ofreciendo de manera ordenada y sistemática el pensamiento del Arzobispo de Buenos Aires quien, como Pastor, en diferentes mensajes a la comunidad, ha expresado con claridad esta necesidad de trabajar, en un esfuerzo colectivo, por reconstruir los vínculos sociales y crear un futuro incluyente para todos.

En la elaboración de este material, que intenta ser una síntesis de su pensamiento, se ha trabajado a partir de diferentes mensajes y homilías del Cardenal Bergoglio, especialmente aquellos donde él ha volcado su reflexión sobre la Nación, como son sus predicaciones en los sucesivos Te Deum celebrados en la Catedral Metropolitana de Buenos Aires en los últimos años, sus mensajes anuales a las Comunidades Educativas de la Arquidiócesis, así como también diversas intervenciones suyas en las Jornadas y demás encuentros organizados por el Departamento de Pastoral Social, destacándose entre ellos su Conferencia inaugural del Ciclo de Formación y Reflexión Política, organizado por la Pastoral Social a través del CEFAS (Centro de Estudios, Formación y Animación Social) en el año 2004.

A partir del análisis de estos diferentes textos se ha intentado recuperar su pensamiento de manera sintética, ordenándolo en este caso de acuerdo a los tópicos “pensamiento, utopía y compromiso”, presentes en la temática de la Jornada del año 2005, con el propósito de reflejarlo fielmente, manteniendo siempre el sentido y espíritu de sus palabras.

Así elaborado, el texto le fue entregado al Cardenal Bergoglio, quien lo enriqueció con nuevos aportes, dándole su formato definitivo, que es el que hoy se entrega a los lectores.

La Nación por construir, es decir, el esfuerzo de llevar adelante un proyecto colectivo a través del trabajo de la comunidad en toda su diversidad y complejidad implica, antes que nada, pensarnos como Nación e identificar cuáles son los problemas de fondo que nos afectan para, a partir de allí, pensar un país mejor para todos.

Pensar un país mejor para todos significa recuperar el rumbo y la utopía de crear un futuro, desafiando esa forma de pensar coyuntural y “cortoplacista” que nos aleja del largo camino de elaboración cotidiana y fraterna, cuidando las raíces y los brotes para hacer posible los frutos.

Por el contrario, el desarraigo, el individualismo, la fragmentación y la exclusión nos han llevado a los argentinos a olvidar que sólo con todo el hombre y con todos los hombres, hay posibilidad de futuro para esta Nación.

El necesario análisis de la realidad que vivimos y el esfuerzo creativo y responsable que requiere elaborar un proyecto común, preceden y postulan el compromiso sincero y maduro de cada uno de nosotros.

Es preciso recuperar el sentido de pertenencia, la identidad que nos da el sentirnos parte de una comunidad que lleva un largo camino recorrido y que elige seguir un mismo rumbo, hombro con hombro, desde el lugar que cada uno ocupa, como nos anima el Cardenal Jorge Bergoglio.

La Pastoral Social en Buenos Aires tiene un camino recorrido en este sentido, y este trabajo es parte de ese esfuerzo, ya que procura recuperar la riqueza de un pensamiento que parte de la realidad y tiende hacia ella, como aporte valioso a la reconstrucción de la comunidad.

El Arzobispo ha puesto a la Iglesia de Buenos Aires en estado de Asamblea y la Pastoral Social, desde el rol que nos toca, intenta generar espacios de reflexión, intercambio y trabajo en esta tarea de reconstrucción de nuestra Patria, abiertos tanto a los católicos y a los miembros de las diferentes confesiones religiosas, como a aquellos hombres y mujeres de buena voluntad que sientan esa misma responsabilidad. Al hacerlo, somos conscientes de que la diversidad de nuestra sociedad es una riqueza y un don que necesitamos aprovechar para construir la Nación.

Estamos seguros que estas reflexiones del Arzobispo de Buenos Aires serán un importante aporte para guiarnos en la gran tarea de trabajar por el bien común de nuestra Patria.

P. Carlos Accaputo

 

I. UN PENSAMIENTO QUE TENGA MEMORIA DE LAS RAÍCES

Al comenzar se nos pide anchura de corazón; una mirada amplia que una el presente desde la “memoria de las raíces” y que se dirija al futuro, donde maduren los frutos de una obra. Algo así como la mirada del caminante que verifica dónde está, de dónde viene y hacia dónde se dirige. Una mirada que “hace camino”, constructiva y que se vuelve fecunda en el don; una mirada que se anima a alejarse de toda contemplación narcisista o de la compulsión posesiva de quien sólo busca el propio interés y, en lugar de servir a su patria, se sirve de ella. Por ello, si queremos aportar algo en este día de reflexión, comencemos por el humilde “hacernos cargo” de la realidad, de la historia, de la promesa.

1.1 Crisis y Encrucijada

El presente es un momento de crisis global y complexiva. La naturaleza de la crisis es global porque comprende una hermenéutica, una forma de entender la realidad. Esa realidad somos nosotros como Nación en movimiento, como obra colectiva en permanente construcción, e incluye tanto la dimensión espacial como temporal, el lugar y el tiempo donde nuestra historia se encarna.

La crisis nos interroga acerca del rumbo que llevamos y acerca del rumbo que se extiende por delante. La respuesta requiere, ante todo, una reflexión realista acerca de la naturaleza de los vínculos que unen a nuestra comunidad.

Ante la crisis profunda, la Providencia nos da una nueva oportunidad, que es a la vez un desafío. El desafío de constituirnos en una comunidad verdaderamente justa y solidaria, donde todas las personas sean respetadas en su dignidad y promovidas en su libertad, en orden a cumplir su destino como hijas e hijos de Dios. Nuestra Nación se encuentra ante la encrucijada histórica de elegir en el presente un rumbo que retome las raíces constitutivas y nos lleve hacia un futuro que nos incluya a todos. Nos encontramos ante una realidad que nos muestra los resultados de un modelo de país armado en torno a determinados intereses económicos, excluyente de las mayorías, generador de pobreza y marginación, tolerante con todo tipo de corrupción y generador de privilegios e injusticias. Esta situación es consecuencia de una crisis de las creencias y los valores que fundan nuestros vínculos sociales. Ante esto, debemos emprender una tarea de reconstrucción.

1. 2. La experiencia de la orfandad

Y, como punto de partida fenoménico quiero referirme a la experiencia de orfandad que es común en la vivencia de toda nuestra sociedad. Esta experiencia se caracteriza por tres dimensiones:

a) Dimensión de la discontinuidad de la memoria, relacionada con el tiempo y la historia.

Discontinuidad: pérdida o ausencia de los vínculos en el tiempo y el entretejido socio-político que constituye a un pueblo. Somos parte de una sociedad fragmentada que ha cortado sus lazos comunitarios. Esta realidad se debe a un déficit de memoria, concebida como la potencia integradora de nuestra historia, y a un déficit de tradición, concebida como la riqueza del camino andado por nuestros mayores. Esto implica la ruptura y discontinuidad de un dialogo intergeneracional sobre las inquietudes y preguntas que unen al pasado con el presente y a éste con el futuro. Esta discontinuidad de la experiencia generacional prohíba toda una gama de abismos y rupturas: entre la sociedad y la clase dirigente y entre las instituciones y las expectativas personales.

b) Dimensión del desarraigo: espacial, existencial y espiritual.

Junto a la discontinuidad ha crecido también el desarraigo. Lo podemos ubicar en tres áreas: espacial, existencial y espiritual.

Se ha roto la relación entre el hombre y su espacio vital, fruto de la actual dinámica de fragmentación y segmentación de los grupos humanos. Se pierde la dimensión identitaria del hombre con su entorno, su terruño, su comunidad. La ciudad va poblándose de “no-lugares”, espacios vacíos sometidos exclusivamente a lógicas instrumentales, privados de símbolos y referencias que aporten a la construcción de identidades comunitarias.

Al desarraigo espacial se le unen el existencial y el espiritual. El primero vinculado a la ausencia de proyectos. Al romperse la continuidad con los lugares y con la historia, el hombre pierde herramientas que le permiten constituir su identidad y su proyecto personal. Se pierde la dimensión de pertenencia a un tiempo-espacio y esto afecta su dimensión identitaria, pues ésta es tanto sus raíces y su memoria como su proyecto de desarrollo personal.

La pérdida de las referencias espaciales y las continuidades temporales van vaciando también la vida del habitante de la ciudad de determinadas referencias simbólicas, de aquellas “ventanas”, verdaderos “horizontes de sentido” hacia lo trascendente, que se abrían aquí y allá, en la ciudad y acción humana.

Se pierde el sentido de la trascendencia y por lo tanto el desarraigo alcanza también la dimensión espiritual. Así entonces, discontinuidad generacional y política, y desarraigo espacial, existencial y espiritual, caracterizan aquella situación que habíamos llamado, más genéricamente, de orfandad.

c) Tercer aspecto de la orfandad: La caída de las certezas.

Muchas de las certezas básicas que sirven de apoyo a la construcción histórica se han diluido, caído o desgastado. La patria, la revolución, incluso la solidaridad, tienden a ser vistas con curiosidad, burla o escepticismo. La pérdida de las certezas alcanza también a los fundamentos de la persona, la familia y la fe. Esta caída de las certezas, de pérdida de referencias, es de carácter global, se da a nivel mundial, constituyéndose en una nueva certeza del pensamiento contemporáneo.

Aquí entroncamos con la crisis de la modernidad y los cuestionamientos a la razón. El desencanto frente a las promesas de la modernidad ha provocado el surgimiento de múltiples verdades y sentidos fragmentarios, parciales, particulares y desarraigados. Un pensamiento que se mueve en lo relativo y lo ambiguo, en lo fragmentario y lo múltiple, constituye el talante que tiñe no sólo la filosofía y los saberes académicos sino también la cultura “de la calle”. Es la época del pensamiento débil.

1. 3. Globalización y pensamiento único

Con la experiencia de la orfandad y el desarraigo, las mujeres y los hombres pierden sus puntos de referencia con su lugar y con su tiempo, las raíces desde las cuales se paran y miran su realidad. Surge el relativismo como horizonte de la convivencia social y del quehacer político.

La pérdida de las certezas nos pone frente a un grave desafío sociopolítico. Este desafío, según Juan Pablo II, “es el riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético, que quita a la convivencia civil cualquier punto seguro de referencia moral, despojándola más radicalmente del reconocimiento de la verdad. En efecto, «si no existe una verdad última –que guíe y oriente la acción política-, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto»” (Veritatis Splendor 101; cita de Centesimus annus, 46).

