Pobreza moral

Reflexiones sobre política social amoral

y la utopía posible *

Eduardo S. Bustelo Graffigna **

Y aunque el olvido que todo destruye haya matado

mi vieja ilusión, guardo escondida una esperanza

humilde que es toda la fortuna de mi corazón.

                                                  A. LE PERA, C. GARDEL, Volver

* Trabajo presentado al Foro Internacional sobre Desarrollo con Sentido Humano celebrado en Guanajuato, México (15 y 16 de enero de 1999). Una versión preliminar de este trabajo fue presentada en el Seminario Internacional sobre Pobreza, Enfoques, Conceptos y Alternativas de Medición, organizado por la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional de Colombia y el Centro de Investigación y Educación Popular (Santa Fé de Bogotá, 27 y 28 de octubre de 1998).

** Eduardo S. Bustelo Graffigna es Licenciado en Ciencias Políticas y Sociales por la Universidad Nacional de Cuyo, magíster en Ciencia Política y Administración Pública por FLACSO y Master of Science en Política y Planificación Social en la London School of Economics and Political Science. Desde 1978 ha estado vinculado a Naciones Unidas en el área de política y desarrollo social como consultor de CEPAL y PNUD. Fue Director de UNICEF Argentina hasta 1997. Ha sido profesor en varias instituciones académicas en la Argentina y el extranjero. Ha sido director de la Maestría en Política Social de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Actualmente dirige la Maestría en Política y Planificación Social de la Universidad Nacional de Cuyo. Se ha desempeñado como viceministro de Desarrollo Social y Medio Ambiente del gobierno nacional y es asesor en política social del gobierno de la provincia de San Juan.

Desde inicios de la década de los noventa, se ha aplicado, de manera conceptualmente uniforme en casi todos los países de América Latina, un paquete de reformas económicas y sociales basadas, fundamentalmente, en el principio del interés individual como forma única de explicar la conducta humana, la búsqueda de la ganancia como principal motivador de las actividades económicas y el mercado como el mecanismo social más "eficiente" para la asignación de los recursos. Bajo ejes conceptuales fundados, sobre todo en el valor de las libertades negativas (Berlín, 1969), se ha reducido el rol del Estado, se han privatizado empresas y servicios estatales, se ha expandido significativamente el sector privado y se han abierto las economías a la competencia en un mundo globalizado.

En términos del control de la inflación, de mayor estabilidad macroeconómica y de más elevados índices de productividad, las reformas implementadas podrían ser consideradas efectivas aunque quedan aún sustanciales problemas que resolver.

No obstante, no podría afirmarse lo mismo en lo que se refiere al costo "social" de esos procesos: tal vez se ha construido la economía, pero al mismo tiempo se ha vulnerado la sociedad en donde el "ajuste" social ha tenido un dramático costo. Por esta razón se demanda ahora en casi toda la región una política social más vigorosa, centrada principalmente —aunque no en forma exclusiva— en el combate a la pobreza.

Ahora bien, la política social, desde su origen y desarrollo histórico, está identificada con la idea de fortalecer la sociedad y con la búsqueda de equilibrios relativos y/o relaciones más simétricas entre los distintos sectores sociales que la componen. Es política porque se realiza en el ámbito de intereses, transacciones, acuerdos y luchas entre las distintas formas organizativas de una sociedad particular. De esta manera, puede ser concebida sumariamente como la política destinada a "construir sociedad" y, sobre todo, a cómo construir democráticamente una sociedad justa. A su vez, la justicia puede ser pensada como el ordenamiento de un conjunto de valores consentidos con libertad por todos para integrar la sociedad.

Al adherir libremente a ese orden, que incluye los procedimientos a través de los cuales resolvemos los conflictos, lo respetamos porque lo sentimos justo. Y en tanto que, asociada a la justicia, los problemas profundos a los que debe prioritariamente responder la política social son cuestiones de filosofía moral. En el contexto de la filosofía moral, es importante distinguir entre ética y moral. La ética está relacionada a las distintas concepciones del bien que cada persona pueda tener, pudiendo existir tantas éticas como distintas concepciones del bien existan. La moral, en cambio, está relacionada a lo público, es como el conjunto de valores mínimos consensuados como el bien de todos y sobre el cual se construye una asociación política.

Esto también comprende, como se dijo, los procedimientos que han sido democráticamente acordados para dirimir los conflictos de una sociedad. La moral asociada a lo público y pensada como un ordenamiento de valores al que libremente consentimos en un contexto histórico determinado, está íntimamente relacionada con la justicia que tiene, en tanto que socialmente conformada, una primacía sobre la idea del bien. Política social y moral, entonces, se yuxtaponen. (1)

(1) Los valores no se suponen universales sino consensuados democráticamente.Implican el pluralismo con que se conforma una sociedad moderna. El pluralismo coloca en el centro del punto de vista moral, el reconocimiento de la especificidad del "otro". La pretensión de universalidad de los valores sólo tendría sentido cuando está asociada a la justicia, que hace posible la convivencia dentro de una pluralidad de concepciones de buena vida.

En el contexto de las reformas económico-sociales implementadas, vivimos una época en donde se ha impuesto la creencia de que la ética individual-privada, o a lo sumo grupal, es lo prioritario, diluyéndose así la moralidad de lo público. Las personas persiguen su bien e intereses individuales que son pre-sociales y ajenos a toda preocupación por el conjunto. Como ya se afirmó, existen distintas concepciones del bien y éticas individuales circunscriptas a lo privado, pero no hay una equivalente preocupación por la moral, como un conjunto de valores concensuados y públicos. Existen éticas pero sin moral. Y la primacía del bien individual, al ignorar al otro, se caracteriza por la ausencia de "otredad" o, en otras palabras, carencia de "sociedad". La justicia, en cambio, invoca al conjunto compartido de valores y significa un "salir fuera" de las distintas concepciones privadas del bien para aproximarse a una perspectiva moral común, lo que requiere un proceso de "descentramiento" de lo individual. (2)

Asimismo, la política social es, como se dijo, sustancialmente social, significando la posibilidad de construir justicia en una sociedad, y es también política, señalando el espacio en donde se lucha democráticamente para su realización. Por lo tanto, el orden de una sociedad justa no es una discusión sobre instrumentos de política sino, esencialmente, sobre los valores y fines últimos que se persiguen y que sustentan la posibilidad de construirla en democracia.

¿Cómo podría pensarse, entonces, que el debate sobre la presente política económico-social —que incluye las reformas denominadas de "primera y segunda generación"— es sólo una cuestión sobre los cómos, evadiendo la discusión sustancial del para qué y, sobre todo, del para quiénes, y aún algo más importante, ¿con quiénes?

Este trabajo pretende reflexionar sobre algunos puntos centrales del andamiaje conceptual del enfoque de política económico-social neo-conservador hegemónico hoy en América Latina.

(2) Anthony Guiddens (1998) analiza el surgimiento de un "nuevo" individualismo como resultado del pluralismo de las sociedades contemporáneas y el que está dando lugar a lo que se denomina me first Society. Esta sociedad del "yo primero", inevitablemente destruye los valores comunes y las preocupaciones por lo público.

Ahora bien, este "nuevo" individualismo que Ulrich Beck llama "individualismo institucionalizado" en el sentido de que las sociedades modernas invitan a las personas a constituirse constantemente como individuos, no es lo mismo que egoísmo, pero implica, según Giddens, que existe hoy un desafío prioritario que consiste en pensar nuevas formas para generar solidaridad social.

