DOMINGO

20 de julio de 2003

 

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Karl Jaspers
El desvelo del filósofo

Se han cumplido ciento veinte años del nacimiento del gran filósofo alemán que, a diferencia de Heidegger, fue un opositor del nazismo y sostuvo la necesidad del reconocimiento recíproco entre los individuos y los pueblos. Su concepción del Estado como una entidad de justicia y solidaridad es hoy una aspiración de candente vigencia

Karl Jaspers (1883-1969) no sólo ha realizado una prolífica obra de creación filosófica. Ha documentado su construcción con tal minuciosidad que difícilmente haya entre sus biógrafos quien pueda añadir algún dato significativo a lo que él mismo ha dicho sobre su vida y su trabajo. Desde su historia familiar hasta sus hábitos de escritura, desde los pasos seguidos en su trayectoria académica hasta las tensiones impuestas y los consuelos brindados por su exilio en Suiza, todo consta en sus libros testimoniales, incluyendo la amistad con Hannah Arendt y el distanciamiento con Martin Heidegger, sin exceptuar la agobiante y larga enfermedad que padeció en su juventud. Poco es, pues, lo que resta por descubrir en este terreno. Mucho, en cambio, me parece que habría que reconsiderar en lo relativo a su actual inscripción en la historia de la filosofía.

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Jaspers no goza del reconocimiento con que cuentan otros autores alemanes que han sido sus coetáneos. Su prestigio está lejos de ser el de Husserl, su renombre no es el de Heidegger, y Benjamin o Wittgenstein lo superan ampliamente en la demanda del interés colectivo.

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Se acaban de cumplir ciento veinte años de su nacimiento. Ni las ciencias políticas, ni el psicoanálisis, ni las tendencias epistemológicas en boga, ni las corrientes filosóficas fundadas en la fenomenología, ni aquellas que buscan diagnosticar los síntomas de la posmodernidad parecen haber encontrado estímulo en sus ideas. Cabe esperar, por lo tanto, que este aniversario transcurra en medio de una cortés indiferencia hacia el autor de La culpabilidad alemana . Para colmo, no hay en su trayectoria personal contradicciones restallantes ni secretos que, ventilados, resultarían rentables para el periodismo por su dosis de escándalo virtual o la marea de cuestionamientos y sospechas que podría desatar su divulgación.

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Se estima de manera poco menos que unánime que la de Jaspers es una perspectiva mansamente sometida al idealismo y el humanismo clásicos del siglo XVIII. Tales características impondrían, en consecuencia, límites insalvables a su vigencia filosófica. Suya sería, según se cree, la convicción de que el hombre posee una esencia impermeable a los condicionamientos históricos, cuyos ingredientes, igualmente inalterables, serían la razón y la libertad, tal como el Iluminismo las postuló. Un tinte eurocéntrico y desfachatadamente burgués condicionaría, por lo demás, el alcance de su concepto de cultura y su visión de lo social, y ello en tal forma que ambos quedarían hipotecados en el universalismo abstracto de Herder y la ética glacial de Emmanuel Kant. Para completar este cuadro de indigencias hay que recordar que la izquierda de su tiempo, es decir, la de los años de la segunda posguerra, no vaciló en rotularlo como reaccionario a raíz de su alineamiento con Occidente y de su crítica implacable al mundo soviético. Vale la pena, no obstante, ponderar la consistencia efectiva del conjunto de estas acusaciones bajo la luz que, sobre la filosofía de Jaspers, echan los dilemas del presente.

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Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, Jaspers comenzó a ser frecuentemente consultado por las fuerzas aliadas de ocupación. En el exterior había trascendido su posición antinazi, sostenida con serena perseverancia y coraje a lo largo de los doce años que duró el régimen. En su momento, las diferencias con Hitler le valieron la expulsión de la universidad. Y poco faltó para que el hecho de estar casado con una judía le costara la vida. Todo ello hacía de él un referente obligado para quienes se empeñaban en diseñar las bases de la reconstrucción política de Alemania. Los norteamericanos, en particular, deseaban reemplazar cuanto antes a las personalidades germanas por ellos designadas para una administración transitoria. Querían hacer lugar con premura a un gobierno de partido surgido de las urnas y, por lo tanto, de incuestionable extracción democrática. Jaspers no coincidió con esta urgencia. Veía en ella el germen de una nueva catástrofe. En su Autobiografía filosófica advierte: "Ustedes toman un camino que es funesto para Alemania. Las mejores personalidades del país serán reemplazadas por los viejos hombres de partido que antes de 1933 demostraron su ineptitud. [...] Deberían ustedes administrar abiertamente a esta Alemania bajo su propia responsabilidad, por conducto de los alemanes de mayor capacidad, cordura y patriotismo. Así, el proceso educativo que nos ha sido negado por la historia podrá, al menos, comenzar por cierto grado de independencia alemana hacia abajo. Esta educación no se logra aleccionando, dando conferencias y editando escritos que ensalzan las excelencias de la democracia, sino única y exclusivamente por la práctica. [...] Entre nosotros aún rige el principio de que la autoridad manda y la masa obedece. [...] Lo cierto es que hoy Alemania no puede ser gobernada por sus mejores hombres políticos, los que sólo podrán surgir al cabo de los años y de elecciones libres. [...] Implantar desde arriba la democracia basada en el juego de los partidos políticos, ahora que falta su premisa en la conciencia de la población y la abrumadora mayoría de los alemanes ni siquiera sabe qué quiere decir realmente, ni qué ni a quién deben elegir, significaría poner en lugar de la autoridad de los alemanes escogidos por ustedes, la de los dirigentes y burócratas de partido".

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Los norteamericanos no coincidieron con él. Advirtieron que, en un orden lógico, podría tener razón pero les era imposible proceder como Jaspers les sugería. En primer término, porque el pueblo estadounidense repudiaba toda forma de administración colonial y la propuesta del filósofo, lo quisiera él o no, podía interpretarse de ese modo. En segundo término, como apuntó Jaspers en su Autobiografía... , "porque los rusos lo tomarían como un ejemplo de administración dictatorial y enseguida se aprovecharían para hacer lo mismo en Alemania Oriental, pero con muy otros propósitos y en forma mucho peor". Jaspers nunca se resignó a los hechos consumados. Jamás consideró que en ellos radicara la solución del problema. Con el transcurso del tiempo, las circunstancias parecieron reforzar la validez de su diagnóstico. La convicción de que en Alemania se había realizado una transición superficial del autoritarismo a la democracia lo acompañó toda su vida y determinó su radicación ulterior en Suiza, así como su renuncia a la nacionalidad alemana.