Y, parece una contradicción, pero asumiendo el horizonte relativista, la globalización, en su forma actual, fomenta el desarraigo, la pérdida de las certezas, uniforma el pensamiento y elimina la diversidad constitutiva de toda sociedad humana. Su poder disgregador reduce a las personas a su dimensión económica y la capacidad de acción transformadora sobre la realidad se reduce a un rol de consumidores de mercancías.

La globalización es una palabra cargada de significación homogeneizante. Se tiende a marcar una sola línea de pensamiento, una sola línea de conducta, una sola línea de supervivencia, y lo que está detrás de todo esto es una única dirección cultural de la existencia.

Una globalización que, en su aspecto negativo, nos despotencia de nuestra dignidad humana para hacernos bailar en la zaranda de la caprichosa, fría y calculadora economía de mercado.

Y frente a este proyecto que nos gregariza quitándonos lo propio, la Iglesia nos incita a poner en común aquello que nos diversifica, es decir, el carisma personal de cada uno, la pertenencia personal de cada uno a grupos, a partidos políticos, a organizaciones no gubernamentales, a parroquias, a diversos sectores.

Esa particularidad que nos diversifica, la Iglesia nos pide que la pongamos en común para que de esa diversidad, el mismo Espíritu Santo que nos regaló la diversidad, nos regale la unidad plurifacética. Nada más alejado de lo hegemónico tanto de un proyecto globalizante, que uniformiza y elimina la diversidad como de un relativismo atomizador y despersonalizante.

Esto también debe leerse en la dirección inversa: ¿cómo puedo dialogar, cómo puedo amar, cómo puedo construir algo en común si dejo diluirse, perderse, desaparecer lo que hubiera sido mi aporte? La globalización, como imposición unidireccional y uniformante de valores, prácticas y mercancías, va de la mano con la integración entendida como imitación y subordinación cultural, intelectual y espiritual.

Entonces, ¿cuál es el camino?: ni profetas del aislamiento relativista, ermitaños localistas en un mundo global, ni descerebrados y miméticos pasajeros del furgón de cola, admirando los fuegos artificiales del Mundo (de los otros) con la boca abierta y aplausos programados.

La dinámica es más rica y más compleja. Los pueblos, al integrarse al diálogo global, aportan los valores de su cultura y han de defenderlos de toda absorción desmedida o "síntesis de laboratorio" que los diluya en "lo común", "lo global". Y –al aportar esos valores– reciben de otros pueblos, con el mismo respeto y dignidad, las culturas que les son propias. Tampoco cabe aquí un desaguisado eclecticismo porque, en este caso, los valores de un pueblo se desarraigan de la fértil tierra que les dio y les mantiene el ser, para entreverarse en una suerte de mercado de curiosidades donde "todo es igual, dale que va... que allá en el horno se vamo a encontrar".

El actual proceso de globalización desnuda agresivamente nuestras antinomias: un avance del poder económico y el lenguaje que lo asiste, que - en un interés y uso desmedido - ha acaparado grandes ámbitos de la vida nacional; mientras - como contrapartida - la mayoría de nuestros hombres y mujeres ve el peligro de perder en la práctica su autoestima, su sentido más profundo, su humanidad y sus posibilidades de acceder a una vida más digna.

Juan Pablo II, en su Exhortación Apostólica ‘Ecclesia in America’ se refiere al aspecto negativo de esta globalización diciendo : "si la globalización se rige por las meras leyes del mercado aplicadas según las conveniencias de los poderosos, lleva consecuencias negativas: la atribución de un valor absoluto a la economía, el desempleo, la disminución y el deterioro de ciertos servicios públicos, la destrucción del ambiente y de la naturaleza, el aumento de la diferencia entre ricos y pobres y la competencia injusta que coloca a las naciones pobres en una situación de inferioridad cada vez más acentuada." (nº 20).

1.4. Primacía de lo formal sobre lo real

Junto a estos problemas, planteados ya en el plano internacional, nos encontramos también con una cierta incapacidad de encarar problemas reales. Entonces, a la fatiga y la desilusión parecería que sólo se pueden contraponer tibias propuestas reivindicativas o eticismos que únicamente enuncian principios y acentúan la primacía de lo formal sobre lo real. O, peor aún, una creciente desconfianza y pérdida de interés por todo compromiso con lo propio común que termina en el ‘sólo querer vivir el momento’, en la perentoriedad del consumismo. Esta actitud fomenta una cierta ingenuidad valorativa. Y vivimos un momento histórico en el que no nos podemos permitir ser ingenuos : la sombra de una nube de desmembramiento social se asoma en el horizonte mientras diversos intereses juegan su partida, ajenos a las necesidades de todos.

La primacía de lo formal sobre lo real es funcionalmente anestésica. Se puede llegar a vivir hasta en estado de “idiotez alegre” en el que la profecía arraigada en lo real no puede entrar; la sociedad vive el complejo de Casandra.

1.5. Hacer memoria del camino para abrir espacios al futuro

Volvemos al núcleo histórico de nuestros comienzos, no para ejercitar nostalgias formales, sino buscando la huella de la esperanza. Hacemos memoria del camino andado para abrir espacios al futuro. Como nos enseña nuestra fe: de la memoria de la plenitud se hace posible vislumbrar los nuevos caminos. Cuando la memoria no está abierta al futuro es un simple recuerdo que, si totaliza el ambiente, nos puede atrapar en una nebulosa proustiana. Si, en cambio, se intelectualiza, configura el caldo de cultivo para toda clase de fundamentalismos. La memoria conlleva siempre la dimensión de promesa que la proyecta hacia el futuro. Cuando, en el presente, hacemos memoria, entonces afirmamos lo real de nuestra pertenencia a un pueblo que camina y –a la vez- la proyección hacia adelante de ese camino.

1.6. Ser un pueblo supone, ante todo, una actitud ética que brota de la libertad

Ante la crisis vuelve a ser necesario respondernos a la pregunta de fondo: ¿en qué se fundamenta lo que llamamos "vínculo social"? Eso que decimos que está en serio riesgo de perderse, ¿qué es, en definitiva? ¿Qué es lo que me "vincula", me "liga", a otras personas en un lugar determinado, hasta el punto de compartir un mismo destino?

Permítanme adelantar una respuesta: se trata de una cuestión ética. El fundamento de la relación entre la moral y lo social se halla justamente en ese espacio (tan esquivo, por otra parte) en que el hombre es hombre en la sociedad, animal político, como dirían Aristóteles y toda la tradición republicana clásica. Esta naturaleza social del hombre es la que fundamenta la posibilidad de un contrato entre los individuos libres, como propone la tradición democrática (en versiones tantas veces opuestas, como lo demuestran multitud de enfrentamientos en nuestra historia). Entonces, plantear la crisis como un problema moral supondrá la necesidad de volver a referirse a los valores humanos, universales, que Dios ha sembrado en el corazón del hombre y que van madurando con el crecimiento personal y comunitario.

Cuando los obispos repetimos una y otra vez que la crisis es fundamentalmente moral, no se trata de esgrimir un moralismo barato, una reducción de lo político, lo social y lo económico a una cuestión individual de la conciencia, sino de señalar las valoraciones colectivas que se han expresado en actitudes, acciones y procesos de tipo histórico-político y social.

1.7. La unidad del pueblo se basa en tres pilares

A modo de resumen orientativo de lo recientemente dicho se puede afirmar que la unidad del pueblo se fundamenta en tres pilares que hacen a su relación con el tiempo y que están en tensión dialéctica entre ellos.

Primero, la memoria de sus raíces. Un pueblo que no tiene memoria de sus raíces y que vive importando programas de supervivencia, de acción, de crecimiento desde otro lado, está perdiendo uno de los pilares más importantes de su identidad como pueblo.

Segundo, el coraje frente al futuro. Un pueblo sin coraje es un pueblo fácilmente dominable, sumiso en el mal sentido de la palabra. Cuando un pueblo no tiene coraje se hace sumiso de los poderes de turno, de los imperios de turno, o de las modas de turno, imperios culturales, políticos, económicos, cualquier cosa que hegemoniza e impide crecer en la pluriformidad.

Tercero, la captación de la realidad del presente. Un pueblo que no sabe hacer un análisis de la realidad que está viviendo, se atomiza, se fragmenta Los intereses particulares priman sobre el interés común, el bien común. Entonces queda atomizado en los diversos intereses particulares que nacen de un mal análisis de la realidad que estaba viviendo. El análisis de la realidad no tiene que ser un análisis de tipo ideológico donde yo proyecto una postura previa sobre la realidad, sino ver la realidad tal cual es y de ahí sacarla. Decía alguien que la realidad se capta mejor desde la periferia que desde el centro, y es verdad. O sea, no vamos a entender la realidad de lo que nos pasa como pueblo, y por lo tanto no vamos a poder construir en el presente el coraje para el futuro con la memoria de nuestras raíces, si no salimos del estado de “instalación en el centro”, de quietud, de tranquilidad, y no nos metemos en lo periférico y lo marginal.


II. LA UTOPIA DE REFUNDAR NUESTROS VÍNCULOS SOCIALES

Decía recién que ante el desarraigo, hay que retomar las raíces constitutivas para construir el futuro desde el presente, un presente que se sienta empujado por la promesa memoriosa hacia el futuro, lo cual lo convierte en un presente en tensión continua entre el centro y la periferia.

2. 1. Recuperar el rumbo: la utopía

Revitalizar la urdimbre de la sociedad. Recuerdo aquella invitación del Santo Padre en su visita a nuestra Patria : "¡Argentina, Levántate!", a la que todo habitante de este suelo está invitado, más allá de su origen, y con la sola condición de tener buena voluntad para buscar el bien de este pueblo. Aquel ¡Argentina, Levántate!", invitación que hoy queremos volver a escuchar, constituía un diagnóstico y una esperanza. Levantarse es signo de resurrección, es llamado a revitalizar la urdimbre de nuestra sociedad.

No podemos caminar sin saber hacia dónde estamos andando. Es criminal privar a un pueblo de la utopía, porque eso nos lleva a privarlo también de la esperanza. La utopía supone saber hacia dónde tiende cada uno.