Este enfoque es políticamente construido para que la preocupación por "lo social" legitime un discurso económico que es inconsistente con el objetivo "moral" de lograr sociedades emancipadas de la pobreza, más justas en el sentido distributivo y democráticamente viables en el contexto de economías abiertas. Por ello, la política económico-social neoconservadora que hoy impera en la mayoría de los países de América Latina es, intrínsecamente, amoral.

Se comienza analizando la amoralidad discursiva de los planteos de la política económica-social hegemónica, y luego su pretensión de "cientificidad" al separar "los valores" del acto de conocer.

Se contrapone así, falazmente, "el ser " identificado con "lo científico", al "deber ser" asociado a la moral pensada como una "deformación" ideológica.

Se pasa después a revisar la idea del mercado como automecanismo regulatorio, concebido como un artefacto social con un funcionamiento tendiente al equilibrio y con estabilizadores automáticos para disipar así cualquier posibilidad de darle sentido a políticas "activas" para perseguir la justicia.

Se revisa a continuación "la prioridad" dada a la lucha contra la pobreza, a su análisis y medición —prioridad que nadie discute— como modo de evadir el problema moral y humano, hoy central en América Latina, de lograr mayores niveles de igualdad e inclusión social. Y todas las dimensiones anteriores constituyen lo que denomino la pobreza moral del enfoque económico-social hoy dominante en la región. (3)

Finalmente, en la última parte, se propone la restauración de la idea de utopía en la cultura, una idea "eutópica" en el sentido del "buen lugar", pensada como posibilidad para desarrollar una contracultura que se base en la superación del individualismo posesivo y la motivación única por la acumulación de riqueza. La utopía en su sentido moderno, pensada como ejercicio anticipatorio del porvenir, abre camino a la esperanza, la que a su vez posibilita la liberación de energías sociales, de imaginación y de entusiasmo para luchar en democracia por el objetivo moral de construir sociedades más justas y solidarias.

(3) No se trata de que "todo" está mal ni que "todas" las ideas del enfoque de política económico-social neo-conservador —incluyendo sus instrumentos— son "malas". Pero considero que ninguna idea es "neutra" y que por lo tanto se la pueda despojar de su intencionalidad. Esa "intencionalidad" —muchas veces implícita— es la que en este trabajo se pretende analizar.

La amoralidad de los discursos "oficiales"

Existen en América Latina dos realidades superpuestas como en dos planos paralelos que nunca se encuentran y que hasta parecen ser irreconciliables. De un lado, la realidad nos indica —como efecto de las distintas transferencias directas e indirectas que ha desencadenado la implementación del modelo de apertura económica— un aumento de la pobreza, las desigualdades y una serie de problemas emergentes como las nuevas manifestaciones de la pobreza, la escasa generación de empleo productivo de calidad, la caída de las remuneraciones reales — pese a importantes ganancias en productividad— y una sustantiva concentración de la riqueza y los ingresos (Bustelo y Minujín, 1997).

Por otro lado, importantes encuentros políticos, cumbres presidenciales, reuniones ministeriales y seminarios técnicos de alto nivel —frecuentemente apoyados y financiados por las instituciones financieras internacionales, las agencias de Naciones Unidas y la cooperación internacional— terminan en declaraciones donde lo social y la lucha contra la pobreza y el desempleo "aparecen" como primera prioridad política y en donde se recalca la sinergia positiva que sobre el desarrollo económico y el afianzamiento de la democracia tienen las inversiones en los sectores sociales. (4)

Pero casi nada sustantivo acontece en la realidad dramática y concreta de los pobres, de los excluidos y de los que sufren. (5) No es que no se produzcan avances sociales como efectivamente lo demuestran los denominados indicadores "blandos" del desarrollo, como la mortalidad infantil y la esperanza de vida al nacer, (6) sin embargo existe un creciente contraste entre el ritual declarativo y el hecho de que las propuestas no se traducen en compromisos, programas y medidas políticas de acción concreta que lleguen a los sectores más pobres.

(4) Asimismo, la "prioridad" declarada de lo social aparece en la plataforma electoral de casi todos los partidos políticos de la región, independientemente de su ideología política.

(5) Más importante todavía, después de los sucesos acontecidos con las economías del sudeste asiático y del este europeo, particularmente en Rusia, donde se aplicaron las prescripciones supuestamente "milagrosas" del discurso económico neoconservador con el apoyo técnico y financiero de las instituciones internacionales con sede en Washington, aparecen los ahora críticos de esas formulaciones, sorprendentemente, en los ámbitos institucionales donde ellas surgieron. La amoralidad aquí consistiría en una azorante impunidad conceptual que desculpabiliza de toda responsabilidad a sus otrora "comprometidos" proponentes.

(6) Si bien existen diferenciales importantes por niveles educativo y de ingreso —sobre todo de la madre— en la mortalidad infantil, en la esperanza de vida al nacer y la escolarización, en promedio, dichos indicadores continúan mejorando levemente.

Ni existen tampoco las instituciones necesarias para hacer exigible lo que se compromete a nivel declarativo. Mientras tanto, los indicadores sociales relacionados a la desigualdad social continúan mostrando disparidades inaceptables. (7) Lo paradójico es que, desafortunadamente, de ese contraste entre discurso y realidad —entre los dichos y los hechos— no se ha salido pese a que significativas asignaciones financieras son "gastadas" supuestamente para revertir la situación planteada. Aquí frecuentemente se toman las cifras sobre el aumento del gasto social en la mayoría de los países de América Latina a partir de los noventa, para demostrar que los compromisos se cumplen. Sin entrar a la discusión de ese hecho, (8) hay que destacar que la modalidad de política social que se implementó tuvo un carácter asistencial y políticamente clientelista.

El asistencialismo es una política destinada a construir una relación social de dominación para generar una cultura política de dependencia de los "asistidos" del Estado, de los políticos y/o de la "generosidad" de los ricos. En vez de promoverse una cultura basada en la emancipación de las personas de las condiciones materiales que no les permiten vivir con dignidad —en el caso de los pobres—, y de solidaridad y reciprocidad basada en derechos y no en caridad —en el caso de los ricos— se continúa a "focalizar" el gasto social en los pobres en la esperanza de que, a mediano plazo, el crecimiento económico "derramará" sus beneficios al conjunto de la sociedad.

Mientras tanto, se expande el desempleo abierto, el subempleo y las condiciones de trabajo se vuelven precarias y/o, al mismo tiempo, se niega a las personas la posibilidad de obtener o conservar un empleo productivo de calidad, que es la única modalidad de incluírlos económicamente a la sociedad.

(7) No viene al caso discutir si la igualdad aumentó o no en los países de América Latina, para los cuales existe información disponible, porque si disminuyó, por ejemplo, en la bajada de uno o dos puntos del Coeficiente de Gini, ello no tiene significancia. De igual manera, América Latina continúa siendo la región de mayor desigualdad del ingreso del mundo.