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Jaspers no creía en la recuperación de su país a menos que en él tuviera lugar una renovación sustancial de la sensibilidad política. Cuando el auge económico de posguerra indujo a hablar de un "milagro alemán", Jaspers no sumó su voz al coro festivo que daba por cumplida la transición a la vida democrática. Por el contrario: redobló sus advertencias y, una vez más, hizo pública su disconformidad. El éxito del capitalismo, en un orden material y aislado, nada significaba para él como indicio de vitalidad democrática. Era imprescindible que ese éxito se inscribiera en un marco espiritualmente maduro, si se quería hablar de progreso. La democracia, aseguraba, es mucho más que buenos negocios. Ella constituye el fundamento ético y metafísico de la convivencia y el trabajo. Implica contar con un Estado consciente de su necesaria sujeción al principio que establece la autonomía primordial de la persona con respecto a toda forma de poder político. El hombre es libre; siempre más libre de lo que pretende cualquiera de las etiquetas interesadas en rotularlo. Pero esa libertad, lejos de ser un atributo del cual él dispone, es una tarea que lo convoca, un desiderátum de su acción. Un verdadero Estado democrático ha de ser un Estado asentado en la comprensión de la libertad personal concebida como tarea. Resguardará su sentido y garantizará la defensa de su valor, en todas sus decisiones. Jaspers partió siempre de la idea de que el hombre se manifiesta como tal cuando busca trascenderse, antes que realizarse. El hombre ávido de trascendencia trata de rebasar incansablemente su sujeción a lo fragmentario, a la idolatría en cualquiera de sus formas, a lo dogmático concebido como lo que inscribe la verdad en el terreno de lo indiscutible y definitivamente asentado. Esta sed de trascendencia se traduce en el afán de convivencia equitativa y en la apertura a una realidad que supera al hombre como verdad siempre inabarcable y, sólo como inabarcable, discernible por parte del espíritu. De esa verdad y de ese enigma que lo exceden y a la vez lo manifiestan, el hombre debe aprender a descubrirse como posible expresión mediante el cultivo de la conciencia de su singularidad. Y lo decisivo, en esa conciencia, es la presencia del prójimo. Ese que se hace ver para que yo lo reconozca en su alteridad; en esa alteridad que, a su vez, él debe reconocer en mí para que podamos identificarnos. Es ante todo por su intermedio como ha de manifestarse ante mí esa realidad sin fronteras a la que Jaspers llama "lo incondicionado".

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Corresponde, pues, al Estado expresar y proteger, preservar y alentar la concreción de esos valores que no se originan en él ni equivalen a él, pero que sólo él puede socializar. Su función es, por lo tanto, ejecutiva y no ontológica. Concebir al Estado como instancia suprema y creadora de los valores primordiales implica caer en las peores formas del fanatismo, de la arbitrariedad y de la incomprensión del hombre como ser libre. Tal es, a juicio de Jaspers, lo que ocurrió durante el III Reich y lo que, para él, representaba el mundo soviético.

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Jaspers trató de dar a entender que podría encontrarse un nuevo punto de partida para Alemania, tras la derrota del nazismo. El año 1945 abría, según él, esa posibilidad. Para que la reconstrucción de Alemania resultara viable era preciso que los alemanes tomaran conciencia de su responsabilidad específica. A fin de explicar qué entendía por ella, Jaspers recurrió al concepto de "falta colectiva". La "falta colectiva" consistía en la culpa de haber sobrevivido a la catástrofe desatada por el nazismo, sin haber hecho lo necesario para combatirlo. Responsabilidad de no haberse jugado la vida en defensa de los ideales democráticos, de haber escapado a la masacre amparándose en el silencio o la indiferencia. ¿Dónde estábamos, se pregunta, cuando otros eran aniquilados en nombre de principios que no compartíamos? Todo aquel que logró preservar su vida callando, abdicando de la conciencia, emigrando o incluso adaptándose a las circunstancias impuestas por el régimen ha contraído una deuda moral con el pasado. Esa deuda sólo puede saldarse incidiendo en una nueva configuración del porvenir. Cada ciudadano alemán, afirma Jaspers, debe asumir la falta que implica haber escapado a la aniquilación, infundiendo a sus actos la orientación requerida para que Alemania se encauce políticamente hacia la instauración de un Estado donde el ideal del reconocimiento "de la dignidad de los individuos, sea el único valor que otorga sentido y grandeza a la existencia humana".

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¿Tuvo lugar ese proceso? ¿Se encauzó la reconstrucción alemana hacia donde Jaspers lo proponía?

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Casi medio siglo más tarde, en 1992, Günter Grass demostraría, en su Discurso de la pérdida , hasta qué punto las previsiones de Jaspers habían sido desoídas: "¿Es que no ha crecido hierba que cure la tendencia alemana a la reincidencia? [...] ¿Todavía no somos capaces, dañados como aún estamos por las últimas incursiones en lo absoluto, de un trato civil, es decir, humano, con los de dentro y con los de fuera?"

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Jaspers temía que se banalizara el horror y eso fue, a su juicio, lo que no se evitó. Los imperativos de la política desoyeron los de la ética. El Estado se hizo cómplice de una claudicación moral inadmisible para el filósofo. No obstante, y fiel a su raigambre socrática, el pensador no dejó de insistir en su prédica. Nunca renunció a su concepción de la política como herramienta moral.

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Cuando la burguesía alemana reclamó la reunificación, en 1948, Jaspers alzó su voz otra vez para advertir que la llamada Alemania libre aún no lo era, puesto que no había superado los componentes autoritarios que produjeron el ascenso del nazismo. De verificarse la reunificación en aquellas condiciones, se potenciarían dos fuerzas idénticas en su incapacidad para sostener el ideario democrático. Cuando, finalmente y mucho después, la reunificación tuvo lugar, sus temores parecieron perdurar en las palabras del Discurso... de Günter Grass: "Los ciudadanos de la R. D. A., esos alemanes que se han llevado la peor parte [...] han tenido que pagar por lo que no han pagado los ciudadanos de la República Federal. No tuvieron la suerte de poder optar por la libertad occidental. No hemos sido nosotros los que hemos tenido que soportar por ellos, sino ellos por nosotros, la carga principal de la guerra que perdimos todos los alemanes. A la comprensión de todo esto es a lo que, nada más caer el muro, había que haber dado preferencia. Esa es la deuda que teníamos con ellos. Y en vez de pagarles los ponemos una vez más bajo tutela".

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El Estado-Nación nada podía representar para Jaspers, en términos de auténticos valores humanos, si no se veía a sí mismo como un modo particular o específico de dar sustento y forma a los ideales universalistas de justicia y convivencia entre los hombres. Jaspers consideraba indispensable tender hacia la constitución de una sociedad planetaria que se fundara en el despliegue de las particularidades históricas y se valiera de éstas para llevar a cabo la siempre perfectible realización del proyecto de encuentro solidario entre los pueblos. No estimaba posible llegar a ser de veras alemán, francés, italiano o portugués, si el esfuerzo de constitución nacional no respondía, en lo esencial, al anhelo de concretar de un modo propio, específico, esa voluntad común de humanizarse sin cesar, en una convivencia sin fronteras ideológicas. Jaspers, que confiaba en un humanismo apartidario, quería a cada cultura reconociéndose como parte de una verdad que no se agota en ninguna de las determinaciones que toma y que, al unísono, no puede prescindir de ninguna de ellas para darse a conocer.

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Al abordar en forma directa y central la cuestión del prójimo, Jaspers evidencia, por lo demás, una sorprendente cercanía con las proposiciones de Martín Buber, quien luchó incansablemente por el reconocimiento recíproco entre palestinos e israelíes. De igual modo, su pensamiento se enlaza, a este respecto, con el del filósofo católico Gabriel Marcel y, también, con los enunciados centrales, y tan judíos, de Emmanuel Levinas.

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Sin subestimar lo ontológico, Jaspers se empeñó en desplazar el centro problemático de la filosofía hacia el escenario de la ética. Hay, para él, exigencias "éticas eternas" que no pueden desoírse sin vulnerar la especificidad de lo humano. El hombre, afirma, es ante todo un ser abierto al despliegue de lo ético, en su conciencia y en su conducta.

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Jaspers razonaba a escala mundial y estimaba que, si los hombres seguían empeñados en desconocer su unidad como especie y la exigencia de solidaridad que ella implica, terminarían aniquilándose sin remedio. Si hoy viviera, se ubicaría seguramente al lado de quienes luchan por impedir que la globalización agote su sentido en la mera uniformidad. Y es probable que los centros de poder del presente, ésos que se empeñan en homologar la democracia al éxito corporativo, no ahorraran esfuerzos por acallarlo, tal como ocurrió en su propio tiempo.