Ante la mala globalización que es paralizante, es necesario determinar la utopía, reformularla, reivindicarla. Cuando no hay utopía, priva lo coyuntural y nos quedamos en una acción tacticista, o en la involución. Cuando priva la involución, toda la acción social y política se vuelve sobre el sujeto mismo y anula la edificación del bien común. La verdadera utopía no es ideológica sino que ya está en germen en las raíces fundacionales. Desde allí debe crecer.

2. 2. Desde dónde reconstruir los vínculos sociales

Reconstruir el sentido de comunidad implica romper con la lógica del individualismo competitivo, mediante la ética de la solidaridad. La ética de la competencia (que no es más que una instrumentación de la razón para justificar la fuerza, y que contribuye a quebrar los vínculos sociales) tiene plena vigencia en nuestra sociedad.

¿En qué se fundamenta lo que llamamos “vínculo social”? ¿Qué es lo que me "vincula", me "liga", a otras personas en un lugar determinado, hasta el punto de compartir un mismo destino? ¿Cómo refundar nuestros vínculos sociales?

2. 3. Refundar nuestros vínculos sociales

El valor a plasmar no está sólo atrás, en el "origen", sino también adelante, en el proyecto. En el origen está la dignidad de hijo de Dios, la vocación, el llamado a plasmar un proyecto que ya está en germen.

Se trata de "poner el final al principio" (idea, por otro lado, profundamente bíblica y cristiana). La dirección que otorguemos a nuestra convivencia tendrá que ver con el tipo de sociedad que queramos formar: es el telostipo. Ahí está la clave del talante de un pueblo. Ello no significa ignorar los elementos biológicos, psicológicos y psico-sociales que influyen en el campo de nuestras decisiones. No podemos evitar cargar (en el sentido negativo de límites, condicionamientos, lastres, pero también en el positivo de llevar con nosotros, incorporar, sumar, integrar) con la herencia recibida, las conductas, preferencias y valores que se han ido constituyendo a lo largo del tiempo. Pero una perspectiva cristiana (y éste es uno de los aportes del cristianismo a la humanidad en su conjunto) sabe valorar tanto "lo dado", lo que ya está en el hombre y no puede ser de otra forma, como lo que brota de su libertad, de su apertura a lo nuevo, en definitiva, de su espíritu como dimensión trascendente, de acuerdo siempre con la virtualidad de "lo dado".

La voluntad común se pone en juego y se realiza concretamente en el tiempo y en el espacio: en una comunidad concreta, compartiendo una tierra, proponiéndose objetivos comunes, construyendo un modo propio de ser humanos, de cultivar los múltiples vínculos, juntos, a lo largo de tantas experiencias compartidas, preferencias, decisiones y acontecimientos. Así se amasa una ética común y la apertura hacia un destino de plenitud que define al hombre como ser espiritual. Esa ética común, esa "dimensión moral", es la que permite a la multitud desarrollarse junta, sin convertirse en enemigos unos de otros. Pensemos en una peregrinación: salir del mismo lugar y dirigirse al mismo destino permite a la columna mantenerse como tal, más allá del distinto ritmo o paso de cada grupo o individuo.

Sinteticemos, entonces, esta idea. ¿Qué es lo que hace que muchas personas formen un pueblo? En primer lugar, hay una ley natural y luego una herencia. En segundo lugar, hay un factor psicológico: el hombre se hace hombre en la comunicación, la relación, el amor con sus semejantes. En la palabra y el amor. Y en tercer lugar, estos factores biológicos y psicológicos se actualizan, se ponen realmente en juego, en las actitudes libres. En la voluntad de vincularnos con los demás de determinada manera, de construir nuestra vida con nuestros semejantes en un abanico de preferencias y prácticas compartidas. (San Agustín definía al pueblo como "un conjunto de seres racionales asociados por la concorde comunidad de objetos amados"). Lo "natural" crece en "cultural", "ético"; el instinto gregario adquiere forma humana en la libre elección de ser un "nosotros". Elección que, como toda acción humana, tiende luego a hacerse hábito (en el mejor sentido del término), a generar sentimiento arraigado y a producir instituciones históricas, hasta el punto que cada uno de nosotros viene a este mundo en el seno de una comunidad ya constituida (la familia, la patria) sin que eso niegue la libertad responsable de cada persona.

A partir de aquí, podemos empezar a avanzar en nuestra reflexión. Nos interesa saber dónde apoyar la esperanza, desde dónde reconstruir los vínculos sociales que se han visto tan castigados en estos tiempos. Debemos recuperar organizada y creativamente el protagonismo al que nunca debimos renunciar, y por ende, tampoco podemos ahora volver a meter la cabeza en el hoyo, dejando que los dirigentes hagan y deshagan. Y no podemos por dos motivos: porque ya vimos lo que pasa cuando el poder político y económico se desliga de la gente, y porque la reconstrucción no es tarea de algunos sino de todos, así como la Argentina no es sólo la clase dirigente sino todos y cada uno de los que viven en esta porción del planeta.

Hoy debemos articular, sí, un programa económico y social, pero fundamentalmente un proyecto político en su sentido más amplio. ¿Qué tipo de sociedad queremos? Martín Fierro orienta nuestra mirada hacia nuestra vocación como pueblo, como Nación.

Nos invita, a darle forma a nuestro deseo de una sociedad donde todos tengan lugar: el comerciante porteño, el gaucho del litoral, el pastor del norte, el artesano del Noroeste, el aborigen y el inmigrante, en la medida en que ninguno de ellos quiera quedarse él solo con la totalidad, expulsando al otro de la tierra.

En efecto, no es una mera invitación a compartir, no es sólo reconciliar opuestos y adversidades: se trata de sentarse a partir el pan, es animarse a vivir de otra manera. Nos desafía ese pan hecho con lo mejor que podemos aportar, con la levadura que ya fue puesta en tantos momentos de dolor, de trabajo y de logros. El llamado evangélico nos pide refundar el vínculo social y político entre los argentinos. La sociedad política solamente perdura si se plantea como una vocación a satisfacer las necesidades humanas en común. Es el lugar del ciudadano. Ser ciudadano es sentirse citado, convocado a un bien, a una finalidad con sentido... y acudir a la cita. Si apostamos a una Argentina donde no estén todos sentados en la mesa, donde solamente unos pocos se benefician y el tejido social se destruye, donde las brechas se agrandan siendo que el sacrificio es de todos, entonces terminaremos siendo una sociedad camino al enfrentamiento.

Hoy, en medio de los conflictos, este pueblo nos enseña que no hay que hacerle caso a aquellos que pretenden destilar la realidad en ideas, que no nos sirven los intelectuales sin talento, ni los eticistas sin bondad, sino que hay que apelar a lo hondo de nuestra dignidad como pueblo, apelar a nuestra sabiduría, apelar a nuestras reservas culturales.

Es una verdadera revolución, no contra un sistema, sino interior; una revolución de memoria y ternura: memoria de las grandes gestas fundantes, heroicas... y memoria de los gestos sencillos que hemos mamado en familia. Ser fieles a nuestra misión es cuidar este ‘rescoldo’ del corazón, cuidarlo de las cenizas tramposas del olvido o de la presunción de creer que nuestra Patria y nuestra familia no tienen historia o que la han comenzado con nosotros. Rescoldo de memoria que condensa, como la brasa al fuego, los valores que nos hacen grandes : el modo de celebrar y defender la vida, de aceptar la muerte, de cuidar la fragilidad de nuestros hermanos más pobres, de abrir las manos solidariamente ante el dolor y la pobreza, de hacer fiesta y de rezar; la ilusión de trabajar juntos y - de nuestras comunes pobrezas - amasar solidaridad, convenciéndonos una vez más que el todo es superior a la parte, el tiempo superior al espacio, la realidad es superior a la idea y la unidad es superior al conflicto. Estas cuatro coordenadas son la referencia segura para testear cotidianamente las situaciones.

2. 4. La cultura del encuentro

Para refundar los vínculos sociales, debemos apelar a la ética de la solidaridad, y generar una cultura del encuentro. Ante la cultura del fragmento, como algunos la han querido llamar, o de la no integración, se nos exige, aún más en los tiempos difíciles, no favorecer a quienes pretenden capitalizar el resentimiento, el olvido de nuestra historia compartida, o se regodean en debilitar vínculos, manipular la memoria, comercializar con utopías de utilería.

  

Para una cultura del encuentro necesitamos pasar de los refugios culturales a la trascendencia que funda; construir un universalismo integrador que respete las diferencias necesitamos también del ejercicio del diálogo fecundo para un proyecto compartido; del ejercicio de la autoridad como servicio al desarrollo del proyecto común (bien común); la apertura de espacios de encuentro y el redescubrimiento de la fuerza creativa de lo religioso al interior de la vida de la humanidad y de su historia, un redescubrimiento que tenga como centro referencial al hombre:

- Desde los refugios culturales a la trascendencia que funda. Se ha de buscar una antropología que deje de lado cualquier camino de "retorno" concebido -más o menos conscientemente- como refugio cultural. El hombre tiende por inercia, a reconstruir lo que fue el ayer. Una cultura que haga del arraigo un lugar estático y cerrado, no se sostiene.

- Universalismo integrador a través del respeto por las diferencias. Hemos de entrar en esta cultura de la globalización, desde el horizonte de la universalidad. En lugar de ser átomos que sólo adquieren sentido en el todo, debemos integrarnos en una nueva organicidad vital de orden superior que asuma lo nuestro pero sin anularlo. Nos incorporamos en armonía, sin renunciar a lo nuestro, a algo que nos trasciende. Y esto no puede hacerse por vía del consenso, que nivela hacia abajo, sino por el camino del diálogo, de la confrontación de ideas y del ejercicio de la autoridad.

- El ejercicio del diálogo, es la vía más humana de comunicación. Y hay que instaurar en todos los ámbitos, un espacio de diálogo serio, conducente, no meramente formal o distractivo. Intercambio que destruye prejuicios y construye, en función de la búsqueda común, del compartir, y que conlleva intentar la interacción de voluntades en pro de un trabajo en común o de un proyecto compartido. No resignemos nuestras ideas, utopías, propiedades ni derechos, sino renunciemos solamente a la pretensión de que sean únicos o absolutos.