(8) Existen diferencias metodológicas en la estimación del gasto social entre los países de América Latina y, en su mayor parte, los datos disponibles no incluyen gastos a nivel local. Durante los noventa, aún cuando hay una gran heterogeneidad, se puede afirmar que en la mayoría de los países de la región aumentó la proporción del gasto público asignado a los sectores sociales. Dicha mejoría fue acompañada por un aumento del gasto social real per cápita y de la proporción del producto interno bruto destinado a éste. Educación y seguridad social son los sectores que mayor explican la expansión del gasto social. En el primer caso, si bien existieron reformas, gran parte del incremento fue absorbido por mayores sueldos y salarios. En el caso de la seguridad social, el aumento del gasto fue dedicado, principalmente, a reajustes de jubilaciones y pensiones y a la amortización de los pasivos del sistema.

La política económico-social neo-conservadora hace pobres y desempleados y, con el asistencialismo, les hace creer que los "ayuda".

Así, lo que a las personas les corresponde como "derecho" parece que ahora lo tienen que agradecer como si fuese un "favor".

Asimismo, en el caso de los ricos se presenta la pobreza como "amenaza" a la riqueza y no como oportunidad económica para el conjunto de la sociedad para desarrollarse y crecer, generando así la beneficencia de los ricos, basada en una actitud carente de una cultura de cooperación en donde se promueva la reciprocidad y la solidaridad como valores sociales relevantes.

Se produce aquí una doble amoralidad: la del pobre que se siente obligado a "la gratitud" y la del rico que se siente "generoso".

El asistencialismo es también una política social que ignora la idea de derechos sociales y evade la construcción de ciudadanía.

Es apropiado recordar aquí los comentarios de Marshall (1992) sobre la Ley de Pobres en la Inglaterra del siglo XIX, en la cual las demandas de los pobres eran respondidas no como parte de sus derechos como miembros plenos de una comunidad, esto es, como ciudadanos, sino como una vía "alternativa" a los derechos sociales. En el presente, la mayoría de las acciones sociales implementadas en América Latina para "contener" la pobreza parecieran ser masivos programas de caridad administrados desde el Estado. Programas que se concentran en luchar contra los "efectos" de la pobreza y no en sus "causas" verdaderas.

Finalmente, otra dimensión perversa en la formulación de la idea de focalizar el gasto y las energías sociales en programas para combatir la pobreza, es "ocultar" la riqueza y el carácter concentrador de la política económico-social hegemónica. Como se sabe, el problema no es sólo de pobres: es de pobreza y riqueza; de las nuevas formas de pobreza y riqueza; de extremas disparidades; de exclusión económica y social. Porque el punto central de la agenda económica y social de América Latina no es la pobreza sino la justicia.

En todos los casos, la amoralidad aparece en el hecho de declarar una supuesta "voluntad" política que, se sabe, es inconducente para mejorar la justicia social en términos de lograr sociedades más igualitarias y disminuir así la dramática distancia económica que existe entre ricos y pobres.

La separación entre conocimiento y valores

Un punto sustantivo en la construcción de la amoralidad del discurso económico-social dominante, es la pretensión de su "cientificidad" supuestamente avalada por demostraciones derivadas de información empírica, de sofisticadas técnicas estadísticas y de una erudición sustentada en innumerables citas bibliográficas. Así, por ejemplo, para diseñar programas para "superar" la pobreza hay que analizarla primero y, sobre todo, medirla. Pero lo más característico de este enfoque sea quizás la separación entre valores y conocimiento como base para despolitizar el discurso y disolver la política, presentando así las propuestas como "científicamente" probadas y como derivadas de la "naturaleza" de las cosas. (9)

Los antecedentes de esta visión, que hace de cualquier discurso distinto una cuestión puramente retórica, pueden reconocerse en el positivismo. Y una cuestión básica del paradigma positivista lógico en las ciencias sociales —inspirado en la razón instrumental— es que plantea, sobre todo en alineamiento con la metodología de la investigación social, la neutralidad valorativa del conocimiento y del proceso de su producción. El investigador, como sujeto externo al objeto del conocimiento, que es independiente y no socialmente producido, debe permanecer en una situación de asepsia valorativa, puesto que los valores del sujeto-investigador "distorsionan" el mundo de lo real. El conocimiento es sólo representación, esto es, como un espejo que refleja la realidad.

Ahora bien, con el cuestionamiento que plantea el movimiento filosófico contemporáneo al proyecto de la modernidad basado en la centralidad de la razón, se ha puesto de manifiesto la insuficiencia del paradigma positivista. En primer lugar, por la aceptación del carácter "socialmente producido" del acto de conocer lo que implica, en la diada sujeto-objeto, una serie de mediaciones entre ambos, lo que inhibe la posibilidad de una racionalidad "lineal-neutral"; en segundo lugar, por el reconocimiento de distintas formas de manifestación de la racionalidad humana, entre ellas la imaginación, el arte, las emociones y los sentimientos; y, en tercer lugar, por la afirmación del carácter intersubjetivo del conocimiento, lo que implica una racionalidad comunicativa sustancialmente dialógica.

(9) Esta perspectiva que separa el objeto del sujeto que conoce, implica la idea de que en el objeto hay una verdad "en sí" que el sujeto sólo pude develar. Lo paradójico es que de allí se deduce una moral "implícita", ya que es difícil sustraerse a la idea de que "lo que es, es al mismo tiempo lo que debe ser".

Esto no quiere decir que la razón quede inhabilitada, sino que ella concurre al acto de "conocer" conjuntamente con otras dimensiones y circunstancias en el contexto social e histórico en donde se produce el conocimiento. Asimismo, el conocimiento es un proceso dinámico donde se ponderan los aspectos interrogativos, los procesos iterativos, culturales y comunicacionales y la valoración de la continua apertura y la exposición del "objeto" a ser conocido.

El conocimiento no es un acto de clausura sino una invitación continua para ampliar, para abordar desde distintos ángulos, para abrir perspectivas en un proceso que reconoce como totalmente irreductible la indeterminación del objeto como significado y producto social.

Los valores juegan, entonces, un papel crucial en el proceso del conocer, por lo que hace que esta discusión tampoco pueda, en última instancia, evadir el ámbito de la filosofía moral.

El tema de la inclusión de los valores en el conocimiento no implica, por otro lado, que la información cuántica y de base empírica pueda ser ignorada, pero ella tiene que ser "leída" y este acto remite al conjunto de valores que sirven para procesar la información. El dato puro es pura insignificancia si no se considera, simultáneamente, el conjunto de estructuras comunicacionales y de valores que emanan de la tradición, la cultura, las creencias, las expectativas y, por supuesto, las significaciones con las cuales los lectores median la información empírica.

El lenguaje o un texto no son "serios" ni "objetivos", como lo establece "el saber instituido", por su hibridez, por hipótesis más o menos probadas, por "eruditas" notas al pie de página, por el "rigor" de su escritura o por sus "pretensiones de objetividad". El conocimiento prospera por análisis y explicación, pero ello no alcanza para hacer comprensible la trama humana de la creación, la innovación, la imaginación, la transgresión y la aventura, ni mucho menos el sufrimiento y el dolor. (10) Un texto más allá del mero dato puede tener una validez argumental y poder convictivo si es sensible a la voluntad de cambiar, de movilizar puntos de vista, de "jugarse" por valores motivadores de justicia y de "acercarse" a las necesidades y sentimientos de la gente. El mundo "externo" es un mundo co-instituido por el ser humano, no hay una cosa "en sí" afuera del sujeto que conoce, puesto que ese mundo es "producido" por la ciencia, la tecnología y la cultura.