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Por Santiago Kovadloff
Para LA NACION - Buenos Aires, 2003

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<< Comienzo de la nota

Karl Jaspers (1883-1969) no sólo ha realizado una prolífica obra de creación filosófica. Ha documentado su construcción con tal minuciosidad que difícilmente haya entre sus biógrafos quien pueda añadir algún dato significativo a lo que él mismo ha dicho sobre su vida y su trabajo. Desde su historia familiar hasta sus hábitos de escritura, desde los pasos seguidos en su trayectoria académica hasta las tensiones impuestas y los consuelos brindados por su exilio en Suiza, todo consta en sus libros testimoniales, incluyendo la amistad con Hannah Arendt y el distanciamiento con Martin Heidegger, sin exceptuar la agobiante y larga enfermedad que padeció en su juventud. Poco es, pues, lo que resta por descubrir en este terreno. Mucho, en cambio, me parece que habría que reconsiderar en lo relativo a su actual inscripción en la historia de la filosofía.

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Jaspers no goza del reconocimiento con que cuentan otros autores alemanes que han sido sus coetáneos. Su prestigio está lejos de ser el de Husserl, su renombre no es el de Heidegger, y Benjamin o Wittgenstein lo superan ampliamente en la demanda del interés colectivo.

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Se acaban de cumplir ciento veinte años de su nacimiento. Ni las ciencias políticas, ni el psicoanálisis, ni las tendencias epistemológicas en boga, ni las corrientes filosóficas fundadas en la fenomenología, ni aquellas que buscan diagnosticar los síntomas de la posmodernidad parecen haber encontrado estímulo en sus ideas. Cabe esperar, por lo tanto, que este aniversario transcurra en medio de una cortés indiferencia hacia el autor de La culpabilidad alemana . Para colmo, no hay en su trayectoria personal contradicciones restallantes ni secretos que, ventilados, resultarían rentables para el periodismo por su dosis de escándalo virtual o la marea de cuestionamientos y sospechas que podría desatar su divulgación.

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Se estima de manera poco menos que unánime que la de Jaspers es una perspectiva mansamente sometida al idealismo y el humanismo clásicos del siglo XVIII. Tales características impondrían, en consecuencia, límites insalvables a su vigencia filosófica. Suya sería, según se cree, la convicción de que el hombre posee una esencia impermeable a los condicionamientos históricos, cuyos ingredientes, igualmente inalterables, serían la razón y la libertad, tal como el Iluminismo las postuló. Un tinte eurocéntrico y desfachatadamente burgués condicionaría, por lo demás, el alcance de su concepto de cultura y su visión de lo social, y ello en tal forma que ambos quedarían hipotecados en el universalismo abstracto de Herder y la ética glacial de Emmanuel Kant. Para completar este cuadro de indigencias hay que recordar que la izquierda de su tiempo, es decir, la de los años de la segunda posguerra, no vaciló en rotularlo como reaccionario a raíz de su alineamiento con Occidente y de su crítica implacable al mundo soviético. Vale la pena, no obstante, ponderar la consistencia efectiva del conjunto de estas acusaciones bajo la luz que, sobre la filosofía de Jaspers, echan los dilemas del presente.

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Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, Jaspers comenzó a ser frecuentemente consultado por las fuerzas aliadas de ocupación. En el exterior había trascendido su posición antinazi, sostenida con serena perseverancia y coraje a lo largo de los doce años que duró el régimen. En su momento, las diferencias con Hitler le valieron la expulsión de la universidad. Y poco faltó para que el hecho de estar casado con una judía le costara la vida. Todo ello hacía de él un referente obligado para quienes se empeñaban en diseñar las bases de la reconstrucción política de Alemania. Los norteamericanos, en particular, deseaban reemplazar cuanto antes a las personalidades germanas por ellos designadas para una administración transitoria. Querían hacer lugar con premura a un gobierno de partido surgido de las urnas y, por lo tanto, de incuestionable extracción democrática. Jaspers no coincidió con esta urgencia. Veía en ella el germen de una nueva catástrofe. En su Autobiografía filosófica advierte: "Ustedes toman un camino que es funesto para Alemania. Las mejores personalidades del país serán reemplazadas por los viejos hombres de partido que antes de 1933 demostraron su ineptitud. [...] Deberían ustedes administrar abiertamente a esta Alemania bajo su propia responsabilidad, por conducto de los alemanes de mayor capacidad, cordura y patriotismo. Así, el proceso educativo que nos ha sido negado por la historia podrá, al menos, comenzar por cierto grado de independencia alemana hacia abajo. Esta educación no se logra aleccionando, dando conferencias y editando escritos que ensalzan las excelencias de la democracia, sino única y exclusivamente por la práctica. [...] Entre nosotros aún rige el principio de que la autoridad manda y la masa obedece. [...] Lo cierto es que hoy Alemania no puede ser gobernada por sus mejores hombres políticos, los que sólo podrán surgir al cabo de los años y de elecciones libres. [...] Implantar desde arriba la democracia basada en el juego de los partidos políticos, ahora que falta su premisa en la conciencia de la población y la abrumadora mayoría de los alemanes ni siquiera sabe qué quiere decir realmente, ni qué ni a quién deben elegir, significaría poner en lugar de la autoridad de los alemanes escogidos por ustedes, la de los dirigentes y burócratas de partido".

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Los norteamericanos no coincidieron con él. Advirtieron que, en un orden lógico, podría tener razón pero les era imposible proceder como Jaspers les sugería. En primer término, porque el pueblo estadounidense repudiaba toda forma de administración colonial y la propuesta del filósofo, lo quisiera él o no, podía interpretarse de ese modo. En segundo término, como apuntó Jaspers en su Autobiografía... , "porque los rusos lo tomarían como un ejemplo de administración dictatorial y enseguida se aprovecharían para hacer lo mismo en Alemania Oriental, pero con muy otros propósitos y en forma mucho peor". Jaspers nunca se resignó a los hechos consumados. Jamás consideró que en ellos radicara la solución del problema. Con el transcurso del tiempo, las circunstancias parecieron reforzar la validez de su diagnóstico. La convicción de que en Alemania se había realizado una transición superficial del autoritarismo a la democracia lo acompañó toda su vida y determinó su radicación ulterior en Suiza, así como su renuncia a la nacionalidad alemana.