- El ejercicio de la autoridad. Siempre es necesaria la conducción, pero esto significa participar de la formalidad que da cohesión al cuerpo, lo cual hace que su función no sea tomar partido propio, sino ponerse totalmente al servicio. Para que la fuerza que todos llevamos dentro y que es vínculo y vida se manifieste, es necesario que todos, y especialmente quienes tenemos una alta cuota de poder político, económico o cualquier tipo de influencia, renunciemos a aquellos intereses o abusos de los mismos que pretendan ir más allá del común bien que nos reúne; es necesario que asumamos, con talante austero y con grandeza, la misión que se nos impone en este tiempo. Cuando la autoridad no es servicio, entonces la conducción se va desviando hacia el propio interés; se echa mano de los recursos demagógicos más variados, se vacían los espacios de confrontación de ideas y proyectos, se compran lealtades y se cae en una política pactista sin proyecto hacia el bien común.

- El ejercicio de abrir espacios de encuentro. En la retaguardia de la superficialidad y del coyunturalismo inmediatista (flores que no dan fruto) existe un pueblo con memoria colectiva que no renuncia a caminar con la nobleza que lo caracteriza: los esfuerzos y emprendimientos comunitarios, el crecimiento de las iniciativas vecinales, el auge de tantos movimientos de ayuda mutua, están marcando la presencia de un signo de Dios en un torbellino de participación, sin particularismos, pocas veces visto en el país. Nuestra gente, que sabe organizarse espontánea y naturalmente, protagonista de este nuevo vínculo social, pide un lugar de consulta, control y creativa participación en todos los ámbitos de la vida social que le incumben. Los dirigentes debemos acompañar esta vitalidad del nuevo vínculo. Potenciarlo y protegerlo puede llegar a ser nuestra principal misión.

- Apertura a la vivencia religiosa comprometida, personal y social. Lo religioso es una fuerza creativa al interior de la vida de la humanidad y de su historia, y dinamizadora de cada existencia que se abre a dicha experiencia. ¿Cómo entender que en muchos ámbitos se ponga de moda el tratar todos los temas y cuestiones, pero haya un único proscripto, un gran marginado: Dios? La esfera de lo laico se está deslizando, peligrosamente, hacia un laicismo militante: un dios más del difuso teísmo-profano spray que se nos propone.

- El punto de vista ordenador de una cultura del encuentro debe centrarse en el hombre, principio, sujeto y fin de toda actividad humana. Nos dice Juan Pablo II: “La actividad huana tiene lugar dentro de una cultura y tiene un recíproca relación con ella. Para una adecuada formación de esa cultura se requiere la participación directa de todo el hombre, el cual desarrolla en ella su creatividad, su inteligencia, su conocimiento del mundo y de los demás hombres. A ella dedica también su capacidad de autodominio, de sacrificio personal, de solidaridad y disponibilidad para promover el bien común. Por esto, la primera y más importante labor se realiza en el corazón del hombre, y el modo como éste se compromete a construir el propio futuro depende de la concepción que tiene de sí mismo y de su destino. Es a este nivel donde tiene lugar la contribución específica y decisiva de la Iglesia a favor de la verdadera cultura.” (C.A. 51)

2. 5. Madurez y libertad

Como tópico final sobre “la utopía de refundar nuestros vínculos sociales” cabe una breve reflexión sobre lo que significa la madurez y la libertad en este proceso y como han de ser concebidas en el ámbito de la reflexión social y política.

La madurez es la capacidad de usar de nuestra libertad de un modo “sensato” y “prudente”. Para llegar a un punto de madurez, es decir, para que seamos capaces de decisiones verdaderamente libres y responsables, es preciso que nos hayamos dado (y nos hayan dado), tiempo. El hombre prudente, maduro, “piensa” antes de actuar. “Se toma su tiempo”. ¿Cómo darnos lugar a “pensar”, a dialogar, a intercambiar criterios para construir posiciones sólidas y responsables, cuando cotidianamente mamamos un estilo de pensamiento que se arma sobre lo provisorio, lo lábil y la despreocupación por la coherencia? Es obvio que no podemos dejar de formar parte de la “sociedad de información” en la cual vivimos, pero lo que sí podemos es “tomarnos tiempo” para analizar, desplegar posibilidades, visualizar consecuencias, intercambiar puntos de vista, escuchar otras voces... e ir armando, de esa manera, el entramado discursivo sobre el cual será posible producir decisiones “prudentes”.

Dicho de otra manera: la libertad no es un fin en sí mismo, un agujero negro detrás del cual no hay nada. Se ordena a la vida más plena del ser humano, de todo el hombre y todos los hombres. Se rige por el amor, como afirmación incondicional de la vida y el valor de todos y cada uno. En ese sentido, podemos dar todavía un paso más: la madurez no sólo implica la capacidad de decidir libremente, de ser sujeto de las propias opciones en medio de las múltiples situaciones y configuraciones históricas en las que nos veamos incluidos, sino que incluye la afirmación plena del amor como vínculo entre los seres humanos en las distintas formas en que ese vínculo se realiza: interpersonales, íntimas, sociales, políticas, intelectuales... Una personalidad madura, así, es aquella que ha logrado insertar su carácter único e irrepetible en la comunidad de los semejantes. No basta con la diferencia: hace falta también reconocer la semejanza.

Insistimos aquí en la exigencia de construir y reconstruir los lazos sociales y comunitarios que el individualismo desenfrenado ha roto. Una sociedad, un pueblo, una comunidad, no es sólo una suma de individuos que no se molestan entre sí. La definición negativa de libertad, que pretende que ésta termina cuando toca el límite del otro, se queda a medio camino. ¿Para qué quiero yo una libertad que me encierra en la celda de mi individualidad, que deja a los demás afuera, que me impide abrir las puertas y compartir con el vecino? ¿Qué tipo de sociedad deseable es aquella donde cada uno disfruta sólo de sus bienes, y para la cual el otro es un potencial enemigo hasta que me demuestre que nada de mí le interesa?

No será a través de la entronización del individualismo que se dará su lugar a los derechos de la persona. El máximo derecho de una persona no es solamente que nadie le impida realizar sus fines, sino efectivamente realizarlos. No basta con evitar la injusticia si no se promueve la justicia. No basta con proteger a los niños de negligencias, abusos y maltratos, si no se educa a los jóvenes para un amor pleno e integral a sus futuros hijos. Si no se brinda a las familias los recursos de todo tipo que necesitan para cumplir su imprescindible misión. Si no se favorece en la sociedad toda, una actitud de acogida y amor a la vida de todos y cada uno de sus miembros, a través de los distintos medios con los cuales el Estado debe contribuir.

Una persona madura, una sociedad madura, entonces, será aquella cuya libertad sea plenamente responsable desde el amor. Y eso no crece sólo en las banquinas de las rutas. Implica invertir mucho trabajo, mucha paciencia, mucha sinceridad, mucha humildad, mucha magnanimidad. Este es el camino a andar.

 

III. CREATIVIDAD Y COMPROMISO PARA CONSTRUIR NUESTRA NACIÓN

En este camino de libertad y madurez nos ponemos en marcha como Nación para construir un futuro para todos

3. 1. La esperanza del futuro

La esperanza es virtud de lo arduo pero posible; nos invita a no bajar nunca los brazos, pero no de un modo meramente voluntarista sino encontrando la mejor forma de mantenerlos en actividad, de hacer con ellos algo real y concreto. Porque la esperanza no se apoya solamente en los recursos de los seres humanos sino que busca sintonizar con la acción de Dios, que recoge nuestros intentos integrándolos en su plan de salvación.

Hay momentos en la vida (pocos, pero esenciales) en que es preciso tomar decisiones críticas, totales y fundantes. Críticas, porque se ubican en el preciso límite entre la apuesta y la claudicación, la esperanza y el desastre, la vida y la muerte. Totales, porque no se refieren a algún aspecto particular, a un "asunto" o "desafío" optativo, a un sector determinado de la realidad, sino que definen una vida en su totalidad y por un largo tiempo. Es más: hacen a la más profunda identidad de cada uno. No sólo suceden en el tiempo, sino que le dan forma a nuestra temporalidad y a nuestra existencia. En ese sentido uso el tercer adjetivo, fundantes. Fundan un modo de vivir, una forma de ser, de verse a uno mismo y de presentarse en el mundo y ante los semejantes, una determinada posición ante los futuros posibles.

 

Estamos justamente en uno de esos momentos decisivos. Pero no individualmente, sino como Nación. Es una convicción compartida por muchos, incluso por el Santo Padre, como nos lo dio a entender en nuestra última visita episcopal a Roma. La Argentina llegó al momento de una decisión crítica, global y fundante, que compete a cada uno de sus habitantes; la decisión de seguir siendo un país, aprender de la experiencia dolorosa de estos años e iniciar un camino nuevo, o hundirse en la miseria, el caos, la pérdida de valores y la descomposición como sociedad.

Pero hay más: si cortamos la relación con el pasado, lo mismo haremos con el futuro. Ya podemos empezar a mirar a nuestro alrededor... y a nuestro interior. ¿No hubo una negación del futuro, una absoluta falta de responsabilidad por las generaciones siguientes, en la ligereza con que tantas veces se trataron las instituciones, los bienes y hasta las personas de nuestro país? Lo cierto es esto: Somos personas históricas. Vivimos en el tiempo y el espacio. Cada generación necesita de las anteriores y se debe a las que la siguen. Y eso, en gran medida, es ser una Nación: entenderse como continuadores de la tarea de otros hombres y mujeres que ya dieron lo suyo, y como constructores de un ámbito común, de una casa, para los que vendrán después. Ciudadanos "globales", reconociendo los avatares de la gente que construyó nuestra nacionalidad, haciendo propios o criticando sus ideales y preguntándonos por las razones de su éxito o fracaso, para seguir adelante en nuestro andar como pueblo.

3. 2. Diferencia entre el drama y la tragedia

Mientras que en la tragedia el destino ineluctable arrastra la empresa humana al desastre sin contemplaciones y todo intento de enfrentarlo no hace más que empeorar el final irremisible, en el drama, en cambio, la vida y la muerte, el bien y el mal, el triunfo y la derrota se mantienen como alternativas posibles: nada más lejos de un optimismo estúpido pero también del pesimismo trágico, porque en esa encrucijada quizás angustiante, podemos también intentar reconocer los signos ocultos de la presencia de Dios, aunque más no sea, como chance, como invitación al cambio y a la acción... y también como promesa. Estas palabras pueden tomar un cariz dramático, pero nunca trágico. Pero atención: no se trata de gestos teatrales, sino de la convicción de que estamos en el momento de gracia, en el foco de nuestra responsabilidad como miembros de una comunidad, es decir, lisa y llanamente, como seres humanos.