(10) Un ejemplo donde se realiza una investigación utilizando tanto el léxico de las ciencias sociales como la metáfora, es el libro de Tomás Moulian (1997) sobre el proceso chileno, a partir de 1973.

No hay ninguna "realidad" externa "verdadera" que no sea en alguna medida "puesta" por el hombre. En definitiva, con la consideración de que el ser y el sujeto son una posición producto del sujeto, llega a su fin la superstición cientificista de lo "objetivo" que identifica el ser con su mensurabilidad y posibilidad de manipulación. (11)

Y la amoralidad aquí consiste en camuflar los valores y, por lo tanto, en disfrazar las propuestas neoconservadoras sobre las políticas económicas y sociales —hoy vigentes en la mayoría de los países de América Latina— bajo la apariencia de "cientificidad" y "objetividad".

Pues si son "científicamente" probadas, ¿quién se atrevería a cambiarlas?

Mecanismos autorregulativos e inmovilizadores

Otra idea muy importante para inhibir toda posibilidad de cambio de la realidad, de acuerdo a valores democráticamente compartidos y, por lo tanto, amoralizar la política, es la visión de que la realidad social se mueve por mecanismos que conllevan una especie de automovimiento y autoregulación. Las cosas se mueven y se equilibran solas y si se interviene con intenciones de corrección se altera su dinámica propia. Se establece así la posibilidad de una realidad exógena, que tiene un desarrollo espontáneo, que se gobierna por sí misma y es "independiente" de la voluntad humana por transformarla o, de algún modo, direccionarla.

El automecanismo clásico que se plantea es el del mercado. El mercado es el lugar en donde se encuentran oferentes y demandantes de bienes y servicios en donde los precios relativos representan el punto de equilibrio "óptimo" para ambos. El mercado tiene la capacidad para coordinar la actividad de millones de personas que, persiguiendo su interés individual, terminan maximizando la eficiencia en la asignación de los recursos de la sociedad en su conjunto.

El paso de lo individual, del interés de individuos egoístas que persiguen una ganancia, a lo social que implica el bienestar del conjunto, se hace a través de un recurso conceptual de escaso valor "científico", como es la "mano invisible".

Este pensamiento, basado en la idea de que el mercado está en la "naturaleza" de las cosas y los procesos sociales y que es autónomo respecto a decisiones exógenas al mismo, sienta las bases para pensar que los mercados no son gobernables por los humanos y que por lo tanto tienen una primacía sobre la política y la democracia (Self, 1993).

(11) Existe en la ciencia económica una actitud bastante arraigada de "cuantofrenia". Consuelo Corredor Martínez (1998) caracteriza bien esta actitud citando a Johda: "El primer paso es medir lo que se pueda medir fácilmente [...] el segundo paso es destacar lo que no se puede medir [...] el tercer paso es suponer que lo que no se puede medir no tiene mayor importancia [...] el cuarto es decir que lo que no se puede medir fácilmente en realidad no existe".

Como bien lo demuestra Polanyi (1994), antes del siglo XVIII existían los mercados, pero no eran independientes y estaban contenidos en otros principios morales que tenían un valor jerárquico en la cultura, superior al principio de la ganancia. En su estudio, verdaderamente esclarecedor, explica cómo la producción y distribución de bienes y servicios se aseguraban mediante la reciprocidad, la redistribución y la economía doméstica. La introducción de los mercados, impulsados sólo por el interés privado a comienzos de la Revolución Industrial, produjeron su autonomización de un marco más amplio de valores. Los mercados se constituyeron así en la variable independiente, mientras que la política y la democracia pasaron a ser las variables dependientes. A su vez, como lo explica Polanyi, los mercados fueron introducidos a un ritmo devastador.

Esta cuestión del "ritmo" de los cambios no fue un problema menor, ya que podrían haberse evitado innumerables daños humanos con un "tiempo de reformas" más compatible con las necesidades de la gente. Aquí comienza el "desprecio por el largo plazo", el énfasis por lo inmediato, "lo práctico" y lo "concreto" y su identificación con lo único factible y/o viable.

Con la "liberación del mercado" a su propia dinámica se establece la separación entre economía y sociedad, la base de toda amoralidad al dividir en forma simultánea el proceso de acumulación, por un lado, de la prioridad moral y humana de las personas, por el otro. Y de esto sigue la "distinción" entre la política económica y la política social como dos procesos autónomos y no simultáneos y de que la primera (la economía) tiene una primacía sobre la segunda (la sociedad), que es posterior y subordinada a la primera.

Otra idea correlativa asociada al mecanismo autorregulatorio es la de efectos automáticos. Uno de los más claros ejemplos en la teoría del desarrollo es el efecto trickle-down o efecto "derrame", mediante el cual se intenta fundamentar que primero la economía debe crecer y luego, en una segunda instancia, se produce automáticamente un proceso "difusor" o de "derrame" de los beneficios del crecimiento a toda la sociedad. Así, la propuesta económicosocial dominante en el presente se basa en la lógica Crecer-Educar-Focalizar (CEF): la economía debe primero crecer, pero para que se puedan expandir sus efectos positivos debe darse prioridad a la inversión en educación, pero a su vez, como la educación tiene efectos de inclusión social a mediano plazo, en el corto plazo se debe focalizar la "asistencia social" en los grupos más pobres. Y en el enfoque asistencial adquieren un rol predominante —ante las políticas de achicamiento del Estado— la sociedad civil y los organismos no gubernamentales que, se supone, desarrollan tareas sobre bases "voluntarias" y "apolíticas".

Existe una "desculpabilización" del Estado de sus responsabilidades sociales, produciéndose así una "asistencialización" de los distintos organismos de la sociedad civil que ahora se deben "encargar" de ayudar a los pobres: las iglesias, los medios de comunicación masiva, las empresas, las universidades, los clubes deportivos, la cooperación internacional, etcétera.

Por último, el modelo CEF presupone una secuencia de encadenamientos automáticos que sólo necesita una política que respete y, en cierto sentido, siga su curso unitario. El carácter automático de los efectos "positivos" que se generan implica que cualquier intervención política sobre este proceso sea contraria a la dinámica determinista del mismo.

Una idea asociada intrínsecamente al concepto de automecanismo, es la idea de plantear modelos de equilibrio social con el propósito de inhibir la posibilidad de cambio. En líneas generales, el equilibrio puede ser pensado como un estado de cosas o una situación en la que, mientras las circunstancias iniciales permanezcan iguales, existe una tendencia inherente a no cambiar. El equilibrio puede ser estático —no hay cambio posible en el sentido de que todo vuelve a la posición original— o dinámico, hay fuerzas que tienden a cambiar los procesos pero también hay otras fuerzas que tienden a oponerse.

Aquí la dinámica de opuestos encuentra un punto de equilibrio "inestable" hasta que el juego de opuestos vuelve a desencadenar otro proceso de movimiento que culmina en otro punto de encuentro.

A su vez, el equilibrio puede ser estable si los cambios alteran en pequeña escala un sistema, pero tienden al poco tiempo a colocarlo en su posición original. En economía, el equilibrio se produce cuando la totalidad de la oferta de un bien o servicio es exactamente igual a la demanda del mismo. Un equilibrio así planteado no se produce nunca, por eso se afirma que la economía es un proceso que "tiende" hacia una situación de equilibrio general.