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Jaspers no creía en la recuperación de su país a menos que en él tuviera lugar una renovación sustancial de la sensibilidad política. Cuando el auge económico de posguerra indujo a hablar de un "milagro alemán", Jaspers no sumó su voz al coro festivo que daba por cumplida la transición a la vida democrática. Por el contrario: redobló sus advertencias y, una vez más, hizo pública su disconformidad. El éxito del capitalismo, en un orden material y aislado, nada significaba para él como indicio de vitalidad democrática. Era imprescindible que ese éxito se inscribiera en un marco espiritualmente maduro, si se quería hablar de progreso. La democracia, aseguraba, es mucho más que buenos negocios. Ella constituye el fundamento ético y metafísico de la convivencia y el trabajo. Implica contar con un Estado consciente de su necesaria sujeción al principio que establece la autonomía primordial de la persona con respecto a toda forma de poder político. El hombre es libre; siempre más libre de lo que pretende cualquiera de las etiquetas interesadas en rotularlo. Pero esa libertad, lejos de ser un atributo del cual él dispone, es una tarea que lo convoca, un desiderátum de su acción. Un verdadero Estado democrático ha de ser un Estado asentado en la comprensión de la libertad personal concebida como tarea. Resguardará su sentido y garantizará la defensa de su valor, en todas sus decisiones. Jaspers partió siempre de la idea de que el hombre se manifiesta como tal cuando busca trascenderse, antes que realizarse. El hombre ávido de trascendencia trata de rebasar incansablemente su sujeción a lo fragmentario, a la idolatría en cualquiera de sus formas, a lo dogmático concebido como lo que inscribe la verdad en el terreno de lo indiscutible y definitivamente asentado. Esta sed de trascendencia se traduce en el afán de convivencia equitativa y en la apertura a una realidad que supera al hombre como verdad siempre inabarcable y, sólo como inabarcable, discernible por parte del espíritu. De esa verdad y de ese enigma que lo exceden y a la vez lo manifiestan, el hombre debe aprender a descubrirse como posible expresión mediante el cultivo de la conciencia de su singularidad. Y lo decisivo, en esa conciencia, es la presencia del prójimo. Ese que se hace ver para que yo lo reconozca en su alteridad; en esa alteridad que, a su vez, él debe reconocer en mí para que podamos identificarnos. Es ante todo por su intermedio como ha de manifestarse ante mí esa realidad sin fronteras a la que Jaspers llama "lo incondicionado".

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Corresponde, pues, al Estado expresar y proteger, preservar y alentar la concreción de esos valores que no se originan en él ni equivalen a él, pero que sólo él puede socializar. Su función es, por lo tanto, ejecutiva y no ontológica. Concebir al Estado como instancia suprema y creadora de los valores primordiales implica caer en las peores formas del fanatismo, de la arbitrariedad y de la incomprensión del hombre como ser libre. Tal es, a juicio de Jaspers, lo que ocurrió durante el III Reich y lo que, para él, representaba el mundo soviético.

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Jaspers trató de dar a entender que podría encontrarse un nuevo punto de partida para Alemania, tras la derrota del nazismo. El año 1945 abría, según él, esa posibilidad. Para que la reconstrucción de Alemania resultara viable era preciso que los alemanes tomaran conciencia de su responsabilidad específica. A fin de explicar qué entendía por ella, Jaspers recurrió al concepto de "falta colectiva". La "falta colectiva" consistía en la culpa de haber sobrevivido a la catástrofe desatada por el nazismo, sin haber hecho lo necesario para combatirlo. Responsabilidad de no haberse jugado la vida en defensa de los ideales democráticos, de haber escapado a la masacre amparándose en el silencio o la indiferencia. ¿Dónde estábamos, se pregunta, cuando otros eran aniquilados en nombre de principios que no compartíamos? Todo aquel que logró preservar su vida callando, abdicando de la conciencia, emigrando o incluso adaptándose a las circunstancias impuestas por el régimen ha contraído una deuda moral con el pasado. Esa deuda sólo puede saldarse incidiendo en una nueva configuración del porvenir. Cada ciudadano alemán, afirma Jaspers, debe asumir la falta que implica haber escapado a la aniquilación, infundiendo a sus actos la orientación requerida para que Alemania se encauce políticamente hacia la instauración de un Estado donde el ideal del reconocimiento "de la dignidad de los individuos, sea el único valor que otorga sentido y grandeza a la existencia humana".

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¿Tuvo lugar ese proceso? ¿Se encauzó la reconstrucción alemana hacia donde Jaspers lo proponía?

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Casi medio siglo más tarde, en 1992, Günter Grass demostraría, en su Discurso de la pérdida , hasta qué punto las previsiones de Jaspers habían sido desoídas: "¿Es que no ha crecido hierba que cure la tendencia alemana a la reincidencia? [...] ¿Todavía no somos capaces, dañados como aún estamos por las últimas incursiones en lo absoluto, de un trato civil, es decir, humano, con los de dentro y con los de fuera?"

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Jaspers temía que se banalizara el horror y eso fue, a su juicio, lo que no se evitó. Los imperativos de la política desoyeron los de la ética. El Estado se hizo cómplice de una claudicación moral inadmisible para el filósofo. No obstante, y fiel a su raigambre socrática, el pensador no dejó de insistir en su prédica. Nunca renunció a su concepción de la política como herramienta moral.

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Cuando la burguesía alemana reclamó la reunificación, en 1948, Jaspers alzó su voz otra vez para advertir que la llamada Alemania libre aún no lo era, puesto que no había superado los componentes autoritarios que produjeron el ascenso del nazismo. De verificarse la reunificación en aquellas condiciones, se potenciarían dos fuerzas idénticas en su incapacidad para sostener el ideario democrático. Cuando, finalmente y mucho después, la reunificación tuvo lugar, sus temores parecieron perdurar en las palabras del Discurso... de Günter Grass: "Los ciudadanos de la R. D. A., esos alemanes que se han llevado la peor parte [...] han tenido que pagar por lo que no han pagado los ciudadanos de la República Federal. No tuvieron la suerte de poder optar por la libertad occidental. No hemos sido nosotros los que hemos tenido que soportar por ellos, sino ellos por nosotros, la carga principal de la guerra que perdimos todos los alemanes. A la comprensión de todo esto es a lo que, nada más caer el muro, había que haber dado preferencia. Esa es la deuda que teníamos con ellos. Y en vez de pagarles los ponemos una vez más bajo tutela".

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El Estado-Nación nada podía representar para Jaspers, en términos de auténticos valores humanos, si no se veía a sí mismo como un modo particular o específico de dar sustento y forma a los ideales universalistas de justicia y convivencia entre los hombres. Jaspers consideraba indispensable tender hacia la constitución de una sociedad planetaria que se fundara en el despliegue de las particularidades históricas y se valiera de éstas para llevar a cabo la siempre perfectible realización del proyecto de encuentro solidario entre los pueblos. No estimaba posible llegar a ser de veras alemán, francés, italiano o portugués, si el esfuerzo de constitución nacional no respondía, en lo esencial, al anhelo de concretar de un modo propio, específico, esa voluntad común de humanizarse sin cesar, en una convivencia sin fronteras ideológicas. Jaspers, que confiaba en un humanismo apartidario, quería a cada cultura reconociéndose como parte de una verdad que no se agota en ninguna de las determinaciones que toma y que, al unísono, no puede prescindir de ninguna de ellas para darse a conocer.

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Al abordar en forma directa y central la cuestión del prójimo, Jaspers evidencia, por lo demás, una sorprendente cercanía con las proposiciones de Martín Buber, quien luchó incansablemente por el reconocimiento recíproco entre palestinos e israelíes. De igual modo, su pensamiento se enlaza, a este respecto, con el del filósofo católico Gabriel Marcel y, también, con los enunciados centrales, y tan judíos, de Emmanuel Levinas.

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Sin subestimar lo ontológico, Jaspers se empeñó en desplazar el centro problemático de la filosofía hacia el escenario de la ética. Hay, para él, exigencias "éticas eternas" que no pueden desoírse sin vulnerar la especificidad de lo humano. El hombre, afirma, es ante todo un ser abierto al despliegue de lo ético, en su conciencia y en su conducta.

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Jaspers razonaba a escala mundial y estimaba que, si los hombres seguían empeñados en desconocer su unidad como especie y la exigencia de solidaridad que ella implica, terminarían aniquilándose sin remedio. Si hoy viviera, se ubicaría seguramente al lado de quienes luchan por impedir que la globalización agote su sentido en la mera uniformidad. Y es probable que los centros de poder del presente, ésos que se empeñan en homologar la democracia al éxito corporativo, no ahorraran esfuerzos por acallarlo, tal como ocurrió en su propio tiempo.