Debemos apostar, una vez más, a la entrega personal a un proyecto de un país para todos. Proyecto que, desde lo educativo, lo religioso o lo social, se torna político en el sentido más alto de la palabra: construcción de la comunidad.

3. 3. Jerarquía de valores

La sociedad humana no puede ser una "ley de la selva" en la cual cada uno trate de manotear lo que pueda, cueste lo que costare. Y ya sabemos, demasiado dolorosamente, que no existe ningún mecanismo "automático" que asegure la equidad y la justicia. Sólo una opción ética convertida en prácticas concretas, con medios eficaces, es capaz de evitar que el hombre sea depredador del hombre.

Debemos terminar con la cultura de la corrupción y revalorizar la cultura del trabajo. Pero este reconocimiento que todos declamamos no termina de hacerse carne. No sólo por las condiciones objetivas que generan el terrible desempleo actual (condiciones que, nunca hay que callarlo, tienen su origen en una forma de organizar la convivencia que pone la ganancia por encima de la justicia y el derecho), sino también por una mentalidad de "viveza" (¡también criolla!) que ha llegado a formar parte de nuestra cultura.

"Salvarse" y "zafar"... por el medio más directo y fácil posible. "La plata trae la plata"... "nadie se hizo rico trabajando"... creencias que han ido abonando una cultura de la corrupción que tiene que ver, sin duda, con esos "atajos" por los cual muchos han tratado de sustraerse a la ley de ganar el pan con el sudor de la frente.

En la ética de los "ganadores", lo que se considera inservible, se tira. Es la civilización del "descarte". En la ética de una verdadera comunidad humana, en ese país que quisiéramos tener y que podemos construir, todo ser humano es valioso.

Quizás, en nuestro país, esta enseñanza haya sido de las más olvidadas. Pero más allá de ello, además de no permitir ni justificar nunca más el robo y la coima, tendríamos que dar pasos más decididos y positivos. Por ejemplo preguntarnos no sólo qué cosas ajenas no tenemos que tomar, sino más bien qué podemos aportar. ¿Cómo podríamos formular que también son "vergüenza" la indiferencia, el individualismo, el sustraer (robar) el propio aporte a la sociedad para quedarse sólo con una lógica de “hacer la mía”.

3. 4. La creatividad y la historia

¿Por qué no hacer el intento, ya que estamos en tema, de dejarnos enseñar por la historia? Pensando en los tiempos fundacionales de nuestra patria me salió al encuentro un personaje al cual, por lo general, no se le reconoce la relevancia que ha tenido en la Argentina naciente. Me refiero a Manuel Belgrano. Además de sus incontrastables virtudes personales y su profunda fe cristiana, Belgrano fue un hombre que, en el momento justo, supo encontrar el dinamismo, empuje y equilibrio que definen la verdadera creatividad: la difícil pero fecunda conjunción de continuidad realista y novedad magnánima. Su influencia en los albores de nuestra identidad nacional es muchísimo mayor de lo que se supone y, por ello, puede volver a ponerse de pie para mostrarnos, en este tiempo de incertidumbre pero también de desafío, "cómo se hace" para poner cimientos duraderos en una tarea de creación histórica.

3. 5. Utopía, esperanza y creatividad

Más allá de las profundas diferencias de época, hay mucho de permanente, de vigente, en la actitud de Belgrano de tratar de mirar siempre más allá, de no quedarse con lo conocido, con lo bueno o malo del presente. Esa actitud "utópica", en el sentido más valioso de la palabra, es sin duda uno de los componentes esenciales de la creatividad. Parafraseando (e invirtiendo) una expresión popular, podríamos decir que la creatividad que brota de la esperanza afirma que "lo que ves... no es todo lo que hay".

Les hago una propuesta: en una sociedad donde la mentira, el encubrimiento y la hipocresía han hecho perder la confianza básica que permite el vínculo social, ¿qué novedad más revolucionaria que la verdad? Hablar con verdad, decir la verdad, exponer nuestros criterios, nuestros valores, nuestros pareceres. Si ya mismo nos prohibimos seguir con cualquier clase de mentira o disimulo seremos también, como efecto sobreabundante, más responsables y hasta más caritativos. La mentira todo lo diluye, la verdad pone de manifiesto lo que hay en los corazones.

Primera propuesta: digamos siempre la verdad en y desde nuestra situación. Les aseguro que el cambio será notorio: algo nuevo se hará presente en medio de nuestra comunidad.

3. 6. Todo el hombre, todos los hombres

Hay un criterio, verdaderamente evangélico, que es infalible para desenmascarar "pensamientos únicos" que cierran la posibilidad de la esperanza, e incluso falsas utopías que la desnaturalizan. Es el criterio de universalidad.

"Todo el hombre y todos los hombres" era el principio de discernimiento que Pablo VI proponía con relación al verdadero desarrollo. La opción preferencial por los pobres del Episcopado latinoamericano no buscaba otra cosa: incluir a todas las personas, en la totalidad de sus dimensiones, en el proyecto de una sociedad mejor. Será por eso que nos suena tan "familiar" la insistencia de Manuel Belgrano acerca de una educación para todos, que contemplara particularmente a los más necesitados para garantizar una plena universalidad. En realidad, ¿puede ser deseable una sociedad que descarte a una cantidad grande o pequeña de sus miembros? Aun desde una posición egoísta, ¿cómo podré estar seguro de que no seré yo el próximo excluido?

Una imprescindible misión es apostar a la inclusión, trabajar por la inclusión. Llamados a ser creativos en este crítico momento de nuestra patria, tendremos que preguntarnos qué hacemos como como Nación, para aportar a una mentalidad y una práctica verdaderamente incluyente y universal y a una sociedad que brinde posibilidades no a algunos, sino a todos los que estén a nuestro alcance, a través de los diversos medios que tengamos.

“De buenas intenciones está sembrado el camino del infierno". Una verdadera creatividad no descuida, como ya vimos, los fines, los valores, el sentido. Pero tampoco deja de lado los aspectos concretos de implementación de los proyectos. La "técnica" sin "ética" es vacía y deshumanizante, un ciego guiando a otros ciegos; pero una postulación de los fines sin una adecuada consideración de los medios para alcanzarlos está condenada a convertirse en mera fantasía. La utopía, así como tiene esa capacidad de movilizar situándose "adelante" y "afuera" de la realidad limitada y criticable, también, y por eso mismo, tiene un aspecto de "locura", de "alienación", en la medida que no desarrolle mediaciones para hacer, de sus atractivas visiones, objetivos posibles.

3.7. Creatividad y tradición: construir desde lo sano

La creatividad, que se nutre de la utopía, arraiga en la solidaridad y procura los medios más eficaces, puede sufrir todavía de una patología que la pervierte hasta convertirla en el peor de los males: el creer que todo empieza con nosotros, defecto que degenera rápidamente en autoritarismo.

Aquí es donde completamos nuestra perspectiva acerca de la creatividad como ubicada en la tensión entre novedad y continuidad.

Si ser creativos tiene que ver con ser capaces de abrirse a lo nuevo, eso no significa descuidar el elemento de continuidad con lo anterior. Sólo Dios crea de la nada. Y así como no hay forma de curar a un enfermo si no nos apoyamos en lo que tiene de sano, del mismo modo no podemos crear algo nuevo en la historia si no es a partir de los materiales que la misma historia nos brinda. Belgrano reconoció que la América unida y fuerte con la cual soñaba sólo podía construirse sobre el respeto y la afirmación de las identidades de los pueblos. Si la creatividad no es capaz de asumir los aspectos vivos de lo real y presente, termina rápidamente en imposición autoritaria, brutal reemplazo de una "verdad" por otra.

¿No será ésta una de las claves de nuestra dificultad para llevar adelante una dinámica más positiva? Si siempre, para construir, tendemos a voltear y pisotear lo que otros han hecho antes, ¿cómo podremos fundar algo sólido? ¿Cómo podremos evitar sembrar nuevos odios que más tarde echen por tierra lo que nosotros hayamos podido hacer?

Por eso, si queremos sembrar verdaderamente las semillas de una sociedad más justa, más libre y más fraterna, debemos aprender a reconocer los logros históricos de nuestros fundadores, de nuestros artistas, pensadores, políticos, educadores, pastores...

Quizás ahora nos estemos dando cuenta de que en la época "de las vacas gordas" nos habíamos dejado deslumbrar por algunos "espejitos de colores", modas intelectuales y de las otras, y habíamos olvidado algunas certezas muy dolorosamente aprendidas por generaciones anteriores: el valor de la justicia social, la hospitalidad, la solidaridad entre las generaciones, el trabajo como dignificación de la persona, la familia como base de la sociedad...

3. 8. La política como obra colectiva

El quehacer político es una forma elevada de caridad, de amor, y por lo tanto, un problema teológico y ético. Se da una paradoja a nivel global: el descrédito de la política y los políticos en el momento en que más los necesitamos. Son el chivo expiatorio de la sociedad. Achacamos nuestras deficiencias sobre ellos solamente, los políticos. Por eso es importante rehabilitar lo político y la política en su total amplitud.

Juan Pablo II planteaba que la política es una actividad noble y necesaria, porque tiende al bien común. Agregaba también que la política es el uso del poder legítimo para la consecución del bien común de la sociedad. Según el episcopado francés, la política es una obra colectiva permanente.

Hay otro fenómeno que sufrimos: la diferencia que hay entre politización y cultura política. Los argentinos somos politizados pero carecemos de cultura política. La política no se jerarquiza como valor, pero sí la ebullición política. Somos politiqueros, tendemos a ser politiqueros por decadencia; y urge que nos convirtamos de esa decadencia por medio de la cultura política. Nuestra preocupación en estas Jornadas es aportar a la cultura política. Pretendemos, desde la luz del Evangelio, crear cultura política, porque eso es para el bien común. Y así como hay voluntariado para los hospitales, éste es un voluntariado para la política en este momento en que está tan desprestigiada.

Es una invitación a redescubrir la política, a restituirle el alma que la partidocracia le ha quitado. Los partidos políticos son instrumentos para impulsar ideas, cosmovisiones diferentes. Cuando esto se confunde, los instrumentos se declaran independientes y se pasa del partido político a la partidocracia y se pierde la dimensión de trascendencia a los otros, de servicio a la comunidad. Esto es lo que origina el internismo.