Pero la noción más aceptada en economía es la de equilibrio competitivo, en el cual los agentes económicos se mueven no pensando que los precios a los cuales comercian varían en función de las cantidades de compradores y vendedores sino, principalmente, por el interés de maximizar las ganancias. Leon Walras le dio a esta última formulación una forma matemática en lo que se conoce como la teoría del equilibrio general. (12)

Vilfredo Pareto, además de contribuir a la expansión matemática de la teoría del equilibrio, por su parte desarrolla y consolida la visión clásica del utilitarismo, según el cual la felicidad es sólo individual y el bienestar general una sumatoria del bienestar de los individuos.

De acuerdo a su punto de vista, una economía está en equilibrio cuando funciona óptimamente y esto acontece cuando la distribución del bienestar puede mejorar la situación de un individuo sin, al mismo tiempo, empeorar la situación de otro. Este planteamiento se basa en tres hipótesis más que discutibles: que cada individuo es el mejor juez de su propio bienestar; que el bienestar social —como se dijo— es una derivación del bienestar individual, y que, si el bienestar de un individuo aumenta sin reducir el de ningún otro, aumenta el bienestar del conjunto de la sociedad.

Esta visión favorece el statu-quo porque ignora explícitamente la distribución inicial de los recursos y porque, asumiendo recursos escasos, los que están bien generalmente no desean salirse de su posición original. Asimismo, aún asumiendo que los recursos disponibles aumentaran, los que se encuentran en una posición mejor los aumentarían en una proporción mayor que aquellos que se encuentran en una situación peor. (13) Las bases de este pensamiento económico pueden reconocerse en la física del siglo XIX que privilegiaba el equilibrio, la estabilidad, la repetición y una dinámica determinista por sobre las ideas de cambio, inestabilidad, movimiento y posibilidad.

Finalmente, no son ajenas a esta idea de estática social las formulaciones de la teoría funcionalista en sociología, que define el equilibrio como un estado de balance en el cual fuerzas opuestas se neutralizan entre ellas. Los sistemas sociales tienen una función adaptativa con respecto al medio ambiente e integradora al interior de los mismos, privilegiándose la idea de orden y estabilidad por sobre las de cambio y conflicto. (14)

(12) Desde 1930 ha habido un amplio desarrollo matemático sobre la teoría del equilibrio general que ha culminado en los trabajos de K. J. Arrow y G. Debreu. Como bien lo explica Cataño (1997), el modelo Arrow-Debreu sólo explica un equilibrio estático y es estéril para resolver el punto crucial del análisis económico sobre cómo coordinar la acción de una multitud de individuos independientes.

(13) Véase la obra de Frank, R. H. y Cook, P. J. (1995): The Winner-Take-all-Society.

(14) Últimamente se está reelaborando la idea de que el conflicto puede actuar sólo como divisor de una sociedad particular. Según esta visión, el conflicto también podría actuar en determinadas circunstancias como "pegamento" de una sociedad. Véanse los iluminadores comentarios de Hirschmann (1996) sobre la tesis Gauchet-Dubiel acerca del conflicto y su posible rol constructor de una comunidad.

Las ideas de mecanismos autorregulatorios, de efectos automáticos y de equilibrio, forman parte de la construcción del discurso neoconservador amoral de presentar sus propuestas económico-sociales como una tendencia histórica inalterable, justificatorias del statu-quo e imposibles de ser cambiadas o reguladas, lo que posibilitaría la construcción de relaciones sociales alternativas de acuerdo a un sistema de valores democráticamente compartido.

El concepto de pobreza

Otra dimensión en donde se manifiesta la "amoralidad" de la política económico-social hegemónica, es en el concepto mismo de pobreza. Resulta asombroso observar la presente "inflación" de estudios y análisis sobre la pobreza así como de propuestas para superarla. Para entender el significado de tal proliferación se hace necesario repasar la evolución de este concepto desde sus formulaciones iniciales.

En la historia de la política social, tres han sido los conceptos más relevantes que se han desarrollado acerca de la pobreza, a saber: subsistencia, necesidades básicas y privación relativa (relative deprivation), que podría traducirse también como pobreza relativa.(15)

El concepto de subsistencia hace referencia al ingreso que una familia debe obtener para satisfacer sus necesidades nutricionales y así mantener su eficiencia física. Aunque frecuentemente se incluyen conceptos como vivienda y combustible (en los países en donde hace mucho frío), el peso casi total en la ponderación se lo lleva la alimentación. (16)

(15) Varias taxonomías del concepto de pobreza han sido desarrolladas. Aquí se sigue la clasificación propuesta por Peter Townsend (1993). Un libro enriquecedor que ilustra la evolución histórica del concepto de pobreza y el origen de su medición, así como también el del concepto de compasión, es Poverty and Compassion, de Gertrude Himmelfarb (1992).

(16) Resulta paradójico que los primeros en medir la pobreza en términos de subsistencia fueron dos empresarios: Charles Booth (1840-1916) y Benjamin S.

Rowntree (1871-1954). Ambos realizaron estudios empíricos sobre la pobreza urbana con base en muestras y usando el concepto de subsistencia: Booth en Londres y Rowntree en York. El estudio de Booth comprendió 17 volúmenes bajo el título Vida y trabajo de la gente en Londres; el trabajo de Rowntree se denominó Pobreza: un estudio de la vida de la ciudad.

El concepto de subsistencia ha sido muy resistido debido, principalmente, a que sólo considera necesidades materiales y no otras necesidades sociales. Las personas no son sólo individuos con una química específica y que necesitan de una determinada dieta mínima para satisfacer los requerimientos de su energía física. Ellas también son personas "sociales", en el sentido de que la sociedad les demanda determinados roles como trabajadores, miembros de una familia y como ciudadanos. Verlos sólo como consumidores de bienes materiales y no también como productores de esos bienes y al mismo tiempo como activos participantes de una compleja red de relaciones sociales, sería —valga la redundancia— tener un pobre concepto de la pobreza. Además, las personas necesitan no sólo bienes sino también servicios, especialmente universales y públicos.

Más aún, la cantidad y el costo de una canasta básica de alimentos varía según los roles que desempeñan las personas, según la cultura alimentaria que incluye determinados productos en una dieta particular, según haya auto-producción en la familia y según sea la disponibilidad de los bienes en el mercado. La estimación de estos costos puede ser tan dificultosa como incluir otros conceptos relacionados a la satisfacción de necesidades no materiales.

El concepto de necesidades básicas es una extensión de la significación de subsistencia, e incluye el conjunto de necesidades requeridas por una comunidad como un todo y no con base a necesidades individuales o de las familias para su sobrevivencia física. Implica también considerar la estructura de facilidades y servicios universales y públicos con que una comunidad puede contar, particularmente en salud y educación. Pero definir el "conjunto de necesidades" de una comunidad forma parte de la dificultad del concepto, ya que resulta difícil determinar cuáles son los criterios para escoger y caracterizar los bienes y servicios a ser incluidos. Asimismo, hay que hacer complicadas hipótesis acerca de cómo funciona una comunidad y cuáles necesidades y en qué nivel una sociedad particular está dispuesta a satisfacer en un periodo histórico particular. Las necesidades de una comunidad dependen a su vez de cuán amplia sea la oferta de bienes y servicios públicos gratuitos y/o de la disponibilidad de los mismos en el mercado. Lo anterior indica que se necesitan investigaciones cuantitativas y cualitativas especiales sobre la pobreza y la estructura de la misma para entones diseñar las medidas de política social para combatirla.