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Por Santiago Kovadloff
Para LA NACION - Buenos Aires, 2003

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Karl Jaspers (1883-1969) no sólo ha realizado una prolífica obra de creación filosófica. Ha documentado su construcción con tal minuciosidad que difícilmente haya entre sus biógrafos quien pueda añadir algún dato significativo a lo que él mismo ha dicho sobre su vida y su trabajo. Desde su historia familiar hasta sus hábitos de escritura, desde los pasos seguidos en su trayectoria académica hasta las tensiones impuestas y los consuelos brindados por su exilio en Suiza, todo consta en sus libros testimoniales, incluyendo la amistad con Hannah Arendt y el distanciamiento con Martin Heidegger, sin exceptuar la agobiante y larga enfermedad que padeció en su juventud. Poco es, pues, lo que resta por descubrir en este terreno. Mucho, en cambio, me parece que habría que reconsiderar en lo relativo a su actual inscripción en la historia de la filosofía.

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Jaspers no goza del reconocimiento con que cuentan otros autores alemanes que han sido sus coetáneos. Su prestigio está lejos de ser el de Husserl, su renombre no es el de Heidegger, y Benjamin o Wittgenstein lo superan ampliamente en la demanda del interés colectivo.

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Se acaban de cumplir ciento veinte años de su nacimiento. Ni las ciencias políticas, ni el psicoanálisis, ni las tendencias epistemológicas en boga, ni las corrientes filosóficas fundadas en la fenomenología, ni aquellas que buscan diagnosticar los síntomas de la posmodernidad parecen haber encontrado estímulo en sus ideas. Cabe esperar, por lo tanto, que este aniversario transcurra en medio de una cortés indiferencia hacia el autor de La culpabilidad alemana . Para colmo, no hay en su trayectoria personal contradicciones restallantes ni secretos que, ventilados, resultarían rentables para el periodismo por su dosis de escándalo virtual o la marea de cuestionamientos y sospechas que podría desatar su divulgación.

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Se estima de manera poco menos que unánime que la de Jaspers es una perspectiva mansamente sometida al idealismo y el humanismo clásicos del siglo XVIII. Tales características impondrían, en consecuencia, límites insalvables a su vigencia filosófica. Suya sería, según se cree, la convicción de que el hombre posee una esencia impermeable a los condicionamientos históricos, cuyos ingredientes, igualmente inalterables, serían la razón y la libertad, tal como el Iluminismo las postuló. Un tinte eurocéntrico y desfachatadamente burgués condicionaría, por lo demás, el alcance de su concepto de cultura y su visión de lo social, y ello en tal forma que ambos quedarían hipotecados en el universalismo abstracto de Herder y la ética glacial de Emmanuel Kant. Para completar este cuadro de indigencias hay que recordar que la izquierda de su tiempo, es decir, la de los años de la segunda posguerra, no vaciló en rotularlo como reaccionario a raíz de su alineamiento con Occidente y de su crítica implacable al mundo soviético. Vale la pena, no obstante, ponderar la consistencia efectiva del conjunto de estas acusaciones bajo la luz que, sobre la filosofía de Jaspers, echan los dilemas del presente.

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Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, Jaspers comenzó a ser frecuentemente consultado por las fuerzas aliadas de ocupación. En el exterior había trascendido su posición antinazi, sostenida con serena perseverancia y coraje a lo largo de los doce años que duró el régimen. En su momento, las diferencias con Hitler le valieron la expulsión de la universidad. Y poco faltó para que el hecho de estar casado con una judía le costara la vida. Todo ello hacía de él un referente obligado para quienes se empeñaban en diseñar las bases de la reconstrucción política de Alemania. Los norteamericanos, en particular, deseaban reemplazar cuanto antes a las personalidades germanas por ellos designadas para una administración transitoria. Querían hacer lugar con premura a un gobierno de partido surgido de las urnas y, por lo tanto, de incuestionable extracción democrática. Jaspers no coincidió con esta urgencia. Veía en ella el germen de una nueva catástrofe. En su Autobiografía filosófica advierte: "Ustedes toman un camino que es funesto para Alemania. Las mejores personalidades del país serán reemplazadas por los viejos hombres de partido que antes de 1933 demostraron su ineptitud. [...] Deberían ustedes administrar abiertamente a esta Alemania bajo su propia responsabilidad, por conducto de los alemanes de mayor capacidad, cordura y patriotismo. Así, el proceso educativo que nos ha sido negado por la historia podrá, al menos, comenzar por cierto grado de independencia alemana hacia abajo. Esta educación no se logra aleccionando, dando conferencias y editando escritos que ensalzan las excelencias de la democracia, sino única y exclusivamente por la práctica. [...] Entre nosotros aún rige el principio de que la autoridad manda y la masa obedece. [...] Lo cierto es que hoy Alemania no puede ser gobernada por sus mejores hombres políticos, los que sólo podrán surgir al cabo de los años y de elecciones libres. [...] Implantar desde arriba la democracia basada en el juego de los partidos políticos, ahora que falta su premisa en la conciencia de la población y la abrumadora mayoría de los alemanes ni siquiera sabe qué quiere decir realmente, ni qué ni a quién deben elegir, significaría poner en lugar de la autoridad de los alemanes escogidos por ustedes, la de los dirigentes y burócratas de partido".

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Los norteamericanos no coincidieron con él. Advirtieron que, en un orden lógico, podría tener razón pero les era imposible proceder como Jaspers les sugería. En primer término, porque el pueblo estadounidense repudiaba toda forma de administración colonial y la propuesta del filósofo, lo quisiera él o no, podía interpretarse de ese modo. En segundo término, como apuntó Jaspers en su Autobiografía... , "porque los rusos lo tomarían como un ejemplo de administración dictatorial y enseguida se aprovecharían para hacer lo mismo en Alemania Oriental, pero con muy otros propósitos y en forma mucho peor". Jaspers nunca se resignó a los hechos consumados. Jamás consideró que en ellos radicara la solución del problema. Con el transcurso del tiempo, las circunstancias parecieron reforzar la validez de su diagnóstico. La convicción de que en Alemania se había realizado una transición superficial del autoritarismo a la democracia lo acompañó toda su vida y determinó su radicación ulterior en Suiza, así como su renuncia a la nacionalidad alemana.