3. 9 Pautas para re-jerarquizar la política

De manera enumerativa se pueden señalar algunas pautas que nos ayuden en el proceso de rejerarquizar la política. Ayudará referirlas a lo dicho en el Capítuo I

a. Pasar del nominalismo formal que estanca los conceptos a la objetividad armoniosa de toda palabra, camino de creatividad.

b. Desde el desarraigo retomar las raíces constitutivas.

c. Salir de los refugios culturales y llegar a la trascendencia que funda (ya se habló de esto en 2.4)

d. Caminar desde lo inculto al señorío sobre el poder.

e. Desde el sincretismo conciliador que termina en una cultura de collage hay que caminar hacia la pluriformidad en la unidad de los valores. Y desde la puridad nihilista, a la captación del límite de los procesos.

 

 3.10. Los proyectos reales

Una de las trabas más serias para el proceso político es la enfermedad del eticismo; hay gente que es tan tan eticista, tan eticista, que se olvida de ser ética, se sacrifica la ética al eticismo y es lo que nosotros los curas, así en jerga, llamamos “la moralina”, hay personas que viven la moralina y no la moral.

Es propio del eticismo aislar la conciencia de los procesos y, de tal modo la aísla que conduce a los hombres a un verdadero nihilismo. Y entonces la actividad política consistiría en poner en práctica esos eticismos, proyectos formales más que reales. Piensen en cualquier gobierno local o municipal o provincial o de otro país. Una de las señales de que un gobierno es eticista es cuando en vez de poner en marcha proyectos reales, pone en marcha proyectos formales.

Los proyectos reales son siempre agresivos y siempre causan problemas. En cambio, es propio del eticista el proyecto formal porque no causa problema. Relacionémoslo con la palabra: el nominalismo formal y no la palabra con chispa que hace el poeta y aporta creatividad. Es la primacía de la formalidad sobre la realidad. Un ejemplo es la fascinación por los organigramas.

Todo este camino, con tantos senderos, desde la enfermedad o desde la crisis a la solución, es para evitar el fraude de los valores, porque cuando una política se basa en los nominalismos formales, en el desarraigo, en los refugios culturales, en la primacía de lo inculto sobre el señorío, en el sincretismo conciliador, en la puridad nihilista, se está basando en una personalidad que no responde a la persona y está haciendo un fraude de valores que, en el fondo, es un fraude ontológico, es un fraude al ser, es el fraude a la alegría de ser para vivir la tristeza del no ser. Se proponen valores sin raíces, como mónadas, lugares comunes o simplemente nombres y de ahí al fraude de la persona, hay un paso.

3. 11 El poder es servicio

El servicio es la inclinación ante la necesidad del otro, a quien -al inclinarme- descubro, en su necesidad, como mi hermano. Es el rechazo de la indiferencia y del egoísmo utilitario. Es hacer por los otros y para los otros.

Servicio, palabra que suscita el anhelo de un nuevo vínculo social dejándonos servir por el Señor, para que luego, a través de nuestras manos, su amor divino descienda y construya una nueva humanidad, un nuevo modo de vida.

El servicio no es un mero compromiso ético, ni un voluntariado del ocio sobrante, ni un postulado etéreo… Puesto que nuestra vida es un don, servir es ser fieles a lo que somos: se trata de esa íntima capacidad de dar lo que se es, de amar hasta el extremo de los propios límites… o, como nos enseñaba con su ejemplo la Madre Teresa, servir es "amar hasta que duela". Las palabras del Evangelio no van dirigidas sólo al creyente y al practicante. Alcanzan a toda autoridad tanto eclesial como política, ya que sacan a la luz el verdadero sentido del poder. Se trata de una revolución basada en el nuevo vínculo social del servicio. El poder es servicio. El poder sólo tiene sentido si está al servicio del bien común. Para el gozo egoísta de la vida no es necesario tener mucho poder. A esta luz comprendemos que una sociedad auténticamente humana y, por tanto también política, no lo será desde el minimalismo que afirma "convivir para sobrevivir" ni tampoco desde un mero "consenso de intereses diversos" con fines economicistas. Aunque todo esté contemplado y tenga su lugar en la siempre ambigua realidad de los hombres, la sociedad será auténtica sólo desde lo alto…, desde lo mejor de sí, desde la entrega desinteresada de los unos por los otros.

3. l2 Una conversión de actitudes

Hoy, convocados a la tarea de reconstruir nuestra Nación no podemos permitir que nos arrastre la inercia, que nos esterilicen nuestras impotencias o que nos amedrenten las amenazas. Tratemos de ubicarnos allí donde mejor podamos enfrentar la mirada de Dios en nuestras conciencias, hermanarnos cara a cara, reconociendo nuestros límites y nuestras posibilidades.

No retornemos a la soberbia de la división centenaria entre los intereses centralistas, que viven de la especulación monetaria y financiera, como antes del puerto, y la necesidad imperiosa del estímulo y promoción de un interior condenado ahora a la "curiosidad turística". Que tampoco nos empuje la soberbia del internismo faccioso, el más cruel de los deportes nacionales, en el cual, en vez de enriquecernos con la confrontación de las diferencias, la regla de oro consiste en destruir implacablemente hasta lo mejor de las propuestas y logros de los oponentes. Que no nos corten caminos las calculadoras intransigencias (en nombre de coherencias que no son tales).

La gran exigencia es la renuncia a querer tener toda la razón; a mantener los privilegios; a la vida y la renta fácil, a seguir siendo necios, enanos en el espíritu.

3. 13. El buen samaritano como opción de fondo para reconstruir la patria

La parábola del Buen Samaritano nos muestra con qué iniciativas se puede rehacer una comunidad a partir de hombres y mujeres que sienten y obran como verdaderos socios (en el sentido antiguo de conciudadanos). Hombres y mujeres que hacen propia y acompañan la fragilidad de los demás, que no dejan que se erija una sociedad de exclusión, sino que se aproximan -se hacen prójimos- y levantan y rehabilitan al caído, para que el Bien sea Común.

La inclusión o la exclusión del herido al costado del camino define todos los proyectos económicos, políticos, sociales y religiosos. Todos enfrentamos cada día la opción de ser buenos samaritanos o indiferentes viajantes que pasan de largo.

En efecto, nuestras múltiples máscaras, nuestras etiquetas y disfraces se caen: es la hora de la verdad, ¿nos inclinaremos para tocar nuestras heridas? ¿Nos inclinaremos a cargarnos al hombro unos a otros? Éste es el desafío de la hora presente, al que no hemos de tenerle miedo.

El punto de partida que elige el Señor es un asalto ya consumado. Pero no hace que nos detengamos a lamentar el hecho, no dirige nuestra mirada hacia los salteadores. Los conocemos. Hemos visto avanzar en nuestra Patria las densas sombras del abandono, de la violencia utilizada para mezquinos intereses de poder y división, también existe la ambición de la función pública buscada como botín. La pregunta ante los salteadores podría ser: ¿Haremos nosotros de nuestra vida nacional un relato que se queda en esta parte de la parábola? ¿Dejaremos tirado al herido para correr cada uno a guarecerse de la violencia o a perseguir a los ladrones? ¿Será siempre el herido la justificación de nuestras divisiones irreconciliables, de nuestras indiferencias crueles, de nuestros enfrentamientos internos? La poética profecía del Martin Fierro debe prevenirnos: nuestros eternos y estériles odios e individualismos abren las puertas a los que nos devoran de afuera.

En algunos es acendrado el vivir con la mirada puesta hacia fuera de nuestra realidad, anhelando siempre las características de otras sociedades, no para integrarlas a nuestros elementos culturales, sino para reemplazarlos.

Como si un proyecto de país impostado intentara forzar su lugar empujando al otro; en ese sentido podemos leer hoy experiencias históricas de rechazo al esfuerzo de ganar espacios y recursos, de crecer con identidad, prefiriendo el ventajismo del contrabando, la especulación meramente financiera y la expoliación de nuestra naturaleza y -peor aún- de nuestro pueblo.

Aún intelectualmente, persiste la incapacidad de aceptar características y procesos propios, como lo han hecho tantos pueblos, insistiendo en un menosprecio de la propia identidad. Aquí nace el “progresismo adolescente” que es la versión política del “perro del hortelano”. Pero sería ingenuo no ver algo más que ideologías o refinamientos cosmopolitas detrás de estas tendencias; más bien afloran intereses de poder que se benefician de la permanente conflictividad en el seno de nuestro pueblo.

Inclinación similar se ve en quienes, aparentemente por ideas contrarias, se entregan al juego mezquino de las descalificaciones, los enfrentamientos hasta lo violento, la difamación y la calumnia, o a la ya conocida esterilidad de muchas intelectualidades para las que "nada es salvable si no es como lo pienso yo".

Lo que debe ser un normal ejercicio de debate o autocrítica, que sabe dejar a buen recaudo el ideario y las metas comunes, aquí parece ser manipulado hacia el permanente estado de cuestionamiento y confrontación de los principios más fundamentales. ¿Es incapacidad de ceder en beneficio de un proyecto mínimo común o la irrefrenable compulsión de quienes sólo se alían para satisfacer su ambición de poder?

No debemos llamarnos a engaño, la impunidad del delito, del uso de las instituciones de la comunidad para el provecho personal o corporativo y otros males que no logramos desterrar, tienen como contracara la permanente desinformación y descalificación de todo, la constante siembra de sospecha que hace cundir la desconfianza y la perplejidad. El engaño del "todo está mal" es respondido con un "nadie puede arreglarlo". Y, de esta manera, se nutre el desencanto y la desesperanza. Hundir a un pueblo en el desaliento es el cierre de un círculo perverso perfecto: la dictadura invisible de los verdaderos intereses, esos intereses ocultos que se adueñaron de los recursos y de nuestra capacidad de opinar y pensar.

3. 14. Ponerse la patria al hombro

Todos, desde nuestras responsabilidades, debemos ponernos la patria al hombro, porque los tiempos se acortan. La posible disolución la advertimos en otras oportunidades. Sin embargo muchos optan por un camino de ambición y superficialidad, sin mirar a los que caen al costado: esto sigue amenazándonos.