El concepto de pobreza como subsistencia es consistente con la política económico-social neo-conservadora por su énfasis en el individuo y por sus escasas implicaciones económicas, en el caso que se implementen reformas sociales. A su vez, el concepto de necesidades básicas representa un avance con respecto al de subsistencia, puesto que incluye la idea de servicios públicos mínimos universales, particularmente en salud y educación. Sin embargo, no incluye plenamente la idea de necesidades no materiales y, más particularmente, ninguno de los dos conceptos —ni el de subsistencia ni el de necesidades básicas— hacen referencia al problema de la pobreza y su relación con la riqueza, esto es, al nivel de igualdad o justicia instalados en una sociedad particular.

Ahora bien, si el concepto de pobreza queda reducido al cálculo del ingreso necesario para cubrir un conjunto de necesidades materiales mínimas, sean éstas individuales o colectivas, más fácil resulta la argumentación de que el crecimiento de la riqueza material es todo lo requerido para superar el problema, como se piensa desde el paradigma económico-social neo-conservador hegemónico. Por otro lado, mientras más se expande el concepto de pobreza para incluir no tan sólo el ingreso sino también las necesidades básicas, pero, fundamentalmente, las que emanan del trabajar, de las obligaciones de la familia, de la participación política, de la ciudadanía y en general de mayores niveles de igualdad social, mas puede admitirse la propuesta de que la superación de la pobreza requiere una adecuada combinación de medidas, incluyendo el crecimiento económico, una redistribución del ingreso y la riqueza y una mayor eficiencia y participación en las instituciones democráticas.

Por último, nos queda el concepto de pobreza relativa, que incluye indicadores sobre necesidades materiales e inmateriales y su relación con el ingreso. Pero más aún, incluye un análisis de la relación cambiante entre la privación relativa y el ingreso a lo largo del tiempo y entre los distintos niveles de ingreso.

Las sociedades modernas están pasando a través de procesos de intensos y rápidos cambios, de manera que no es realista mantener constante la relación entre necesidades y nivel de ingreso. Durante un periodo corto de tiempo, por ejemplo, nuevos productos entran en el mercado; los distintos roles sociales se mezclan, se reemplazan o se extienden; las costumbres y hábitos sociales se transforman; las relaciones laborales y la situación del empleo cambian dramáticamente; la distancia social entre ricos y pobres puede ampliarse, etcétera. Asimismo, no podría dejar de considerarse que el carácter de una necesidad es relativo según sean los distintos niveles de ingreso de una sociedad: así, mientras más desequilibrada sea la distribución del ingreso más aberrante será considerada la situación de pobreza.

En otras palabras: pobres no son sólo aquellos víctimas, de una u otra forma, de una mala distribución de los ingresos y la riqueza, sino también aquellos que sus recursos materiales e inmateriales no les permiten cumplir con las demandas y hábitos sociales que como ciudadanos se les exige. Por eso la pobreza es, sobre todo, pobreza de ciudadanía. La pobreza de ciudadanía es aquella situación social en la que las personas no pueden obtener las condiciones de vida —material e inmaterial— que les posibilite desempeñar roles, participar plenamente en la vida económica, política y social y entender los códigos culturales para integrarse como miembros de una sociedad.

La pobreza de ciudadanía es no pertenecer a una comunidad en calidad de miembros plenos y, esto es, la exclusión social.

Además del problema de la medición, la amoralidad del discurso neoconservador consiste también en separar y escindir "ellos" —los pobres— de "nosotros" (Kats, 1989). En esta visión, los pobres son considerados extranjeros, ayudados o condenados, ignorados o estudiados pero raramente ciudadanos plenos, miembros de la sociedad como somos "nosotros". Frecuentemente se los acusa de ser los causantes directos o indirectos de toda violencia urbana y, por consiguiente, del clima de inseguridad que se vive. Ellos son "objeto" de curiosidad, de análisis, de experimentación, de compasión, pero no "sujetos" de su propia vida y destino. No se caracteriza a los pobres desde una visión socialmente incluyente, porque no se entiende la pobreza como pobreza de ciudadanía. Separados "ellos" de "nosotros", los "normales", resulta más fácil convivir con el espectáculo de la misma y desarrollar una insensibilidad pública, pese a que, por ejemplo, nos invade la mendicidad urbana.

La amoralidad del planteamiento neo-conservador sobre la pobreza consiste en "no verla" desde la posibilidad de construcción de ciudadanía y en su dimensión humana. La amoralidad también reside en "ocultar" su carácter relativo respecto de la riqueza, esto es, considerar la pobreza aislada de la distribución total del ingreso y la riqueza de una sociedad determinada.

El problema en América Latina —la región del mundo con mayores desigualdades de riqueza e ingreso— es de pobreza y riqueza o, en otras palabras, el problema no es sólo la pobreza, sino la carencia de justicia.

La utopía como la ontología del "todavía no"

Mi argumento aquí es, dada la amoralidad planteada, cómo recuperar una visión moral de la política económica y social que posibilite la discusión y la instauración de la centralidad de los valores en la misma.

Pero esto no es sólo un problema de valores abstractos: se trata de ponerlos en práctica y, por lo tanto, de recuperar el sentido de acción, de voluntad transformadora, de construcción social y humana de acuerdo al contexto histórico y que ha formado parte de la tradición y la historia de la política social. Para ello, resulta relevante ante el predominio del individualismo fundante de la carencia de espíritu contructivo, de la ausencia de sentido y de la actitud escéptica del "no se puede", restaurar en la cultura una idea renovada de utopía. Ante este desafío, la utopía debe responder a dos objeciones básicas, a saber, por un lado, pretender constituirse en un absoluto conceptual de donde podrían resurgir tendencias totalitarias y, por otro, estar asociada a un mundo ideal inalcanzable como contrapuesto a lo real.

Es importante empezar aclarando que el pensamiento utópico, como enraizamiento en lo real, presupone un "tener en cuenta" la realidad material como prerequisito para ponerla en movimiento.

No se trata de una "verdad trascendental" de la realidad, pero tampoco considera la realidad como sólo inmanencia y quietud.

La utopía se construye a partir de la realidad, pero no es prisionera de la misma.

Así, la actitud utópica no acepta los límites de la realidad porque es casualmente lo que se trata de cambiar (Kumar, 1991).

La actitud utópica en relación con la emancipación de la pobreza y de toda forma de alienación, presupone la primacía moral de "lo humano", la que funda una energía para luchar por su realización y una predisposición para la acción constructiva basada en la esperanza.

La esperanza es un sentimiento y una actitud humana hacia el futuro como posibilidad de construcción de una situación mejor a partir del presente. Esta construcción, a su vez, se expresa como voluntad de hacer y cambiar y tiene como base la búsqueda de una solidaridad entre los seres humanos "no alienada", en la cual la dignidad no se consigue sólo a costa de "un proyecto" concreto para combatir la pobreza, que implique el "olvido" de la pobreza del conjunto de la sociedad, de sus diversas manifestaciones y sus implicaciones sobre la igualdad. Por el contrario, la pobreza es definida como un problema "social", entendido "lo social" como problema del conjunto de la sociedad, lo que remite al concepto de cómo construir una sociedad más justa.

Ahora bien, para que una utopía no sea homologada como una oposición a lo real, deberían encontrarse algunas categorías que permitan ese enraizamiento. En este sentido, hablo, siguiendo a Ernst Bloch, del "todavía no", de "derechos hacia adelante" y de esperanza (Bloch, 1998).