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Jaspers no creía en la recuperación de su país a menos que en él tuviera lugar una renovación sustancial de la sensibilidad política. Cuando el auge económico de posguerra indujo a hablar de un "milagro alemán", Jaspers no sumó su voz al coro festivo que daba por cumplida la transición a la vida democrática. Por el contrario: redobló sus advertencias y, una vez más, hizo pública su disconformidad. El éxito del capitalismo, en un orden material y aislado, nada significaba para él como indicio de vitalidad democrática. Era imprescindible que ese éxito se inscribiera en un marco espiritualmente maduro, si se quería hablar de progreso. La democracia, aseguraba, es mucho más que buenos negocios. Ella constituye el fundamento ético y metafísico de la convivencia y el trabajo. Implica contar con un Estado consciente de su necesaria sujeción al principio que establece la autonomía primordial de la persona con respecto a toda forma de poder político. El hombre es libre; siempre más libre de lo que pretende cualquiera de las etiquetas interesadas en rotularlo. Pero esa libertad, lejos de ser un atributo del cual él dispone, es una tarea que lo convoca, un desiderátum de su acción. Un verdadero Estado democrático ha de ser un Estado asentado en la comprensión de la libertad personal concebida como tarea. Resguardará su sentido y garantizará la defensa de su valor, en todas sus decisiones. Jaspers partió siempre de la idea de que el hombre se manifiesta como tal cuando busca trascenderse, antes que realizarse. El hombre ávido de trascendencia trata de rebasar incansablemente su sujeción a lo fragmentario, a la idolatría en cualquiera de sus formas, a lo dogmático concebido como lo que inscribe la verdad en el terreno de lo indiscutible y definitivamente asentado. Esta sed de trascendencia se traduce en el afán de convivencia equitativa y en la apertura a una realidad que supera al hombre como verdad siempre inabarcable y, sólo como inabarcable, discernible por parte del espíritu. De esa verdad y de ese enigma que lo exceden y a la vez lo manifiestan, el hombre debe aprender a descubrirse como posible expresión mediante el cultivo de la conciencia de su singularidad. Y lo decisivo, en esa conciencia, es la presencia del prójimo. Ese que se hace ver para que yo lo reconozca en su alteridad; en esa alteridad que, a su vez, él debe reconocer en mí para que podamos identificarnos. Es ante todo por su intermedio como ha de manifestarse ante mí esa realidad sin fronteras a la que Jaspers llama "lo incondicionado".

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Corresponde, pues, al Estado expresar y proteger, preservar y alentar la concreción de esos valores que no se originan en él ni equivalen a él, pero que sólo él puede socializar. Su función es, por lo tanto, ejecutiva y no ontológica. Concebir al Estado como instancia suprema y creadora de los valores primordiales implica caer en las peores formas del fanatismo, de la arbitrariedad y de la incomprensión del hombre como ser libre. Tal es, a juicio de Jaspers, lo que ocurrió durante el III Reich y lo que, para él, representaba el mundo soviético.

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Jaspers trató de dar a entender que podría encontrarse un nuevo punto de partida para Alemania, tras la derrota del nazismo. El año 1945 abría, según él, esa posibilidad. Para que la reconstrucción de Alemania resultara viable era preciso que los alemanes tomaran conciencia de su responsabilidad específica. A fin de explicar qué entendía por ella, Jaspers recurrió al concepto de "falta colectiva". La "falta colectiva" consistía en la culpa de haber sobrevivido a la catástrofe desatada por el nazismo, sin haber hecho lo necesario para combatirlo. Responsabilidad de no haberse jugado la vida en defensa de los ideales democráticos, de haber escapado a la masacre amparándose en el silencio o la indiferencia. ¿Dónde estábamos, se pregunta, cuando otros eran aniquilados en nombre de principios que no compartíamos? Todo aquel que logró preservar su vida callando, abdicando de la conciencia, emigrando o incluso adaptándose a las circunstancias impuestas por el régimen ha contraído una deuda moral con el pasado. Esa deuda sólo puede saldarse incidiendo en una nueva configuración del porvenir. Cada ciudadano alemán, afirma Jaspers, debe asumir la falta que implica haber escapado a la aniquilación, infundiendo a sus actos la orientación requerida para que Alemania se encauce políticamente hacia la instauración de un Estado donde el ideal del reconocimiento "de la dignidad de los individuos, sea el único valor que otorga sentido y grandeza a la existencia humana".

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¿Tuvo lugar ese proceso? ¿Se encauzó la reconstrucción alemana hacia donde Jaspers lo proponía?

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Casi medio siglo más tarde, en 1992, Günter Grass demostraría, en su Discurso de la pérdida , hasta qué punto las previsiones de Jaspers habían sido desoídas: "¿Es que no ha crecido hierba que cure la tendencia alemana a la reincidencia? [...] ¿Todavía no somos capaces, dañados como aún estamos por las últimas incursiones en lo absoluto, de un trato civil, es decir, humano, con los de dentro y con los de fuera?"

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Jaspers temía que se banalizara el horror y eso fue, a su juicio, lo que no se evitó. Los imperativos de la política desoyeron los de la ética. El Estado se hizo cómplice de una claudicación moral inadmisible para el filósofo. No obstante, y fiel a su raigambre socrática, el pensador no dejó de insistir en su prédica. Nunca renunció a su concepción de la política como herramienta moral.

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Cuando la burguesía alemana reclamó la reunificación, en 1948, Jaspers alzó su voz otra vez para advertir que la llamada Alemania libre aún no lo era, puesto que no había superado los componentes autoritarios que produjeron el ascenso del nazismo. De verificarse la reunificación en aquellas condiciones, se potenciarían dos fuerzas idénticas en su incapacidad para sostener el ideario democrático. Cuando, finalmente y mucho después, la reunificación tuvo lugar, sus temores parecieron perdurar en las palabras del Discurso... de Günter Grass: "Los ciudadanos de la R. D. A., esos alemanes que se han llevado la peor parte [...] han tenido que pagar por lo que no han pagado los ciudadanos de la República Federal. No tuvieron la suerte de poder optar por la libertad occidental. No hemos sido nosotros los que hemos tenido que soportar por ellos, sino ellos por nosotros, la carga principal de la guerra que perdimos todos los alemanes. A la comprensión de todo esto es a lo que, nada más caer el muro, había que haber dado preferencia. Esa es la deuda que teníamos con ellos. Y en vez de pagarles los ponemos una vez más bajo tutela".

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El Estado-Nación nada podía representar para Jaspers, en términos de auténticos valores humanos, si no se veía a sí mismo como un modo particular o específico de dar sustento y forma a los ideales universalistas de justicia y convivencia entre los hombres. Jaspers consideraba indispensable tender hacia la constitución de una sociedad planetaria que se fundara en el despliegue de las particularidades históricas y se valiera de éstas para llevar a cabo la siempre perfectible realización del proyecto de encuentro solidario entre los pueblos. No estimaba posible llegar a ser de veras alemán, francés, italiano o portugués, si el esfuerzo de constitución nacional no respondía, en lo esencial, al anhelo de concretar de un modo propio, específico, esa voluntad común de humanizarse sin cesar, en una convivencia sin fronteras ideológicas. Jaspers, que confiaba en un humanismo apartidario, quería a cada cultura reconociéndose como parte de una verdad que no se agota en ninguna de las determinaciones que toma y que, al unísono, no puede prescindir de ninguna de ellas para darse a conocer.

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Al abordar en forma directa y central la cuestión del prójimo, Jaspers evidencia, por lo demás, una sorprendente cercanía con las proposiciones de Martín Buber, quien luchó incansablemente por el reconocimiento recíproco entre palestinos e israelíes. De igual modo, su pensamiento se enlaza, a este respecto, con el del filósofo católico Gabriel Marcel y, también, con los enunciados centrales, y tan judíos, de Emmanuel Levinas.

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Sin subestimar lo ontológico, Jaspers se empeñó en desplazar el centro problemático de la filosofía hacia el escenario de la ética. Hay, para él, exigencias "éticas eternas" que no pueden desoírse sin vulnerar la especificidad de lo humano. El hombre, afirma, es ante todo un ser abierto al despliegue de lo ético, en su conciencia y en su conducta.

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Jaspers razonaba a escala mundial y estimaba que, si los hombres seguían empeñados en desconocer su unidad como especie y la exigencia de solidaridad que ella implica, terminarían aniquilándose sin remedio. Si hoy viviera, se ubicaría seguramente al lado de quienes luchan por impedir que la globalización agote su sentido en la mera uniformidad. Y es probable que los centros de poder del presente, ésos que se empeñan en homologar la democracia al éxito corporativo, no ahorraran esfuerzos por acallarlo, tal como ocurrió en su propio tiempo.