Como el viajero ocasional de la parábola sólo falta el deseo gratuito, puro y simple de querer ser Nación, de ser constantes e incansables en la labor de incluir, de integrar, de levantar al caído. Aunque se automarginen los violentos, los que sólo se ambicionan a sí mismos, los difusores de la confusión y la mentira. Y que otros sigan pensando en lo político para sus juegos de poder, nosotros pongámonos al servicio de lo mejor posible para todos. Comenzar de abajo y de a uno, pugnar por lo más concreto y local, hasta el último rincón de la patria, con el mismo cuidado que el viajero de Samaria tuvo por cada llaga del herido. No confiemos en los repetidos discursos y en los supuestos informes acerca de la realidad. Hagámonos cargo de la realidad que nos corresponde sin miedo al dolor o a la impotencia, porque allí está el Resucitado.

No tenemos derecho a la indiferencia y al desinterés o a mirar hacia otro lado. No podemos "pasar de largo" como lo hicieron los de la parábola. Tenemos responsabilidad sobre el herido que es la Nación y su pueblo.

Cada día hay que comenzar en una nueva etapa en nuestra Patria signada muy profundamente por la fragilidad: fragilidad de nuestros hermanos más pobres y excluidos, fragilidad de nuestras instituciones, fragilidad de nuestros vínculos sociales…

3. 15. El trigo y la cizaña

La creatividad histórica, entonces, desde una perspectiva cristiana, se rige por la parábola del trigo y la cizaña. Es necesario proyectar utopías, y al mismo tiempo es necesario hacerse cargo de lo que hay. No existe el "borrón y cuenta nueva". Ser creativos no es tirar por la borda todo lo que constituye la realidad actual, por más limitada, corrupta y desgastada que ésta se presente. No hay futuro sin presente y sin pasado: la creatividad implica también memoria y discernimiento, ecuanimidad y justicia, prudencia y fortaleza. Si vamos a tratar de aportar algo a nuestra Patria no podemos perder de vista ambos polos: el utópico y el realista, porque ambos son parte integrante de la creatividad histórica. Debemos animarnos a lo nuevo, pero sin tirar a la basura lo que otros (e incluso nosotros mismos) han construido con esfuerzo.

 

ANEXO II

Párrafos de mensajes, homilías y discursos del papa Francisco

·        “Caminar, edificar, confesar. (…) Caminar: nuestra vida es un camino y cuando nos paramos, algo no funciona. Caminar siempre, en presencia del Señor, a la luz del Señor, intentando vivir con aquella honradez que Dios pedía a Abrahán, en su promesa. (…) Edificar la Iglesia, la Esposa de Cristo, sobre la piedra angular que es el mismo Señor. He aquí otro movimiento de nuestra vida: edificar. Tercero, confesar. Podemos caminar cuanto queramos, podemos edificar muchas cosas, pero si no confesamos a Jesucristo, algo no funciona. Acabaremos siendo una ONG asistencial, pero no la Iglesia, Esposa del Señor. (…) Cuando no se confiesa a Jesucristo, me viene a la memoria la frase de Léon Bloy: «Quien no reza al Señor, reza al diablo». Cuando no se confiesa a Jesucristo, se confiesa la mundanidad del diablo, la mundanidad del demonio. Caminar, edificar, construir, confesar. Pero la cosa no es tan fácil, porque en el caminar, en el construir, en el confesar, a veces hay temblores, existen movimientos que no son precisamente movimientos del camino: son movimientos que nos hacen retroceder”. (Homilía en la Capilla Sixtina, 14 de marzo de 2013)

·        “El sacerdote que sale poco de sí, que unge poco – no digo «nada» porque, gracias a Dios, la gente nos roba la unción – se pierde lo mejor de nuestro pueblo, eso que es capaz de activar lo más hondo de su corazón presbiteral. El que no sale de sí, en vez de mediador, se va convirtiendo poco a poco en intermediario, en gestor. Todos conocemos la diferencia: el intermediario y el gestor «ya tienen su paga», y puesto que no ponen en juego la propia piel ni el corazón, tampoco reciben un agradecimiento afectuoso que nace del corazón. De aquí proviene precisamente la insatisfacción de algunos, que terminan tristes, sacerdotes tristes, y convertidos en una especie de coleccionistas de antigüedades o bien de novedades, en vez de ser pastores con «olor a oveja» –esto os pido: sed pastores con «olor a oveja», que eso se note–; en vez de ser pastores en medio al propio rebaño, y pescadores de hombres. Es verdad que la así llamada crisis de identidad sacerdotal nos amenaza a todos y se suma a una crisis de civilización; pero si sabemos barrenar su ola, podremos meternos mar adentro en nombre del Señor y echar las redes. Es bueno que la realidad misma nos lleve a ir allí donde lo que somos por gracia se muestra claramente como pura gracia, en ese mar del mundo actual donde sólo vale la unción – y no la función – y resultan fecundas las redes echadas únicamente en el nombre de Aquél de quien nos hemos fiado: Jesús”. (Homilía en la Basílica Vaticana, 28 de marzo de 2013)

·        “A menudo, la novedad nos da miedo, también la novedad que Dios nos trae, la novedad que Dios nos pide. Somos como los apóstoles del Evangelio: muchas veces preferimos mantener nuestras seguridades, pararnos ante una tumba, pensando en el difunto, que en definitiva sólo vive en el recuerdo de la historia, como los grandes personajes del pasado. Tenemos miedo de las sorpresas de Dios. Queridos hermanos y hermanas, en nuestra vida, tenemos miedo de las sorpresas de Dios. Él nos sorprende siempre. Dios es así”. (Homilía en la Basílica Vaticana, 30 de marzo de 2013)

·        “Recordémoslo bien todos: no se puede anunciar el Evangelio de Jesús sin el testimonio concreto de la vida. Quien nos escucha y nos ve, debe poder leer en nuestros actos eso mismo que oye en nuestros labios, y dar gloria a Dios. Me viene ahora a la memoria un consejo que San Francisco de Asís daba a sus hermanos: predicad el Evangelio y, si fuese necesario, también con las palabras. Predicar con la vida: el testimonio. La incoherencia de los fieles y los Pastores entre lo que dicen y lo que hacen, entre la palabra y el modo de vivir, mina la credibilidad de la Iglesia”. (Homilía en San Pablo Extramuros, 14 de abril de 2013)

·        “El gran Pablo VI decía: Es una dicotomía absurda querer vivir con Jesús sin la Iglesia, seguir a Jesús fuera de la Iglesia, amar a Jesús sin la Iglesia (cf. Exort. Ap. Evangelii nuntiandi, 16). Y esa Iglesia Madre que nos da a Jesús nos da la identidad, que no es sólo un sello: es una pertenencia. Identidad significa pertenencia. La pertenencia a la Iglesia: ¡qué bello es esto!”. (Homilía en la Capilla Paulina, 23 de abril de 2013)

·        Nunca nos dejemos vencer por el pesimismo, por esa amargura que el diablo nos ofrece cada día; no caigamos en el pesimismo y el desánimo: tengamos la firme convicción de que, con su aliento poderoso, el Espíritu Santo da a la Iglesia el valor de perseverar y también de buscar nuevos métodos de evangelización, para llevar el Evangelio hasta los extremos confines de la tierra (cf. Hch 1,8). (Discurso en Sala Clementina, 15 de marzo de 2013)

·        “Los acontecimientos eclesiales no son ciertamente más complejos de los políticos o económicos. Pero tienen una característica de fondo peculiar: responden a una lógica que no es principalmente la de las categorías, por así decirlo, mundanas; y precisamente por eso, no son fáciles de interpretar y comunicar a un público amplio y diversificado. En efecto, aunque es ciertamente una institución también humana, histórica, con todo lo que ello comporta, la Iglesia no es de naturaleza política, sino esencialmente espiritual: es el Pueblo de Dios. El santo Pueblo de Dios que camina hacia el encuentro con Jesucristo. Únicamente desde esta perspectiva se puede dar plenamente razón de lo que hace la Iglesia Católica. Debería quedar muy claro que todos estamos llamados, no a mostrarnos a nosotros mismos, sino a comunicar esta tríada existencial que conforman la verdad, la bondad y la belleza”. (Discurso en San Pablo, 16 de marzo de 2013)

·        Francisco es el hombre de la paz. Y así, el nombre ha entrado en mi corazón: Francisco de Asís. Para mí es el hombre de la pobreza, el hombre de la paz, el hombre que ama y custodia la creación; en este momento, también nosotros mantenemos con la creación una relación no tan buena, ¿no? Es el hombre que nos da este espíritu de paz, el hombre pobre... ¡Ah, cómo quisiera una Iglesia pobre y para los pobres! (Ibid.)

·        “En efecto, no se pueden construir puentes entre los hombres olvidándose de Dios. Pero también es cierto lo contrario: no se pueden vivir auténticas relaciones con Dios ignorando a los demás. Por eso, es importante intensificar el diálogo entre las distintas religiones, creo que en primer lugar con el Islam, y he apreciado mucho la presencia, durante la Misa de inicio de mi ministerio, de tantas autoridades civiles y religiosas del mundo islámico. Y también es importante intensificar la relación con los no creyentes, para que nunca prevalezcan las diferencias que separan y laceran, sino que, no obstante la diversidad, predomine el deseo de construir lazos verdaderos de amistad entre todos los pueblos. La lucha contra la pobreza, tanto material como espiritual; edificar la paz y construir puentes”. (Discurso en la Sala Regia, 22 de marzo de 2013)

·        Las Sagradas Escrituras, como sabemos, son el testimonio escrito de la Palabra divina, el memorial canónico que atestigua el acontecimiento de la Revelación. La Palabra de Dios, por lo tanto, precede y excede a la Biblia. Es por ello que nuestra fe no tiene en el centro sólo un libro, sino una historia de salvación y sobre todo a una Persona, Jesucristo, Palabra de Dios hecha carne. (Discurso en la Sala de los Papas, 12 de abril de 2013) 

 

[1]Lucio Gera, “Pueblo, religión del pueblo e Iglesia”, en CELAM, “Iglesia y religiosidad popular”, Bogotá, 1980. 

[2]Hemos dado una doctrina que no hemos extraído de nosotros, sino del pueblo. La doctrina peronista tiene esa virtud, que no es obra de nuestra inteligencia ni de nuestros sentimientos; es más bien una extracción popular; es decir que hemos realizado todo lo que el pueblo quería que se realizase y que hacía tiempo que no se ejecutaba. Nosotros no hemos sido más que los intérpretes de eso; lo hemos tomado y lo hemos ejecutado. Ahora, como los auditores de Alejandro, tienen que venir los que expliquen porque hemos hecho eso: lo hemos hecho porque el pueblo lo quería y hay una razón superior en el deseo popular”. Juan Perón. Discurso a la Confederación de Intelectuales de agosto de 1950, publicado en Hechos e Ideas en setiembre de 1973.