Si la realidad es dinámica y es un proceso, entonces existe una primacía del "llegar a ser" sobre el "ser".

Como Hegel y Heidegger, pienso que lo real no termina con la inmediatez del presente sino que está abierto a la posibilidad.

La distinción entre el "ser" y el "llegar a ser" implica lo incomplexo del presente, presencia y ausencia, tener y no tener. De algún modo, todo lo que se escapa al presente como lo que no tengo y está ausente, como el "todavía no" está presente en el propio presente.

La actitud que sostiene esta posibilidad es la esperanza que descubre en la historia un proceso poliforme y abierto a posibilidades positivas y múltiples.

Así, el pasado no está definitivamente cerrado y el presente no implica tampoco una posición privilegiada en la historia. Esta visión de la ontología del "llegar a ser" es irreconciliable con el cierre y la clausura y funda la visión de la historia como una renovación perpetua del "todavía no".

La utopía es un no-lugar (outopia), pero es también el buen lugar (eutopia). Ambas están imbricadas, ya que la "nolugaridad" tampoco significa cualquier lugar sino la posibilidad y la apertura hacia el buen lugar. Aquí se tensiona el presente como posibilidad abierta al por-venir, la salida del hoy como ligación con el mañana.

Por eso la utopía es una actitud esencialmente convocante para actuar hacia adelante, que llama al hombre al "no quedarse" y a superar el "no se puede". Es una vocación por la acción y una rebelión contra el escepticismo.

En la actitud utópica, la realidad no es una trampa que inviabiliza la libertad de actuar, sino, esencialmente, apertura definitiva que funda la posibilidad de nuevos cursos y rumbos a seguir, esto es, la realidad como voluntad por cambiarla y/o transformarla. Es el tiempo visto no como "lo que nos pasa" sino como "lo que queremos" y también como "lo que deseamos".

La utopía puede pensarse como concepto "frontera", concebido como límite entre lo conocido y lo deseado pero con la idea de traspasar el límite (Marin, 1993). Todo límite presupone una división entre un acá y un más allá del límite: no una isla, sino un río con dos orillas que abre la posibilidad-tentación de cruzarlo. Así, la actitud utópica es una posibilidad "puente". Más allá de la frontera no se "sabe" qué hay; hay un vacío que convoca la curiosidad y el deseo de llenarlo; una pulsión hacia lo desconocido. A su vez, el concepto de frontera puede ser pensado también como horizonte. El horizonte es un límite al que nunca se alcanza. Al horizonte nunca se llega pues siempre se traslada hacia adelante, no obstante, el horizonte sirve para caminar. Así, la actitud utópica es dinámica, es búsqueda de sentido y orientación, es un moverse hacia adelante, es como fuerza y envío hacia lo que se desea construir.

La utopía, además, no es un concepto "lleno" en el sentido de estar "terminado", está vacío, para llenarlo de contenidos y significaciones; es una construcción social hacia el porvenir.

Es como el número cero, concebido como puro vacío que no es insignificante, puesto que el cero, con un número adelante, es pura potencia y pleno de significación. Así, con un uno adelante, el cero significa diez, con un dos significa veinte; seis ceros con un uno adelante es un millón y así sucesivamente.

Es también como el blanco en el concepto-luz: no es ningún color sino que es todos los colores.

En este sentido, el blanco es un concepto por definición no excluyente, puesto que el blanco es sólo blanco cuando incluye a todos los colores. Metafóricamente, el blanco como luz se contrapone a las tinieblas y al miedo y está asociado al nacimiento, a la transparencia y la esperanza.

Vale la pena aquí recordar que América Latina, desde su origen, está vinculada a la actitud utópica (Fernández Herrero, 1994). En efecto, la historia del descubrimiento de América puede revelar la fuerza del pensamiento utópico como desencadenante positivo de verdaderos cambios estructurales en la historia de la humanidad.

La idea de descubrimiento es una idea de "encuentro", ya que todo encuentro involucra un conocimiento de las partes que llegan a conocerse en él. Pero es más que conocerse, ya que todo encuentro presupone, en alguna medida, la invención, pues dos seres que se encuentran no pueden dejar de inventarse y descubrirse continuamente en una narrativa común. La invención puede, así, ser pensada como parte del desarrollo de una composición utópica.

Toda utopía, como asociación con el futuro, presupone el desencadenamiento de una fuerza o una energía en el sentido del deseo de alcanzarla. De esta manera, América Latina es hija de la utopía. La utopía en su dimensión histórica trasciende el ámbito de las puras ilusiones, convirtiéndose en motor de cambio: el hombre lucha en diferentes contextos para mejorar su situación y alcanzar un futuro mejor. Y en ese sentido, la historia puede ser pensada como el conjunto de acciones que los hombres ejecutan para realizar sus utopías. América Latina fue la concreción de un impulso europeo hacia la utopía, pero luego fue "inventada" con la idea de que el paraíso podría haber estado localizado allí, (17) o en la creencia de que en esas nuevas tierras podría concretarse una utopía que en la vieja Europa resultaba ya impracticable.

(17) En los hechos, cuando Cristóbal Colón se encontraba en la boca del Río Orinoco con sus cuatro afluentes, creyó haber descubierto el paraíso. Temeroso de este "descubrimiento" y creyendo que su divulgación podría ser considerada una blasfemia, Colón se retiró a la isla Hispaniola.

Esa utopía "inventada" estaba marcada por valores humanos que, desde el "buen salvaje" incontaminado, implicaron también la posibilidad de superar un mundo europeo dominado por el egoísmo, por la codicia y la avaricia. América se produce como el espacio geográfico donde aparece el porvenir, la región de la abundancia, de la fertilidad, como el ámbito de la libertad y la posibilidad de emancipar al hombre de múltiples problemas que lo habían atrapado y degradado en Europa. Los religiosos reformadores veían en los indígenas la posibilidad de la realización de la utopía al homologarlos a muchas virtudes del cristianismo primitivo: bienes comunes, carencia de ambiciones, vivir con lo necesario, etcétera.

Los misioneros buscaron la concreción de la utopía a partir de las características de la cultura nativa y tratando de separar los indios de los españoles contaminados del cristianismo europeo, al que consideraban, de algún modo, corrompido. Las Reducciones jesuitas con los indios guaraníes en el Paraguay son una ilustración de una evangelización creativa y fueron fuente de inspiración para Tomasso Campanella en su obra La ciudad del Sol.

Por otro lado, las implicaciones que el descubrimiento de América tuvo en el orden de las ideas, en el avance del conocimiento, la técnica y las artes fueron extraordinarias, como quizás en ningún otro momento de la historia. Ello marca el potencial positivo y fertilizador de la actitud utópica. América Latina nació desde la utopía e inventó su ser primero como utópico. Así, el descubrimiento hace que la utopía trascienda su "significado" de una mera ilusión o sueño para ser impulso y fuerza transformadora concreta, convirtiéndose así en una categoría de análisis histórico y antropológico.

Conclusión: la política y la utopía posible

He planteado en este trabajo algunas dimensiones a través de las cuales el discurso neoconservador que inspira las políticas económico-sociales en América Latina "amoraliza" la política. Esos recursos conceptuales se desarrollan para presentar sus propuestas como si fuesen el resultado de un desarrollo histórico inexorable e inevitable.