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Por Santiago Kovadloff
Para LA NACION - Buenos Aires, 2003

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Karl Jaspers (1883-1969) no sólo ha realizado una prolífica obra de creación filosófica. Ha documentado su construcción con tal minuciosidad que difícilmente haya entre sus biógrafos quien pueda añadir algún dato significativo a lo que él mismo ha dicho sobre su vida y su trabajo. Desde su historia familiar hasta sus hábitos de escritura, desde los pasos seguidos en su trayectoria académica hasta las tensiones impuestas y los consuelos brindados por su exilio en Suiza, todo consta en sus libros testimoniales, incluyendo la amistad con Hannah Arendt y el distanciamiento con Martin Heidegger, sin exceptuar la agobiante y larga enfermedad que padeció en su juventud. Poco es, pues, lo que resta por descubrir en este terreno. Mucho, en cambio, me parece que habría que reconsiderar en lo relativo a su actual inscripción en la historia de la filosofía.

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Jaspers no goza del reconocimiento con que cuentan otros autores alemanes que han sido sus coetáneos. Su prestigio está lejos de ser el de Husserl, su renombre no es el de Heidegger, y Benjamin o Wittgenstein lo superan ampliamente en la demanda del interés colectivo.

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Se acaban de cumplir ciento veinte años de su nacimiento. Ni las ciencias políticas, ni el psicoanálisis, ni las tendencias epistemológicas en boga, ni las corrientes filosóficas fundadas en la fenomenología, ni aquellas que buscan diagnosticar los síntomas de la posmodernidad parecen haber encontrado estímulo en sus ideas. Cabe esperar, por lo tanto, que este aniversario transcurra en medio de una cortés indiferencia hacia el autor de La culpabilidad alemana . Para colmo, no hay en su trayectoria personal contradicciones restallantes ni secretos que, ventilados, resultarían rentables para el periodismo por su dosis de escándalo virtual o la marea de cuestionamientos y sospechas que podría desatar su divulgación.

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Se estima de manera poco menos que unánime que la de Jaspers es una perspectiva mansamente sometida al idealismo y el humanismo clásicos del siglo XVIII. Tales características impondrían, en consecuencia, límites insalvables a su vigencia filosófica. Suya sería, según se cree, la convicción de que el hombre posee una esencia impermeable a los condicionamientos históricos, cuyos ingredientes, igualmente inalterables, serían la razón y la libertad, tal como el Iluminismo las postuló. Un tinte eurocéntrico y desfachatadamente burgués condicionaría, por lo demás, el alcance de su concepto de cultura y su visión de lo social, y ello en tal forma que ambos quedarían hipotecados en el universalismo abstracto de Herder y la ética glacial de Emmanuel Kant. Para completar este cuadro de indigencias hay que recordar que la izquierda de su tiempo, es decir, la de los años de la segunda posguerra, no vaciló en rotularlo como reaccionario a raíz de su alineamiento con Occidente y de su crítica implacable al mundo soviético. Vale la pena, no obstante, ponderar la consistencia efectiva del conjunto de estas acusaciones bajo la luz que, sobre la filosofía de Jaspers, echan los dilemas del presente.

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Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, Jaspers comenzó a ser frecuentemente consultado por las fuerzas aliadas de ocupación. En el exterior había trascendido su posición antinazi, sostenida con serena perseverancia y coraje a lo largo de los doce años que duró el régimen. En su momento, las diferencias con Hitler le valieron la expulsión de la universidad. Y poco faltó para que el hecho de estar casado con una judía le costara la vida. Todo ello hacía de él un referente obligado para quienes se empeñaban en diseñar las bases de la reconstrucción política de Alemania. Los norteamericanos, en particular, deseaban reemplazar cuanto antes a las personalidades germanas por ellos designadas para una administración transitoria. Querían hacer lugar con premura a un gobierno de partido surgido de las urnas y, por lo tanto, de incuestionable extracción democrática. Jaspers no coincidió con esta urgencia. Veía en ella el germen de una nueva catástrofe. En su Autobiografía filosófica advierte: "Ustedes toman un camino que es funesto para Alemania. Las mejores personalidades del país serán reemplazadas por los viejos hombres de partido que antes de 1933 demostraron su ineptitud. [...] Deberían ustedes administrar abiertamente a esta Alemania bajo su propia responsabilidad, por conducto de los alemanes de mayor capacidad, cordura y patriotismo. Así, el proceso educativo que nos ha sido negado por la historia podrá, al menos, comenzar por cierto grado de independencia alemana hacia abajo. Esta educación no se logra aleccionando, dando conferencias y editando escritos que ensalzan las excelencias de la democracia, sino única y exclusivamente por la práctica. [...] Entre nosotros aún rige el principio de que la autoridad manda y la masa obedece. [...] Lo cierto es que hoy Alemania no puede ser gobernada por sus mejores hombres políticos, los que sólo podrán surgir al cabo de los años y de elecciones libres. [...] Implantar desde arriba la democracia basada en el juego de los partidos políticos, ahora que falta su premisa en la conciencia de la población y la abrumadora mayoría de los alemanes ni siquiera sabe qué quiere decir realmente, ni qué ni a quién deben elegir, significaría poner en lugar de la autoridad de los alemanes escogidos por ustedes, la de los dirigentes y burócratas de partido".

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Los norteamericanos no coincidieron con él. Advirtieron que, en un orden lógico, podría tener razón pero les era imposible proceder como Jaspers les sugería. En primer término, porque el pueblo estadounidense repudiaba toda forma de administración colonial y la propuesta del filósofo, lo quisiera él o no, podía interpretarse de ese modo. En segundo término, como apuntó Jaspers en su Autobiografía... , "porque los rusos lo tomarían como un ejemplo de administración dictatorial y enseguida se aprovecharían para hacer lo mismo en Alemania Oriental, pero con muy otros propósitos y en forma mucho peor". Jaspers nunca se resignó a los hechos consumados. Jamás consideró que en ellos radicara la solución del problema. Con el transcurso del tiempo, las circunstancias parecieron reforzar la validez de su diagnóstico. La convicción de que en Alemania se había realizado una transición superficial del autoritarismo a la democracia lo acompañó toda su vida y determinó su radicación ulterior en Suiza, así como su renuncia a la nacionalidad alemana.

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Jaspers no creía en la recuperación de su país a menos que en él tuviera lugar una renovación sustancial de la sensibilidad política. Cuando el auge económico de posguerra indujo a hablar de un "milagro alemán", Jaspers no sumó su voz al coro festivo que daba por cumplida la transición a la vida democrática. Por el contrario: redobló sus advertencias y, una vez más, hizo pública su disconformidad. El éxito del capitalismo, en un orden material y aislado, nada significaba para él como indicio de vitalidad democrática. Era imprescindible que ese éxito se inscribiera en un marco espiritualmente maduro, si se quería hablar de progreso. La democracia, aseguraba, es mucho más que buenos negocios. Ella constituye el fundamento ético y metafísico de la convivencia y el trabajo. Implica contar con un Estado consciente de su necesaria sujeción al principio que establece la autonomía primordial de la persona con respecto a toda forma de poder político. El hombre es libre; siempre más libre de lo que pretende cualquiera de las etiquetas interesadas en rotularlo. Pero esa libertad, lejos de ser un atributo del cual él dispone, es una tarea que lo convoca, un desiderátum de su acción. Un verdadero Estado democrático ha de ser un Estado asentado en la comprensión de la libertad personal concebida como tarea. Resguardará su sentido y garantizará la defensa de su valor, en todas sus decisiones. Jaspers partió siempre de la idea de que el hombre se manifiesta como tal cuando busca trascenderse, antes que realizarse. El hombre ávido de trascendencia trata de rebasar incansablemente su sujeción a lo fragmentario, a la idolatría en cualquiera de sus formas, a lo dogmático concebido como lo que inscribe la verdad en el terreno de lo indiscutible y definitivamente asentado. Esta sed de trascendencia se traduce en el afán de convivencia equitativa y en la apertura a una realidad que supera al hombre como verdad siempre inabarcable y, sólo como inabarcable, discernible por parte del espíritu. De esa verdad y de ese enigma que lo exceden y a la vez lo manifiestan, el hombre debe aprender a descubrirse como posible expresión mediante el cultivo de la conciencia de su singularidad. Y lo decisivo, en esa conciencia, es la presencia del prójimo. Ese que se hace ver para que yo lo reconozca en su alteridad; en esa alteridad que, a su vez, él debe reconocer en mí para que podamos identificarnos. Es ante todo por su intermedio como ha de manifestarse ante mí esa realidad sin fronteras a la que Jaspers llama "lo incondicionado".