[3] Vale precisar que tomamos el término profecía en su acepción de anticipo de los hechos (pro fecit), antes que en la de denuncia de situaciones de pecado.

[4] Pablo VI, Evangelii nuntiandi, num. 20. Ediciones Paulinas. Buenos Aires, 1976.

[5] Catecismo de la Iglesia Católica,  num.2421. Asoc. de Editores de Catecismo. Madrid, 1992.

[6] Carlos Galli,  Identidad Cultural y modernización, pág. 16, Ediciones Paulinas, Buenos Aires, 1991.

[7] Juan Pablo II, La Iglesia en América, num. 54. Edit. San Pablo, Buenos Aires, 1999.

[8] A tono con esa actitud, en una de sus primeras homilías el Papa Francisco invitó a mirar hacia lo alto para contemplar a Dios y hacia abajo para observar al pueblo. Un llamado que coincide con una frase que solía usar monseñor Vicente Zaspe, quien invitaba a escuchar la voz de Dios con un oído y la del pueblo con el otro.

[9] En los orígenes de la Iglesia la “Carta a Diogneto” decía de los cristianos: “ni por región ni por su lengua ni por sus costumbres se distinguen de los demás hombres. De hecho, no viven en ciudades propias, ni tienen una jerga que los diferencie, ni un tipo de vida especial. Participan de todo como ciudadanos y en todo se destacan como extranjeros. Cada país extranjero es su país, y cada patria es para ellos extranjera. Obedecen las leyes establecidas, y con su vida van más allá de las leyes. Para decirlo brevemente, como el alma en el cuerpo así están los cristianos en el mundo”. Por su parte, decía ese original pensador católico que fue Charles Péguy: “Originariamente, la vida mística cristiana consistía no en evitar al mundo, sino en salvar al mundo, no en huir del siglo, en separarse, en cercenarse, en sustraerse, en cerrarse del siglo, sino en alimentar místicamente al siglo. Jesús no vino a dominar el mundo. Vino a salvarlo. No vino para retirarse del mundo. Vino para salvarlo. Y ese es un método bien diferente. Si hubiese querido, estar retirado del mundo, no hubiera tenido más que no venir a este mundo. Es sencillo. Con ello se habría retirado de antemano”.

[10] Pironio Eduardo, “Relación sobre la evangelización del mundo en este tiempo en América Latina”, en CELAM, “Evangelización, desafío de la Iglesia”, Colección CELAM 20, Bogotá, 1976.

[11] Gerardo Farrell, Iglesia y Pueblo en la Argentina, Patria Grande, 1988

[12] Varios Autores, Presente y Futuro de la Teología en la Argentina, Ediciones Paulinas, 1997

[13]La diferencia entre una y otra etapa de la Iglesia se refleja en una placa que recuerda a los sacerdotes caídos en la evangelización de la Patagonia que puede leerse en la catedral de Bariloche. Los primeros nombres, casi todos de raíz hispánica, corresponden a jesuitas, franciscanos y dominicos, todos muertos jóvenes y en circunstancias trágicas desde el siglo XVI hasta las primeras décadas del XIX. Sigue una lista de sacerdotes de apellidos italianos, la mayoría de ellos salesianos, quienes después de 1850/60 fallecieron ya ancianos, en las escuelas, hogares o templos que habían construido, buena parte de los cuales perviven hasta hoy.

[14] Entre esa bibliografía merecen consultarse el ya citado libro de monseñor Gerardo Farrell, el estudio Perón: la Construcción de un Ideario, de Carlos Piñeiro Iñíguez,; el capítulo II (Cristianos en el Siglo) en La Batalla de las Ideas de Beatriz Sarlo; Perón y el Mito de la Nación Católica de Loris Zanatta y con una mirada de crítica atenta Cristo Vence, La Iglesia en la Argentina. Un siglo de historia política, de Horacio Verbitsky.  

[15] Paul Johnson, Estados Unidos, la historia, Javier Vergara Editor, 2001.

[16] Romano Guardini, El Ocaso de la Edad Moderna, Ediciones Cristiandad, 1981

[17] Joseph Ratzinger, Iglesia y Modernidad, Ediciones Paulinas, 1987

[18] Jorge Castro, Dios en la Plaza Pública, Ágape, 2012

[19] Juan Pablo II, Fides et ratio, Ediciones Paulinas, 1998

[20] Jorge Castro, Ob. Cit.

[21] Bell, Daniel, Las Contradicciones Culturales del Capitalismo, Alianza, 1982

[22] La cifra corresponde a La población indígena y el mestizaje, estudio de Ángel Rosenblat al que conocimos por la cita que de él hace nuestro compañero y amigo Alejandro Pandra en su iluminador libro Origen y Destino de la Patria. De Hispanoamérica a la Argentina y de la Argentina a la Unión Americana, al que se puede acceder ingresando en el sitio de Internet de la Agenda de Reflexión.

[23] Amelia Podetti, La irrupción de América en la historia, Centro de Investigaciones Culturales, 1981

[24] El riquísimo Magisterio dejado por el Beato Juan Pablo II incluye 14 encíclicas (Redemptor Hominis, Eclessia de Eucharistia, Dives in Misericordia, Ut Unus Sint, Laborem Excercens, Dominum et Vivificantenem, Redemptoris Mater, Solicitudo Rei Socialis, Redemptoris Missio, Slavorum Apostoli, Centesimus Annus, Veritatis Splendor, Evangelium Vitae y Fides et Ratio); 15 exhortaciones apostólicas entre las que mencionamos Ecclesia in Europa, Ecclesia in Oceanía, Ecclesia in Asia, Ecclesia in America, Ecclesia in África, Pastores Dabo Vobis, Christifideles Laici y Familiaris Consortio; 33 cartas apostólicas entre las que estuvieron Novo Millennio Ineunte y Tertio Millennio Adveniente; 29 motu proprio, 584 constituciones apostólicas a lo que se añaden cartas, discursos, homilías, mensajes (como los dirigidos a las Jornadas Mundiales de la Paz, de la Juventud o de la Alimentación) y sus libros ¡Levantaos, vamos!, Don y Misterio, Cruzando el Umbral de la Esperanza y el de poesías Tríptico romano- Meditaciones.

[25] Benedicto XVI nos legó 3 encíclicas (Deus Caritas Est, Spe Salvi, Caritas in Veritate), 4 exhortaciones apostólicas (Ecclesia in Medio Oriente, Africae Munus, Verbum Domini y Sacramentum Caritatis), 148 cartas apostólicas algunas de ellas en forma de motu proprio (entre ellas Ubicumque et semper por el que instituyó el Consejo Pontificio para la Nueva Evangelización, Porta Fidei con el que convocó al Año de la Fe, uno sobre la prevención y lucha contra las actividades ilegales en el campo financiero y monetario y el de aprobación y publicación del Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, ) y 116 constituciones apostólicas, a lo que se suman homilías, discursos, mensajes, cartas. Como Papa publicó los libros Luz del Mundo. El Papa, la Iglesia y los signos de los tiempos. Una conversación con Peter Seewald y su trilogía sobre Jesús de Nazaret; a los que se añaden los 600 títulos de Joseph Ratzinger escritos antes de ser ungido papa, que incluyen obras tales como Mi vida: recuerdos (1927-1977), La fraternidad cristiana, Introducción al cristianismo, Escatología, Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental, Imágenes de la Esperanza, Creación y Pecado, Ser cristiano en la era neopagana, La sal de la Tierra, Caminos de Jesucristo, Fe, Verdad y Tolerancia: el Cristianismo y las religiones del mundo, Informe sobre la fe (con Vittorio Messori).

[26] Por la intensidad de su actividad física, al Beato Juan Pablo II se le llamaba “el atleta de Dios”. Así, la relación de Karol Wojtyla con su cuerpo era la de los aficionados a la práctica intensa de los deportes, que se placen en intentar vencer sus límites corporales (fuerza, velocidad, resistencia, etc.) a través de su voluntad. Cuando ya no pudo hacerlo, ofreció un valioso testimonio al probar que, aún anciana y enferma,  una persona mantiene intacta su dignidad y puede brindar un gran servicio a sus prójimos. Benedicto XVI parece tener con su cuerpo una relación del todo diferente a la de su predecesor. Así, para Joseph Ratzinger su cuerpo es, sobre todo, el sostén de su poderosa inteligencia y su voluntad no se concentra en tratar de superar las restricciones de su físico, sino en vencer los límites de la razón en la búsqueda de la verdad.

[27] Jorge Castro, Dios en la plaza pública, Ágape libros, 2012

[28] Religiones que tienden a creer en un único dios o creador y varios espíritus subordinados, tanto espíritus de la naturaleza que habitan en los árboles, el agua, los animales y cualquier otro elemento o fenómeno natural, cuanto espíritus ancestrales, como los fundadores de la familia, el linaje o el clan, que influyen en la vida diaria.

[29] El término “teándrico” indica lo que es a un tiempo humano y divino (la persona de Cristo) y el concepto de “humanismo teándrico” (acerca del que mucho cabría decir) me fue dado por los escritos, siempre iluminadores, de mi sabia compañera y amiga Graciela Maturo. 

[30] Para resaltar la importancia del signo que implica que el idioma del Cristo haya sido el arameo, vale recordar el primer versículo del Capítulo 1 del Evangelio de Juan: “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios”.

[31] Acción de comerciar con cosas espirituales o religiosas, como sacramentos, cargos eclesiásticos, etc.

[32] Observación que, mutatis mutandi, semeja la que el papa Francisco les hiciera a sus hermanos de la Conferencia Episcopal argentina en la carta que les envió con motivo de su 105 Asamblea Plenaria, al decirles: ”Una Iglesia que no sale, a la corta o a la larga se enferma en la atmósfera viciada de su encierro. Es verdad también que a una Iglesia que sale le puede pasar lo que a cualquier persona que sale a la calle: tener un accidente. Ante esta alternativa, les quiero decir francamente que prefiero mil veces una Iglesia accidentada que una Iglesia enferma”.

 

[33] Augusto Del Noce, Racionalidad de la Historia Contemporánea, Revista Nexo Nº 7, 1986

[34] Debate de cuestiones acerca  de las cuales se exponen argumentaciones pro et contra.