Al presentar sus propuestas como si fuesen una derivación objetiva y una lectura "científica" de la realidad, cierra el campo conceptual para no permitir el desarrollo de otras alternativas.

Asimismo, al explicar la dinámica social y económica a través de automecanismos que privilegian las funciones de equilibrio y adaptación, inhibe la posibilidad de desarrollar instrumentos políticos para intentar regular y/o cambiar los procesos económicos y sociales.

Finalmente, el concepto de pobreza es un instrumento para derivar la atención de los análisis y las energías sociales solidarias en acciones y programas que —aunque fuesen humanitarios— no plantean el centro del problema, que es, esencialmente, la falta de justicia. Todas estas dimensiones del discurso neoconservador funcionan con pretensiones de "discurso único" y como mecanismos inhibitorios de toda acción destinada a cambiar o modificar el curso de los hechos. Implementar una política social amoral implica dejar de lado los instrumentos de política social distributiva y abandonar la discusión sobre los valores que pudiesen inspirar deseos o desencadenar procesos orientados a construir sociedades más justas y democráticas.

Pero el paradigma neoconservador está perdiendo su hegemonía, sobre todo a partir de la presente crisis de las economías del sudeste asiático, de los sucesos acontecidos en Rusia y, en menor medida, en las economías del este europeo. Aunque se inaugura una época de transición en donde un nuevo paradigma estará en desarrollo; existen indicios que se transitará hacia una mayor preponderancia de lo público (Bustelo, 1998), y que se restaurarán los roles activos y compensadores que el sector estatal ha declinado en el presente, aunque esto no significa que se retrocederá hacia el pasado. Valores como igualdad y solidaridad están comenzando a tener mayor legitimidad pública, así como la expansión de una ciudadanía activa, lo que podrá, eventualmente, materializarse en importantes avances en el desarrollo social, sobre todo en las áreas de educación y salud pública.

Como en un mundo globalizado, la soberanía no está relacionada a los espacios territoriales de los estados, el desarrollo de una unidad nacional pasa más por la construcción de espacios políticos, sociales, económicos y culturales en donde pueda gestarse un proyecto para el conjunto de la sociedad.

Ahora bien, en la globalización no todos los proyectos productivos triunfarán ni todos los países tendrán un futuro de prosperidad garantizado.

Se hace necesario, entonces, la formulación de nuevas visiones y estrategias, conjuntamente con la restauración de la moral pública, a partir de la justicia, para poder integrar los distintos sectores de una sociedad en un "nosotros", donde todos queden incluidos.

Cuando hablo de moral pública no me refiero a una moral "acartonada" sino al conjunto de valores mutuamente compartidos por todos los miembros de la sociedad —como el bien de todos— y encarnados en la práctica social, conjuntamente con la primacía de "lo humano" como el criterio clave para evaluar todas las políticas y programas económicos y sociales. Hace falta, así, poner en juego todas las fuerzas endógenas de una sociedad para lograr un perfil productivo y cultural que sea viable en el contexto de la globalización. Y la energía de las fuerzas endógenas será convocada sólo con un proyecto socialmente compartido, basado en la justicia, con el cual se podrá combatir la pobreza y, sobre todo, superar la pobreza moral.

Y como la justicia no sólo tiene que ver con la pobreza, sino con toda la forma de la distribución del ingreso y la riqueza, conviene aquí recordar que las clases medias conforman en América Latina una proporción importante de la población y que el "contrato" entre el capitalismo y las clases medias se terminó. Para ellas acabó el "universalismo" de los servicios sociales: la escuela y el hospital públicos y la seguridad social. Las clases medias han aumentado significativamente su nivel de vulnerabilidad y han sufrido un claro retroceso económico en el modelo de apertura. Por lo tanto, habrá que también diseñar una estrategia para que finalice la casi permanente agresión económica a estos sectores y para que puedan ser incorporados a los beneficios del desarrollo y el progreso técnico.

Como los valores y las visiones de lo social y lo político guían a los instrumentos (política, programas y proyectos), es crucial el desarrollo de una actitud utópica en el sentido que la he planteado en este trabajo. La utopía, democráticamente desarrollada, tiene la fuerza de "enganchar" las personas en un proyecto que restaure el sentido colectivo en búsqueda de la esperanza. La utopía puede convocar el entusiasmo y desencadenar la imaginación y creatividad para darle unidad social y cultural a un proyecto que se base en los valores compartidos de la solidaridad y la justicia.

Históricamente, las sociedades que funcionaron y lograron implementar un proyecto nacional viable fueron inspiradas, de alguna forma, por la utopía.

La idea de estar construyendo algo que es bueno para todos y que va más allá de nuestros intereses individuales, algo en lo que las personas encontrarán esperanza y dignidad para sentirse partes plenas de un proyecto común, lleva a los individuos a realizar esfuerzos que tal vez no harían para sí mismos y hace converger sus energías hacia un objetivo compartido.

El principal adversario de la actitud utópica es el pragmatismo, que admite sólo la consideración de lo real como lo inmediato, lo tangible y lo viable, asumiendo que no se pueden hacer grandes cambios. Es, de nuevo, la concepción de que la realidad es algo que se nos impone y no la podemos trascender. Sin ignorar la realidad y los límites que ella impone, se necesita "moldearla", "trabajarla" y "producirla" para hacerla dúctil a una visión de un futuro deseado.

Un futuro que se desarrolle como proyecto democrático en donde los individuos son autónomos pero dentro de un contrato social y donde la racionalidad instrumental del mercado complemente la racionalidad profunda y sustantiva de los valores humanos.

La globalización requiere transformaciones sociales, políticas yeconómicas sustantivas, pero el horizonte con que funciona el capitalismo es de muy corto plazo, pues es un sistema esencialmente miope y poco previsor.

Con la globalización, se necesitan inversiones estratégicas en educación, en ciencia y tecnología y un esfuerzo masivo en dar absoluta prioridad a las generaciones jóvenes. Todas esas inversiones requieren un horizonte más lejano, tiempos de maduración largos y, en un mundo donde lo estratégico es lo fundamental, el largo plazo es el mejor corto plazo.

Finalmente, todo lo anterior implica la restauración de la política como el marco para debatir la utopía y para instrumentalizar la actitud utópica en un proyecto económico y social definido democráticamente.

En los albores del nuevo milenio, se necesita de innovación, de creatividad y también de una buena dosis de transgresión para fundar algo nuevo y esperanzador.

Cuando los gobiernos cambian y los nuevos implementan políticas casi iguales que las de sus predecesores, cuando los partidos políticos casi no se diferencian en sus propuestas sustantivas y programáticas, las elecciones se tornan en una mera discusión insustancial en torno a las cualidades de los candidatos.

Así, la política se banaliza y se desacredita. Es por ello que la política debe, entonces, recuperar su razón moral en el sentido de discusiones sustantivas y plantear y debatir las utopías que indiquen lo que una sociedad ideal debe ser (ya he aclarado que existe una continuidad ontológica entre el ser y el deber ser). La política como el ámbito para resolver los conflictos entre los distintos valores, como el lugar de la negociación sustantiva y para lograr los consensos que legitimen el rumbo a seguir. La política, en fin, para transitar desde la pobreza moral a la riqueza del sentido y los contenidos, a la discusión de valores, de visiones del futuro, de viajes hacia adelante, de porvenir... de utopías posibles.

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