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Corresponde, pues, al Estado expresar y proteger, preservar y alentar la concreción de esos valores que no se originan en él ni equivalen a él, pero que sólo él puede socializar. Su función es, por lo tanto, ejecutiva y no ontológica. Concebir al Estado como instancia suprema y creadora de los valores primordiales implica caer en las peores formas del fanatismo, de la arbitrariedad y de la incomprensión del hombre como ser libre. Tal es, a juicio de Jaspers, lo que ocurrió durante el III Reich y lo que, para él, representaba el mundo soviético.

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Jaspers trató de dar a entender que podría encontrarse un nuevo punto de partida para Alemania, tras la derrota del nazismo. El año 1945 abría, según él, esa posibilidad. Para que la reconstrucción de Alemania resultara viable era preciso que los alemanes tomaran conciencia de su responsabilidad específica. A fin de explicar qué entendía por ella, Jaspers recurrió al concepto de "falta colectiva". La "falta colectiva" consistía en la culpa de haber sobrevivido a la catástrofe desatada por el nazismo, sin haber hecho lo necesario para combatirlo. Responsabilidad de no haberse jugado la vida en defensa de los ideales democráticos, de haber escapado a la masacre amparándose en el silencio o la indiferencia. ¿Dónde estábamos, se pregunta, cuando otros eran aniquilados en nombre de principios que no compartíamos? Todo aquel que logró preservar su vida callando, abdicando de la conciencia, emigrando o incluso adaptándose a las circunstancias impuestas por el régimen ha contraído una deuda moral con el pasado. Esa deuda sólo puede saldarse incidiendo en una nueva configuración del porvenir. Cada ciudadano alemán, afirma Jaspers, debe asumir la falta que implica haber escapado a la aniquilación, infundiendo a sus actos la orientación requerida para que Alemania se encauce políticamente hacia la instauración de un Estado donde el ideal del reconocimiento "de la dignidad de los individuos, sea el único valor que otorga sentido y grandeza a la existencia humana".

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¿Tuvo lugar ese proceso? ¿Se encauzó la reconstrucción alemana hacia donde Jaspers lo proponía?

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Casi medio siglo más tarde, en 1992, Günter Grass demostraría, en su Discurso de la pérdida , hasta qué punto las previsiones de Jaspers habían sido desoídas: "¿Es que no ha crecido hierba que cure la tendencia alemana a la reincidencia? [...] ¿Todavía no somos capaces, dañados como aún estamos por las últimas incursiones en lo absoluto, de un trato civil, es decir, humano, con los de dentro y con los de fuera?"

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Jaspers temía que se banalizara el horror y eso fue, a su juicio, lo que no se evitó. Los imperativos de la política desoyeron los de la ética. El Estado se hizo cómplice de una claudicación moral inadmisible para el filósofo. No obstante, y fiel a su raigambre socrática, el pensador no dejó de insistir en su prédica. Nunca renunció a su concepción de la política como herramienta moral.

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Cuando la burguesía alemana reclamó la reunificación, en 1948, Jaspers alzó su voz otra vez para advertir que la llamada Alemania libre aún no lo era, puesto que no había superado los componentes autoritarios que produjeron el ascenso del nazismo. De verificarse la reunificación en aquellas condiciones, se potenciarían dos fuerzas idénticas en su incapacidad para sostener el ideario democrático. Cuando, finalmente y mucho después, la reunificación tuvo lugar, sus temores parecieron perdurar en las palabras del Discurso... de Günter Grass: "Los ciudadanos de la R. D. A., esos alemanes que se han llevado la peor parte [...] han tenido que pagar por lo que no han pagado los ciudadanos de la República Federal. No tuvieron la suerte de poder optar por la libertad occidental. No hemos sido nosotros los que hemos tenido que soportar por ellos, sino ellos por nosotros, la carga principal de la guerra que perdimos todos los alemanes. A la comprensión de todo esto es a lo que, nada más caer el muro, había que haber dado preferencia. Esa es la deuda que teníamos con ellos. Y en vez de pagarles los ponemos una vez más bajo tutela".

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El Estado-Nación nada podía representar para Jaspers, en términos de auténticos valores humanos, si no se veía a sí mismo como un modo particular o específico de dar sustento y forma a los ideales universalistas de justicia y convivencia entre los hombres. Jaspers consideraba indispensable tender hacia la constitución de una sociedad planetaria que se fundara en el despliegue de las particularidades históricas y se valiera de éstas para llevar a cabo la siempre perfectible realización del proyecto de encuentro solidario entre los pueblos. No estimaba posible llegar a ser de veras alemán, francés, italiano o portugués, si el esfuerzo de constitución nacional no respondía, en lo esencial, al anhelo de concretar de un modo propio, específico, esa voluntad común de humanizarse sin cesar, en una convivencia sin fronteras ideológicas. Jaspers, que confiaba en un humanismo apartidario, quería a cada cultura reconociéndose como parte de una verdad que no se agota en ninguna de las determinaciones que toma y que, al unísono, no puede prescindir de ninguna de ellas para darse a conocer.

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Al abordar en forma directa y central la cuestión del prójimo, Jaspers evidencia, por lo demás, una sorprendente cercanía con las proposiciones de Martín Buber, quien luchó incansablemente por el reconocimiento recíproco entre palestinos e israelíes. De igual modo, su pensamiento se enlaza, a este respecto, con el del filósofo católico Gabriel Marcel y, también, con los enunciados centrales, y tan judíos, de Emmanuel Levinas.

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Sin subestimar lo ontológico, Jaspers se empeñó en desplazar el centro problemático de la filosofía hacia el escenario de la ética. Hay, para él, exigencias "éticas eternas" que no pueden desoírse sin vulnerar la especificidad de lo humano. El hombre, afirma, es ante todo un ser abierto al despliegue de lo ético, en su conciencia y en su conducta.

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Jaspers razonaba a escala mundial y estimaba que, si los hombres seguían empeñados en desconocer su unidad como especie y la exigencia de solidaridad que ella implica, terminarían aniquilándose sin remedio. Si hoy viviera, se ubicaría seguramente al lado de quienes luchan por impedir que la globalización agote su sentido en la mera uniformidad. Y es probable que los centros de poder del presente, ésos que se empeñan en homologar la democracia al éxito corporativo, no ahorraran esfuerzos por acallarlo, tal como ocurrió en su propio tiempo.

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Por Santiago Kovadloff
Para LA NACION - Buenos Aires, 2003

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